El héroe olvidado. Sudamericana 2025. Primer capítulo.

 



"Cuando María AngélicaGarmendia alcanzó la puerta del Banco Nación de Coronel Suárez no podía ima­ginarseque ese día, 23 de marzo de 1961, quedaría marca­do para siempre en su memoriay en la de todo el pueblo. En aquel momento ella sólo pensaba en dejar atrás elcalor agobiante que había sumido a Coronel Suárez en una quie­tud forzada,obligando a los vecinos a caminar rápido para alcanzar las sombras queproyectaban los árboles y descan­sar unos segundos antes de reemprender sumarcha. Quizá por eso, al llegar al umbral de la puerta, María se detuvo aobservar con sorpresa a los hombres que, al otro lado de la calle, conversabanal sol en la plaza San Martín.

—Buen día, señorita María —la saludóel cabo Fernán­dez, custodio del banco.

—Buen día, Eusebio —respondió ella,enfrentando la mirada tímida de ese joven que jamás cruzaba la línea de laformalidad.

—Hace demasiado calor para estar enla calle.

—Yo tengo que trabajar igual—respondió María, avan­zando hacia uno de los mostradores en el que, acodados,con la mirada perdida, tres hombres se demoraban en rellenar distintos papeles,como si su tardanza fuera una estrate­gia para aplazar el momento de regresar ala calle.

María apoyó sobre el granito colormarfil la carpeta con los expedientes. Suspiró con fuerza. Luego retiró unpañue­lo gris de su cartera para secarse la frente y el cuello. Poco a poco, elaire fresco que impulsaban las paletas de los cuatro ventiladores del banco ymovían levemente su vestido flo­reado la envolvió en una placidezreconfortante.

Sus movimientos parecieron sacar alos tres clientes del sopor en el que estaban inmersos, y, coordinados, giraronla cabeza para mirarla. Era extraño ver mujeres en el banco, y más extraño aúnera ver a una chica tan joven como María. Hipnotizados por la imagen, los treshombres la observaron doblar el pañuelo y volver a colocarlo en su bolsillo.

—Buenos días, señor Hanns, señorUrquiza y señor González —dijo María.

Los tres parpadearon al escucharla,como si sólo enton­ces la reconocieran.

—Buenos días, María —dijeron a coro,al tiempo que volvían a concentrarse en los expedientes, cheques y docu­mentosque tenían ante sí.

Al principio le había costadoacostumbrarse a enfrentar las miradas y las sonrisas de todos aquellos hombres.Sin embargo, María había resistido a todo, y ahora, un año des­pués de empezara trabajar para el señor Hermann, se movía por las colonias alemanas, por elpueblo y por los bancos con naturalidad, tan segura de sí misma como parasoportar cualquier comentario, incluso los de su propia madre.

Retiró los expedientes de la carpetay, a su vez, de cada uno de ellos extrajo los formularios que ya había comple­tadoy que ahora necesitaba sellar para que el señor Her­mann pudiera tramitar lasjubilaciones de sus clientes ante el Estado argentino.

Consultó la hora. Habían pasadoalgunos minutos del mediodía. Debía apurarse si no quería que el señor Her­mannse molestara por su tardanza. Se ubicó en la fila de una de las cajas. En elbanco se notaba bastante movimien­to. “Quizás todos estén escapando del calor”,pensó María mientras saludaba con gestos a todos los que la reconocían.

La fila no avanzaba. Por lo quedecían los clientes, al cajero le había bajado la presión antes de entrar altrabajo y su reemplazante no terminaba de agilizar la atención. Abu­rrida,María se detuvo a escuchar la conversación que man­tenían las dos mujeresmayores que estaban delante de ella.

—Explicame, ¿quién puede usarsobretodo negro con estas temperaturas?

—El jefe de la estación le dijo quehabían llegado desde Mar del Plata.

—¿Desde Mar del Plata? Estás loca,Eugenia. Nadie podría soportar un viaje tan largo envuelto en uno de esosabrigos. ¿Estás segura de que estaban vestidos así? ¿No te habrás confundido?¿No serían curas en sotana?

La mujer llamada Eugenia frunció laboca, ofendida.

—Te juro que no. Eran tres hombresaltos, dos rubios y uno pelirrojo. También tenían pantalones y zapatos negros.Caminaban con las manos en los bolsillos del sobretodo.

—¿Y cuándo decís que los vio?

—El lunes.

—¿Quiénes eran?

