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208 pages, Kindle Edition
First published January 1, 1964
“Llegan a la ciudad en coches enormes, viven en habitaciones amuebladas, beben whisky acompañado de chupitos de cerveza y persiguen a mujeres que no tardarán en olvidar. Se quedan poco tiempo, no más del que necesitan para construir el puente; luego se marchan a otra ciudad, a otro puente, anclándolo todo menos sus vidas.
No poseen ninguno de los cimientos de sus puentes. Parte artistas circenses, parte gitanos, gráciles en el aire, inquietos en el suelo; uno diría que las carreteras que se despliegan a sus pies son incapaces de señalarles el camino como sí lo hacen las vigas de 20 centímetros que perforan el cielo, a 180 metros por encima del nivel del mar.
Si no hay un puente que construir, construirán un rascacielos, o una autopista, o una central eléctrica, o cualquier otra cosa que les suponga un reto… y horas extra. Irán a donde sea, conducirán mil kilómetros sin descanso con tal de formar parte de un nuevo boom de la construcción. No pueden resistirse a las ciudades en pleno boom. Por esto se les llama boomers.
En apariencia los boomers son siempre grandotes, o por lo menos siempre son fuertes, y su piel es rojiza de tanto sol y de tanto viento”
“Y, ahora, un viernes por la noche en el bar The Wigwam, tras haber cobrado su paga, los nietos de aquellos indios que en 1907 habían muerto en el puente de Quebec, los hijos de aquellos indios que habían trabajado en el puente George Washington y en el Empire State, hombres que estaban trabajando en el mayor puente de todos, no tenían la cabeza puesta en puentes o desastres: pensaban sobre todo en sus hogares, mientras bebían cerveza canadiense y escuchaban música.Si Gay Talese hubiera querido escribir un simple libro sobre la construcción de un puente, habría llenado páginas con datos técnicos y estadísticas. Pero esto es Talese, uno de los pioneros del Nuevo Periodismo, y su mirada es otra. Aquí el puente es una excusa. Lo que importa son las vidas que lo hicieron posible.
—Los indios no beben más que el resto de los trabajadores del hierro, Manny […]
—Anda que no —dijo él—. Y en media hora la mitad de los aquí presentes llevarán una buena curda y se subirán a sus coches para conducir hasta Canadá.
Lo hacían cada viernes por la noche, aseguró, y al llegar a la reserva a las dos de la madrugada, tocaban los cláxones, despertaban a todo el mundo, las luces de las casas se encendían y enseguida todos se ponían a beber y a celebrar; los cazadores habían regresado a casa y traían consigo la carne.
El domingo por la noche, prosiguió Vilis, todos se pondrían en ruta para volver a Nueva York, pisando a fondo el acelerador, lo que provocaría que se produjeran más muertes de indios por accidente de tráfico que por caídas en los puentes. Mientras hablaba, los indios no dejaban de beber y podían verse billetes de diez y de veinte dólares esparcidos por todo el bar […]
De modo que Danny Montour, que aquella noche iba a conducir hasta la reserva, llevando también a otros dos indios, dejó su vaso, se despidió de Irene y Manuel con un gesto de la mano y se dispuso a afrontar un viaje de 640 kilómetros.”