Alaine Scott
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“La voz de Kayen sonó como un látigo a sus oídos, pero asintió con la cabeza, aceptando su destino.
—Muy bien.
Caminó atravesando la habitación, con Kayen yendo detrás de ella, escoltándola hasta la puerta.
—Rura.
Se detuvo al oír la voz del que había sido su marido hasta aquel momento, y giró el rostro para mirarlo a los ojos otra vez.
Fuera lo que fuese lo que iba a decirle, lo encararía sin demostrar ni un solo sentimiento en su cara.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó el gobernador.
Ella lo miró a los ojos durante unos instantes, valorando si debía decirle la verdad o no.
—¿El qué? ¿Intentar matarte, o golpear a tu esclava? —preguntó finalmente.
—Las dos cosas.
—¿De veras te importa? —le preguntó con evidente desprecio en la voz.
—Sí. Si no fuese así, no te hubiera preguntado.
—Muy bien. —Asintió con la cabeza, la ladeó un poco, y esbozó una sonrisa fría como la nieve—. Porque tu corazón debería haber sido mío, pero se lo entregaste a ella en el mismo momento en que la viste.
—Tú nunca quisiste mi corazón.
—En eso te equivocas, Kayen. Lo quería… para destrozarlo.”
― La princesa sometida
—Muy bien.
Caminó atravesando la habitación, con Kayen yendo detrás de ella, escoltándola hasta la puerta.
—Rura.
Se detuvo al oír la voz del que había sido su marido hasta aquel momento, y giró el rostro para mirarlo a los ojos otra vez.
Fuera lo que fuese lo que iba a decirle, lo encararía sin demostrar ni un solo sentimiento en su cara.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó el gobernador.
Ella lo miró a los ojos durante unos instantes, valorando si debía decirle la verdad o no.
—¿El qué? ¿Intentar matarte, o golpear a tu esclava? —preguntó finalmente.
—Las dos cosas.
—¿De veras te importa? —le preguntó con evidente desprecio en la voz.
—Sí. Si no fuese así, no te hubiera preguntado.
—Muy bien. —Asintió con la cabeza, la ladeó un poco, y esbozó una sonrisa fría como la nieve—. Porque tu corazón debería haber sido mío, pero se lo entregaste a ella en el mismo momento en que la viste.
—Tú nunca quisiste mi corazón.
—En eso te equivocas, Kayen. Lo quería… para destrozarlo.”
― La princesa sometida
“CAPITULO UNO:
—¡No llores!
La mano abierta voló hasta chocar contra la mejilla de la pequeña Rura, que cayó al suelo de rodillas y se mordió los labios con fuerza para acallar los sollozos que hasta aquel momento salían desgarradores por su boca. El pequeño cuerpecito tembló cuando vio que su padre volvía a moverse con la mano levantada, yendo hacia ella.
Al final el príncipe Nikui se detuvo muy cerca, pero no volvió a pegarla. Se quedó allí mirándola, resollando enfurecido, hasta que habló.
—Nunca debiste haber nacido. No sirves para nada.
Salió de allí, dejando a la pequeña Rura, de seis años, temblando en el suelo de su habitación.
Rura sabía que su padre tenía razón. Estaba maldita. Su nacimiento fue un error, y con su llegada causó la muerte de su madre Surebu, la concubina favorita del príncipe heredero. Nunca permitían que lo olvidase. Ninguno de ellos.
Se levantó y arrastró sus pequeños piececitos hasta el camastro que le hacía de cama. Su habitación era diminuta, comparada con las de sus hermanas. Claro que ella era una bastarda e hija de una esclava, y sus hermanas, princesas imperiales.
Rura no tenía muy claro qué significaba ser una bastarda, pero sabía que era algo malo porque cuando la llamaban así, lo hacían en un tono de desprecio que la hacía temblar y le provocaba ganas de llorar.
Pero una princesa no debía llorar, se lo había oído decir a su padre muchas veces.
Nadie la llamaba así, princesa, excepto ella misma. Al fin y al cabo era hija de un príncipe, ¿no? así que por fuerza tenía que ser una princesa.
Se metió dentro del camastro y se acurrucó, tapada con la manta.
¿Por qué su padre no la quería? Lo había visto con sus hermanas, y con ellas era hasta cariñoso. Las hacía reír y las acariciaba. Pero nunca a Rura.
Su pequeña cabecita dio vueltas y más vueltas. Había muchas cosas que no comprendía aún, pero se haría mayor y las entendería. Estaba tan segura de eso como de que cada día salía el sol, y que en invierno, nevaba. Encontraría la manera de que su padre la amase, se dijo cerrando los ojitos.”
― La princesa sometida
—¡No llores!
La mano abierta voló hasta chocar contra la mejilla de la pequeña Rura, que cayó al suelo de rodillas y se mordió los labios con fuerza para acallar los sollozos que hasta aquel momento salían desgarradores por su boca. El pequeño cuerpecito tembló cuando vio que su padre volvía a moverse con la mano levantada, yendo hacia ella.
