La educación que crean día a día los profesionales en sus aulas es magnífica. Pero corre algunos riesgos. Puede mejorarse. Y ese es el objetivo que se ha marcado en este libro Jaime Buhigas, educador él detectar los peligros que acechan tanto a los profesores como a los padres y los propios alumnos y proponer soluciones desde el sentido común.
Vivimos en una época privilegiada y asombrosa, llena de posibilidades y desafíos. Con la potencia de los avances tecnológicos actuales, unidos a la inteligente salvaguarda de las fórmulas tradicionales de educación, podemos alcanzar una enseñanza sobresaliente y prometedora; una enseñanza que merecemos y vamos a necesitar para los retos venideros de la humanidad. Pero sin olvidar que ¡la educación es una labor artesanal y humana! ¡Que nada le arrebate su esencia!
Jaime Buhigas Tallón es un dibujante, diseñador, escenógrafo y director de teatro y escritor nacido en Pozuelo de Alarcón, Madrid, España.
Jaime Buhigas Tallon es el tercero de cuatro hermanos varones. De su padre ha heredado la vocación docente, el instinto teatral y la sangre asturiana. De su madre, la destreza manual, el ingenio improvisado y la sangre francesa. Tras estudiar arquitectura en Madrid, ganó una beca Fulbright con la que se formó como director de escena en Chicago (Illinois). Investigador de la Geometría Sagrada, está especializado en la sección áurea y la simbología pitagórica. Como profesor, imparte cursos relacionados con el teatro, mitología comparada, simbología geométrica, dibujo y creatividad. Como artista es director de varias compañías de teatro, dibujante, ilustrador y escritor de numerosos textos dramáticos, entre los que destacamos el libreto de la ópera Altisidora. Es fundador del movimiento de renovación pedagógica «Aprendemos todos: por una educación mejor».
Es adicto a los Caminos de Santiago y cree profundamente que el mundo es de los viandantes y por eso no sabe conducir. Cumplió 33 años en Jerusalén y 39 en Etiopía. Detesta las fiestas sorpresa y los pantalones vaqueros. Adora los mapas y si volviera a nacer se haría, sin lugar a dudas, músico. Sus héroes, al igual que él, tienen la nariz grande: Don Quijote, Cyrano de Bergerac y la Madre Teresa de Calcuta.
La lectura de este libro constituía un pequeño ejercicio paradójico para mí. Conozco a Jaime por sus libros y sus conferencias sobre geometría sagrada, música y arquitectura. En sus exposiciones relativas a estos temas he encontrado siempre a un divulgador culto, entusiasmado y humanista fuera de lo común.
En este caso, Jaime se aventura con un tema que, para un servidor, lleva ya años finiquitado: una “crítica sustancialmente acabada”, al decir de Marx. El tema es la educación. Desgraciadamente, en el propio título ya hallamos un apriorismo incuestionado, apriorismo que no se resolverá en el transcurso de la obra: es, en efecto, un libro sobre “escolarización”, no sobre “educación”. Y el hecho de que el autor dé por sentada la sinonimia de estos dos conceptos —“La educación solo empieza cuando la escuela acaba”, nos recuerda el siempre lúcido e incisivo P. G. Olivo— ya nos indica la dirección que el libro va a tomar.
El volumen, escrito en forma de cartas a diversos colectivos escolarizados y escolarizantes, pretende ser un conjunto de misivas con sugerencias, recomendaciones y reflexiones acerca del proceso de escolarización.
Siendo Buhigas hijo, sobrino y hermano de profesores, y ejerciendo él mismo como tal, ya vislumbramos que dichas reflexiones nunca atentarán contra sus propios intereses. Serán, como se aprecia en cada carta, reflexiones en cierto modo aburguesadas, críticas moderadas que abogan por una tímida reforma. Jaime sugiere cómo se pueden podar algunas ramas del árbol de la institución escolar.
En ningún lugar encontramos el menor resquicio de cuestionamiento sobre si ese árbol debe seguir ahí.
Jaime habla de profesores incompetentes, pero no de la incompetencia de la figura del profesor, afín —con gusto o con aversión— a los fines y a los intereses del Estado.
Jaime se muestra circunspecto respecto a las innovaciones pedagógicas, como si proyectando la culpa en alguna de las ramas pudiésemos evitar la vocecita de la conciencia que nos señala que es todo el árbol —el árbol mismo del que formamos parte— el verdadero problema.
En otro lugar, acusa a ciertos padres de proyectar sus carencias en el profesorado, defendiendo al alumno capa y espada ante cualquier circunstancia.
