Felipe Forero P.'s Blog
August 20, 2020
July 4, 2020
¿A quién odias, Dani?

La vida de Agustín Díaz está dividida entre su estudio, su trabajo como recepcionista, sus amigos que odia, las visitas que hace a un viejo profesor demente retirado, y su imaginación trastornada en donde todo el mundo se está muriendo.
Desesperado por evitar convertirse en el psicópata que está atrapado en su interior, Agustín asume que enamorarse es la distracción perfecta para aplacar su retorcida cabeza. Pero va a descubrir que aquellos enamoramientos juveniles no son la cálida aventura que esperaba, que en vez de calmar la furia que lleva dentro, la va a desatar.
Violencia, eventos sobrenaturales, cambios sin retorno, y romance, van a convertir la vida de Agustín en un infierno.

Todos mis Amigos están muertos

Hay un tipo colgando de un árbol en la plaza principal. La soga que le rodea el cuello no está atada con el nudo del ahorcado, está floja, por lo que el tipo tiene que batallar para que la soga se mantega aferrada a su cuerpo. Después de varias horas de estar ahí colgado, me acerco para ver si quiere ayuda. Le digo “buenas tardes”, pero él no dice nada, mantiene la cabeza agachada y los parpados cerrados, balanceandose levemente de lado a lado como si estuviera muerto. “No quiero importunarlo, amigo, pero ¿necesita ayuda? Puedo traer una escalera y ayudarle a bajar de ahí” le digo mientras me quito las gafas y limpio los lentes con mi camisa, para que el tipo no se sienta tan observado.
“Estoy bien, gracias” dice.
“¿Seguro? Lleva mucho tiempo colgado y le aseguro que no se va a morir, no importa el tiempo que dure ahí”. El tipo abre los ojos y suelta un suspiro.
“Es una pena oír eso” me dice.
“Ese es el nudo de un inexperto ¿Quiere que le enseñe a hacer un verdadero nudo de ahorcado?”
“¿Su nudo puede matarme?”
“No, no puede”
“Entonces no me interesa, gracias”
Asiento con la cabeza y le doy la espalda.
“Oh no” digo en voz alta.
“¿Qué ocurre?” pregunta el ahorcado.
“Allá, en la azotea de ese edificio. Hay otro recién llegado como usted” le digo.
“¿Va a saltar?”.
“Sí, va a saltar. Todos los días varios saltan. Incluso viejos residentes. Intentan encontrar una forma de volver a sentir alguna emoción, ¿y qué mayor emoción que saltar de un edificio?” digo mirando al extraño recién llegado a lo lejos, en el techo del edificio.
“¿Y funciona? ¿Saltar produce alguna emoción?” pregunta el ahorcado a mis espaldas.
“No. Nada lo hace” es una mala noticia después de la otra. “En fin, para eso vinimos aquí” le digo “Para huir de las emociones y los conflictos. Pues aquí no podemos sentir nada”.
“¿Nada?”.
“Nada”.
Esto es una maldita pesadilla, pero no se lo quiero decir a mi nuevo amigo, el ahorcado. Aquí no hay nada. No quiero desalentarlo y darle más ánimos para que siga con sus infructuosos intentos suicidas. No le quiero decir que no puede sentir hambre, ni frío, ni una brizna de calor, ni cansancio, ni sueño, nada. Que aquí no necesita de nada. Esto es mucho peor que la muerte, o que la vida de la que huimos. Y entonces, el extraño sujeto en la azotea salta del edificio. Cae durante un leve segundo por el vacío y se estrella con salvajismo contra el concreto. Se levanta y mira en todas las direcciones. El pobre infeliz sigue ahí de pie y ni siquiera sabe por qué. Él sólo se quiere morir, pero no puede. Ya está muerto. Me refiero, literalmente muerto.
“Pobre tipo. Ya se dio cuenta de que no se puede matar” dice el ahorcado.
“Sólo se puede morir una vez” digo mirándolo de reojo.
“Va a hacerlo otra vez” afirma el ahorcado viendo como el extraño vuelve al interior del edificio.
“Quizá vaya a saltar por toda la tarde. Varios lo hacen por días. Saltan una y otra vez hasta que se sienten algo estupidos y empiezan a fingir que tienen una vida, como el resto de nosotros. Actúan como si estuvieran ocupados o como si estuvieran yendo a algún lado. Cuando yo llegué todavía se podía ver a Virgnia Woolf saltando de los puentes, pero ya no” comento mirando de nuevo a los ojos del ahorcado.
“¿Virginia Woolf está aquí?” pregunta.