—No sabe. Mi comadre dice que ese díafue a la pelu­quería y los vio salir de la casa del doctor Frenkel.

—¿La Petisa? ¿De la peluquería deAurora?

—Sí.

—Queda a media cuadra de la casa deFrenkel, y tu comadre no ve un burro a dos metros.

—Y así y todo se casó con Justino.

—¿Y qué querés, si él ve menos queella?

Las dos estallaron en una carcajada.María no pudo reprimir su sonrisa. Las habladurías del pueblo la divertían y lairritaban en partes iguales.

La fila avanzó, los clientes dieronun paso adelante.

Entonces, las sirenas de varios autosde la policía rom­pieron la quietud del banco y de todo el pueblo. Más acos­tumbradosa las sirenas de los bomberos, porque en Suárez había más incendios quecriminales, todos parecieron inquietarse.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué tanto lío?

Como las dos mujeres que estabandelante de María, el resto de los empleados y clientes se hicieron las mismas pre­guntas.Incluso el cabo Fernández dejó su lugar y salió a la calle para ver qué pasaba.Lo siguieron dos o tres hombres, pero regresaron de inmediato. El sol era másfuerte que su curiosidad.

—¿Qué pasó, Eusebio? —preguntóalguien desde la línea de cajas.

—No sé, van para el lado de laestación.

Cuando los últimos estertores de lassirenas se apaga­ron, todos volvieron a sus conversaciones y trámites. La filaavanzó un poco más y las dos mujeres que estaban delante de María alcanzaron laventanilla. Ella contó una vez más el dinero que le había dado el señor Hermanny se dispuso a esperar su turno.

Desde una de las oficinas llegó elsonido de un teléfono.

Segundos más tarde, el gerente delbanco, el contador Franco Benavídez, salió de su oficina, avanzó dando grandeszancadas y se detuvo en el centro del salón. Con gesto preocupado, comenzó amirar a cada uno de los clientes hasta que posó sus ojos en María. Ella lesonrió, como siempre. Lo conocía desde pequeña porque había ido a la escuelacon su hija, hasta que la pobre Alicia murió de polio a finales de quintogrado.

A diferencia de sus encuentrosanteriores, esta vez Benavídez no le devolvió la sonrisa, sino que le hizo unaseña para que la siguiera.

—Buen día, señor Benavídez, ¿pasóalgo?

—Creo que sí —dijo Benavídez,señalando el tubo del teléfono que, descolgado, yacía sobre el escritorio de suofi­cina.

—¿Es para mí? —dijo María, incrédula.Nadie de su familia tenía teléfono, y si lo tuvieran, ¿cómo podían saber queestaba en el banco?—. Debe ser para otra María —dijo.

—Es la señora Hermann —le aclaróBenavídez.

María extendió su mano y se llevó elauricular al oído.

—María, dejá todo lo que estáshaciendo y vení a casa, por favor —le dijo la señora Marta con voz desesperada.

 

Ni siquiera sintió el sol cayendosobre su cabeza como un rayo ardiente. Todos sus sentidos estaban concentradosen la breve conversación que había mantenido con la seño­ra Hermann. Nunca, enel tiempo que llevaba trabajando para su marido, ni ella ni el señor Hermannhabían hecho algo parecido, mucho menos tutearla. ¿Qué habría pasado? ¿Sehabría descompensado el señor Hermann? Podía haber ocurrido cualquier cosa,algo demasiado grave para que le pidieran que regresara sin haber cumplido elencargo.

En la plaza San Martín los hombresseguían conversan­do. María ni los miró, se echó a correr en dirección a laesta­ción del ferrocarril con la carpeta apretada contra el pecho.

Cruzó las vías y, nada más alcanzarel inicio de la ave­nida San Martín, encontró dos patrulleros que, atravesadosen la calle, impedían el paso del tránsito. A la distancia vio también lasilueta de varios autos negros y camiones del ejército. Ni ella ni ninguno delos habitantes de Coronel Suárez había visto jamás semejante desplieguepolicial en las calles del pueblo.

Siguió corriendo, y al llegar alcruce de San Martín con Baigorria, un par de soldados se cruzaron en su camino.

—No puede pasar, señorita. Hay unoperativo federal.

—Yo trabajo en esa casa. La señoraHermann me pidió que…

—No puede…

Antes de que el soldado terminara lafrase, María ya había desaparecido entre los soldados y policías que iban de unlado a otro. El sol se reflejaba en el metal de las decenas de armas que sealzaban en aquel mediodía de marzo.

