¿Cómo se cuenta una familia? ¿Cuáles son las piezas que componen su memoria? ¿Qué sabemos de alguien, más allá de lo que decide mostrarnos?
En Kintsugi una familia se rompe y quienes la integran van buscando formas, a veces sutiles, a veces extremas, de reparar las cosas. Una madre que prefiere el silencio, una tía que cuida a sus sobrinos mientras siente su vida desmoronarse, una hija que busca su felicidad siempre en otra parte. Personajes que se refugian en sus trabajos o en la atención dedicada a los demás, que recurren a la tecnología como forma de organizar sus afectos, de realizar pequeños gestos de vigilancia o, incluso, para sobrevivir en un mundo precario.
A la manera del arte japonés que le da el título a esta historia, María José Navia recompone en esta novela en cuentos las vidas rotas de sus protagonistas, resaltando con belleza las cicatrices de los que se van y los que se quedan. Una historia que indaga en las vidas interiores de sus personajes y su desarrollo en el tiempo, en las apariencias y los silencios, en las posibilidades de transformación que trae consigo la experiencia del dolor y los fantasmas de la ausencia.
Kintsugi significa en japonés “carpintería en oro”. Es la técnica ancestral de “reparar” cosas rotas por medio de una resina y, por supuesto, oro. Hoy, les daré las guías para realizar este procedimiento, el cual sigue el patrón que también configura la novela que presentamos hoy, Kintsugi, de María José Navia, quien, vistiéndose de artífice, ilumina las grietas que quedan en los personajes que nos presenta, convirtiendo este texto en una extraña fuente de luz.
El primer paso para hacer Kintsugi es tener algo que romper. Podemos saltarnos este paso si ya tenemos las piezas de algo roto, pero creo que es fundamental tener conciencia de que, en un principio, teníamos algo completo. Completo como una taza. Completo como un jarrón. Completo como una casa. Quiero decir “completo como una familia”, pero ustedes saben que las familias nunca están completas.
El segundo paso es romperlo. Cualquier japonés que esté escuchando hoy, en este momento quizás se molestaría, porque, para ellos, Kintsugi es el arte de juntar lo que ha roto el tiempo. Está muy mal visto romper cosas, andar rompiendolas. Pero sin embargo, las rompemos. Hacemos daño, dejamos que nos lo hagan. Y romper siempre duele, porque pasar de algo completo al cúmulo de piezas que viene después implica siempre una pérdida. Por otro lado, está el refrán de aquel aguador que debía ir al pozo a buscar agua en dos jarrones, uno con grietas por donde se filtraba el agua, y uno completo. De tanto repetir su ir y venir, iba dejando una huella con el agua que iba cayendo desde el jarrón agrietado, la cual hizo que después de un tiempo crecieran hierbas y muchas flores por donde había, en cada viaje, caído el agua. Del lado del jarrón sin grietas, no había más que polvo. Si, romper puede llevarnos a cosas buenas, pero el sonido que se escucha cuando quebramos un plato, o el silencio que le sigue al desarmar una relación, siempre duele. Hay veces que uno dice que no puede doler más, pero si, María José nos enseña en este libro que siempre hay como, que siempre hay dolores distintos.
El tercer paso es reunir las piezas, limpiarlas, como Laura, en el cuento Clean, o como las geishas de El Lago de Tanizaki. Para Japón, el Kintsugi parte desde acá. Vemos con tristeza lo que quedó cuando encontramos nuestra loza favorita rota, o los ojos de nuestra hermana después de que le dijeron se le murió su perrito. Tratamos de recoger todos los pedazos, pero siempre hay algo que dejamos fuera, siempre hay una pieza que se nos va. Lo que tenemos en las manos es un desastre, y si lo recomponemos va a seguir siéndolo, por mucho que juntemos todas las piezas y las peguemos con escotch. No. Acá el escotch no sirve, se perdieron piezas, el agua y la luz se filtran, y hay partes que no encajan.