“Todos los que nos quitamos la vida estamos aquí, mi amigo. No importa qué tan famoso o importante sea”.
“¿Qué tal Ernest Hemingway?”.
“Claro”.
“Vaya. ¿Y se le puede pedir un autógrafo?”.
“No hay papel ni lápiz. De todos modos al maestro Hemingway no le gustan los extraños. Sólo se junta con otros escritores famosos. Sylvia Plath. Vladimir Mayakovsky. David Foster Wallace”.
“¿Quién es David Foster Wallace?” pregunta el ahorcado.
“Otro de esos escritores. Se colgó. Es un buen tipo cuando no está con su grupo de escritores suicidas, que por cierto, ya no pueden escribir” lo digo como si fuera un chiste, pero el ahorcado no se ríe.
Hay unas cuantas personas esta tarde en la plaza. Permanecen de pie estáticos o sentados imperturbables, con sus caras impávidas, pretendiendo no vernos ya que es demasiado vergonzoso presenciar a esos insistentes suicidas colgando de árboles y saltando de edificios. Como si ellos fueran diferentes. Cobardes. Somos un montón de cobardes asustados intentando encubrir nuestro miedo con filosofía barata o tras algún código de honor.
Están los samuráis que se quitaban la vida abriéndose el vientre con sus espadas, tomando el control de su muerte antes de perderla a manos de un enemigo o para expiar algún agravante a su código de honor. Y ahora hay un centenar de honrados japoneses enclaustrados en su eterno tedio, atrapados en este inamovible estado de aburrimiento, junto con todos nosotros. Todos aquí, extrañando los problemas por los que nos matamos, deseando un poco de necesidad. Olvidando lo que se siente la satisfacción de lograr algo, lo que sea.
“¿Qué otra celebridad hay por aquí?” pregunta el ahorcado.
“Todas” le digo. Una vez vi a Marilyn Monroe, con su bello rostro y cabello peinado, totalmente desnuda en plena calle. Mostrando su esbelto y perfecto cuerpo a todo el mundo, con una expresión desesperadamente apagada. Y fue como si un vagabundo asqueroso estuviera exhibiéndose. Nadie quería verla. Y se quedó perfecta y bella en una calle siendo ignorada por el resto de muertos. Aquí nadie siente lujuria. La belleza de Monroe es tan agradable como basura en el suelo. Su bonito rostro no significa nada para nadie, no despierta nada en nadie. Ella estaba ahí desnuda y fue tan patético como aquellos idiotas que se cuelgan de los árboles o saltan de los edificios.
“¿Le puedo preguntar algo?” me dice el ahorcado.
“Por supuesto”.
“¿Por qué se quitó la vida?”.
Me quedo mirándole el rostro a ese sujeto que no deja de balancearse y le digo “Ya no me acuerdo”.
Quizá lo único verdadero que podemos sentir aquí es vergüenza. Sólo eso, una pesada vergüenza de saber que fuimos derrotados. Nos permitimos perder y preferimos cortarnos las muñecas. Por eso lo único que escuchas decir a la gente aquí es que se mataron porque en vida habían sido torturados y abusados durante años. Hablan de corrientes eléctricas y calabozos oscuros. Niegan haber conocido afecto alguno o luz solar. Nadie nunca dice que se quitó la vida porque se quedó sin dinero para pagar la hipoteca, o porque la bolsa de valores colapsó, porque no encontraba el sentido de vivir, porque se sentía triste. Esas razones suenan tan risibles que decirles en voz alta daría sólo vergüenza, más vergüenza. Es decir, millones de personas sobreviven guerras y hambrunas, sobreviven holocaustos y catástrofes, y nosotros nos matamos porque nos sentimos solos.
El ahorcado se queda pensando un rato y dice “no estoy seguro, pero creo que me maté porque no me gustaba mi trabajo. Espero que no suene tan patético como creo”.
Le digo que he oído peores.
El ahorcado asiente y me dice “venga, ayúdeme a bajar de aquí”.
Odiseas De Un Padre

Hasta el día de hoy, y a pesar de que mi hija tiene dos años, todavía se me dificulta pensar en mí mismo como un padre. Y no es precisamente porque no ejecute ese rol diariamente, sino porque en algún nivel de mi subconsciente los padres tienen que verse mayores, hablar con una voz grave y autoritaria, saber conducir, trabajar ocho horas diarias, y no ver dibujos animados… y pues, no soy ni hago ninguna de esas cosas.
