En la madrugada recibe la noticia. Sebastián, su único hijo, se ha cortado las venas. Así de simple y brutal comienza la primera novela de Marcelo Lillo. Una narración conmovedora en la que un apdre emprende el viaje más difícil de su vida en busca del ser perdido.
Los recuerdos, las culpas, la inconformidad que siente hacia la existencia, las lágrimas que no llegan para consolarlo lo conducen al borde del abismo. Allí donde afloran los demonios y donde un fantasma, a punto de desaparecer, lo espera para mirarlo y para sostener con él una reveladora conversación.
“¿Es la obligación de un padre amar a su hijo?” Esa es la pregunta que se hace el protagonista y narrador de esta novela, un hombre de cincuenta años a quien le notifican que su hijo de veintidós se suicidó en la bañera de una amiga, ¿qué se puede sentir después de eso? La partida de los seres queridos es un golpe duro para cualquiera, pero Sebastián no quería mucho a su padre, ni viceversa; de hecho tenían años sin tener contacto más allá de esporádicas peticiones de dinero. Nuestro narrador siene “un raro peso en el pecho que inmoviliza los sentimientos”, pero no llora, no lamenta la muerte de su hijo (aunque sí extraña al niño que solía ser), y de alguna forma logra seguir con su vida solitaria y medianamente vacía. La primera novela de Lillo es una exploración de las relaciones personales, familiares, la vida y la muerte, pero sobre todo de la soledad y la incapacidad que a veces sentimos para poder expresar lo que sentimos.