Emma Claus's Blog: Mientras Hannah duerme
September 14, 2025
«Las mujeres que vuelan mientras sueñan»- Reseña del cuento de Viviana Vanegas
Viviana Vanegas es escritora, artista visual y bacterióloga, tres profesiones a las cuales se dedica con entrega y pasión. Ella hace parte del Colectivo Artístico Brurráfalos en su natal Barranquilla. Este cuento Las mujeres que vuelan mientras sueñan está incluido en la antología Todos somos escapistas, su primera obra literaria individual, publicada bajo el sello de Calixta Editores.
Viviana Vanegas, autora de «Todos somos escapistas»Primer vuelo: menstruación, símbolo de transformaciónLas mujeres que vuelan mientras sueñan es un cuento con metáforas bien logradas y que tiene su corazón en los rituales de la metamorfosis que sufren las niñas al tener su primera menstruación. Este acontecimiento marca el comienzo de una etapa y, además, cambia su forma de ver y de conectarse con el mundo.
Breve pero profundo: una filigrana literariaEs un cuento corto, pero que no te engañe su brevedad, porque está construido con hilos que crean una filigrana misteriosa, que al final de la lectura te deja la sensación de que algo se te ha escapado. Pinceladas ocultas que, a priori, han estado frente a tus ojos sin siquiera percibirlas, pero que le ha dado a la historia la atmósfera mística que lo hace especial. Por esta razón he leído varias veces el cuento y en cada una de ellas he tenido pequeñas revelaciones que me han sorprendido.
Narrador omnisciente: una voz que guía con detalleUn narrador omnisciente cuenta lo que ocurre con prolijidad, elemento narrativo que disfruté mucho durante la lectura:
«En la sala, Irene desprevenida daba vueltas con su falda de cuadros azules y camisa amarilla de cuello de encaje del colegio».
Conoce las emociones de las protagonistas:
Tres generaciones, un mismo hilo vital«Marla quería que Irene siguiera siendo una pequeña niña con la cabeza llena de verdades a medias, sobre su origen, sobre su padre que nunca conoció».
Tres personajes viven en esta historia que transcurre en una mañana diferente para ellas: Irene, la nieta; Marla, la hija y la abuela. Irene es la niña que ha comenzado a convertirse en jovencita. Ella está emocionada por el cambio que nota en su cuerpo y en su mente. Da la bienvenida a esta etapa de su vida con emoción:
«Estaba encantada con su nuevo estado “virtuoso”, como le llamaban las monjas en el colegio. Moría de ganas de decírselo a sus amigas».
Por otro lado, está Marla, madre de Irene, que desea que ella siga siendo su pequeña, para seguir protegiéndola del mundo, de las verdades dolorosas:
«(…) le angustiaba lo que vendría, los eventos que comenzarían a desarrollarse en su cuerpo y en su mente».
Y la abuela que con toda la experiencia que la vida le ha dado, sabe que por más que lo quiera evitar, Irene no podrá eludir a su destino. Ella sabe lo importante que es este primer día, lo acepta y lo celebra.
En las primeras lecturas, concebí a las tres como personajes independientes que hacen parte de la misma historia. Pero cada vez que volvía a su universo la imagen sobre ellas cambiaba, así que, después las percibí como una sola persona, a edades distintas y, por lo tanto, con miradas alejadas o más cercanas de una idéntica situación. Una sola, en tres edades diferentes de su misma vida.
El espacio del hogar como santuario femeninoEl escenario donde se desarrolla la trama es la casa:
«La casa entró en un sueño profundo donde las ramas de los helechos se escurrían, el vapor de la olla a presión se detuvo en el aire, las hormigas pararon de andar para quedarse en mitad de camino (…)».
Es el único espacio donde las tres mujeres se sienten seguras y donde vuelan y sueñan sin límites. Es este territorio, el que la más sabia de ellas custodia con recelo, haciendo lo posible para que nadie llegue dañar a su familia que por tanto tiempo ha cuidado.
Asimismo, allí se encuentra el objeto mágico que las inicia en los vuelos:
Volar como metáfora del despertar femenino
«(…) sacó de un baúl una caja pequeña con hermosos arabescos dorados. En ella había un peine y un espejo, el mismo que usó el primer día de su primer vuelo».
