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Alain Boureau con su Papisa Juana nos ofrece no sólo un estudio erudito y exegético sobre un personaje sugestivo, sino también una reflexión oportunísima sobre un tema tan próximo a nuestra realidad diaria cual es el de los criterios que, en última instancia, presiden la distribución de los papeles en la sociedad moderna. Podremos coincidir o no con dicha reflexión, pero lo que es seguro es que no podremos sustraernos al encanto de la Juana de Boureau, y que seguiremos con interés creciente sus peripecias a lo largo y ancho de Europa durante cerca de ochocientos años de pasiones humanas, por conventos y plazas, por palacios y frentes de batalla, en las tertulias de sobremesa y en la quietud de los archivos, y acompañados en todo momento por ese conjunto de individualidades que, anónimamente o de forma destacada, nos ha precedido en la construcción de nuestra biografía, de la que no siempre tenemos conciencia clara.
Como muy bien adelanta A. Boureau en su «Introducción», la historia de la papisa no se reduce a un episodio lejano, envuelto en un escándalo con olor a incienso, ni tampoco a un banderín de enganche hábilmente agitado por descontentos, cismáticos y anticlericales. En este sentido, quien espere encontrar en este libro un relato picante y mordaz sobre una mujer que con engaño ocupó la cátedra de San Pedro, descubriendo su falsa identidad con un parto escandaloso en la vía pública, pronto quedará defraudado. Por el contrario, a quien desee conocer las circunstancias que originaron semejante fábula y las que contribuyeron a su longevidad en la memoria colectiva, el relato ameno y riguroso en sus fuentes de Alain Boureau no sólo no le defraudará, sino que le presentará una Papisa Juana mucho más sugerente que la que, tradicionalmente, se ha quedado enclaustrada en su papel de usurpadora papal. Porque Juana, o mejor dicho su historia, fue y es un escándalo y un banderín de enganche, pero también mucho más.
Producto de una fusión de elementos cultos y folcloristas, Juana nace del vacío histórico a la plenitud del rumor, de la fábula, de la leyenda, de la invectiva, y finalmente de la literatura, para instalarse en la verdad de los hechos históricos como exponente de lo que es y de lo que puede ser. Por ello, la evocación de su recuerdo provoca, aún hoy, cuando menos, una sonrisa picara y cuando más una discusión entre quienes aseguran su existencia y quienes la niegan, haciéndose todos ellos eco, acaso sin saberlo, de centenares de años de controversia sobre lo divino y lo humano —nunca mejor dicho—, y en la que quizá, después de todo, lo menos importante haya sido y sea la realidad de su existencia. Juana no existió, y, como Boureau subraya desde el principio, su inexistencia es un hecho comprobado, esto es un dato objetivo. Pero la realidad, aun siendo una, se proyecta en muy distintos planos, y es en el de las creencias, receptáculo fecundo y vidrioso, donde la papisa encuentra su razón de ser y su destino, que es servir y ser servida en su condición de hija natural de la historia. Desde esta condición que la libera y la restringe a un mismo tiempo, Juana nos presta su vida como espejo en el que se reflejan otras vidas que nos interesa conocer para comprender la nuestra. Por ello, me parece significativo que Boureau encabece su trabajo con una cita de los Ensayos de Montaigne.
Aparte del contenido de dicha cita, que le permite al autor de La papisa Juana situarnos desde el primer momento en el contexto de las creencias donde nace y vive Juana, los Ensayos tienen un claro sentido autobiográfico, como se desprende, entre otras cosas, de las palabras previas de Michel de Montaigne al lector, advirtié «Je suis moy-mesmes la matière de mon livre»*. Digo, pues, que es significativo porque creo advertir en la elección de Boureau la intención no ya de referirnos a un testimonio directo e importante de la vigencia de la papisa en la memoria romana del siglo XVI, referencia que podría haber resuelto con otros muchos textos, sino, sobre todo, de sugerirnos hasta qué punto la historia de Juana es la nuestra. Boureau sabe del valor antropológico de los Ensayos, es decir del valor testimonial de vidas excepcionales que reflejan la esencia de la condición humana, y se sirve de Montaigne para darnos una clave temprana e inestimable sobre el significado de la papisa, en el siglo XVI y en el siglo XX.
Como he dicho antes, la oportunidad de La papisa Juana de Alain Boureau es, pues, importante, y en el caso de la edición española presenta un interés adicional, por dos razones, ambas históricas. En primer lugar, porque en el curso de su atormentada carrera, la papisa desempeña un papel destacado en las controversias doctrinales que jalonan, a su vez, la historia de la Iglesia católica y en definitiva de Occidente, controversias que alcanzan un punto álgido durante la Reforma, cuando España desempeña un papel igualmente destacado, como nación católica defensora de Roma y como Imperio defensor de su hegemo...
398 pages, Paperback
First published January 1, 1988
Still, if we want to account for the unity that subsumes the very different uses of this episode, we will have to accept the idea that a metastasis of meaning (the various uses) develops from a nucleus that is not directly signifying (do I dare say, that is unconscious?), always present in the name of the popes but never expressed. That structure (an unknown nucleus and metastases of meaning) takes us away from myth, which is a perfectly explicit statement; a permanent, founding narrative that is reactivated metaphorically along the same lines as its original meaning.Sknzzxxxxzzzzz… wha- what? I'm awake. Why? Did he call on someone?
, and that's where Boreau begins his inquisition. Why would would-be popes be made to sit ceremonially on these toilet lids? For aesthetic reasons (who doesn't appreciate orange marble)? Because of the chairs' ties to an official antiquity? Just to check the new pontiff for pontificals? Did they in fact serve any purpose, or were they just vestiges of prior ritual whose ultimate significance had long been forgotten? Over a thousand years later, how are we to know?Enough of this series of analogies, which are endless and perhaps senseless. To continue on this path is to risk finding all the reasons in the world to situate John, the Englishman from Mainz, in 854, thanks to a cancerous proliferation of microcausal cells that coagulate without any articulation among them. Contextual causality, that peril to historiography, begins here. Its ravages are obvious to anyone who cares to peruse school textbooks for the "causes" of the French Revolution in 1789 or of World War I in 1914: everything converges, hence nothing is explained. The event disappears under layers of a context that exists only by reason of the event.