Zapatero, a tus zapatos. Cada cual defiende sus intereses y proyecta responsabilidades donde le resulta más cómodo.
Jaime comete las típicas meteduras de pata a las que los antipedagogos ya estamos acostumbrados en nuestras pesquisas dialécticas. Esta obra, que sin ser mala dista mucho de la excelencia con la que Jaime divulga en otros ámbitos, adolece mucho más por lo que omite que por lo que expone.
No vemos en ningún lugar, por ejemplo, una reflexión seria sobre el papel del capitalismo en la institución escolar. Parece que Jaime no se pregunte acerca de ricos y pobres, de funcionarios y operarios, ni de las implicaciones —flagrantes, directas, inexorables— de las mismas en el trayecto vital de padres, profesores y alumnos.
Jaime declara que la mayoría de escuelas y profesores son razonablemente competentes. Y uno se pregunta de dónde saca dichas generalizaciones, tan gratuitas, sospechando que nacen más de su tentativa de convicción inconsciente que de un hecho razonablemente comprobable.
No, Jaime. La mayoría de escuelas y profesores no son razonablemente competentes. Son un desastre en su totalidad. Porque, como ya insinuaba al inicio de este artículo, el problema no es ser buen o mal profesor, ni estar en una buena o mala escuela.
Ser profesor es el problema. La figura misma, incuestionada y exultante, es el problema. Y la institución escolar, otro tanto.
Sorprende que en un lector tan ávido como él, y hablando de escolarización, no aparezcan algunas citas de Foucault, de Iván Illich o, al menos, de Ferrer Guardia. Sorprende.
El libro rezuma un cierto aire de ilustración bonachona. Jaime insta a los futuros maestros a ser cultos y a interesarse por todo, como si reproducir y asimilar los contenidos del sistema occidental fuera garante, per se, de algo constructivo. Amigo Jaime, muchas veces puede ser todo lo contrario.
Llegando a cotas preocupantes de ausencia de sentido crítico, Jaime declara que, puesto que todos los jóvenes son más o menos iguales en todo el mundo, lo lógico es que todas las escuelas acaben por parecerse entre ellas.
Jaime, tu sesgo cognitivo lo identificamos los antipedagogos con suma facilidad. El hecho de vivir fuera de la escuela —y, aún más fundamental, no vivir de ella— nos da una libertad de pensamiento que aquel que se gana las ciruelas dentro de sus muros nunca podrá tener.
Como decía Sinclair: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda”.
Eso le ocurre a los policías, a los militares, y también a los profesores. Puede usted fácilmente vislumbrar que tienen en común estos tres cuerpos del funcionariado. Los tres deben oprimir, de un modo u otro, en una u otra circunstancia.
No, Jaime, los jóvenes de todo el mundo no son sustancialmente iguales. O, cuando menos, es una aseveración que, sospecho, ni tú ni yo somos capaces de dilucidar.
Lo que sí ocurre es que la infame institución escolar los transforma a todos en iguales. Eso sí podemos verlo en multitud de casos: aniquila su individualidad, domestica su imaginación, los homogeneiza.
“Si te gustó estudiar, te gustará trabajar”, se lee en un grafiti detrás del muro de la escuela de arte de mi ciudad. Ya desde su más tierna infancia, el niño entra en la fábrica de homogeneización —“mansión del embrutecimiento”, así llamaba Lautréamont a la escuela— donde le serán prescritos los métodos y contenidos para su debida manufactura.
En infantil, otros maestros que, como usted, parecen no haberse cuestionado su ejercicio a fondo, empezarán a inocular el lenguaje a los indefensos, obviando por completo la dimensión altericida de la alfabetización.
Sí, apreciado Jaime, ha leído usted bien: nada es bueno per se, ni siquiera alfabetizar, eso usted ya debería saberlo. La comunidad gitana, ejemplo soberbio que, con sus luces y sus sombras, ha sabido detener el embate colonialista de la pedagogía occidental, es una buena muestra de ello. Gracias a los gitanos, y a otras cada vez más minoritarias comunidades marginales, se mantiene un resquicio de lo que la institución escolar está llamada a erradicar por completo: la diversidad. Una diversidad genuina, por supuesto, no una diversidad impostada, a modo de disidencia controlada, siempre con un fondo idéntico al cual solo simula oponerse.
La diversidad es enemiga del Estado.
Y el profesor es, y siempre será —le guste o no— parte de la soldadesca del Estado.
Con algunas reflexiones estoy muy de acuerdo… Con otras no tanto. Lo que no me ha gustado nada es la pluma del autor y el formato carta. Aunque eso sé que es gusto personal mío