What do you think?
Rate this book


184 pages, Paperback
First published January 30, 2007
El libro de la fiebre, desigual, sin orden ni sintaxis, lleno de desolladuras, herido y caliente como un animal, fue mi compañero.Este libro que sostengo se titula el libro de la fiebre pero ¿es el mismo libro que el que ella menciona dentro del propio libro? Sí y no. No porque es el libro que se soñaba escribir. Sí porque este libro imperfecto acaba suplantándolo a falta de una versión mejor.
Mi amigo Rafael admira mucho a fray Jacopone da Todi. Fray Jacopone es un fraile italiano del siglo XIII discípulo de San Francisco. Fray Jacopone es muy amigo de Rafael. Incluso alguna vez creo que ha ido por su casa, ha curioseado todos sus libros y sus pequeñas riquezas, los ha colocado en un montón y ha empezado a arrojarlos por la ventana, hasta que la habitación de mi amigo ha quedado limpia. Rafael al principio no quería, pero luego acabó por ayudarle y en aquella faena se hicieron muy amigos. A fray Jacopone una vez le metieron preso injustamente en una mazmorra por culpa del papa Bonifacio VIII. Allí se acostumbró a destruir su miseria a carcajadas y desde entonces se ríe de todas las mentiras de los demás.Esta no es solo una anécdota graciosa, en cuanto a que las poesías de fray Jacopone son oraciones que piden a Dios todas las enfermedades y las fiebres para destruir toda vanidad.
Rafael siempre me estaba diciendo: «Te tengo que leer las poesías de fray Jacopone».
Mi madre viene. La he llamado dormida y despierta, sus manos son dos manzanas cortadas y me hacen falta sobre la frente. Viene a velar por mí. Sólo ella sabe. Velar, del latín vigilare. Pero velar es más que vigilar. Es estar unido con unción al que nos necesita, es desdoblarse para él, ser él cuando él se ha ido, hacer de nuestra mente dos mentes y de nuestro corazón dos corazones. Hay en Salamanca en la iglesia de las Isabelas una santa Isabel de Nicolás Florentino, con las manos dulcemente unidas. Querría volver a verla. Id a verla. Está velando, nadie sabe por quién.
Aquel señor de luto que muchas veces se venía a las puertas de mi libro, y miraba el interior desde las rojas cortinas de la entrada, moviendo con pesimismo la cabeza, estaba empeñado en asegurar que el tal libro de la fiebre había levantado muchos comentarios.
A mí un día me entró curiosidad:
—Oye, ¿qué es lo que dicen?
—¡Qué sé yo, hija! Cada uno una cosa. Si los oyeses, otro gallo te cantará.
—Bueno, pues los quiero oír. Que vengan a decirme lo que sea a la cara. Que vengan todos.
Y mi curiosidad se cambió en un exaltadísimo deseo de oír todas aquellas opiniones.
—Que vengan. Que vengan aquí. Quiero oír lo que dicen. Díselo de mi parte. Anda, díselo.
Tanto lo deseé que un día vinieron. Entraron todos por mi libro hablando y riéndose con la mayor naturalidad, como personas que saben a lo que vienen. Yo ya no me acordaba. Al principio los miraba asombrada hormiguear por las galerías de lo que estaba escrito buscando asiento entre las letras y cuchicheando en voz baja. Luego me di cuenta de que eran mis críticos y me encogí llena de malestar. ¡Cuántos eran!
Parecían bienhumorados en general, y no se desvanecían como otras veces. El rumor de sus voces no se convertía en ningún otro rumor. Yo los miraba detallando sus gestos, sus cruces y su caminar, veía uno por uno sus rostros tranquilos y sonrientes y cada vez sentía mayor encogimiento. Había rostros picudos, redondos, alargados, con gafas, sin ellas, bondadosos, irónicos. Me pareció que no conocía a ninguno.
También veía el conjunto que formaban, abigarrado y expectante como el de un tendido de la plaza de toros cuando todavía no ha empezado la corrida. Se habían dispuesto por grupos más o menos simétricos, como si correspondieran a gremios distintos. Yo los miraba fijamente, pero no se desvanecían.
Los primeros en hablar fueron los literatos jóvenes, que estaban desparramados por las galerías altas del libro en posturas extrañas y me miraban irónicamente, arqueando las cejas.