Voy a ser bastante honesto, cuando mi esposa me dijo que estaba embarazada pensé que era un tipo de error cósmico. Ahora, escúchenme antes de juzgarme. Nos enteramos de que había un ser en el útero de mi mujer mientras vivíamos en Austria, en un pequeño pueblo llamado Salzburgo (famoso por ser el escenario de La Novicia Rebelde). Estábamos apartados de nuestras familias, en un país nuevo, mi esposa hasta ahora se estaba adaptando a su nuevo trabajo (y no estaba funcionando), no teníamos amigos, y el pasillo fuera de nuestro apartaestudio apestaba constantemente a cigarrillo.
Sina ya tenía dudas de seguir trabajando allí; la experiencia con sus colegas no era la mejor, y no le gustaba mucho la actitud de los residentes. Nos encontrábamos en un pequeño limbo en nuestras vidas. Era la primera vez que vivíamos juntos, y de pronto aquello ocurrió. Estábamos solos en un país, y ahora teníamos que afrontar la mayor responsabilidad de nuestras vidas. Aún lo recuerdo todo. Yo estaba sentado en la cama con mi computadora en el regazo, cuando Sina entró a la habitación sosteniendo una prueba de embrazo en su mano. Y con lagrimillas en los ojos, mientras se tapaba la boca y se reía con nerviosismo, dijo: estoy embarazada.
Me levanté y caminé en círculos en el pequeño espacio que ese apartaestudio ofrecía mientras balbuceaba frases sin sentido y caía en la desesperación. ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde vamos a vivir? ¡No estamos preparados para ser padres! (Frase que jamás pensé decir porque, lógicamente, nadie está preparado para ser padre cuando tiene a su primogénito. Pero allí me di cuenta el porqué la gente lo dice; te sientes completamente inútil, y parece que es injusto que la vida te arroje un bebé sin antes haberte ofrecido un cursillo de paternidad), entre otras frases poco motivacionales que no conmemoraban en absoluto el momento. Decidimos salir a dar una vuelta ya que de pronto nos sentíamos claustrofóbicos y atrapados…. ¡ah! Era una metáfora a la prisión que es convertirse, de repente y sin planearlo, en padres. Caminamos por las calles de Salzburgo mientras Sina me calmaba diciéndome que todo estaría bien y recordándome que el buen gobierno alemán no abandona a sus compatriotas neonatos.Quedé inmóvil en mi lugar, petrificado, viendo a mi mujer desbordando infinidad de sentimientos. Pensé “es imposible”. Luego “no puede ser”. Seguido de “Dios no me haría esto”. Subsecuentemente recordé que Dios mandó al profeta Elías a eliminar a los falsos profetas de Baal y Elías así lo hizo, y cito, “Elías dijo: ‘Apresen a los profetas de Baal: que no escape ninguno.’ Una vez apresados, Elías los hizo bajar al torrente de Cisón, y los degolló allí.”, así que pensé “Pero por supuesto que Dios me haría esto”.
Todo esto suena a que odiaba la idea de ser padre, pero la verdad es que desde que tengo memoria siempre quise tener hijos, no me cabía duda alguna. El asunto era que tenía veinticuatro años y acababa de escapar de la casa de mis padres donde convivía con mis hermanos pequeños. Quería un descanso de bebés e infantes. Darme un tiempo para vivir mi juventud sin aquella pesada responsabilidad de formar un ser humano y depositarlo en la sociedad rezando que no le haga daño a su prójimo o se vuelva mormón, o algo. Incluso tuvimos una discusión con Sina (varios meses antes del embarazo) ya que yo me di a la tarea de imponer mi voluntad de tener bebés hasta después de los 30. Jajaja (rio mientras lloro) Si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes ¿verdad? Como se lo imaginan, aquella discusión no importó porque al final nuestra primera hija llegaría mucho antes de lo que me lo esperaba. Había olvidado que era latino, y una de las reglas de mi tierra es tener bebés por accidente. Nos encanta. Mis papás tuvieron 6 de esa manera.
Una vez calmados contemplamos la situación con mejor perspectiva. ¡Un bebé! ¡Qué locura! Hemos creado un ser humano. Puede que no sepa hacer figuras en origami, pero podemos crear vida. Sina, casi de inmediato, planeó todo lo que hay que planear para cuando tienes un bebé. Se subscribió a cada revista sobre paternidad que pudo, revisó clases online sobre parir un hijo, y se informó qué debería comer, beber, mirar, pensar, en qué dirección dormir, qué tipo de desodorante usar, cuántas veces bañarse al día. Ella quería un informe detallado de cómo debía proceder ante su nueva condición. Alemanes ¿no?