Volar es una bella metáfora. Es la forma cómo Vanegas llama al talento único que tiene cada ser humano. En el caso específico de la historia, la posibilidad de volar. El primer vuelo está relacionado con el primer período. Es el primer día en el que toda niña comienza su proceso de transformación, el hecho de poder ser madre y por ende la creación de su propia familia, es una clara analogía con la frase: abandonar el nido.
El cabello como símbolo de autonomía y amor propioOtra metáfora que se destaca en el cuento es la de proteger el cabello. A Irene se le advierte acerca de no dejárselo tocar sin consentimiento. Para mí esto es simbólico y podría referirse al amor propio. Que nadie puede decidir por ella, nadie puede pasar los límites del contacto, pero no solo del físico, sino también del espiritual.
La belleza del lenguaje como sello de autoríaEl lenguaje es hermoso y es lo que más me gusta de la autora, el talento de crear imágenes auténticas, sonidos que nos hacen volver en el tiempo, recreando escenas que, aunque cotidianas, quedan en la memoria del lector:
Una historia que invita a volar y escapar
«La abuela tomó un mechón de cabello, lo acarició, lo sintió suave. Era de un color marrón, parecía de chocolate, con delgadas hebras de oro que emergían entre sus dedos».
Como te conté al principio de la reseña, este es solo uno de los cuentos del libro Todos somos escapistas. Te invito a descubrirlo, estoy segura de que entre sus páginas encontrarás la historia perfecta para ti, haciéndote parte de una nueva generación de escapistas que recién despierta.
¿Ya leíste este cuento? Déjame tu interpretación en los comentarios o comparte la reseña con quienes aún no conocen esta joya literaria. Si disfrutas los cuentos y no sabes que leer, te invito a leer esta reseña de En el café de la Répuplique de Juan Gabriel Vazquez.

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June 25, 2025
ENERO EN BLANCO Y NEGRO
Maximiliano agarra el sombrero Maximiliano Díaz echa un vistazo al reloj que cuelga de la pared, mustia como el aire de la sala. Son las 12:21 p.m. y le parece que las manecillas no se han movido en todo el día. Recorre el largo pasillo, iluminado por los calados estrellados, incrustados en los muros agrietados de esa casa añeja. Entra a la cocina para despedirse de Isabel y, de un tazón blanco sobre el mesón, toma una de las ciruelas más anaranjadas y jugosas. De inmediato se la mete a la boca.
—Ya casi está el almuerzo. ¿Por qué no me esperas, y voy contigo cuando baje el sol? —le dice Isabel, mientras extiende la palma de la mano para recibir la pepa tibia de la fruta que su marido acaba de devorar.
—Después no llego a tiempo. Ciro me pidió que estuviera allá a la 1:30. No quiero hacerlo esperar. Más bien, cuando regrese, te cuento cómo me fue —decide, y la besa en los labios. Percibe el aroma a rosas de la colonia que ella usa cada mañana después de bañarse, aun cuando, desde el mortero al lado de la estufa, se desprende el olor de los ajos recién machacados.
sabanero que lo espera sobre la mesita —que hace unos años fue dorada—, donde brillan las heliconias, puntiagudas, dentro de un florero con el agua hasta la mitad. Al tomar el picaporte de la puerta que da a la calle para cerrarla, siente una rugosidad en la palma de la mano. Se fija: está oxidado. Hace una nota mental: al volver, debo pulirlo.
Avanza por calles vacías, consciente de que la inclemencia del sol del mediodía no es la única razón para tanta soledad. Desde lejos le llega el tropel de un camión destartalado que se acerca. Al pasar, ve la parte trasera atiborrada con las pertenencias de otra familia que huye y, en la orilla —con los pies colgando y la mirada perdida en ninguna parte—, a quienes quizás sean los hombres más fuertes de la casa.
Desde que comenzaron las masacres, casi toda la población ha abandonado el pueblo. Muchos, aferrados a lo que construyeron durante toda una vida, se llevan puertas, láminas de eternit, ventanas, lavamanos… todo lo que pueda ser útil para empezar de nuevo. De la prosperidad de otros tiempos solo quedan las paredes: descoloridos e incompletos cascarones entre los que ya crece la maleza.
Prefiero morir que el destierro, se repite Maximiliano cada vez que ayuda a un vecino o amigo con su trasteo. Está convencido de que el exilio es un estado aún más espantoso que la muerte. Teme más vivir lejos de esa tierra que morir en ella.