El cuarto paso no es parte del proceso, pero se los voy a decir igual, porque creo que es algo que, pese a todo, hoy, debiesemos permitirnos. En este punto pueden decidir tirarlo todo a la basura. Este es el paso de la posibilidad. La posibilidad de que no importe, la posibilidad de no volver. De irse. De que el otro se vaya. De que el otro vuelva. En Perdidos en Tokio, Bob le susurra algo al oído de Charlotte en la última escena, esa que obsesionaba a uno de los personajes de Lugar, el libro anterior de María José. Bob quería quedarse con Charlotte, pero eligió volver con su familia. Ese susurro que no escuchamos, ese momento donde todo pende de un hilo y se genera un segundo tiempo, una nueva dimensión, ese es el cuarto paso.
Pero seguimos, decidimos seguir: El quinto paso es comenzar a pegar las piezas. A los trozos limpios y ordenados se les va aplicando el pegamento y se van juntando unas con otras, hasta lograr unir lo que el tiempo, un accidente, o uno mismo quebró. Lo bonito de esto es que hasta aquí llegamos con la metáfora, ya que por mucho que uno lo intente, una familia rota no se puede unir como un plato. En la loza los pedazos quedan juntos y la pieza vuelve a estar completa; llena de cicatrices, pero completa. Más que una familia, el plato somos nosotros mismos, solo que a nosotros no nos pueden romper como un plato. Creo que esta novela en cuentos es sobre nosotros mismos, y funciona como un espejo en el cual podemos mirarnos y ver, con los ojos de María José, de dónde venimos y lo que fuimos..
El punto final es un acto de magia. Las piezas están fijas, y de todas las grietas ha sobresalido una fina línea de pegamento, que aún está un poco fresco. Tomamos polvo de oro, o algo brillante que tengamos a mano y, cual Zeus con Danae, lo rociamos sobre las delgadas costras que brotaron de las heridas. De pronto, lo que era sutil ahora refleja la luz, y las líneas formadas por las trizaduras ya no son tal, sino que son constelaciones en un objeto que ya no es el mismo que antes. El Kintsugi es una nueva oportunidad, una nueva vida con las mismas fallas: solo nos queda ver las grietas fundidas, centelleantes; al igual que al final de los cuentos de María José, reina el silencio. Nos sacamos voluntariamente la ropa frente a otro y le mostramos nuestras heridas, al rojo vivo; el corazón palpitante lleno de huellas donde estuvo un cuchillo, un ojo morado, un abandono. Mostramos el abdomen y vemos, allá, las estrías que dejó el crecimiento de esa hija que no nació, o los tajos que te hacías cuando ya no encontrabas donde más doler. En la espalda muestras a tu hermano gemelo que se volvió un tumor, y justo arriba la marca que te dejó la corbata cuando te colgaste sin avisarle a nadie.
Estas marcas doradas que les mostramos a quien elegimos querer son impresiones de nosotros mismos. Nuestras decisiones. Las cosas siguen completas y siguen quebrándose. Hoy en día, darnos cuenta de que está bien estar quebrado y mostrar nuestras cicatrices es un acto valiente, y creo que en este momento, el libro de María José es un acto político potente, que nos habla sobre la posibilidad de vivir con nuestras heridas, y de que, a pesar de todo, tenemos que hacerlas brillar.
Ya pasamos durante muchos periodos oscuros donde las cosas rotas debían parecer completas, o se iban a la basura, donde todo debía remitir al progreso y a la sanidad. Hagamos algo nuevo, estemos orgullosos de la forma de nuestro corazón, y dejemos que por las grietas que tenemos entre la luz, tanta luz que podamos abrazarnos en ella. Kintsugi, de María José Navia, es una lectura preciosa, un chorro (helado) de agua en el cuerpo, un libro cautivante, con instantes que aceleran el corazón y otros que te lo rompen un poquito. Es un libro bello, y más que nada, es un libro para no olvidar que, como escribió Leonard Cohen, hay una trizadura, en TODO hay una trizadura por donde se filtra la luz.
