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190 pages, Paperback
First published January 1, 391
La ley es algo más: es un freno. Con sus plazos abstractos y sus procedimientos temporales ordenados, desacompasa el proceso político, siempre sujeto a la volubilidad, a las ensoñaciones, a las respuestas inmediatas. Que la discusión se ahorme impone, en primer lugar, la necesidad de poner las ideas por escrito y, lentamente, impone la necesidad de contar con el experto. En segundo lugar, exige que las discusiones se ajusten a plazos. En tercer lugar, es conservadora al mantener el edificio mientras no se cambie legalmente. Es cierto que puede estar llena de “cuevas de Alí Babá”, pero al estar sometidas a escrutinio por el enfrentamiento entre facciones, es susceptible de cambio sin el sobresalto del que quiere volver al momento inicial, prístino, en el que no había nada y todo debía ser inventado. En cuarto lugar, debilita a las mayorías y refuerza a las minorías, al permitir cambios y evolución según se mueve la marea de las pasiones y de la opinión pública. Esta es la parte más contraintuitiva: la ley se convierte en un límite autoimpuesto a la voluntad colectiva, un entramado pensado para lo que popularmente llamamos “contar hasta diez”. Es el equivalente al contrapeso oligárquico, pero aquí esa oligarquía es formal y aristocrática, es una aristocracia de las ideas, una suma de lo que sabemos y aprendemos, de lo que se va acumulando generación tras generación y error tras error.
Naturalmente, hablo de la ley democrática. Las normas del autócrata son un golem, aparentan ser leyes, pero están huecas por dentro.
Cuando los atenienses reclaman en la Asamblea el derecho a hacer lo que quiera el pueblo, sin límite alguno, los atenienses dejan de ser una asamblea democrática y se convierten en una tiranía transitoria, sujeta a la imposición del argumento sin reposar y a la fuerza tribal. El ciudadano se disuelve cuando la asamblea vota sin cortapisas, porque el ciudadano lo es porque puede participar en un proceso político reglado, con derechos y con obligaciones.
¿Creéis que hubiese vivido tantos años si hubiera intervenido en los asuntos públicos y si, como persona honrada que soy, hubiese defendido las causas justas, concediéndoles la estima que requieren? No, atenienses, de ninguna manera; ni yo ni nadie hubiéramos podido sobrevivir tanto tiempo.
¿No te parece que es correcto decir que no debemos conceder el mismo valor a todas las opiniones de la gente, sino a unos más que a otros?
¿Crees que puede mantenerse en pie una ciudad, si sus sentencias judiciales no surten efecto alguno y son violadas y anuladas por simples particulares?