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343 pages, Paperback
First published January 1, 1974
I, the Supreme (Trilogía sobre el monoteísmo del poder #2)
by Augusto Roa Bastos, Helen Lane (Translator)
Nancy Oakes's review Jan 26, 2019
* * * * really liked it
bookshelves: latin-american-fiction, translated-fiction, 2019
So far, The Autumn of the Patriarch is my favorite of this trilogy; I'll be back after I read Carpentier's Reasons of State.
warning: this one (I, the Supreme) was even more challenging than Autumn of the Patriarch in terms of reading. Not for fainthearted or impatient readers.
message 1: by Michael - added it 7 hours, 8 min ago
I had no idea that "Autumn of the Patriarch" was part of a triptych back when I read it! Such an interesting story behind these three books -- ie each of these authors deciding to each write a novel on dictatorship in Latin America.
I really look forward to hear read your collective thoughts on these books, and I hope Carpentier treats you well with his final instalment in the trilogy. I remember struggling somewhat with him, when I read a couple of his novels (a long time ago).
Pero un día, allá arriba, en la loma aquella, se había encontrado con una piedra gorda, que tenía como dos ojos y un asomo de narices con esbozo de boca. —«Sácame de aquí» —parecía decirle. Y Miguel, tomando su barrena y su martillo, había comenzado a rebajar ahí, a desbastar allá, liberando patas delanteras, patas traseras, un lomo con ligero acunado al medio, hallándose ante una enorme rana, a sus manos debida, que parecía darle las gracias. La cargó en hombros, llevándola a su casa, acabó de desbastarla con una barrena más fina, la pulió con papel de esmeril, la montó en un cajón de madera, miró la rana, y vio que la rana era buena.
Con un cartucho de dinamita en cada mano, puesta una yesca encendida sobre el hombro, proclamó la necesidad de resistir hasta que en lucha se consiguiera que el pan de hoy fuese Pan de Hoy, hoy ganado y hoy comido, sin deberlo a los almacenes de las compañías yankis, nacionales o «asociadas», que regían las minas, pagando los jornales en vales contra mercancías. Organizó estudiantes, los de la inteligentzia, los de la mandarria y los de la alcuza, los de la alpargata y los del huarache... los adolescentes, mujeres jóvenes, niños corajudos, mientras las viejas sacaban hilas para venda y los ancianos, en las forjas, transformaban cabillas en lanzas.
Y, a pesar de caminos minados, donde, en el fragor de una explosión, volaban cuerpos rotos, destrozados, largando brazos y piernas; a pesar de una lucha encarnizada de patio a patio, de azotea a azotea, llevada por los defensores con viejos Winchesters, escopetas de caza, trabucos descolgados de panoplias, revólveres Colt, fusiles de baqueta, y tres o cuatro ametralladoras Maxim que, por falta de agua, había que enfriar con orina, las tropas gubernamentales se hicieron dueñas de la plaza, cercando la catedral donde se había encerrado un centenar de desesperados, con el resto del parque, disparando por ventanales, troneras y rastrillos.
—«¿Y si resulta dañada la Divina Imagen?» —preguntaba el Primer Magistrado. —«En el barrio de San Sulpicio, en París, venden unas, muy bonitas» —recordaba el Doctor Peralta.
Y entonces, fue la ralea: las tropas sueltas, desbandadas, incontenibles, se dieron a la caza de hombres y de mujeres, a bayoneta, a machete, a cuchillo, sacando los cadáveres traspasados, abiertos, descabezados, mutilados, al medio de las calles, para mejor escarmiento. Y los últimos combatientes —unos treinta o cuarenta— fueron llevados al Matadero Municipal donde, entre cueros de reses, vísceras, tripas y hieles de animales, sobre charcos de sangre coagulada, se les colgó de los garfios y garabatos, por las axilas, por las corvas, por los costillares o el mentón, después de magullarlos a patadas y a culatazos. —«¿Quién quiere carne al pincho? ¿Quién quiere carne al pincho?» — gritaban los ejecutores, en remedo de pregoneros, dando otro bayonetazo a un agonizante, antes de posar ante la cámara de un fotógrafo francés. —«¡Pongan caras de contento!» —decía a los soldados, luego de cambiar una placa, al apretar la pera de caucho: «Dos pesos cincuenta la media docena, tamaño postal, con una ampliación, coloreada a mano, para recuerdo… No se muevan… Ya está… Otra, ahora… Con los cuatro ensartados de allá… Otra, con los colgados esos… A la mujer, bájenle la falda para que no se le vea la conejera… Otra, con aquel del tridente en la tripa… Hay rebaja para el que quiera una docena»…
Y Miguel miró todo aquello, la paloma, el buho, el jabalí, la chiva, la danta, y vio que todo era bueno.