Es lo primero que leo de María José Navia, así que no sabía con qué me iba a encontrar. Su escritura es directa y súper fluida, de hecho, me atrapó tanto que lo leí de un tirón. Sus historias me dejaron un sabor amargo, porque duelen e incomodan mucho. Incluso sentía un poco de rechazo cuando leía, porque la figura de familia herida y «disfuncional» no me es algo para nada cercano. Quizás no son para leerlas en medio de una pandemia. De todas formas, igual quiero leer su siguiente libro.
Encuentro que está bien escrito y que la estructura de los cuentos es precisa, por eso no cuesta leerlo y se termina bastante rápido, dan ganas de saber qué pasa al final de cada relato, pero la verdad es que no me dejó absolutamente nada memorable de ningún tipo. No subrayé casi nada. No marqué ninguna página. Los elementos de la historia que más me interesaban, los más "raros" o "distintos", no se desarrollan. Meh.
Si se te cae un jarrón al suelo e intentas unir las piezas con una mezcla de resina y oro, el jarrón volverá a estar en su sitio, las piezas volverán a estar juntas, pero nunca más unidas. Nunca más volverán a tocarse. Esto pasa en esta novela fragmentada, en la que todos los personajes se sienten solos a pesar de estar constantemente acompañados. La autora expone sus intimidades rotas igual que se resaltan las grietas en el kintsugi. E igual que con las piezas de este arte japonés, las vidas aquí narradas tienen siempre algo en común, algo similar, un objeto, un trabajo, una idea, una situación. Invito a quien lea este libro-jarrón a encontrar estas similitudes, a no quedarse en la superficie relatada. Parece una obra sencilla, pero este libro-jarrón tiene muchos detalles.
Lo escogi para que cumpliera reto de lee un libro que se inicie con la letra, no conocia nada de la autora ni de que iba el libro, lo vi el audiolibro y dije esta es la mía, aunque creo que la lectura no es para este momento de confinamiento dado que es un poco dura, triste y en ocasiones desoladora, no la aconsejo para estos momentos, a pesar de eso me ha gustado conocer la pluma de otra autora sobre todo de latinoamericana que leo menos
«Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera.»
Nunca sé si concuerdo o si discrepo con esta cita de Tolstoï, porque todos los libros sobre familias que he leído hasta ahora, escritos por autores chilenos contemporáneos, me han dejado la misma sensación: soledad. Quizá como compatriotas nos atraviesa una soledad triste e insalvable que reconozco también en "Mientras dormías cantabas", "Ella estuvo entre nosotros", "Hogar" y "Todas somos una misma sombra".
Me gustan los libros emo y este es uno de ellos. Escrito con una prosa hermosa y en formato cuentos, nos adentra en la vida de los integrantes de una familia marcada por las cosas no dichas, las preguntas no formuladas, los afectos reprimidos, los sentimientos no confesados, las necesidades no expresadas, el abandono, el desamor y la muerte. Personas en apariencia funcionales y hasta exitosas, pero rotas por dentro, atrapadas en islas sin poder conectar jamás con los demás.
¿Hay belleza en la soledad? Quiero creer que en algunas sí, pero las de Kintsugi solo me resultaron dolorosas.
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Para seguir leyendo a María José Navia, ahora planeo continuar con "Una música futura", donde no solo mantiene su organización de capítulos/cuento, sino que se centra aún más en la influencia que la tecnología tiene en nuestras vidas y me interesa mucho ese enfoque distópico.
Me gustan sus frases cortas y simples. La sutileza de no revelar todo.
Quizá la única crítica que puedo aportar es que las diferentes voces me sonaron muy parecidas. Recuerdo el libro Hablar solos de Andrés Neuman donde las personalidades de sus personajes son completamente identificables. Con Kintsugi me pasó que lo contrario. Por momentos sentí que era un solo gran personaje con muchas vidas. Una sola voz, melancólica y solitaria. Por cierto, no tengo ningún problema con las historias melancólicas, tristes y solitarias. Las familias disfuncionales son lo mío.
Muchas frases para el bronce Se supone que estoy buscando trabajo hace mese, se supone también que el mercado está difícil, que hay que tener paciencia.