Fuimos al médico por un ultrasonido y vimos por primera vez aquella figurilla que era nuestra hija. Estaba borrosa, en blanco y negro, parecido a la estática que produce un televisor sin señal… ¿cómo no enamorarse de esa cosita? Creo que eso era lo que se esperaba de mí: caer hipnotizado ante la nublosa imagen de un punto negro descansado en un fondo gris, pero no ocurrió. No sentí nada. Simplemente no me creí que ya era papá ¡Claro que no se lo dije a nadie! Pensarían que era un psicópata al no sentir amor por mi hija no nacida. Me limité a asentir y decir que era hermoso, y esperaría a que pasaran los años para confesarme de la forma más abierta y cobarde posible: por internet.
Creo que más de un padre se siente de esta forma al comienzo. O mejor dicho, no siente nada al comienzo. Pero prefieren no revelarlo porque saben que sería mal visto, porque nos sentimos mal al no sentir nada. Nos sentimos culpables porque no lloramos al escuchar el latir del corazón. Creí que era un ente sin alma que no se estremecía al ver que mi hija crecía dentro del cuerpo de mi esposa. El amor no me anegaba el espíritu, ni escribía poemas a mi bebé. Estaba seguro que mi subconsciente aún no entendía que iba a ser papá, que ya no podía pasar fin de semanas enteros viendo Full Metal Alchemist o Cowboy Bebop, y rascándome el ombligo ¡Era padre! Tenía que crecer, ponerme corbata y salir a la oficina ¿Pero cuál oficina? Ni siquiera tenía una corbata; siempre se las pedía prestadas a mis primos cuando tocaba asistir a una boda. Estaba perdido. Y luego todo empeoró cuando mi visa expiró y tuve que regresar a Colombia, y mi mujer regresó a Alemania a estar embarazada sola.
Los meses que estuvimos separados fueron una tortura, una tortura para mi mujer, claro. Ella era la que tenía una criatura dentro sin el apoyo y afecto que necesitaba para balancear el torbellino de hormonas enloquecidas en su sistema. Voy a volver a ser honesto, quizá muy honesto, la familia de mi esposa no es lo más afectuosa de este mundo. No es verdad que todos los alemanes son secos y serios, y burdos, y
reservados, pero no son tan apasionados como lo somos los latinos. Mis suegros no fueron exactamente las personas más comprensivas cuando lidiaban con su hija embarazada. Voy a darles un ejemplo. Cuando vieron que Sina estaba muy gorda y aún vivía en casa de ellos, mi suegra decidió decirle de forma afectuosa que no podía quedarse con ellos, que tenía que buscar su propio hogar. Mi suegra dijo que no podía vivir con un bebé que lloraba cuando ella tenía que dormir.
Bueno, está bien. No todo eso es cierto. Mi suegra no dijo eso de forma afectuosa, fue más directa que otra cosa. “No voy a vivir con un bebé, y tampoco esperes que tendré tiempo de criar a nadie, tengo que trabajar”.
No teníamos planeado vivir con mis suegros, nosotros éramos los primeros que queríamos irnos. Pero no fue agradable escuchar cuan desesperada estaba mi suegra por sacarnos de su casa. En especial después de que mi madre nos hubiera ofrecido mudarnos a Colombia con ellos, así podrían ayudarnos con la bebé. Así somos los colombianos, lo damos todo por la familia.
Mi mamá gritó a todo pulmón cuando le contamos que estábamos embarazados. Su rostro se tornó rojo y comenzó a reírse con desesperación. ¡Eso es pasión, mi gente! Después de desahogarse a alaridos, mi mamá preguntó si era una broma. ¡No nos creía! ¡No, mamá! No es una broma. Vas a ser abuela. Estás vieja, apropósito.
¿Cómo reaccionaron mis suegros? De la forma más alemana posible. Así fue el asunto. Estábamos todos sentados en la sala viendo televisión. Sina dijo, tengo que contarles algo. Mis suegros pausaron el programa y nos miraron sin ninguna expresión en específico. Luego Sina lo soltó. “Vamos a tener un bebé”. No, no hubo gritos de alegría. Ni siquiera una sonrisa. Mi suegra asintió varias veces y dijo, felicitaciones. A mi suegro se le aguaron los ojos y se abstuvo de decir palabra alguna. Luego continuamos viendo la televisión.
No fue la mejor reacción del mundo, tampoco la peor. Pero no es el mejor recuerdo que tenemos de ellos. Por supuesto que todo cambió cuando la pequeña nació. Al final terminamos viviendo una temporada con mis suegros, quienes enloquecieron por Emma. Y a pesar de sus amenazas, mi suegra la sacaba a pasear, y la cuidaba algunos los fines de semana.
Pero eso fue luego del parto. Antes todo fue diferente.
