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Odiado y respetado, denigrado y defendido con igual pasión en su época y en los siglos posteriores, Martín Lutero (1483-1546) es un personaje singular. Lo recio de su personalidad ha provocado verdaderas montañas de interpretaciones, hijas de criterios tan contradictorios que en algunas aparece como el ángel que trae la justicia a la tierra y en otras es considerado la representación del mal. Frente a él no hay términos medios: sus intervenciones en acontecimientos decisivos para el futuro de la religión cristiana han promovido, y promueven aún, la diatriba de unos y la loa de los demás.
Una nueva manera de pensar impuso al mundo cristiano el reformador; una forma descarnada de sentir y practicar la religión y, a la vez, representó una peculiar expresión de la rebeldía. Lucien Febvre, al descubrir al monje agustino en su plenitud, lo sitúa en su tiempo, ante los problemas sociales, políticos y religiosos en que le tocó actuar. No desea hacer de Lutero un revolucionario ni seguir ninguna de las corrientes que lo han transformado en símbolo invariable. Al contrario, quiere, y lo logra, poner frente a los ojos del lector a Martín Lutero de carne y hueso.
286 pages, Paperback
First published January 1, 1927
Dibujar la curva de un destino que fue sencillo pero trágico; situar con precisión los pocos puntos verdaderamente importantes por los que pasó; mostrar cómo, bajó la presión de qué circunstancias, su impulso primero tuvo que amortiguarse y su trazo primitivo desviarse; plantear así, a propósito de un hombre de una singular vitalidad, el problema de las relaciones del individuo con la colectividad, de la iniciativa personas con la necesidad social, que es, tal vez, el problema capital de la historia. (p. 9)

Resumen demasiado rápido e inexacto. A Lutero viejo le era fácil resumir así recuerdos lejanos. No nos es permitido tomar este resumen al pie de la letra... Lutero se equivoca. Precisamente porque sabía ya, o creía saber "mejor que cualquier otro" en qué consistía la indulgencia, es por lo que tomó la palabra, a pesar de la prudencia que le aconsejaba su respeto a un príncipe. (p.88)

Lutero no podía romper con Erasmo. Si estuviera solo no hubiera vacilado en hacerlo. Pero no estaba, ya no estaba solo. Le rodeaban hombres, amigos, partidarios, devotos de él pero devotos de Erasmo, incapaces de lanzar el anatema sobre uno de ellos para permanecer fieles al otro. Le rodeaban hombres que pesaban sobre él, que le empujaban suavemente a hacer el gesto necesario. (pp. 125-126)
Pero las palabras de los hombres tienen su vida personal. ¿Qué importaba el sentido que Lutero mismo diera a sus protestas? Ya no le pertenecían. En la muchedumbre que se agrupaba alrededor de él —[...]—, [...]: cada uno, cuando el monje hablaba, percibía un sonido diferente. Cada uno, detrás de sus actos, ponía sus deseos. (p.172)