Había llegado a Becerril con sus padres y sus cinco hermanos cuando tenía doce años. Se dirigían a Tamalameque, pero su madre, exhausta de la vida de gitanos, le dijo a su padre que de allí no se movería. Habían recorrido tanto, y por tantos años, que cada hijo había nacido en una ciudad distinta: Gilberto en Sincelejo, Eduardo en Barranquilla, Maximiliano en Santa Marta, Helena en Riohacha y el más pequeño, Gregorio, en Valledupar.
Entonces, su padre —al ver que ella no cambiaría de opinión— no tuvo más remedio que alquilar una casa lo suficientemente grande para los siete y para los negocios familiares: una destilería, la mecánica y la resortería.
Hasta ese momento, Maximiliano sentía que no pertenecía a ningún lugar. Pero ese pueblo —escogido por el cansancio de su madre— se convirtió, desde ese día, en su hogar.
El fogaje del asfalto se le cuela por las suelas de las botas, a pesar del grosor, y lo sacude del ensueño con su ardor insistente. Todavía le faltan unos cinco kilómetros de camino, pero está decidido a cumplirle la cita a su amigo. No le importa la sensación de que pronto se le calcinarán los cabellos bajo el sombrero. Más que caminar, sueña: en la yuca que cosechará; en las vacas que —contando mal— le darán veinte litros de leche diarios. Muchas veces ha imaginado la casa-finca donde viviría con Isabel, y que Carmen disfrutaría cada diciembre, al volver de vacaciones.
En la memoria de Maximiliano flota ese recuerdo que desciende fantasmal cuando menos lo espera: la primera matanza. Fue a medianoche. El primer golpe seco contra la puerta del vecino Mario “el Chato” Parra los despertó; luego vinieron los porrazos que la derribaron por completo. Maximiliano e Isabel, en silencio y a gatas, se deslizaron hasta el cuarto de Carmen, ubicado entre la habitación principal y el cuarto de visitas que colindaba con el patio. Ese era su escondite cuando otros se tomaban el pueblo.
Hombres con acento montañero, el rostro descubierto y fusiles al hombro, arrastraron al Chato hasta la terraza y allí lo ejecutaron, sordos a la súplica de su mujer y al llanto de los más pequeños. La escena se repitió en muchas casas. La familia Díaz escuchó los gritos de horror, los disparos —algunos más distantes— y les llegó el olor a pólvora que se metió por debajo de las puertas.
Va en dirección a la cordillera. Atraviesa las recientes invasiones levantadas por los desplazados que llegan de distintos puntos del departamento; él sabe que están ahí, pero hace de cuenta que no existen. Metros después, un monte denso de arbustos y guácimos. Más adelante, el paisaje se transforma y son las palmas de corozo las que se yerguen altivas por toda la sabana.
Para llegar hasta la parcela de Ciro Martínez, debe bordear un arrozal que es una trampa de lodo, pues la tierra está saturada con el agua que los agricultores retienen para el cultivo. Maximiliano lo rodea con cuidado, procurando no caer. Se detiene por unos segundos y contempla la serranía del Perijá, con sus lomos verdes y azulados, como una manada de lobos dormidos. Al volver la mirada al camino, se le revelan esas culebritas briosas que pasean por doquier como si fueran dueñas del mundo, siendo tan inofensivas.
Al otro lado, en un rancho de tablas, techo de zinc y piso de cemento rústico agrietado por las raíces de los almendros, vive Rosa Guerra. Es una mujer madura, prieta por el sol, con pocas canas a pesar de sus tribulaciones. Plácida, en el taburete recostado a la pared, toma el café de después del almuerzo.
—Ve, ¿y tú qué haceí por aquí a esta hora, muchacho?
—Señora Rosa, gusto en verla. Voy pa’ onde Ciro. Me quiere vender la parcela —contesta, sofocado por el recorrido, abanicándose con su sombrero y secándose con la manga de la camisa el sudor que le rueda por la cara.
—Sí, eso supe por ahí. Ahora to’os están vendiendo, a ve’ si se pueden ir con lo poco que les den, o dejar que todo se pierda en el monte.
—¿Supo lo de Manrique?
—Sí, supe. Quién sabe quién será el próximo. Eso fue alguno que quería su tierra. Segurito que lo malinformaron. ¡Dios nos libre, mijo! Tan buena gente Manrique.