Crisis es una palabra rara: se queda igual en singular y plural. Y así, para Caro, esta era sólo una crisis de su hermana menos mientras, para mí, bajo esa palabrita, se guardaban cientos de malas decisiones.
Nunca fui buena con la plata. Siempre me costó ahorrar o invertir sabiamente. Cuando niñas, mientras la mesada de Caro se guardaba en un chanchito de greda y luego se multiplicaba en una cuenta de banco, mis escuálidos pesos se iban en lápices y helados (y más tarde en libros y café). El que guarda siempre tiene, decía mi papá a veces (y el que no, siempre tiene… problemas, completaba yo en mi cabeza).
Mi teléfono vibra con más y más mensajes del innombrable (innombrable porque ya había aburrido a todos mis amigos con sus historias. Innombrable, también, porque sólo pronunciar su nombre y ya el corazón empezaba a pesarme, lleno de avispas).
Nunca supe elegir. Siempre me iba con los que me adoraban por cinco minutos o los que me aburrían por tres años. Sin puntos intermedios. Algún día tendría que aprender.
Todos en la familia sabemos que no va a volver. Pero nadie se atreve a preguntarle. En nuestra familia las preguntas son de mala educación, indican que hay algo que no sabemos, algo que podría estar mejor. Y Caro ha decidido seguir su vida como si nada.
La realidad es que el mundo se le cayó al suelo y se hizo añicos, en tantos pedacitos pequeños que ni por mucho esfuerzo lograría juntarlo todo de nuevo. Por más que lo intentara, siempre iba a quedar un agujerito aquí, una pieza faltante por allá. Así estaba su mundo hoy: lleno de grietas.
¿Qué era mejor, que se quedara a dar explicaciones? Tal vez si uno decide irse es mejor así: desaparecer y que otros se encarguen de las versiones de la historia.
Todavía no había pasado nada pero, en su cabeza, ya se imaginaba la historia completa.
Su papá los abandonó cuando él tenía doce años y no volvió más. A sus amigos les inventó todo tipo de historias. Que estaba trabajando en Japón, que se había ido en una misión secreta. Luego, más grande, se hacía el que no le importaba.
Era más fácil pretender que no existía, que no había existido nunca. Quitarlo del álbum familiar. Recortar todas las fotos. Olvidar.
Como si uno sólo tuviera derecho a quejarse de dolores extraplanetarios. Aunque tal vez sí había dolores de otros mundos, dolores que dejaban este en suspenso, que sacaban tu planeta de órbita y ahí quedaba, fuera de la galaxia, a la deriva.
Habían conjugado muchos verbos en tiempo futuro. Tal vez demasiados.
Le gustaría bloquearlo, pero le da un poco de pena. Después de todo, está obligada a verlo todos los días. Así que ignora sus mensajes (uno cada mañana, otro por la noche antes de irse a dormir) y le sonríe como si nada. Y de lejos.
A veces los padres no tenían idea de quiénes eran realmente sus hijos. A veces, la verdad, los padres no sabían nada de nada.
A veces, en Santiago, se arranca al cine. Es un pasatiempo peligroso, en todo caso, y ella lo sabe. En ocasiones, las películas le recuerdan que hay gente pasándolo peor que ella, que hay familias más disfuncionales que la suya, pero hay otras que la hacen confrontar lo triste de su situación. Sí, Caro está segura: si su vida, en este momento, fuera una película, sería de esas en que los personajes no hablan mucho entre sí y el espectador entiende que están infinitamente solos.
Te vas a sentir muy sola, ya vas a ver. Y eso que él decía como una advertencia, a Sofía le sonó como un verdadero paraíso. Exactamente eso era lo que quería: no conocer a nadie y que nadie supiera de ella ni de su historia. Tener tiempo para pensar y hacer cosas simples. Dejar que las manos hicieran todo el trabajo y que la cabeza, por fin, tuviera un descanso.
Lo había conocido en una charla a la que se metió por error y había quedado deslumbrada; Carlos sólo la había agregado a una larga lista de errores que después volverían a pasarle la cuenta.
Aún hoy le cuesta llevarse bien consigo misma, con su cuerpo. Su educación sexual había sido torpe y atarantada.
