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360 pages, Hardcover
Published October 22, 2024
Mis neuronas están hastiadas, exhaustas, asqueadas de haber sido mareadas tan soporíferamente con las dichosas mareas. Desde que empecé El baile de las mareas de Laura Portas, tengo la necesidad imperiosa de escribir esta reseña para desahogarme. Es justicia que me reconcilie con ese Atlántico noble y majestuoso, tan manoseado por la escritora; y con esa Galicia tan maravillosa y atractiva, a la que se ha despojado de todo su encanto a base de cansinear con descripciones infinitas.
Tengo claro que el causante de mi alboroto es aquel señor —a él dedico esta reseña— que sentado en una terraza de Pontevedra me dijo: "pues si buscas algo ambientado aquí, hay un libro que ha escrito una amiga mía que transpira Galicia".
Y vaya si transpira. Transpira como un calcetín húmedo olvidado en la costa de Muros. Transpira verbosidad. Transpira adjetivos. Transpira una obsesión enfermiza por describir. Describir mareas, vientos, tejidos, suspiros, mejillas, brumas y todo lo que se deje rociar con una capa de lirismo inflado. Las descripciones son un soberano coñazo. El libro entero parece escrito por alguien que ha querido convertir cada página en una postal cursi, y ha acabado haciendo una oda a la redundancia. De verdad, hay pasajes que te hacen añorar el silencio de una piedra.
Pero ya llegaremos a eso. Por ahora, tómense esta introducción como lo que es: una advertencia. O mejor, un faro. No se acerquen a estas mareas.
¿De qué va este naufragio?
El baile de las mareas describe la historia trágico-melancólica de Aurora, una joven marcada por el abandono, la pobreza, los silencios familiares y una lista interminable de desdichas que van desde el marisqueo forzoso hasta la reclusión en un pazo. A lo largo de la novela, la protagonista va tropezando —literal y emocionalmente— con figuras que encarnan la culpa, el deseo, el deber, y el drama gratuito. Entre estos vaivenes, Aurora se casa, enviuda, y termina de niñera de una niña sonámbula. Allí se vuelve a enamorar del hermano de la sonámbula, un heredero atrapado en una boda de conveniencia, y termina sufriendo otra vez, una más, y siendo víctima de la realidad de la diferencia entre clases.
Todo esto transcurre en una Galicia de 1903 empapada de melancolía, metáforas de mar y escenas en las que parece que nada ocurre pero todo se describe. Hay secretos familiares, cartas reveladoras, diarios imposibles y una estructura narrativa que cansinea con vehemencia al lector. El tono es plomizo, la atmósfera perpetuamente húmeda, y el drama desmesurado.
Trama y ritmo narrativo: una marejada de sinsentidos
Seguir la trama de El baile de las mareas es leer un melodrama escrito por un niño. Las decisiones de la protagonista aparecen sin lógica ni desarrollo; los giros (el giro) es pobre y se desploma: ya hemos visto eso de "Yo soy tu padre". Desde el abandono infantil hasta el encierro final (porque sí, hay encierro), la novela parece obsesionada con acumular desgracias como si cada una fuera una medalla literaria.
El ritmo es caótico. Dos capítulos enteros dedicados a la boda de Aurora (una unión que dura lo que tarda Luis en morirse ahogado), y luego otros tantos sobre si acepta o no cuidar a una niña sonámbula con la que, al parecer, ha conectado telepáticamente. Entre medias, recogida de percebes, frío, visitas a tumbas, conversaciones trascendentales que no dicen nada, y reflexiones del tipo "el mar me habla pero no me dice lo que quiero oír". Mientras tanto, la historia avanza como una marea baja: con parsimonia, retroceso y mucho fango.
Los momentos clave —muertes, revelaciones, encierros, embarazos secretos— están tan mal dosificados que pierden todo impacto. Cuando por fin pasa “algo”, ya es demasiado tarde: el lector está exhausto, ahogado entre adjetivos y decisiones inexplicables. La sensación es que la trama no existía antes de escribir, que la autora ha decidido coger la brújula, y no el mapa, y se ha perdido: hay intención de épica emocional, pero la ejecución es pura tortura medieval a base de adjetivación superlativa.
