What do you think?
Rate this book


768 pages, Paperback
First published January 1, 2013
Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera,
cortara los hierros de tu calabozo.
Si yo fuera reina de la luz del día,
del viento y del mar,
cordeles de esclava yo me ceñiría
por tu libertad.
Rafael de León (Quintero, León y Quiroga) «¡Ay pena, penita, pena!» (1952)
—Qué pena, ¿verdad, querida? —y pude verla condensada en sus ojos, multiplicada por el cristal rajado de su monóculo—. Todo se ha perdido. Podría haber sido tan hermoso... ¡Qué pena! (pág.154)
Poco a poco , fueron convenciéndose de que eran culpables, de que tenían que pagar por ello aunque no supieran qué delito habían cometido ni a qué pecado se habían entregado, y aprendieron a aceptar su vida como una vida corriente, la que se merecían. (pág.321)
Durante unos instantes sentí su condena como una tragedia personal. No era la primera vez que me ocurría. Aquellos repentinos accesos de una sensación profunda y difícil de definir, en los que la compasión por un hombre real se confundía con la tristeza inspirada por una relación imaginaria, eran un fenómeno corriente en aquel lugar donde la propia identidad se diluía en una especie de órgano universal, como si todas las mujeres de la cola fuéramos una sola, como si todos los presos de Porlier fueran el padre, el hermano, el marido de todas. (pág.253)
No le van a matar, pensaba, no le van a matar, y no quería pensarlo, es demasiado joven, pero habían matado a otros igual de jóvenes, es demasiado inocente, pero habían matado a otros tan inocentes, no ha asesinado a nadie, no ha robado a nadie, no ha hecho más que imprimir unas octavillas, sólo eso, palabras, tinta y papel, pero también habían matado a otros por sus palabras. (pág.400)
Nunca volví a cantar aquella canción porque Guadalajara no era Abisinia, España no era Italia, ni Japón, ni siquiera Alemania. Jamás lo sería. Y sin embargo, antes de que las potencias democráticas consagraran la excepción española de un silogismo universal, comportándose como amigos del amigo de sus enemigos, vivimos un tiempo para creer, un tiempo para esperar un final que ya no podría ser completamente feliz, pero sí mucho menos triste. (pág.491)
En España no se podía vivir, pero vivíamos. Los que tenían una oportunidad, se fugaban a Francia o se echaban al monte. Los que las habían perdido todas, se suicidaban. Para los que no teníamos la ocasión, ni el coraje de escapar, sólo existía una receta, conformidad, paciencia y, sobre todo, resignación, la falsa amiga [...] La conocía tan bien como el reflejo de mi rostro en un espejo. La odiaba, pero no podía vivir sin ella. (pág.522)
Para las mujeres de Cuelgamuros la felicidad era una consigna, el grito mudo que recordaba a los de abajo, día tras día, que su victoria no había sido bastante para acabar con nosotras, que preferíamos vivir en los márgenes, en casas sin agua y sin luz, edificadas con nuestras propias manos, a habitar en el centro que habían levantado sobre nuestra ruina. (pág.654)
No me dejó terminar la frase y así, el último beso de aquella noche me enseñó lo más importante. Que nada, ni los hielos del invierno, ni las borrascas del norte, ni el Patronato de Redención de Penas, ni Franco, ni lo que había hecho con España, ni siquiera ese Dios torpe y tullido que acababa de quedarse manco y ya no tenía fuerzas para apretar, para ahogarme a la vez entre sus dedos, iba a impedir que yo fuera feliz en Cuelgamuros.