—No lo dude, señora Rosa, pero yo no me voy pa’ ningún la’o. En cambio, Ciro me dijo que le dieron un plazo pa’ que abandone el pueblo, o si no, lo matan.
—¿Y por qué quedaron de verse a esta hora, Maximiliano? Con tanto calor que hace…
—Me imagino que a esta hora es que le sirve.
—Ahí debe estar, porque vi que pasó temprano y no lo he visto regresar. Ojalá lleguen a un arreglo. Sería bueno tenerte de vecino.
Desde allí, el camino es benévolo. Está cubierto por la sombra preciosa de las ceibas y de los cañaguates, que con su amarillo intenso colorean de oro enero. Se huelen las guayabas que el día anterior habían sido flores, se ven las ramas dobladas de los mangos recién paridos y, a lo lejos, se oye el motor de algún tractor que ara la tierra. Maximiliano cruza un caño de aguas cristalinas, saltando entre piedras que sobresalen, puestas adrede por los campesinos de la zona. Esa es su parte preferida del sendero. Había hecho el recorrido unas cuantas veces, pero siempre de paseo. Ahora desea que aquellas aguas hagan parte de su cotidianidad muy pronto y por mucho tiempo.
Al fin, llega donde Ciro. Encuentra el broche de alambre de púas que funge de portón, desparramado en el suelo. Le extraña que Bocanegra y Nerón no le salten encima para saludarlo, y que ninguna de las decenas de gallinas de su amigo esté picoteando por el patio.
—¡Ciro, Ciro! —grita, como si pretendiera acallar al mundo entero.
Nadie contesta.
Rodea la casa despacio. Dirige la mirada hacia la cocina improvisada, donde el fogón de leña está consumido, la olla volteada y su contenido esparcido sobre los carbones humeantes. Vuelve a gritar el nombre de su amigo al verlo tendido boca arriba en el patio, al lado de los naranjos. Corre hacia él, se arrodilla, le toca la cara: está mojada. Su piel aún está tibia, a pesar de la sangre que se funde con las tramas de la camisa a cuadros que lleva puesta.
—¡Ciro, Ciro! —exclama al lado del cuerpo inmóvil, sacudiéndolo, rogándole que abra los ojos.
Tiembla de espanto. Se lleva las manos a la cabeza. Llora como los hombres que no saben llorar, porque nunca lo ha hecho.
En ese momento, entiende: Ciro sabía que vendrían a matarlo, y quería que él lo encontrara antes de que los gallinazos se alimentaran de su cuerpo.
Enero en blanco y negro. Ilustración generada por IAUn crujido le advierte la presencia de un hombre que le apunta desde el platanal. Maximiliano siente calor en el estómago, pero no dolor. Escapa por el mismo camino que lo ha traído hasta allí. Corre tan rápido que parece levitar sobre las piedras del caño. El aire apesta, y las ceibas son monstruos que intentan agarrarlo de los pies y devorarlo de un solo bocado. Maximiliano ve enero en blanco y negro. El arrozal aparece de repente, sin darle tiempo de bordearlo, y las culebritas, entonces, son víboras de cabezas enormes que lo amenazan con sus colmillos atestados de veneno. Atraviesa las casuchas de los desplazados casi sin darse cuenta, y se descubre frente a su casa. Entra, dejando tras de sí el rastro de su agonía y una mancha de sangre en el picaporte de la puerta.
Maximiliano Díaz echa un vistazo al reloj que cuelga de la pared, mustia como todo lo que queda. Son las 12:21 p.m., y le parece que las manecillas no se han movido en todo el día.
Me gustaría saber tu opinión sobre este cuento, no seas tímido, déjame tu comentario.

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June 20, 2025
Reseña literaria: La historia de Helena: la hija de sangre y selva, de Carolina Poveda Rangel
Por Emma Claus
Hace un año estuve en la FilBo y tuve la fortuna de conocer a la creadora de esta obra que, sin duda, se convertirá en un referente de la literatura contemporánea colombiana. Sí, tardé un año en leerla, pero lo hice en el momento perfecto. La calidad de lo que encontré en sus páginas confirma que la autopublicación, cuando se hace con responsabilidad y profesionalismo, es una opción legítima y valiosa para cumplir el sueño de ser una escritora respetada. Esta primera edición de La historia de Helena: la hija de sangre y selva no tiene nada que envidiar a la de una editorial tradicional.

