Cada alma es una isla, según Ingrid un archipiélago más bien, un conjunto de terruños aislados que se alcanzan a ver entre sí como los amantes se ven a cada extremo en un mismo telescopio, turnándose la lente, siempre demasiado cerca o demasiado lejos, por definición la perspectiva de la soledad, la que es propia del amor como arrastrada por su sombra. Pocas veces he leído poesía tan solitaria como la de Ingrid Bringas y tan poco quejosa de su condición, musical en repetición y letanías. En esta ciudad de ecos donde nos buscamos a tientas el pecado es una condición de la virtud cuando la única virtud es el goce, el goce de la carne naturalmente, la que no resurgirá, nunca, una vez nos hayamos convertido en cenizas. Claro, con Ingrid dios se escribe con minúscula y hablaremos del amor en un tono apocalíptico porque todo está a punto de desaparecer, siempre, el amor mismo, y entonces verdaderamente su reino no tendrá fin.
Lo compré porque quedé muy deslumbrado de Frontera cuir. Este es menos potente (es anterior), pero ya hay elementos de gran poesía. Creo que los primeros poemas son potentes, me atrevería a calificarlos de muy bien trabajados, pero entre más avanza el libro se va perdiendo esa sensación, y los poemas se sienten más flojos, o menos sólidos. Igual planeo no perderle la vista a Bringas.