Difícil de reseñar. Tengo poco que decir y mucho que objetar, quizás, porque no he entendido la mitad de los fragmentos. Todos dispersos, inconexos aunque guarden relación. Él mismo sugiere que escribir una novela es domesticar una obsesión. Me preocupan las suyas. Mezcla la ficción y la realidad en un envase de atemporalidad, te confunde, no se entienden las referencias ni los límites entre la verdad y la mentira. Puede que ese sea su punto fuerte, la marca personal que lo destaque: desconcertar al lector.
He encontrado en Courtoisie una forma de leer tan curiosa como lo es su manera de escribir, su estilo narrativo indefinido, no se decanta por una única voz sino que hace propias varias. Suenan indistintas. Parecen esconder en el fondo de baúles sin dueño una misma personalidad. Hombres sin rumbo, atormentados, obsesionados. Las mujeres son planas, no sus cuerpos. Me enerva la obsesión masculina por moldearlas locas, desinhibas, necesitadas de manos varoniles. Y tan voluptuosas como volubles.
En Tajos, te sientes atrapada en el cráneo de un Dahmer. Una absoluta locura en su sentido incómodo. Extraño, estrambótico. Raúl dice: «Quisiera que en esta historia que hoy leen se pudiera escuchar, y sentir, y tocar, y mirar por un momento, el color y la tibieza de la oveja ausente. La mansedumbre, el berrido de los corderos (...) Acorde con las normas al uso y que no afectara a la sensibilidad del espectador ni las buenas costumbres (...) Pero no es así. Las cosas que cuento no son eso». Resume magistralmente la novela. Sodoma y Gomorra es todo caos, como la leyenda bíblica. Posiblemente el único de los fragmentos que merezca la pena destacar. Refleja las contradicciones del exceso y el defecto. Por Indios y Cortaplumas he tenido que hacer el esfuerzo de no rendirme a lo soporífero de las licencias poéticas tribales por su parecido entre ellas. Como leer lo mismo una, y otra, y por descontado, dos veces más. El general Custer pondría fin a la divagación con un golpe en la mesa y el insulto claro.