El cuerpo era el lugar del miedo y Sofia se había ido acercando al deseo primero con terror, luego con cautela, para terminar hundiéndose en él hasta llegar a su profundidad más oscura y viscosa. Había tenido de cuotas de nadas.
La habían besado con tranquilidad infinita y había amanecido con moretones en los brazos y en los pechos. Se había aburrido, mucho. Siempre tomando mil precauciones, y aún así aterrada hasta que por fin le llegaba la sangre.
Nadie les había enseñado a lidiar con el deseo. Ni con el propio, ni con el que los demás sentían por ellas.
Fueron sólo unos meses, pero a Sofía se le quedaron pesando en el cuerpo y en la memoria para siempre.
Que le haga daño. Otros daños. Dolores nuevos que tapen a los viejos, gemidos que acallen las preguntas de siempre. El cuerpo tan exhausto que ya no pueda doler más. O duela distinto.
Y hay dolores que nos salvan de nosotros mismos. Su cuerpo ya la había perdonado.
Nadie le dijo que iba a sentirse así. Que un día que debe a la fuerza ser feliz, cansa más que nada. Eso es: cansancio. Nada más.
Cuando se conocieron, Caro pensó que no saldrían más de tres meses. Había tantas cosas que no funcionaban bien. Lo sentimental de ella; lo brusco de él. José venía saliendo de una relación complicada. Ella llevaba mucho tiempo sola. A él le daba por encerrarse: sin contestar teléfonos ni abrir la puerta. Ella tenía días oscuros en los que no podía parar de llorar. Estaban rotos. Y habían decidido quedarse juntos.
Dice porque le tiene miedo a los aviones, pero Eduardo sabe que a lo que verdaderamente tiene miedo es al lugar donde los aviones pueden llevarla.
Rogelio lee, lee y lee. Su abuelo, que se llama igual que él, también lo visita y le trae más libros. Y Rogelio los lee con voracidad furiosa. Le recuerda un poco a su hermano mayor. Toda la vida con un libro en las manos.
Habían terminado hacía tres meses cuando Eduardo conoció a Luz. Estaba enloquecido de dolor y se había lanzado a su relación con ella como si fuera el último bote salvavidas.
Postea sobre los libros que le gustan, copia sus párrafos favoritos. Eduardo se pasea con cuidado, no vaya a pasar a llevar algún botón, dejar rastros. Ya no son amigos, pero él siempre la busca. Al menos en la pantalla. No sabe muy bien por qué. Se para cerciorarse de que es feliz o para esperar que no lo sea. Todos los años ha aparecido como “soltera” y eso le hace sentir estúpidamente bien.
Lo suyo no es un alma caritativa sino una verdadera adicción que se disfraza de otra cosa. No puede vivir sin ayudar. Se quitaría uno a uno todos sus órganos para volver a armas las vidas fragmentadas de los demás.
Irá sola, en esta ciudad eso es lo que ella es, antes que nada: una mujer sola.
Odiaba pasar esos malos ratos, odiaba que las cosas no salieran como ella las planeaba. Tal vez por eso su voluntarismo voluntarioso, para enderezar las cosas, tantas, que no iban bien con el mundo.
Sofía prefería guardar las fotos en papel y ver el envejecimiento en ellas. Las fotos de infancia son para ponerse amarillas, pensaba, no para conservarse prístinas, en la mejor resolución. Así que ahí estaba su álbum con fotos de sus hermanos y su madre. Encontró un par de su padre y se lo pensó dos veces para finalmente decidir hacer, bueno, eso: un álbum familiar. De los que sí se habían quedado.
El resto de la vida se le antojaba como una tela en blanco, un mundo donde nada la unía a nada, sin historia, sin pasado.
Odiaba el momento en que conocía a alguien nuevo en Chile y llegaba la pregunta de ¿y tu papá? Odiaba no poder tener nada mejor que contestar que “No está”. Odiaba el silencio incómodo que venía después y esa urgencia de su interlocutor por encontrar, rápido, algo nuevo, e inofensivo, que decir.