—Os digo que no la conozco —dijo uno muy delgado con cara de cínico que debía ser el mandamás de la reunión; y al decirlo me examinaba con una fría mirada.
—En España, lo que hace falta es novela —corearon los otros como si no le oyesen—. Novela. Novela —y sus voces me llegaban a través de una cortina de humo de tabaco.
—Esta chica, esta chica —decían algunos mirándome atentamente como si quisieran hacer memoria—. Yo la he visto antes en otra parte. ¿No habrá ido por la tertulia del café?
Pero enseguida se distraían y volvían a hablar de la novela. Todos ellos tenían en preparación importantísimas novelas. La novela no era un poema. La novela no era un dogmatismo. La novela no era esto ni aquello. No estaban de acuerdo. Reñían. Pío Baroja adolecía de muchos defectos.
En España no se podía vivir. En España no había un novelista. ¡Cuánto ruido hacían! Pero era por el bien de nuestras letras. Habría que esperar a que aquellos muchachos concluyeran sus obras. Me consolé pensando que, siendo yo bastante joven, si no me moría del tifus, pronto asistiría a un nuevo siglo de oro, a juzgar por el nutrido grupo de juventud creadora que a mi alrededor se juntaba.
Hablaban de mí a ráfagas, divagando enseguida. Mezclaban mi nombre con el de un tal Teodomiro al cual por lo visto yo había plagiado en mi libro completamente. Los adjetivos de Teodomiro, la técnica de Teodomiro, todo igual en el libro de la fiebre. Aquel Teodomiro debía ser amigo de ellos, por la confianza y la intimidad con que le nombraban todos.
Vuelta a hablar de la novela. Y de los existencialistas. Y de que la sinceridad en literatura no existe. Otros en cambio decían que sí, por ejemplo el de la cara de cínico que enseguida convenció a muchos.
—¿Os acordáis de lo que yo decía en aquel poema acerca de la ficción? —No, ninguno se acorda ba. La literatura no era ficción.
os defens
—Sí, sí, la literatura es arte, ficción. Solo hay arte verdadero o pretensiones de alcanzarlo.
Ya estaba armado el barullo otra vez. ¡Cuánto ruido y cuánto humo! ¡Qué calor hacía!
Vuelta a los existencialistas. Y a lo que Fulano y Mengano decían en sus últimos poemas. Nadie escuchaba a nadie.
—El libro de esta muchacha es totalmente insincero —declaró el de la cara de cínico. Estaban de acuerdo. Todos negaron mi sinceridad con la misma fuerza con que habían defendido su honra.
Mi libro estaba lleno de influencias extrañas. La fiebre había sido un pretexto literario. Como el presidio para Teodomiro. Yo no había estado enferma, yo no estaba enferma. Y no tenía talla para fingir lo que no había visto.
Mi libro era Teodomiro clavado. Clavado. Párrafos enteros le había copiado al tal. Pero sin éxito, al parecer. Menuda diferencia. Yo me quedaba en la metáfora ramplona.
Cerré los ojos. El humo de tabaco me seguía dentro de ellos, formando remolinos espesos como el polvo de los caminos en agosto. Debajo de aquel humo desaparecía mi libro, se deshacía azucaradamente como una pringue.
Los muchachos se salieron a discutir a mi habitación y yo me tapé la cabeza con la almohada para no oírlos más. Pero los oía y los veía. Se convirtieron en unas señoras sentadas en grupo que hacían punto de media. Hablaban de mí.
—Es una muchacha de buenas costumbres, y en su libro habla una vez de santa Isabel.
—¡Ah! ¿Pero usté lo ha leído? Si no se entiende nada.
—Yo la conozco de Salamanca, mis hijos la han hablado algunas veces, y dicen que no tiene fuste ninguno.
—Por cierto, su hijo mayor, ¿terminó ya los estudios de ingeniero?
—No, señora, exigen mucho en esa escuela y a él le tienen ojeriza. Lo mejor era ser aviador o marino, aunque arriesgado. ¡Pero los hombres ganaban tanto de uniforme!
Aquí intervinieron todas las señoras para su opinión y se quitaban unas a otras la palabra. Luego hablaron otra vez de mí:
—Yo creí que era un libro para curar la tosferina o algo por el estilo; en fin, con alguna utilidad Por eso lo compré.