Ambientación: Galicia no merece esto
Ahora bien: si algo consigue esta novela —a ratos, solo a ratos— es evocar la atmósfera húmeda, rural y costera de la Galicia de principios del siglo XX. Las descripciones, aunque excesivas y empalagadas, logran a veces evocar cierto olor a salitre y humedad fría que cala los huesos. El problema es que la autora no sabe cuándo parar. Todo tiene tres adjetivos de más, y cada objeto, gesto o marea imprime una metáfora lírica que termina sofocando al lector.
Pero el desliz más grave no es de estilo, sino de documentación: en un momento clave de la trama, se menciona el “síndrome de Rokitansky” como diagnóstico médico en 1928. Lástima que el término Mayer‑Rokitansky‑Küster‑Hauser no se acuñara hasta 1961. Y más grave aún: se habla de “alteración genética” como si la genética ya fuera un campo establecido —cuando en realidad, por entonces, ni el término “gen” se manejaba con claridad fuera de círculos científicos muy especializados. Este anacronismo no solo rompe la verosimilitud histórica, sino que se usa para justificar un giro narrativo que, sinceramente, no lo merecía.
Personajes: cliché y ya
Uno de los grandes problemas de El baile de las mareas es que sus personajes no viven, no transmiten, no conmueven: simplemente actúan escenas predestinadas.
Aurora, la protagonista, es una acumuladora profesional de tragedias. No es nada más. Su evolución no existe; sufre, duda, llora, vuelve a sufrir y repite. De verdad, nunca el dolor fue tan monótono.
Enrique, su amante clandestino, parece salido de un manual de novela rosa del siglo pasado: atractivo, dulce, atento, pero cobarde en lo justo para alargar el drama y su tormento personal.
Sofía, la niña sonámbula, apenas es más que una excusa narrativa, y su "conexión especial" con Aurora ocurre con la profundidad emocional de una galleta mojada.
Cándido/Ricardo, el padre biológico, primero desertor y fugitivo, y luego rescatador final, aparece como un golpe de efecto mal orquestado, que ni emociona ni convence. ¿Convives con tu padre durante un año y no te das cuenta que es él...?
¿Juana? La madre es un ser que está, y de repente ya no. Parece que cuida de su hija, que la quiere, que la protege, y que le enseña a ganarse de la vida. En ningún momento te dejan cogerle cariño, y de pronto empieza a envejecer, y en el curso de tres párrafos, muere.
Y el resto del reparto —amigas que no sabemos ni cómo son ni qué edad tienen, que solo aparecen para soltar información útil, marquesas malvadas, vecinos y pescadores random— cumple roles más que funciones humanas. Todos están al servicio del melodrama, no de la verosimilitud.
Estilo narrativo: ampuloso
El estilo (o su ausencia) es palmario: abundan los errores de concordancia temporal, los saltos de tiempo sin anclaje narrativo, el uso errático y constante de pasados y presentes mezclados. Es como si la autora hubiera barajado tiempos verbales sin mirar y los hubiera lanzado al texto con fe ciega en la intuición poética. A esto se suman errores básicos: preguntas sin signos de interrogación, frases que no cumplen ni con el mínimo vital sintáctico —sin sujeto claro, sin verbo funcional, sin nada que merezca llamarse oración.
La elección del narrador es otro de los puntos turbios del libro: en teoría, es Aurora quien narra gran parte de la historia, pero no queda claro desde dónde lo hace, ni en qué momento temporal se sitúa esa narración. ¿Es un diario? ¿Una memoria escrita con tinta de pena? ¿Un monólogo interior de 300 páginas? No se sabe. Y cuando finalmente cambia la voz narrativa a la de su hijo, Lorenzo, el relevo resulta útil para oxigenar un poco, pero llega con torpeza estructural: apenas se distingue un cambio de tono o de estilo, salvo que él es —dicho sea con gratitud— un poco menos cansino.
