El otro día cogí una llamada de un número que no conocía -contesto siempre el teléfono por aquello de que uno no sabe dónde puede aparecer una historia, como en Trilogía de Nueva York- y me encontré con que me estaba llamando Montse Beltran. Me hizo muchísima ilusión. Hacía años que no hablábamos.

Montse Beltran es una escritora que vino a dar una charla al instituto cuando yo tenía 15 años. Por entonces, yo quería dirigir películas y hacer cine. Ella acababa de ganar el Premi Gran Angular con su último libro y, a partir de ese momento, empezó una amistad intermitente pero con mucho cariño. Yo le enseñaba lo que escribía, ella me hablaba del mundo editorial; crecí con ella. Después la vida nos separó –fue madre, yo empecé la universidad– y volvimos a juntarnos muchos años después, cuando publiqué mi primera novela. Me llamó por teléfono y estuvimos hablando muchísimo tiempo. Me presentó la novela en El Corte Inglés y disfrutamos del tiempo juntos, esta vez ya como dos personas adultas. Después volvimos a perder el contacto, hasta el otro día. Desde entonces yo he publicado dos libros más, he vivido en Londres, he caído en depresión, he salido de ella. Lo más gracioso, o lo mágico, fue que pude ver, de repente, al estilo proustiano, al chaval de 15 años que tenía la cabeza de pájaros (como me decían que la tenía).

Ahora sigo teniendo la cabeza llena de pájaros pero algunos han echado a volar. Estoy deseando poder encontrar un hueco -esta semana, sin falta– para cenar con ella. Hay gente mágica, a la que no ves a menudo, puede que incluso que sea gente a la que no has visto mucho durante tu vida, pero que sin duda te alegran un poco la vida. Como Montse. Como mi amigo Jorge. Si estoy a flote es por ellos.