Sostienes en tus manos la biografía de Amaru, un chico sin apellido propio que buscó el reconocimiento en una sociedad que lo ignoraba. Nunca destacó por su rendimiento académico o por una conducta ejemplar entre sus compañeros, no obstante, su vida cambió de rumbo un verano durante el festival más importante de Lumbre. «Los niños que nunca fuimos» no trata de magia, sino de fracaso, de identidad, de corazones huérfanos y de familias rotas. Este libro habla de Amaru, pero también de nosotros; de las danzas que practicamos durante los atardeceres en las playas de Occidente mientras anhelábamos las infancias que nos prometimos.
Alberto Porta (Quart de Poblet, 1990) es profesor e investigador en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Jaume I. Desde hace años organiza talleres literarios y cursos de Escritura Creativa. Ha obtenido premios y distinciones con sus relatos cortos de género fantástico. Su última publicación, Enzo y la bruja del Tiempo, forma parte de la colección de fantasía de Unaria Ediciones.
Los niños que nunca fuimos se inserta con naturalidad dentro de la tradición contemporánea de la soft magic, ese enfoque narrativo donde las leyes del mundo mágico no se explican de forma exhaustiva, sino que se sugieren como parte del tejido emocional del relato. A diferencia de la hard magic, que requiere de una lógica casi científica para sostener su credibilidad interna, aquí la magia funciona más como metáfora emocional y herramienta narrativa que como sistema estructurado. Porta asume esa ambigüedad con valentía: la magia no se explica, se acepta. Y en su aparente simplicidad encuentra una profundidad simbólica que acompaña la evolución de los personajes.
El mundo de Amaru, y no solo el personaje, sino el universo que habita, posee encanto, textura y un trasfondo que se intuye vasto, pero no busca imponerse. Las ciudades, los espacios y las reglas del entorno son funcionales al relato: no se presentan como un escaparate de worldbuilding complejo, sino como el marco necesario para sostener el núcleo emocional. En ese sentido, el libro evita el info-dump deliberadamente. La prioridad de Porta no es que el lector comprenda el mundo más bien que sienta lo que significa habitarlo.
Narrativamente, sorprende la inmersión que logra con una economía de recursos notable. Con descripciones breves pero sensoriales, consigue que la experiencia lectora sea fluida y, prácticamente siempre, absorbente. Las páginas se suceden con rapidez, no por superficialidad, sino porque el ritmo está cuidadosamente medido para mantener al lector implicado en el arco emocional de los personajes.
En ese aspecto, los personajes destacan por su autenticidad. No son arquetipos, sino seres humanos con conflictos internos que, aunque a veces solo se esbozan, poseen alma. Sus dilemas y relaciones reflejan tensiones verosímiles, y aunque el foco está puesto sobre Amaru, es evidente que cada figura secundaria, como Edea, tiene una historia propia, con potencial no del todo explorado.
Aquí surge uno de los pocos puntos débiles del texto: su brevedad limita el desarrollo de arcos que pedían mayor espacio. Ciertos momentos clave, con potencial dramático evidente, parecen resolverse con demasiada rapidez. Algunas escenas se perciben anecdóticas, aunque apuntan a acontecimientos importantes. Es posible que sea una decisión estilística deliberada, una apuesta por la contención, pero el resultado deja a veces la sensación de que la obra podría haber respirado más, dado más espacio a sus personajes y conflictos.
La comparación con otras obras de narrativa fantástica con jóvenes aprendices, como El nombre del viento de Rothfuss o Babel de Kuang, resulta inevitable. Aunque Los niños que nunca fuimos no pretende replicar sus estructuras ni su densidad, sí comparte con ellas una voluntad de construir un grupo de personajes con dinámicas psicológicas diferenciadas dentro del ámbito académico de magia. En este caso, ese desarrollo apenas empieza a esbozarse cuando el libro termina. El pasaje académico, en particular, parece una oportunidad apenas abierta, cuyo potencial narrativo se queda a medio camino. Es probable que las futuras entregas, si las hay, profundicen en esta dirección, lo cual sería bienvenido.
Los niños que nunca fuimos es una obra honesta, ágil y emocionalmente efectiva. No se pierde en la complejidad por la complejidad misma, y apuesta por una narrativa clara, directa y sensible. Es un debut que no necesita grandilocuencias para emocionar y que abre la puerta a un universo inmersivo, interesante y meditativo.