Y de verdad, lo siento por insistir, pero es que el abuso de adjetivos y adverbios alcanza cotas tan absurdas que uno siente que está leyendo un catálogo de sensaciones recalentadas. La prosa intenta ser poética pero tropieza con su propia pretensión, y termina soltando frases tan recargadas como mal resueltas. Una cosa es el lirismo; otra, el descontrol. Aquí el tono se confunde con estilo, y el resultado es un canto monocorde a la bruma, al suspiro, al silencio “decidor” y a la marea como metáfora universal. Pero el exceso no emociona: cansa. La voz narrativa se esfuerza tanto por ser bella que se olvida de ser clara, eficaz o siquiera coherente.
Temas, mensaje y resonancia: drama, drama y... oh, sorpresa, más drama
Si hay un tema en esta novela, es el drama. El sufrimiento como estado natural, el dolor como forma de vida, la pena como identidad narrativa. Todo lo que le pasa a Aurora —y a los personajes satélite que orbitan su desgracia— está diseñado para maximizar la aflicción. No hay espacio para la ambigüedad, ni para el humor, ni para la reflexión real: solo hay luto, pérdida, nostalgia y un desfile interminable de desgracias anunciadas.
¿Mensaje? Ninguno. ¿Resonancia? Cero. La historia no deja poso, ni interrogantes, ni replanteamientos. No hay una idea que justifique tanto desgarro ni un núcleo temático que sostenga el delirio emocional. No hay exploración de clase, ni crítica social, ni visión de época: solo mar y lágrimas. Da la sensación de que el único objetivo era provocar una catarsis artificial, pero ni eso logra, porque el exceso emocional termina generando indiferencia.
Nunca había leído un libro que gastara tanta prosopopeya. Ni media sonrisa. Incluso con Cumbres borrascosas me reí alguna vez. Con este, de verdad, nada.
Impacto personal: el motín de mis neuronas
Desde el principio mis neuronas organizaron un motín sináptico. Cada capítulo era una nueva forma de decepción: o bien por el abuso de descripciones, o bien por la falta total de lógica en los acontecimientos. Hubo momentos en los que literalmente cerré el libro para mirar al techo y preguntarme: “¿Pero esto va en serio?” No recuerdo otro libro que me haya hecho sentir tanto hastío literario seguido.
No hubo emoción genuina, ni sorpresa, ni identificación con los personajes. Solo un agotamiento creciente. Una pena, porque en teoría el marco —Galicia, principios de S. XX, pasiones imposibles, secretos familiares— tenía potencial. Pero la ejecución fue tan torpe, tan reiterativa, tan empachada de drama impostado, que terminé la lectura más por compromiso que por interés. Y eso, para un lector, es el mayor castigo posible: leer sin ganas.
Conclusión: advertidos quedan
En definitiva, El baile de las mareas es un cúmulo de despropósitos estilísticos, errores narrativos y drama deshidratado. Una novela que quiso ser lírica y acabó siendo liosa; que pretendía conmover y terminó empalagando. No la recomiendo para absolutamente nada. Ni para pasarlo mal.
Tan solo me consuela —y lo digo con el ceño arqueado— saber que alguna vez hay que leer libros malos. Que forman parte del ecosistema lector, como los resfriados de la vida. Y este, de lo malo que era, probablemente me convalide tres o cuatro libros malos de golpe. Como vacuna, sirve. Como experiencia literaria, jamás. En fin, Serafín. Tras desahogar el naufragio literario, puedo seguir con mi día... y le prometo a mis neuronas que nunca más aceptaré recomendaciones de desconocidos en terrazas.
P.D.
Es inverosímil que Plaza Janés avale esta obra.
En sus agradecimientos Laura Portas menciona a Gonzalo Albert, "un gran director literario... Esta propuesta..." ¿le propusieron escribir un libro? ¿Con qué motivo o sustentado en qué méritos previos? ¿Decidió luego no revisar la obra?
Y gracias a Alberto Marcos, el mejor editor... Pffffffff...
No sé si es casi mejor que no haya agradecido a ningún corrector de estilo ni ortotipográfico...