Carolina Poveda Rangel, escritora colombiana nacida en Valledupar en 1969, nos entrega una narración profunda, sensorial y valiente, que traza con intensidad el camino de Helena, una joven mestiza arrancada de su tierra, que crece lejos de sus raíces, pero a quien el destino llama de regreso.
El relato se estructura en tres partes, compuestas por capítulos breves y subtitulados, lo que permite una lectura ágil sin sacrificar profundidad. Cuenta también con un epílogo en donde aparece el taita, una figura totémica que trasciende el tiempo y el espacio para convertirse en guía espiritual de Helena. Este recurso simbólico dota al texto de una dimensión mística que dialoga con lo ancestral. Al final, se anticipa una próxima entrega: La historia de Helena: La hija de dos mundos.
Uno de los aspectos innovadores de este trabajo literario es la inclusión de códigos QR que enriquecen la experiencia lectora al ofrecer contexto adicional a la ficción.
Aunque predomina la narración omnisciente, hay capítulos en los que la voz narrativa cambia, lo que me pareció un acierto, ya que permite una visión polifónica de los hechos y humaniza a los personajes desde múltiples perspectivas.
Un hilo rojo: el conflicto armadoEsta historia se sostiene sobre un eje temático poderoso: el conflicto armado colombiano. En sus páginas se abordan con crudeza temas como el reclutamiento forzado, el secuestro, los procesos de paz y las heridas invisibles de la guerra. Uno de los fragmentos más impactantes dice:
“No era mucho lo que podía moverse, ya que estaba encadenado por el tobillo a una pata del catre.”
Más allá de lo bélico, la autora toca temas universales como el origen, el destino, la fe y la necesidad de cerrar ciclos. Es una novela que narra lo colectivo desde lo íntimo, desde lo femenino, desde lo mestizo.
Un lenguaje sensorial, cálido y enigmáticoLa atmósfera de La historia de Helena es cálida, húmeda, natural y enigmática. Poveda Rangel posee la habilidad de no solo describir escenarios, sino también de encarnar emociones, como lo demuestra este fragmento:
“Mis ojos estaban vendados, no podía ver el lugar en que me encontraba, pero ese olor, ese familiar olor a selva, esos sonidos ahogados dentro de la espesura —sin ecos, porque no tienen contra qué chocarse y viajan infinitamente— y ese aire húmedo que respiraba y que se condensa en mi piel le dibujan a mi mente el lugar exacto en donde estaba, era la selva, mi amada selva.”
La selva se convierte así en un personaje más: latente, maternal y doloroso. La figura del taita también resuena con fuerza espiritual:
“Yo, pequeña, te acompañaré, aunque no me veas, no dudes nunca que tu taita estará contigo, por siempre sin importar tiempos ni distancias.”
La fe, profundamente ligada a la cosmovisión indígena, aparece como otro motor de resistencia:
Un guía enigmático“Soy indio, nunca se te olvide que, por más estudiado que sea y capitalino que parezca, sigo siendo indio, y nosotros vemos esas cosas que el blanco no ve (…)”.
En primer plano de la portada, se alzan unas plantas enormes, manchadas de sangre. En medio de la escena, hacia la derecha, aparece un felino majestuoso: un jaguar. No se percibe como una amenaza, sino como un guardián místico, un ser sabio que susurra: sígueme, te guiaré hacia tu destino. Tal vez el camino sea oscuro y doloroso, pero al final hallarás tu propósito —y con él, la luz y la paz.
Así es como el jaguar se convierte en un guía a lo largo del libro. Deja sus huellas, marcando cada paso que se debe dar. Y se avanza. Se sufre, se odia, se ama. Página tras página, se descubre la vida de Helena, una existencia tejida con intensidad, marcada por el rastro enigmático del jaguar.
Un fragmento para recordarDe las muchas frases conmovedoras del libro, una en particular se queda conmigo como una declaración de sentido y esperanza:
“Un solo niño reclutado que puede dejar su arma y volver a las aulas, una sola niña que evitemos sea abusada en las filas, un solo joven soldado o guerrillero que no pierda sus piernas a causa de los campos minados, un solo policía que no muera por una toma guerrillera, un solo campesino que pueda volver a labrar sus campos, una sola escuela que pueda tener sus aulas llenas porque no ha sido destruida en combate, será suficiente para darnos cuenta de que todo esto ha sido un éxito, que todo valió la pena.”
