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372 pages, Kindle Edition
First published January 1, 1965
Es un mal tipo el ojo, le dije, a nosotros no nos hace falta, desde luego, son hermosos, insolentemente hermosos, pero en esa belleza está su perversidad, la conocen y se sirven de ella, un mundo de ciegos sería un mundo de paz porque lo que te hace odiar a la gente es que puedes mirarla a tu gusto, mirarla toda, su cuerpo, su alma.
Pero ¿por qué está aquí? ¿Y por qué se reía el teniente? Era una risa que le correspondía, una risa que era completamente de él, de su persona, no de su uniforme ni de su oficio, de él mismo, de su boca desdeñosa y débil, de su pelo enfermizo, de sus hombros héticos, de su voz a medias falsa, a medias temerosa e histérica. Pero mientras se reía el teniente había dicho otra cosa en la cual yo no me había fijado, pero que recordaba nítidamente y que, al recordarla, me empezaba a dar miedo, no por Bobi sino por la risa del teniente, por esa risa que se había detenido de repente como si debiera pasar a otra pieza donde lo precisaban con urgencia, pero prometiéndome volver en seguida, dentro de un cuarto de hora, más feliz y más seguro de sí que nunca. Sí, el teniente había agregado algo, algo que dejó escurrir entre su risa descuidadamente, como para que yo no me fijara, como para que yo no me cuidara y dijera alguna cosa de peligro, como el que, yendo en el tren junto a alguien sospechoso, está seguro de que le ha tocado asiento al lado de un ladrón y para precaverse se cambia la billetera al otro lado de la ropa, pero después, inmediatamente después, sonriendo, sonriendo levemente, saca una moneda, una moneda de oro, recuerdo de familia, recuerdo de la revolución del 91, de los saqueos de las casas en la calle de las Claras, y la deja caer ostentosamente, descuidadamente, cristalinamente sobre el pasillo y en seguida se pone de pie y se va a los urinarios mirando el paisaje vertiginoso y otoñal.
Desde luego, no era un muchacho deforme, no, su cuerpo era firme y esbelto, delgado y duro, casi atlético, a pesar de lo mal que se alimentaba, sus piernas eran un par de soberbias piernas de perro, robustas y orgullosas, enhiestas y casi fieras y en la cintura se juntaban de un modo tan natural que parecía que él había nacido de una generación muy antigua y refinada, de una maravillosa familia de seres humanos con patas de perro.
Sabían que pasábamos necesidades, se reían un poco a mi costa, viéndome actuar como un verdadero niño y comer como un verdadero perro, pero no eran malos, me echaban carne, yo comía el primer trozo, entre risas me miraban mascarlo y después me dejaban recoger la otra carne para llevarla.
Siempre, desde niño, había sentido horror a las cadenas, a los bozales que mantienen incomunicados a los perros en los patios enormes y fríos de las casas señoriales, en los corrales de las parcelas, en los túneles de las fábricas, y le dijo a Horacio, vagamente me lo repitió éste, que cualquier día se fugaría hacia los barrios, sin armas, sin más ropa que la que llevaba puesta, sin cinturones, sin palos, para no darles miedo, y soltaría a todos los perros que divisara encerrados y encadenados tras las rejas.
Iba a salir, le expliqué para que no creyera que iba huyendo, alzó las manos y mostró unos dientes sanos, crédulos. ¿Bobi? Sí, Bobi. Está preso. ¿Incidente? ¿Accidente? Sí, incidente hubo, un verdadero escándalo, ¡criatura loca! Me senté respirando hondo. Escuchaba sus palabras, palabras nítidas, firmemente clavadas, totalmente esculpidas, palabras claras, como monedas, como clavos, como balazos. ¡Criatura loca! Entonces era que estaba vivo y nada más importaba. No es loco un muerto, un asesinado, un baleado, un muerto a golpes. No, no lo es, empecé a reír. El hombre se sonreía con timidez, ahora estaba derrotado, había perdido toda su gallardía, ahora estaba en paz su carne con su uniforme, ahora lucía humilde, acorralado, dudosamente feliz.
Le conté el caso de Bobi. Un monstruo, dijo, después de explicarle sucintamente la historia. Le expliqué las magníficas condiciones del niño, lo bien formado que veía yo su cuerpo, tanto su porción humana como su parte netamente canina, las dos perfectas, las dos espléndidamente terminadas. Un monstruo espléndido, resumió. De ahí no lo pude sacar. Yo soy cirujano, me decía, yo sólo corto lo superfluo que da la vida o entrega el uso, por eso es exacta la cirugía, porque no agrega nada, no es como el arte, este oficio tuyo de agregar cosas. […] Se interesó por el caso, no como médico, realmente, sino con el deseo de salirse de esa vida de rutina, de los mismos olores y los mismos miasmas y los mismos colores y las mismas formas que llenan la vida del médico.
¿Por qué causo miedo yo? […] ¿Por qué yo, yo precisamente, por qué no otro, otro, alguien rico, alguien que no tuviera necesidad de echarse a la calle para ganarse la vida, ir al matadero, a la escuela? ¿Por qué yo solo y nadie más, por qué, por qué, por qué? ¿Qué soy yo?, gritó desesperado.
Y si tú has nacido, Bobi, como naciste, distinto pero no contrahecho, raro pero no monstruoso, por algo bueno, hermoso, hermosamente práctico y eficaz tiene que haber sido.
Creo, criatura, que no debieras avergonzarte de ser un poco perro sino de no serlo completamente.
Me quedó mirando, bajó la voz hasta ponerla al alcance de mi miedo.
[…]
Ahora son ricos y felices mientras llueve, la lluvia les amuebla la soledad.
[…]
El arriero entreabrió una sonrisa tristísima, cogía la rienda de la mula y le golpeaba la grupa para desesperarse más, para sentir sonar sus sufrimientos.