Sina estuvo sola la mayoría del tiempo. Consiguió un trabajo como ayudante en la compañía de transporte público en estaciones de trenes de Berlín. Trabaja tiempo completo, a veces horarios nocturnos, con una enorme panza, un horrible dolor de pies, y sabiendo que sus días en la casa de sus padres estaban contados.
¿Qué estaba haciendo yo?
Felipe estaba en Colombia. Trabajaba como profesor en un instituto de inglés a medio tiempo porque ¿para qué trabajar tiempo completo si puedes trabajar medio tiempo? Aquello no ayudó a que mi cabeza entendiera que ya era papá. No me malinterpreten. Sabía que Sina estaba embarazada, e iba a regresar a Alemania a cumplir mi función de padre. Pero aún no sentía el cambio en mi sistema, no me lo creía del todo. La distancia no ayudaba, el no ver a mi mujer con su barriga llena de vida. El no sentir a mi hija dar patadas desde dentro. ¿Cómo debía sentirme? ¿Por qué no me sentía como papá?
Los meses pasaron rápido, conseguí mi permiso de residencia, y volé regreso a Berlín, esta vez, para quedarme de forma permanente. Sina estaba enorme, a punto de reventar, sin embargo, seguía sin sentirme como papá, solo estaba intimidado por la inmensidad de mi mujer.
Luego, bueno… luego Emma nació.
Fue cuando descubrí algo. Quizás es algo personal, no general. Quizás no es una regla universal, pero es algo.
No me sentía como padre, aún no me siento como padre (no tengo permiso de conducir, no sé cómo pagar impuestos, etc.) pero hay algo que sí siento.
Estaba viéndolo todo mal. Cuando pensaba en aquel bebé que iba nacer, mi mente se imaginaba un niño al azar, uno cualquiera. De esos que ves en la tele o pasan en coche por el parque. Esos niños con los que no tienes ninguna conexión. Niños a los que no les cambiarías un pañal, o no los llenarías de besos. Porque son extraños.
Tal vez así es como lo ve la gente que siente desprecio ante la idea de tener un hijo. Se imaginan un niño cualquiera gritando iracundo, emitiendo gases y secretando mocos, sudor, y demás. Pero no se dan cuenta que no va a ser un niño cualquiera, un niño al azar. Va a ser tu niño.
Emma era mi niña. La tuve en mis brazos apenas nació. La vi abrir los ojos y mover las manos. La vi llorar, dormir, despertar, comer. Vi cómo aprendía a reconocerme. Vi cómo me buscaba, cómo me llamaba, cómo me necesitaba. Y sí, hice todas esas cosas que la gente cree que resultan desagradables; limpié pañales y le soné la nariz. Pero no me importaba. Quería hacerlo. Quería hacer todo lo posible para que ella estuviera bien. Quería hacerla feliz. Y de pronto, casi sin darme cuenta, todo ese amor que no sentía antes, se había apoderado de mí. Ese temor que tenía antes cambió. Ya no me aterraba el castigo de ser papá, de perder mi “libertad”. Me aterraba que algo le ocurriera a ella. Me aterraba que de repente, aquella “libertad pasada” volviera. Todavía me aterra. Me aterra que algo la hiera, que se pierda, así sea por cinco minutos. Que el mundo le haga lo que el mundo les hace a tantos niños. Me aterra que se vaya de mi lado. Es demasiado extraño. Solo la conozco desde hace un par de años, pero no puedo imaginar mi vida sin mi hija. Sé que suena cliché y cursi, pero, joder, es verdad. Es una locura, una verdadera locura.
Justo ahora queremos tener más hijos, y la visión de tener unos tres escuincles no es aterradora, sino casi urgente.
Ahora, lo dejaré bien claro, no creo que todo el mundo deba tener hijos. De hecho, creo que varios que ya son padres no deberían serlo. No es una labor para todos, al igual que ser doctor o profesor, es una vocación. Pero es una buena forma de pasarse la vida.
Y puede que no piense en mí mismo como ese padre tradicional; alto y de traje, con auto, y que bebe vino o una cerveza de vez en cuando. No soy nada de eso. Pero Emma sí me ve como un padre. ¡Me llama así, la muy confianzuda! Le gusta que le lea cuentos y le cante canciones hasta que se quede dormida. Me agarra de la cara con fuerza, me sonríe y se ríe (indicadores de que está muy cansada y está a punto de dormirse). Eso no me lo imaginé antes. Creo que nadie podría. Hay que vivirlo para entenderlo. Me alegra que lo esté viviendo.
Bueno, ya son las 7:30. Hora de dormir.