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144 pages, Paperback
First published December 1, 1893

(...) I was his. Far from being ashamed of my crime, I felt that I should like to proclaim it to the world. For the first time in my life I understood that lovers could be so foolish as to entwine their initials together. I felt like carving his name on the bark of trees, that the birds seeing it might twitter it from morn till eventide; that the breeze might lisp it to the rustling leaves of the forest. I wished to write it on the shingle of the beach, that the ocean itself might know of my love for him, and murmur it everlastingly.(.. )
Had I committed a crime against nature when my own nature found peace and happiness thereby? If I was thus, surely it was the fault of my blood, not myself. Who had planted nettles in my garden? Not I. They had grown there unawares, from my very childhood. I began to feel their carnal stings long before I could understand what conclusion they imported.
“Era ya tarde. Las tiendas empezaban a cerrar, excepto aquellas dedicadas a la venta de pescado, mejillones y patatas fritas. Un insoportable olor de aceite barato, mezclado con el olor infecto de los mil desagües y las alcantarillas, impregnaba el ambiente, impidiendo casi respirar (…)Una muchedumbre heterogénea llenaba las calles: borrachos de rostro bestial, arpías miserables, niños harapientos de pálida cara, viciosos y llenos de mugre, que aullaban obscenas canciones.”
“se levantó las faldas hasta la cintura, mostrándome sus encantos hasta entonces ocultos. Era la primera vez que contemplaba la desnudez de una mujer, y ésta la encontraba ciertamente repugnante. (…) Sus piernas, a semejanza de las descritas en el cantar bíblico, formaban dos columnas macizas, derechas como postes, y sin rastro de corvas ni tobillos. De hecho, todo su cuerpo era una masa grasienta, blanda y temblequeante. Y, si bien su olor no era el de los cedros del Líbano, sí era, ciertamente, una mezcla de moho, pachulí, pescado podrido y sudor; cuando mi nariz entró en contacto con su pubis, el olor de pescado fue entonces dominante.”
“En un acceso de lubricidad, ésta había hecho romperse sin duda una de las venas del pecho, y yacía en el suelo moribunda —¿moribunda?—. ¡Qué va! Muerta ya…
—¡Ah, la muy puerca! —exclamó la patron cuya cara hinchada asomó en aquel momento por la puerta—. Se acabó la historia con esta guarra y me debía dinero…”
“Un millar de lámparas de las más diversas formas difundían su luz en este casto estudio cegadoramente iluminado. Había bujías de cera sostenidas sobre cráneos japoneses o sobre candeleros de bronce o plata cincelados, procedentes del pillaje de iglesias españolas; lámparas octogonales de forma estrellada, sustraídas de mezquitas y sinagogas de Oriente; trípodes de hierro adornados con fantásticas labores de forja; y candelabros dotados de espejos reflectantes, que orientaban su luz sobre los dorados cuadros holandeses…”
“Tumbados sobre sofás tapizados con antiguos damascos de tintas pálidas y dotados de enormes cojines hechos con casullas bordadas en oro y plata, y sobre divanes persas y sirios, recubiertos con pieles de león y pantera, o bien, sobre colchones recubiertos con pieles da gatos salvaje, jóvenes de hermoso rostro, casi todos desnudos…”
“Murió, el pobre diablo. Se produjo primero un «sálvese quien pueda» en casa de Bryancourt. El doctor Charles mandó traer su maletín y comenzó a extraer los trozos de vidrio; según pude enterarme, el desgraciado sufrió estoicamente los más horribles suplicios sin exhalar un solo grito; su valor, sin duda, era digno de mejor causa. Una vez terminada la operación, el doctor le aconsejó que se le transportara a un hospital, porque sospechaba la existencia de una infección intestinal. El herido protestó:
—¡Cómo! Ir a un hospital y exponerme a las burlas de las enfermeras y los doctores… ¡Eso nunca!”
“Eché una mirada al espejo, y en vez de verme a mí mismo, vi a Teleny; y detrás de mí, nuestras sombras aparecían unidas (…) Me miré en el espejo y me vi asqueroso. Por vez primera en mi vida deseaba tener un hermoso rostro…”