Sofía siente que puede escuchar y no escuchar a su antojo. El inglés sigue siendo un idioma extranjero que puede dejar de fondo sin prestarle atención, un ruido blanco que la deja pensar en otras cosas.
Nunca ha sido buena para mirar a los ojos, especialmente con gente que no conoce. Carlos siempre se burlaba de ella por eso. La llamaba “la cortina de la timidez”.
Ella es la mujer sola, ella no quiere hablar con nadie.
O esos casi dos meses en los que no me llegó la regla, cuando estaba en la universidad y Carlos ya me había desechado.
Me llevo varios libros. Paso de uno a otro y a veces escribo en los márgenes. Yo acompaño a AbuCaro y los libros me acompañan a mí.
Tomábamos cerveza apoyados en la barra, brindando por todo lo que habíamos hecho mal.
4.5 ⭐️ «Todos estamos rotos, así es como entra la luz» Ernest Hemingway Una maravilla esta novela hecha de pedazos: el cambio de narrador en primera persona a tercera persona, de narrador protagonista a narrador omnisciente, cada capítulo enfocado en un momento particular en la vida de cada uno de los protagonistas y el trabajo que tiene que hacer el lector para pegar las partes rotas y formar un nuevo todo, diferente a lo que alguna vez fue, pero con la belleza de lo fragmentado.
La heridas no se se describieron con la altura de miras que esperé por el nombre. No es un mal libro, pero tampoco uno que vaya a comentar. Es un buen ejercicio de escritura de la autora, pero no puedes situar los personajes en Chile mientras dices "centro comercial" o usar un diminutivo de nombre demasiado foráneo, artificial. Creo que hubo excesiva distancia entre autor y personajes, no me daban ganas de saber sus vidas, les falta una chispa vital.
Es un libro que está bien. Bien escrito, con buenos momentos. La autora sabe lo que hace.
A mi particularmente no me interpeló mucho. La familia rota es un tema truculento, por lo general nos gusta escarbar en esas heridas. Pero en este caso me resultó una rotura estándar. Posible de ver en cualquier familia. Cosa que no está mal, simplemente no me llamó tanto la atención.
En un podcast María dijo que su objetivo era lograr una muy buena frase y este libro está repleto de esas! Hasta sentí un nudito en la garganta cuando leí los agradecimientos. Se suma a la lista de favoritos del año y de la vida seguro. 🏺
Inicialmente pensé que eran cuentos, como en “Lugar”. Pero al ver la conexión entre cada historia, el puzzle (o mejor dicho, las piezas rotas de un todo) van confluyendo. La interacción familiar, su función y disfunción, las heridas abiertas y por abrir y hasta elementos de suspenso y preguntas sin responder, crean una obra que atrapa, esperando que, en el capítulo siguiente, puedas encontrar la respuesta a todo. Excelente libro.
Estos relatos tienen simpleza y volatilidad, como también tienen pensamientos profundos. Leerlo es inmiscuirse en lo ajeno y privado, lo que no debería ser compartidos. En algunos de ellos podes ver algo reflejado de tu propia vida y familia. Todos aplicamos kintsugi en alguna faceta de nuestra vida.
Qué libro tan triste, pero tan real. Cuando aceptamos la disfuncionalidad de nuestras familias y luego leemos este libro es como un golpe en cada página. Cada persona que compone esta familia sufre enormememnte y podemos sentir ese sufrimiento palabra a palabra. Aun así, la prosa de María José es fluída, tranquila y se siente como un abrazo. Siempre es un placer leer escritoras latinoáericanas.
La sensación de que si es posible reconstruir la familia, entender el quiebre, el dolor, el origen, el momento justo, la explosión; por lo menos en la escritura. Lectura un poco triste, pero necesaria.
Me encantó la conexión de un cuento a otro y el universo común de todos. Cómo todo estaba roto, como se quedan algunos pedazos atrás y se pierden. Segundo libro que leo de la autora y en ambos termino con la misma sensación de querer más cuentos, más historias. Con esa escritura directa que no suelta en ningún momento
2.5. Parece que le tenía más esperanzas. Está entretenido escrito, pero el final medio distópico me desconcertó y me falta una novedad en el cotidianismo emo tan de moda en la novela chilena reciente.
