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157 pages, Paperback
First published January 1, 1924
I have acquired the reputation of a passionate lover in the eyes of many women, but always, always pretending, as a way to salve my inner loneliness. I searched for the true path diligently and sincerely, but all my hopes were chimeras, constructed by rampant fantasy, destroyed by inevitable disappointment and repudiation. In my self-deception, repeatedly I sample a simulacrum of love, and each time I tire of it and set my sights on a new, even more exaggerated illusion.
Alicia’s indifference toward me had changed, now, into lightly veiled disdain. Now I began to fall in love with her, even idolize her.
Somehow, I’d been blind to her superiority before now. It’s true that she isn’t beautiful, but when she passes by, men smile. Another of her charms, one that I adored, was her limpid gaze, her hauteur alloyed with melancholy.
Perhaps my true poetic inspiration lay in the caress of gentle breezes, in the natural mysteries and unknown languages of the plains and of the pristine forests lying beyond. Perhaps my true song was the song of the wave crashing on the rocks, the song of the evening sky above the marsh that reflects its colors, the song of the stars amid the immensity of space and the silence of God.
Who created the gap that yawns between our aspirations and reality? Why were we given wings to live flightless lives? Poverty and aspiration, stepmother and tyrant, drove us forward, but to no avail. By looking to the heights, we’ve neglected the most fundamental necessities. Turning to those necessities, we’ve lost whatever we had gained. As a result, we are heroes only of mediocrity.
Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellas inmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación.
¡Sueños irrealizables, triunfos perdidos! ¿Por qué sois fantasmas de la memoria, cual si me quisierais avergonzar? ¡Ved en lo que ha parado este soñador: en herir al árbol inerte para enriquecer a los que no sueñan; en soportar desprecios y vejaciones en cambio de un mendrugo al anochecer!
Y, muy campante, seguirá atrincherado en su estupidez, porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos.
¿Quién estableció el desequilibrio entre la realidad y el alma incalmable? ¿Para qué nos dieron alas en el vacío? Nuestra madrastra fué la pobreza, nuestro tirano, la aspiración. Por mirar la altura tropezábamos en la tierra; por atender al vientre misérrimo fracasamos en el espíritu. La medianía nos brindó su angustia. ¡Sólo fuimos los héroes de lo mediocre! ¡El que logró entrever la vida feliz no ha tenido con qué comprarla; el que buscó la novia halló el desdén; el que soñó con la esposa, encontró la querida; el que intentó elevarse, cayó vencido ante los magnates indiferentes, tan impasibles como estos árboles que nos miran languidecer de fiebres y de hambre entre sanguijuelas y hormigas!
-Es que, dijo don Rafo, esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí, hasta el moribundo, ansía besar el suelo en que va a podrirse. Es el desierto pero nadie se siente solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice.
Y la aurora surgió ante nosotros; sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina.
En el fondo de mi ánimo acontece lo que en las bahías: las mareas suben y bajan con intermitencia.
¿Para qué ciudades? Quizá mi fuente de poesía estaba en el secreto de los bosques intactos, en la caricia de las auras, en el idioma desconocido de las cosas; en cantar lo que dice el peñón la onda que se despide, el arrebol a la ciénaga, la estrella a las inmensidades que guardan el silencio de Dios.
Eranos imposible mezquinar nuestra sangre asténica, porque nos succionaban a través de sombrero y ropa, inoculándonos el virus de la fiebre y la pesadilla.
Las visiones del soñador fueron estrafalarias: procesiones de caimanes y tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas. Tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad.
Un sino de fracasos y maldición persigue a cuantos explotan la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y en el alma.