La historia de Helena: la hija de sangre y selva es una obra valiente que no solo expone la tragedia del conflicto armado colombiano, sino que también celebra la resistencia de los pueblos, la fuerza de la selva y el poder de las raíces. Una novela que no solo se lee, sino que se experimenta con todos los sentidos.
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April 27, 2025
Reseña Literaria: ¡Los muertos no se cuentan así! – Mary Daza Orozco
Mi madre cursó hasta segundo de primaria cuando era niña. Años después, ya pensionada de la Caja Agraria, tuvo la oportunidad de volver al colegio. Terminó la primaria y siguió con el bachillerato. En 1996, cuando las matanzas paramilitares se tomaron nuestro pueblo, Becerril (Cesar, al norte de Colombia), mi mamá tuvo miedo de seguir asistiendo a la escuela nocturna, así que abandonó sus estudios. Alcanzó a completar noveno grado.
¡Los muertos no se cuentan así! fue una de las lecturas asignadas en su clase de español y Literatura. Cuando llegué de vacaciones de mitad de año, vi la novela en nuestra biblioteca. Me llamaron la atención el título y la portada. Me dijo que ya la había leído. Entonces, quise leerla yo también. Sería la primera vez que leería algo que mi madre hubiera leído antes que yo.
Mary Daza Orozco, escritora colombiana de ancestros guajiros, estudió periodismo en Bogotá. Publicó esta, su primera novela, en 1991 con el sello editorial Plaza & Janés.La historia gira en torno a Oceana Cayón, una mujer desesperada que busca el cadáver de su marido, Iván Grajales. Ha escuchado que los cuerpos de los desaparecidos de Bahía Rubia bajan por el río San Jorge. Acompañan a Oceana otros personajes que también buscan a sus seres queridos: Heroína Jiménez busca a su hijo; Elodia y Claudio Guzmán, a su padre; Silvana Molina, a su esposo; Adiel Marín, a su hermano; y Arbeláez, quien apoya a Oceana en su travesía.
La novela aborda temas complejos y dolorosos: desapariciones forzadas, desplazamientos, torturas, masacres, asesinatos de líderes sociales, narcoterrorismo. Todo en el contexto de la persecución contra la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano, especialmente durante los años ochenta y noventa. Son hechos antiguos, sí, pero tristemente siguen siendo actuales en la escena política y social del país:
«Y, en su desesperación, la gente dice que el mismo Gobierno tiene la culpa y que ha sido incapaz hasta de esclarecer la muerte del candidato de la Nueva Fuerza a la Presidencia de la República».
La narración se despliega desde varias voces. Una de ellas es un narrador cuasi-omnisciente, que relata solo lo que observa, manteniendo distancia emocional:
«Oceana Cayón no lloraba, continuaba en su inevitable actitud de amordazar gritos y de mirar insistentemente el agua que corría con indiferencia».
Otra voz importante es la de la propia Oceana, a través del monólogo interior, donde expresa sus recuerdos y pensamientos más íntimos:
«El río está más agresivo que ayer y cada rato nos engaña con su eterna costumbre de arrastrar bultos disímiles que nosotros confundimos con cadáveres».
En estos extensos monólogos, ella conversa mentalmente con su esposo desaparecido:
«Iván, ¿dónde estás? Me he imaginado todas las pistas posibles que me lleven, en esta carrera vertiginosa, a dar con tu paradero, pero todo parece infructuoso».
Aunque es una novela breve, de no más de 150 páginas, su densidad narrativa y la carga de datos históricos le otorgan una profundidad mayor. Está dividida en tres partes, con capítulos cortos y pausas que permiten tomar aliento. Porque, te lo advierto, esta lectura toca las fibras más sensibles del alma, con imágenes tan crudas como estas:
«—Miren, le falta un ojo, no tiene uñas y lo fumigaron con más de catorce balazos —y mientras contaba los huecos de los impactos mortales seguía hablando como un loco, en tanto que las lágrimas y la ira hacían presa de él».