Al final el príncipe Nikui se detuvo muy cerca, pero no volvió a pegarla. Se quedó allí mirándola, resollando enfurecido, hasta que habló.
—Nunca debiste haber nacido. No sirves para nada.
Salió de allí, dejando a la pequeña Rura, de seis años, temblando en el suelo de su habitación.
Rura sabía que su padre tenía razón. Estaba maldita. Su nacimiento fue un error, y con su llegada causó la muerte de su madre Surebu, la concubina favorita del príncipe heredero. Nunca permitían que lo olvidase. Ninguno de ellos.
Se levantó y arrastró sus pequeños piececitos hasta el camastro que le hacía de cama. Su habitación era diminuta, comparada con las de sus hermanas. Claro que ella era una bastarda e hija de una esclava, y sus hermanas, princesas imperiales.
Rura no tenía muy claro qué significaba ser una bastarda, pero sabía que era algo malo porque cuando la llamaban así, lo hacían en un tono de desprecio que la hacía temblar y le provocaba ganas de llorar.
Pero una princesa no debía llorar, se lo había oído decir a su padre muchas veces.
Nadie la llamaba así, princesa, excepto ella misma. Al fin y al cabo era hija de un príncipe, ¿no? así que por fuerza tenía que ser una princesa.
Se metió dentro del camastro y se acurrucó, tapada con la manta.
¿Por qué su padre no la quería? Lo había visto con sus hermanas, y con ellas era hasta cariñoso. Las hacía reír y las acariciaba. Pero nunca a Rura.
Su pequeña cabecita dio vueltas y más vueltas. Había muchas cosas que no comprendía aún, pero se haría mayor y las entendería. Estaba tan segura de eso como de que cada día salía el sol, y que en invierno, nevaba. Encontraría la manera de que su padre la amase, se dijo cerrando los ojitos.”
― La princesa sometida
“—¡Arriba, princesita!
El grito la sobresaltó, incorporándose de golpe, desorientada.
Miró a su alrededor. La luz había vuelto, y Hewan estaba de pie en mitad de la estancia. Tenía una cadena más delgada en una mano, y una bolsa negra en la otra. Se había cambiado la falda de cuero de la noche anterior por otra de lana gruesa, tejida a cuadros verdes con líneas negras
—¿No puedes ser más delicado a la hora de despertarme? —se quejó Rura con irritación.
—¿La princesita se ha asustado? —Se llevó la mano al pecho, simulando estupor—. Lo lamento mucho, alteza imperialísima. ¿Vais a ordenar azotarme?
Rura se levantó. Se sentía sucia y horrenda, con el pelo enredado y el quimono lleno de arrugas. Y olía a sudor. Hacía años que sus axilas no olían.
—No me llames así —gruñó.
—¿Princesita? ¿No te gusta?
—Me importa un comino si me llamas princesita. No te dirijas a mí como Alteza Imperial. No tengo el derecho a usar el título.
Rura intentó evitarlo, pero la amargura fue evidente en su voz. Hewan soltó una carcajada y puso los brazos en jarras. La cadena y la bolsa negra colgaban de sus manos.
—Vaya, vaya, vaya… Así que no eres hija legítima —se burló—. Lástima. Pensaba utilizarte como moneda de cambio, pero ya veo que no me servirás ni para eso. Probablemente, cuando la noticia de tu captura llegue a oídos de tu padre, el gran príncipe heredero, se sentirá aliviado. ¿No es así?
—¡Mi padre me quiere! —gritó furiosa—. ¿Me oyes, bestia inmunda? ¡Mi padre me quiere, y cuando venga a por mí, traerá con él todo el ejército imperial! ¡Destrozará estas montañas hasta encontrarme! Y tú y tu pueblo lo pagaréis con la exterminación.
Se sintió como una niña malcriada gritando toda esa sarta de mentiras, pero en aquel momento no podía afrontar la verdad que había en las palabras de aquel extraño.
La sonrisa de Hewan murió y su rostro se transformó en una máscara colérica.
—Claro que te quiere, princesita —siseó. Tenía el cuello en tensión, y los tendones se marcaban, abultados bajo la piel—. Por eso permitió que tu esposo el gobernador te repudiara y te exiliara.
Rura no contestó. ¿Qué iba a decir? ¿Confesar ante este extraño que se lo merecía por lo que había hecho? ¿Que tenía suerte de estar viva? Había conspirado para matar a Kayen. El hecho que fuese por orden de su padre, no la convertía en inocente.
Además, estaba segura que su exilio tenía mucho más que ver con la paliza que le dio a la esclava, que con el intento de asesinato.
—¿No dices nada?
Rura se escondió de nuevo tras su máscara de princesa. Levantó la barbilla con orgullo y se negó a hablar.
Hewan se acercó a ella, y Rura luchó con el impulso de huir de él. Le puso la bolsa delante de la cara.
—Hueles que apestas —le dijo. Rura enrojeció de rabia y de vergüenza—. Te voy a llevar a los baños para que te puedas lavar, pero para eso tengo que taparte la cabeza.