Arriba, como sombras sin rostrorecortadas sobre el cielo diáfano, hombres vestidos de civil empuñaban pistolascortas. Caminaban hacia la casa de los Hermann por sobre los techos de lascasas vecinas, agazapados, como si espera­ran ser atacados por alguien.

Entre los uniformes verdes, grises yazules que ocupa­ban la cuadra de los Hermann, resaltaban unos pocos veci­nosque, en camiseta y con los brazos desnudos, no habían podido resistir lacuriosidad ante aquel movimiento inusita­do y habían abandonado el almuerzofamiliar para ver qué ocurría afuera.

María los escuchó:

—Me lo dijo Domínguez. Se llamaMengele. Se debe haber cambiado el nombre cuando llegó a la Argentina.

—Mirá, ahí va la secretaria. Pobrepiba, cuando se ente­re de que trabajaba para un nazi…

Al oírlos María recordó a aquellosperiodistas ingle­ses que se habían presentado unos días antes en casa de losHermann. De pronto le vinieron a la mente todas las pre­guntas que no se habíaanimado a formularse en el último año: ¿por qué su jefe le había hecho escribirtantas cartas al hombre que investigaba a los criminales nazis en Israel?¿Quién era en realidad el señor Hermann?

Alcanzó los vehículos detenidosfrente al número 241 de la avenida San Martín y giró sobre sus talones paracontemplar la escena completa: contó veintiséis hombres armados, entre civilesy militares, tres camiones del ejér­cito, cuatro patrullas y dos autos de callesin patente. Si bien pudo reconocer a algunos de los policías del pueblo, a lagran mayoría nunca los había visto por Suárez ni por las colonias. Pronto, loshombres armados que caminaban por los techos alcanzaron el de la casa de losHermann apuntando con sus pistolas en todas direcciones. Fue en ese momento queMaría descubrió a aquellos tres hombres, dos rubios, uno pelirrojo, vestidoscon largos sobretodos negros.

Paralizada, permaneció en su lugardurante unos segun­dos, hasta que unos ladridos llamaron su atención. A travésde la ventana del frente de la casa, vio a la señora Marta con Waldi entre losbrazos. El pequeño perro salchicha ladra­ba y se sacudía con desesperación. Sindarse cuenta, María comenzó a caminar entre las armas y los autos.

—¿Adónde va? No puede entrar. Este esun operativo…

Se zafó de la mano que intentabaretenerla y entró a la casa. En la sala, un puñado de hombres revolvía cajones,estanterías y placares, arrojando todo al piso. Marta Her­mann sostenía con unamano al perro y con la otra un ciga­rrillo que se consumía mientras ella mirabacon impotencia el desastre que se expandía por esa casa que siempre habíallevado con cuidado y pulcritud. Desde el estudio comenzó a salir una hilera dehombres de uniforme cargando cajas que contenían las carpetas y los papeles delarchivo del señor Hermann.

De pronto, la señora Marta lanzó ungrito furioso por sobre los ladridos de su perro:

—Esto es una locura, comisario. Hacemás de seis años que vivimos acá. Usted nos conoce, usted sabe quiénes somos.Se están llevando papeles que no les interesan.

Domínguez, que estaba controlando elallanamiento, le dedicó una mirada avergonzada. Después puso los ojos en blancoy se encogió de hombros.

—Lo siento, señora. Es una orden dearriba. No puedo hacer nada. Nos pidieron que nos saquemos todos los papeles.

Junto al reloj cucú de pared, sentadoen un sillón con las rodillas juntas, Lothar Hermann guardaba silencio con losanteojos negros puestos.

María se acercó, apoyó su manoderecha sobre el hom­bro de su jefe y le dijo al oído:

—Ya llegué, señor Hermann.

Lentamente, él se llevó la manoderecha al hombro izquierdo y, con una delicadeza familiar, dio tres leves gol­pessobre la mano de su secretaria.

—Gracias, María —susurró.

—En la calle dicen que usted esMengele —dijo María, y bajando aun más su tono de voz, rogando que todo fueramentira, preguntó—: ¿Es verdad? ¿Usted es un nazi?

Lothar Hermann sonrió con amargura.

—Por favor, María, encárguese deWaldi, que está ner­vioso —fue su única respuesta."


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Published on May 05, 2025 06:59
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Alejandro Parisi
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