What do you think?
Rate this book
165 pages, Paperback
First published January 1, 1995
En las profundidades de una biorregión boscosa se alzaba una pequeña y humilde vivienda unifamiliar, en la que vivía una pequeña y humilde familia. El padre, de profesión carnicero arbóreo, hacía cuanto estaba en su mano por criar a sus dos preadultos, llamados Hansel y Gretel.
La familia procuraba llevar un estilo de vida saludable y respetable, pero las exigencias del sistema capitalista, y en particular sus irresponsables políticas energéticas, se aplicaban continuamente en aniquilarlos. Así, no tardaron en verse en una profunda situación de desventaja económica, hasta el punto de que se hallaron incapacitados para seguir viviendo del modo al que se habían habituado a hacerlo, por austero que éste pudiera ser. El escaso dinero que entraba en el hogar no bastaba para alimentarlos a todos.
Así pues, el carnicero arbóreo se vio dolorosamente obligado a concebir un plan para deshacerse de sus hijos. Decidió llevarles hasta el corazón del bosque en uno de sus recorridos de trabajo y abandonarlos allí. Cierto es que ello constituiría un lamentable capítulo en la crisis de los hogares regentados por un único progenitor, pero no lograba hallar una alternativa al mismo.
Cuando el padre mencionó su plan durante una entrevista telefónica mantenida con su psicoanalista, Hansel tuvo ocasión de escuchar la charla. En lugar de avisar a las autoridades competentes, Hansel ideó un plan para protegerse a sí mismo y también a su hermana. A la mañana siguiente, el carnicero arbóreo envasó para todos y cada uno de ellos almuerzos equilibrados y nutritivos en otros tantos recipientes reciclables, y los tres partieron. Hansel, sin embargo, se había llenado los bolsillos de muesli y, a medida que se internaban cada vez más en el bosque, fue dejando caer grandes trozos de tan saludable alimento a lo largo del sendero para señalar el camino.
En un claro del corazón del bosque, el carnicero arbóreo se detuvo finalmente y dijo a Hansel y Gretel:
—Vosotros, preadultos, esperad aquí. Voy a buscar árboles que cosechar y, si acaso tengo tiempo, a explorar también mi primitiva psique masculina frente al escenario de la naturaleza. No tardaré mucho en volver.
A continuación, entregó a los niños sus respectivos almuerzos y se alejó.
La mañana dio paso a la tarde, y la tarde al crepúsculo y, finalmente, Hansel reveló a su hermana el plan de su padre para abandonarlos. Gretel, siempre equilibrada y práctica ante tales situaciones, sugirió recolectar los materiales necesarios para construir un refugio sombrajo, tal y como habían aprendido a hacer en sus clases de Técnicas de supervivencia fuera de los límites aborígenes.
—No es necesario —dijo Hansel—. Sin necesidad siquiera de ensuciar ni mutilar un solo árbol, he dejado un rastro que nos servirá para regresar.
Pero, cuando acudieron en busca del mismo, descubrieron una cohorte de jóvenes exploradores afanados en devorar el muesli. A gritos, los supervivencionistas conminaron a los niños a mantenerse alejados de sus recién descubiertas raciones y, tras disparar unos cuantos tiros al aire, desaparecieron entre los árboles.
Hansel y Gretel vagaron por diversas sendas, pero al cabo de algún tiempo terminaron por hallarse irremediablemente perdidos y considerablemente hambrientos. Y entonces, al doblar un estrecho recodo del camino, avistaron una choza prodigiosa construida con galletas de algarrobo bañadas en chocolate, pan de jengibre bajo en calorías y tarta de zanahoria. A pesar de hallarse desprovista del pertinente registro de la Dirección General de Sanidad, la cabaña mostraba un aspecto tan apetitoso que los niños se abalanzaron sobre ella y comenzaron a devorarla.
Súbitamente, emergió de la choza una mujer ya bien entrada en la Edad Dorada (de hecho, debía de haberla sobrepasado con creces). Los numerosos brazaletes que adornaban sus muñecas y tobillos tintineaban al ritmo de sus movimientos, y su cuerpo desprendía cierto aroma a pachulí, salvia chamuscada y cigarrillos de clavo. Los niños se sobresaltaron, y Hansel se dirigió a ella:
—Perdone mi franqueza, pero ¿acaso es usted una bruja malvada?
La mujer se echó a reír.
—No, no, querido. No soy una bruja, soy una hechicera. Mi naturaleza no es más perversa que la de cualquier otra persona normal y, a diferencia de lo que puedan haberte llevado a creer las habladurías, no me alimento, desde luego, de pequeños preadultos. Venero a la naturaleza y a la Diosa, y combino hierbas y pociones naturales para ayudar a la gente. En serio. Y ahora, ¿por qué no entráis los dos y os tomáis una buena taza de té de tusílago?
Ya en el interior de la suculenta —pero funcional— cabaña, la hechicera rogó a los niños que olvidaran la propaganda y las calumnias esparcidas acerca de personas como ella. Les relató episodios de su existencia en el bosque, en el que vivía en comunión con las especies no-humanas fabricando pociones, aplicando hechizos y sanando las numerosas heridas que se le infligían a la Madre Tierra. A Hansel y Gretel les llevó algún tiempo liberar su mente del estereotipo de las arpías de edad avanzada y piel verdosa tocadas con un sombrero negro rematado en punta. (Irónicamente, la hechicera poseía, en efecto, una larga y verrugosa nariz más parecida a un pepino mohoso, pero los niños estaban demasiado bien educados como para osar inquirir al respecto). Terminaron por convencerse de la sinceridad de la hechicera cuando conocieron a sus vecinos y conciudadanos. Esa misma noche, para dar la bienvenida a los niños, aquellas amables gentes celebraron una reunión a la luz de la luna en la que los asistentes se despojaron de todas sus vestiduras, se embadurnaron mutuamente de barro y danzaron en círculo al son de ocarinas y flautas de pan. El edificante espectáculo resultó tan noble y tan natural que Hansel y Gretel decidieron allí y entonces que renunciarían a su antigua existencia para unirse a los habitantes de los bosques.
Con el tiempo, Hansel y Gretel aprendieron a amar a la hechicera, así como la vida que llevaban en la foresta. A medida que fueron desarrollándose en edad y juicio, comenzaron a afianzar sus lazos con la Madre Tierra de modos más directos y tangibles. Con vigor y coraje, proyectaron y emprendieron numerosas acciones
profundamente ecológicas destinadas a la protección de su medio arbóreo. Alegremente, Hansel y Gretel se entregaron a la tarea de apuntalar árboles, sabotear equipos de minería y excavación y dinamitar las centrales de energía y los tendidos eléctricos que se extendían sobre las tierras de labranza próximas con explosivos fabricados a base de ingredientes naturales. [...]