—No quiero ir. Puedo lavarme aquí si alguien me trae agua y jabón.
—Nadie te ha pedido tu opinión, princesita. —Le pasó la bolsa por la cabeza y se la anudó en el cuello, por encima del collar metálico—. No te preocupes, no dejaré que te caigas… creo.
Desenganchó la cadena que la mantenía sujeta a la pared, y aseguró la nueva cadena que llevaba en la mano, más delgada y corta.
—¿Tienes que llevarme como si fuera un perro? —preguntó indignada— . No voy a echar a correr.
—Por supuesto que no correrás —contestó Hewan, guasón—. Esta cadena no es para impedir que huyas; es para humillarte.
—Eres un animal.
—Puede ser, pero no soy yo el que lleva collar y cadena, princesita. Y que no se te ocurra intentar quitarte la bolsa de la cabeza: si lo haces, tendré que arrancarte esos bonitos ojos que tienes.”
― La princesa sometida
El grito la sobresaltó, incorporándose de golpe, desorientada.
Miró a su alrededor. La luz había vuelto, y Hewan estaba de pie en mitad de la estancia. Tenía una cadena más delgada en una mano, y una bolsa negra en la otra. Se había cambiado la falda de cuero de la noche anterior por otra de lana gruesa, tejida a cuadros verdes con líneas negras
—¿No puedes ser más delicado a la hora de despertarme? —se quejó Rura con irritación.
—¿La princesita se ha asustado? —Se llevó la mano al pecho, simulando estupor—. Lo lamento mucho, alteza imperialísima. ¿Vais a ordenar azotarme?
Rura se levantó. Se sentía sucia y horrenda, con el pelo enredado y el quimono lleno de arrugas. Y olía a sudor. Hacía años que sus axilas no olían.
—No me llames así —gruñó.
—¿Princesita? ¿No te gusta?
—Me importa un comino si me llamas princesita. No te dirijas a mí como Alteza Imperial. No tengo el derecho a usar el título.
Rura intentó evitarlo, pero la amargura fue evidente en su voz. Hewan soltó una carcajada y puso los brazos en jarras. La cadena y la bolsa negra colgaban de sus manos.
—Vaya, vaya, vaya… Así que no eres hija legítima —se burló—. Lástima. Pensaba utilizarte como moneda de cambio, pero ya veo que no me servirás ni para eso. Probablemente, cuando la noticia de tu captura llegue a oídos de tu padre, el gran príncipe heredero, se sentirá aliviado. ¿No es así?
—¡Mi padre me quiere! —gritó furiosa—. ¿Me oyes, bestia inmunda? ¡Mi padre me quiere, y cuando venga a por mí, traerá con él todo el ejército imperial! ¡Destrozará estas montañas hasta encontrarme! Y tú y tu pueblo lo pagaréis con la exterminación.
Se sintió como una niña malcriada gritando toda esa sarta de mentiras, pero en aquel momento no podía afrontar la verdad que había en las palabras de aquel extraño.
La sonrisa de Hewan murió y su rostro se transformó en una máscara colérica.
—Claro que te quiere, princesita —siseó. Tenía el cuello en tensión, y los tendones se marcaban, abultados bajo la piel—. Por eso permitió que tu esposo el gobernador te repudiara y te exiliara.
Rura no contestó. ¿Qué iba a decir? ¿Confesar ante este extraño que se lo merecía por lo que había hecho? ¿Que tenía suerte de estar viva? Había conspirado para matar a Kayen. El hecho que fuese por orden de su padre, no la convertía en inocente.
Además, estaba segura que su exilio tenía mucho más que ver con la paliza que le dio a la esclava, que con el intento de asesinato.
—¿No dices nada?
Rura se escondió de nuevo tras su máscara de princesa. Levantó la barbilla con orgullo y se negó a hablar.
Hewan se acercó a ella, y Rura luchó con el impulso de huir de él. Le puso la bolsa delante de la cara.
—Hueles que apestas —le dijo. Rura enrojeció de rabia y de vergüenza—. Te voy a llevar a los baños para que te puedas lavar, pero para eso tengo que taparte la cabeza.
—No quiero ir. Puedo lavarme aquí si alguien me trae agua y jabón.
—Nadie te ha pedido tu opinión, princesita. —Le pasó la bolsa por la cabeza y se la anudó en el cuello, por encima del collar metálico—. No te preocupes, no dejaré que te caigas… creo.
Desenganchó la cadena que la mantenía sujeta a la pared, y aseguró la nueva cadena que llevaba en la mano, más delgada y corta.
—¿Tienes que llevarme como si fuera un perro? —preguntó indignada— . No voy a echar a correr.
—Por supuesto que no correrás —contestó Hewan, guasón—. Esta cadena no es para impedir que huyas; es para humillarte.
—Eres un animal.
—Puede ser, pero no soy yo el que lleva collar y cadena, princesita. Y que no se te ocurra intentar quitarte la bolsa de la cabeza: si lo haces, tendré que arrancarte esos bonitos ojos que tienes.”
― La princesa sometida
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