"Estos poemas, escritos a lo largo de cinco décadas, configuran un libro único en las letras hispánicas, que nos lleva por la larga noche de un deseo transgresor que logró sobrevivir a siglos de odio e incluso a una plaga letal dejando un trazo de escritura", Isaías Fanlo.
Estas páginas nos proponen un viaje a través de la noche. Un viaje noctámbulo que se inicia en Nueva York, contemplando un diorama en el Museo de Historia Natural que representa a una pareja de lobos en plena cacería nocturna, y finaliza décadas después, en una madrugada que evoca recuerdos del Mediterráneo y de su aire cargado de salitre, surcando las aguas desde Argelia hasta Andalucía.
La poesía queer de Jaime Manrique florece, podríamos decir, en el corazón trepidante de la noche, entendida primero como el tiempo de la pasión (cuyas sombras permiten los amores y deseos furtivos) y finalmente dispuesta de manera más sosegada, la noche de la madurez y de la memoria, la noche oscura del alma, la noche de los fantasmas que, como veremos, van poblando de manera paulatina los versos de esta antología.
En esta selección de poemas, el autor de las espléndidas Luna Latina en Manhattan y Nuestras vidas son los ríos, nos propone un viaje a través del tiempo, que da comienzo en un presente cargado de la urgencia de la juventud, y que finaliza en un momento de madurez impregnada de recuerdos, inevitablemente nostálgica.
«Pues a medida que el mundo se desnuda y queda expuesto a los elementos –como los árboles desnudos– el milagro del amor también nos hace vulnerables». (Poema de otoño).
Jaime Manrique escribe con mucha libertad (quizás hasta con algo de ligereza, y venga que con algo de pereza) –pero en él está el invierno, y en él los latidos de los corazones de los cuerpos que se ponen sobre el cuerpo que alberga su corazón–.
Lo primero que pienso, a partir de la lectura de este segundo libro, es que Colombia tiene una deuda con Manrique –que se le debería leer más, o cuanto menos debería conocérsele como un poeta–. Aquí no hay poemas esmerados, pero hay una voz sincera –una voz que siempre recurre a la memoria para construir atmósferas: para hacer confluir el cuerpo de los amados con la selva de los murciélagos y el bosque de rascacielos neoyorkinos–. Hay también una voz de inmigrante, de sensibilidad respecto a la pobreza y la miseria de las grandes ciudades, un yo que recurre a Dios (y a otros dioses) a veces con blasfemias y a veces con plegarias.
El poema que más me impresionó fue el que le dedica a Matthew Shepard –por el cariño puesto, por la solidaridad de Manrique, por hacer de la palabra un instrumento paraaliviar o subsanar el dolor del crimen perpetrado con tanta injusticia y tanto ensañamiento–.
Además del dedicado a Shepard, Oda a un colibrí, Bogotá, Mi cuerpo, Poema del instante, Poema de otoño y 1963 fueron los poemas que más me interesaron por su temática: la evocación amorosa, la reconstrucción de las ciudades, la mutación de las estaciones, la corporalidad masculina, la exploración del deseo sexual.
Lo cierto es que entiendo a Manrique porque yo también escribiría un libro de poemas en los que imagino que soy novio de mis escritores favoritos; de ahí a que sea una buena idea hay trecho.