—Yo no lo he leído. No tengo tiempo para leer nada, solo el periódico, como ahora tengo en mi casa a los niños de Justa.
—La escritora mejor es doña Concha Espina. Ya lo dice mi marido. Y él entiende de esto muchísimo.
—¡Bah! Las mujeres no deben meterse en zarandajas. Mujer que sabe latín no puede tener buen fin.
No se sabía quién hablaba y quién replicaba. Todas las señoras eran altas y delgadas con los ojos muy juntos, parecían la misma señora.
La conversación se hizo confusa. Hablaban de los maridos. Pobre marido el que me llevara a mí, ya iba aviado. Algo así decían, parecían conocerme de toda la vida. También hablaban de lo bonito que era el trusseau de no sé quién y de las labores de punto que estaban haciendo. Se las enseñaban unas a otras orgullosamente. Era muy fácil. Un punto del derechas, dos del revés. Un punto del derechas, dos del revés. Un punto del derechas, dos del revés.
¿Cuánto me dolía la cabeza! Pero ¿y mi libro? ¿Dónde estaba mi libro?
Empezó a llover. Era una lluvia sofocante y espesa que no aliviaba, que no despejaba las nubes de polvo, pero calaba hasta los huesos y dejaba dentro de ellos una mortal frialdad. Sentí que venía mi madre y palpaba las ropas de la cama: «¡Jesús, qué disparate, cómo suda esta criatura!». Y me cambiaba el camisón empapado por otro seco.
Siguió lloviendo y a la humedad sucedió un frío intenso que me hacía dar diente con diente.
—Un libro como este cualquiera sería capaz de escribirlo —zumbaban las voces a mi alrededor—. ¿Y el personaje? ¿Dónde está el personaje? Este libro es una huida.
(¡Dios mío! Que se callaran ya. Que se fueran).
—Tu libro es de una fácil y falsa generosidad —dijo una voz amiga honda y lejana que llegaba hasta el fondo de mi ser—. No te cuesta trabajo. Quieres divertirte con él y que te lo aplaudan los que exigen poco.
Ya no estaban las señoras. Aquella voz, ¿de dónde venía? ¿Por qué sonaba cada vez más lejos? Yo me alargaba desesperadamente hacia ella.
«Pretendes tener una satisfacción completa y divertirte con tu libro, enseñas a carcajadas la riqueza que te colma sin regalarla. Un libro que deje en ti satisfacción completa, eso es lo que quieres, un libro que...». La voz se iba yendo como un aire. Yo hacía esfuerzos extraordinarios para localizarla.
Vinieron los sabios. Vi que estaban a mi lado con sus rostros alargados y serios de los que salen en el periódico.
Pero no; ellos no eran los que acababan de hablar. Me hicieron muchas preguntas. Que s era yo Carmen Martín, que si había acabado la licenciatura el año 48 en Salamanca, que si ahora preparaba la tesis.
A todo dije que si rutinariamente, con el corazón apesadumbrado. Ellos se extrañaron mucho. ¡Pero si parecía mentira! Tantos errores filológicos en mi libro, una falta tan grande de seriedad y método.
—Habla usted con gran inconsecuencia de los derivados semánticos de vigilare. La explicación que da es una invención subjetiva e ingenua, a todas luces insuficiente.
—Ni un ejemplo, ni siquiera hacer la diferencación entre voces cultas y populares. Es inaudito.
—Lo mismo puede decirse del sentido particularísimo que da usted al verbo despertar.
Luego hablaron mucho rato del valor estilístico del presente y del pretérito imperfecto, los cuales en mi libro se mezclaban, al parecer, de un modo totalmente arbitrario.
Se callaron esperando a que yo dijera algo en mi defensa, pero se había creado una densísima niebla que me separaba de ellos y de lo que me decían. Me daba cuenta de que tenía la culpa de algo, pero ¿qué derivados semánticos? ¿Qué libro? Los miraba encogida como un reo balbuciendo torpes excusas a través de la niebla.
Acabé por no entenderles nada. Solo los veía mover los labios para arriba y para abajo, para arriba y para abajo, produciendo un sordo murmullo.