¿Queda algo por decir de El Resplandor? La respuesta es rotunda: sí. ¿Podemos realmente sorprendernos, si regresamos al Hotel Overlook? La respuesta es otra vez afirmativa: muchísimo. Con los revisionados de algunas películas, siempre encontramos nuevos matices. En el caso del laberinto de terror firmado por Kubrick, esta última afirmación se cumple como pocas veces. Torrance es una mapa con el que podemos orientarnos en el corazón de las tinieblas, donde nos esperan el famoso Jack y los otros dos miembros de la familia, la (injustamente) poco apreciada Wendy y el niño del triciclo, Danny, verdadero motor de la historia. ¿Qué tal una mirada a los espejos para entender lo que está ocurriendo en el Overlook? ¿Y un vistazo a los relojes locos de la cocina, a las puertas y pasillos imposibles, a lo que tienen de siniestro el diseño de una alfombra o un color, a las notas musicales también laberínticas y especulares? Se puede ver El Resplandor como una película de casas encantadas y detenernos ahí. Pero también se puede descender a la segunda planta. Y a la tercera. En su Grand Tour, Kubrick ha organizado un itinerario que incluye béisbol, cuentos, mitología, objetos simbólicos y dibujos animados. A los 40 años de su estreno, el impacto de este clásico se percibe por todas partes: está presente en decenas de títulos, que van de Pixar a Joker de Todd Phillips, en Funko Pop, en memes, en secuelas, en anuncios para la televisión, en la ópera del siglo XXI, en camisetas y tazas, etc. La familia Torrance está más viva que nunca, como se aprecia en este ensayo, una aventura literaria e imaginativa que se aleja de lo académico y de la crítica habitual.
A través de capítulos de seis, ocho páginas, Daniel Pérez Navarro repasa aspectos de escritura, diseño y composición de El resplandor de Kubrick mientras apunta posibles interpretaciones en breves desarrollos. Más que afirmar uno u otro sentido, se detiene en la riqueza de una obra inagotable en la que siempre puedes descubrir nuevos detalles. No sólo trata los grandes clásicos de la película, rollo la posición de la cámara, la disposición de elementos en el escenario o las diferencias entre la visión de Kubrick frente a la de King. Abarca también su conexión con las dos grandes novelas de casas encantadas, cómo las partituras musicales refuerzan el relato al mismo nivel que las imágenes, el uso de los espejos y su vínculo con los personajes o sus nexos con Eyes Wide Shut y otras obras de otros directores. En definitiva, recuerda que su éxito como obra de arte viene de un planteamiento abierto en el que, lejos de cerrarse a lecturas únicas, la comprensión recae siempre en un espectador forzado a tener un papel activo. El discurso establecido por Pérez Navarro invita a regresar a la película para abrir las puertas a viejas o nuevas preguntas que pueden terminar con nuevas o viejas respuestas o jugosas discusiones que no terminen de fructificar. Y eso es un éxito. El libro por cierto, a pesar de algunas erratillas, cuenta con un diseño magnífico.
Una maravilla maravillosa. Un antiensayo, como dice Mories en el prólogo. Tras leer los dos primeros capítulos me fui a revisionar la película con papel, bolígrafo y calculadora. No esperes reflexiones muy sesudas. Torrance es más un compendio de hilos sueltos, posibilidades por explorar y caminos que se abren ante la lectora que quiera perderse en el laberinto.
Esta delicia de ensayo probablemente se escribió como un juego. Y se lee como una espiral. Y te deja dentro de un laberinto (para bien).
Además de estar tremendamente bien escrito y de leerse como una buena historia, el texto contiene dos grandísimos, aciertos, en mi opinión. El primero es que Pérez Navarro hace un análisis simbólico de la película de Kubrick circunscrito fundamentalmente a las dinámicas interpersonales (sobre todo, traumáticas) que se juegan en la familia Torrance, y que están vehiculizadas por su estancia en el Hotel. Así, evita construir una interpretación basada en asuntos externos a la narración, tal y como se ha hecho en análisis previos (vinculando la película y al holocausto judío, la carrera espacial, o el genocidio de los indios americanos, entre otros).
En segundo lugar, el autor se resiste hábilmente a la “degradación simbólica” de otras propuestas, que se dejan llevar por la tentación de reducir el universo casi infinito resonancias que despliega Kubrick a una interpretación única. Buen lector de Moby Dick, Pérez Navarro sabe bien que la ballena blanca puede representar muchas cosas, y por eso aguanta bien el tirón del ambivalencia. Así, respeta lo que está en el centro de la propuesta estética del genial director: lo siniestro como algo que es irreductible.
Como los huéspedes del Overlook, los espectadores de la película (y los lectores de este ensayo) nos quedamos sin saber del todo qué ha pasado, por qué, y cuáles son exactamente las implicaciones. Estamos “condenados” a girar entre resonancias y simbologías que son complementarias, pero que no hacen una gestalt definitiva.