Una historia compuesta de piezas rotas. Fui muy fan de los detalles no tan evidentes que unen la historia, vamos, que es una familia, pero que hay ahí otras cosillas en segundo plano que te van construyendo una historia muy redonda que invita a la reflexión de temas diversos y con la que es muy fácil conectar.
Un libro cortito que se sintió prolijo en emociones y contenido.
Relectura. La primera vez que leí este libro lo hice buscando retomar mi hábito lector. Tenía pocas páginas y el nombre me interesó mucho. El arte del kintsugi, la reparación de las cosas rotas. Se me hacía un concepto muy bello y profundo con el cual escribir algo. De hecho, por eso lo compré. En ese entonces terminé este libro y lo dejé ir. Curiosamente lo había sentido como una grata experiencia, aunque no voy a negar que fue algo olvidable y eso me llevó a esta segunda lectura.
Luego de unos tres años, me propuse a ponerle un poco más de atención, a no solo quedarme en esos pasajes que antes me habían parecido lindos y entender un poco más lo que proponía la autora. Sin embargo, y para mi sorpresa, me vi encontrándolo ridículamente desabrido y plano, con relatos cortos que si bien buscan explicar la vida de una familia irremediablemente rota y sus experiencias individuales con el paso del tiempo, no te dejan nada. Es como si no me hubiese quedado otra cosa que el recuerdo de algunas frases y diálogos conmovedores, pero nada realmente recordable a largo plazo. Pensé que desarrollaría más detalladamente la idea del kintsugi, que tal vez tendría un grado de protagonismo el nombre del libro más allá de una familia disfuncional o la idea de los vínculos rotos; que sí, están en todo momento, que se muestran incluso entre generaciones, pero que carecen de las explicaciones necesarias para que el lector pueda entenderlos. Faltó algo que me permitiera decir: repararon sus diferencias o pegaron sus propias piezas, pero no hubo nada de eso en este libro. Ni siquiera los cuentos tenían remates interesantes. El libro podría haberse llamado soledad y habría tenido más sentido. La figura del padre ausente todo el rato dando vueltas de forma gratuita y nostálgica, siendo que apenas te hablan de él, y la imagen de la madre tan indiferente a sus hijos; no la pude entender.
El mejor relato y el que más recordé fue En caso de emergencia, pero el resto no me provocó casi nada, porque era solo una extensión de lo mismo una y otra vez: que los libros eran su única compañía, que el papá los abandonó, que nadie sabe comunicarse, que se alimentan y viven de silencios, y así, entre generación. Un libro que no tiene absolutamente nada de kintsugi.
La narración propiamente tal para tratarse de varios personajes, no cambia ni destaca, todos los relatos parecieran tener la misma voz y eso lo vuelve monótono. No voy a decir que es una pérdida de tiempo porque el libro es muy corto y ligero, pero creo que no me habría perdido de nada no leyéndolo. Tal vez la literatura de María José Navia no sea para mí.
''Siempre le ha llamado la atención esa frase: nada del otro mundo. [...] Como si uno sólo tuviera derecho a quejarse de dolores extraplanetarios. Aunque tal vez sí había dolores de otros mundos, dolores que dejaban este en suspenso, que sacaban tu planeta de órbita y ahí quedaba, fuera de la galaxia, a la deriva.''
3.5 - Me gustó mucho la narrativa y el cómo fue entretejiendo las historias. La última, sin embargo, le faltó su no sé qué para ese punchline de final de libro; hubieron otras mucho mejores en medio.
Ha sido un libro curioso y me gusta el formato como está descrito, cada capítulo está contado por un personaje y debes hacer el balance total por tu parte. No todo está tan claro y los personajes son complejos y muy bien construidos, me gusta en global verlos desde fuera y a la vez desde su perspectiva.
Primer libro que leo de María José Navia y no sabía a que me enfrentaba, me gusto mucho porque es intenso y sus historias por momentos desoladoras. Me gusta porque incomoda.