Escrita en un estilo directo y punzante, esta primera novela de María Angélica Vicat tiene la validez y la potencia de un alegato. La que narra es una madre, y el objeto de todos sus desvelos, la vida de una de sus hijas. Ambientada en una calurosa y áspera Corrientes durante el año 2003, en la historia se entrelazan la cotidianeidad de toda una familia, la crisis económica de esa época, las deficiencias de los servicios de salud y la vulnerabilidad de las mujeres en una sociedad donde los maridos se erigen en sus dueños. Contar lo que realmente sucedió, desde su punto de vista, sirve a la narradora para atenuar de alguna manera los ecos de la tragedia que la sigue atormentando.
Me gustó mucho. La lectura es ágil y el ritmo, frenético. Y la historia que cuenta... qué decir, durísima. Mientras llegaba al final, pensaba, ojalá sea ficción. Pero cuando leí algunas entrevistas a la autora, lo que siempre hacía, bien al comienzo, era aclarar que todo en la novela "es verdad", que solo le cambió los nombres a los personajes. Esto me plantea una duda: ¿puede escribirse una novela y jactarse de que lo que se dice ahí es la verdad? Y sigo: ¿qué es la verdad?, ¿existe un límite para la representación?, ¿puede un solo punto de vista ser objetivo? Adeudo las respuestas.
Algo que me molesta del español es que no haya un concepto que pueda traducir el nombre de ese género tan versátil como lo es la nouvelle, novellino o Erzählung de otros idiomas, ese género tan directo y eficaz que escapa de la restrictiva brevedad de un cuento, y del innecesario irse por las ramas de la novela.
Breve, conciso y con el desarrollo suficiente para cierta profundidad de personajes, así es un novelino (decidí traducirlo ahora ahora, a ver cuándo me lo acepta la academia) y, por supuesto, así es Te compré girasoles, novelino de la autora María Angélica Vicat, nacida porteña, vivida correntina y residente cordobesa, o sea que directamente la encasillamos en el cajón de sastre de “escritora argentina” y punto. Eso si nos referimos exclusivamente a ella, pero a la hora de hablar de esta obrita, la locación es clara: Corrientes.
En ella, a partir de ella y hacia ella opera esta historia. La protagonista (Vicat encarnada) nos cuenta una historia familiar: una de sus múltiples hijas, Ana, está con un problema dentro de un problema: padece fuertísimos dolores de cabeza, y está casada con el típico monito provinsimio dueño de su esposa, que minimiza cualquier dolor o quejido de Ana ya que “le molesta” e “interfiere con su trabajo”; contra esto busca la protagonista salvar a su hija, salvarla del problema que sea que tenga a nivel físico, y salvarla del matrimonio con su poseedor marido. Se trata, en principio, de una batalla de posesiones: madre contra esposo.
Batalla que la madre, la protagonista, termina perdiendo: a su lado, el esposo tiene a toda una sociedad apoyándolo, sociedad negligente, apática, que desencadena el problema en el agua (con niveles relativamente altos de cal, por lo menos en Corrientes); siendo esa agua la que horada la salud de Ana, pasando también por los médicos, quienes minimizan el evidente problema a una jaqueca normal, al estrés, a los nervios, etc. Y por supuesto, Kelo, el esposo de Ana, quien jamás concibe que su juguete, que su posesión pueda enfermarse, y por eso considera a la protagonista como un estorbo del cual debe librarse, ya que no solo está perjudicando su matrimonio (o sea, su dominio sobre Ana) sino que perturba su paz. Esta batalla no solo la pierde la protagonista, sino que todos: Ana fallece, su tumor del tamaño de una naranja la fue consumiendo desde el día uno y todos los posibles intentos de haber hecho algo se marchitaron, pisoteados por el pie autoritario de Kelo, quien incurre en una breve anagnórisis, pero eventualmente regresa a su actitud de agresión: ¿mea culpa? Mi suegra mató a mi esposa.
Esta trágica historia, que más que un relato corriente adopta por momentos el rigor jurídico de un alegato, deviene en un final triste, trágico, pues la realidad misma es más agria que dulce: Kelo se lleva a las niñas, la protagonista bolla entre Corrientes y Rosario, visitando a sus otras hijas y a los tribunales, buscando justicia y la tenencia de sus nietas.
Este es un caso en el que la literatura deja de ser un hecho estético y trasciende a otras esferas, como ocurre con Walsh: en este caso y como se planteó en el previo párrafo: recorremos las oraciones de un relato que es a su vez un crudo alegato y testimonio, revelando la torcida y turbia naturaleza de las actitudes feudalistas provincianas, machistas y cavernícolas; y nos hace enterar a su vez de cómo la banalidad puede esconder una perfidia mayor, cómo una simple negativa (como la de los hospitales para con Ana) puede devenir una bola de nieve que arrolla con destructor ímpetu una familia entera.
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Del sufrimiento de una madre al siempre abominable descargo jurídico. ¿Para quién escribe? De las hipótesis en competencia quizás se imponga la del perdón. Perdonar al mundo, perdonarse a sí misma. Pareciera que la escritura gira de la catarsis por tanto padecimiento hacia una extraña necesidad de verificación. Contarlo para auditarse, para corroborar que estuvo bien contenerse. El contrafáctico de ya no ser “civilizada”. La belleza del contraste entre tanta crueldad social y tanta ternura de madre y abuela. Todo está en el tono. Respiración corta, contenida, feroz. Postales de una sociedad destruida por la idiosincrasia argentina. La posible salvación está en la mujer. Sólo su magnanimidad puede redimir al mundo.