El pequeño Ramón, alter ego de Miguel Salabert, creció en el Madrid de la posguerra junto a una curiosa corte de bohemios, vagos y maleantes. Tras el fin de las bombas y los tiros, se impuso una normalidad marcada por el hambre, la educación castradora de los curas, la sombra de un padre preso, una madre ultraprotectora y desquiciada, y sobre todo, el silencio. El silencio de aquella parte de la población que, aun cuestionándose la vida bajo el franquismo, se sentía incapaz de implicarse en la oposición política, por miedo o apatía, y optaba por un «exilio interior», una forma de autismo social. Tras las movilizaciones estudiantiles de 1956, Miguel Salabert se marchó a Francia para evitar la represión franquista y allí escribió esta obra clave de la contracultura española, cuyo título acuñó el hoy popular concepto de «exilio interior». Hoja de Lata recupera, en su versión definitiva, este referente underground de la literatura de posguerra que oscila entre la novela picaresca y el realismo social, con su retrato descarnado de aquella España de la mayoría silenciosa.
Empieza muy bien, con anécdotas terroríficas de la guerra en las que brillan destellos irónicos, pero para ser Baroja le falta ingenuidad y capacidad de sorpresa. Para ser Barea la indignación debería haberse traducido en análisis bastante más que en sarcasmo. Tampoco es Carnés, a pesar de que tiene voluntad de estilo (en el comedor de mi corazón siempre hay un plato puesto para las emociones personificadas).
Salabert supuestamente inventó el concepto del «exilio interior». Digo supuestamente porque la cosa es compleja. Muchos hemos oído hablar del «exilio interior» como de una forma de depuración o de estigmatización de aquellos republicanos que, por no haberse significado demasiado, fueron tolerados en territorio nacional durante la dictadura de Franco. Sin embargo, hasta la página 193 o así —hasta que el hermano mayor no se hace falangista— hay poco de específicamente franquista en la violencia estructural de esta novela. Sí, la guerra, desde luego, y la prisión del padre. Pero el clasismo, el oscurantismo y el hambre, si bien fueron potenciados por el mequetrefe de El Pardo, no los inventó él. Para el personaje de la madre, parece claro que el problema no es ideológico, sino el derrumbe de la clase media y de un horizonte de progreso familiar.
Además, el «exilio interior» aquí quiere decir que los hijos de los represaliados vivían como parias, no que protagonizasen ningún tipo de resistencia, ni aun de disidencia —como sí lo hizo el exilio «exterior»—. De hecho, en varias ocasiones el concepto se iguala de forma explícita al individualismo: exiliarse interiormente sería dejar a un lado la política, los remilgos y la solidaridad, e ir a lo suyo. Dicho lo cual, en las últimas páginas ese exilio interior individualista es rechazado no menos explícitamente por el narrador («Si me he bajado en marcha de mi yo, es para situarme al lado de los huérfanos, de los anónimos, de los olvidados»...), y el destino de los universitarios con los que termina confraternizando es la muerte, la cárcel o el extranjero. El exilio real sería la prolongación lógica del «exilio interior», tal y como se plantea aquí, por lo que este último vendría a ser una especie de pórtico del primero.
Yo me quito el sombrero ante Salabert como persona real, disidente, huelguista, ex preso y exiliado; su novela reviste un indudable interés histórico, y desde ese interés se lee tal vez no con placer, pero sí con atención merecida, pero carece de la vibración ultrasónica de otros testimonios del horror del siglo XX, y de las tensiones narrativas que uno esperaría de cualquier novela, sea cual sea su tema.
Me ha parecido un libro contundente y necesario para entender el exilio desde dentro. Es duro y aunque en algunos tramos se hace pesado, está muy bien escrito y refleja con claridad esa herida que no termina de cerrarse.
El autor relata hechos que oí contar mil veces a mis mayores pero que, el autor me ha ayudado a poner en contexto. Quizá, va a ser verdad aquello de que el pueblo que no conoce su pasado está condenado a repetirlo.