La historia se sitúa mayoritariamente en Bahía Rubia, un pueblo ficticio ubicado en el Golfo del Urabá. La belleza de sus paisajes contrasta brutalmente con el horror que viven los personajes. Una paradoja que, tristemente, refleja bien nuestra realidad:
«La mañana brillaba en forma desmedida haciendo que el color rubio de la bahía se intensificara. El mar lanzaba envueltos en espuma, pétalos de colores a la playa bronceada».
La cotidianidad está teñida por la violencia. No hay momentos de calma, de alegría. Todo está marcado por el dolor:
«Bahía Rubia, como de costumbre en los últimos meses, asistió a un entierro. Lo cotidiano. Y no era solo un muerto por causa natural (…)».
Lo que ocurre en Bahía Rubia se ha repetido cientos de veces en todo el país. Como lectora, yo quería encontrar respuestas, pero, igual que en la vida real, las motivaciones de los asesinos parecen nunca ser suficientes para justificar tanto horror. Lo único cierto es la confusión y el miedo.
La autora deja cabos sueltos. Por ejemplo, menciona un partido político, “La Nueva Fuerza”, que claramente alude a la Unión Patriótica, surgida tras los Acuerdos de la Uribe entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC-EP. Por simpatizar con ese partido, la gente era asesinada. Sin embargo, en la novela no se profundiza en la ideología del partido, ni en los temas de sus reuniones ni en los intereses que afectaban. Como lectora, me habría resultado esclarecedor tener más información sobre esto.
Pero también comprendo que en el momento de la publicación los hechos eran tan recientes —y peligrosos— que quizás la autora omitió ciertos detalles por seguridad. No puedo pasar por alto que su vida estuvo en riesgo por escribir ¡Los muertos no se cuentan así!
Leí esta novela por primera vez hace más de veinte años. La he releído al menos tres veces más y sigue provocándome los mismos sentimientos de impotencia, asombro y horror. Me devuelve en el tiempo y aviva en mi piel las cicatrices de haber sido testigo de la barbarie de aquellos años atroces.¡Los muertos no se cuentan así! es una novela profundamente significativa en lo histórico y lo emocional. Una obra de denuncia, de memoria colectiva, que recomiendo leer. Porque en este país, contar a los muertos con verdad sigue siendo una forma de resistencia.

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March 2, 2025
«Subienda» – Ángela Castellanos
Homenaje a un padre
Ángela Castellanos nació en Cúcuta, Colombia, en 1986. Creció amando el Magdalena gracias a los cuentos infantiles que le relataba su papá, en los que cambiaba a los príncipes por pescadores y a los carruajes por canoas. Es fotógrafa, amante de los libros y los boleros. Subienda es su primera novela.

Subienda es la historia de Javier Castellanos y el tiempo en que conoce el río Magdalena, de cómo su vida se transformó cuando llegó a Magangué a terminar una obra de ingeniería civil para evitar que el pueblo se inundara cada vez que caía un aguacero. Está contada en orden cronológico, inicia en la mitad de los años setenta hasta comienzos de los años ochenta y se divide en siete capítulos cortos. El protagonista desde niño se enfrenta a situaciones difíciles, donde la estrechez económica y el trabajo duro fueron constantes. Estas características resultan determinantes para su evolución, si su infancia hubiese sido diferente, el Javier adulto se hubiese rendido ante el primer obstáculo. Es un personaje recursivo y luchador: mientras estudia también trabaja en la panadería familiar; al poco tiempo de graduarse en ingeniería civil, comienza como ingeniero residente en la construcción de una estación de bombeo en Magangué lejos de su natal Cúcuta. Para llegar a la obra debe caminar por más de dos horas, este recorrido lo hace dos veces por día. Él siempre está en movimiento, así como el Magdalena.
El narrador en tercera persona es uno de los rasgos particulares que tiene Subienda y es que quien cuenta la historia es la misma Ángela Castellanos. La autora se ubica en el pasado de su familia paterna, guiada por conversaciones con su padre, otros familiares, sus recuerdos, pero también, por las vivencias que tuvo cuando realizó fotografía documental en diferentes pueblos palafitos de Colombia, como Nueva Venecia. De esta manera, Castellanos obtiene recursos visuales y sensoriales para contar la experiencia de su padre. Retrata con detalle la cotidianidad de los personajes, como si hubiera estado en todos los escenarios, observando cada reacción, cada momento, pero no solo eso, sino que los enriquece con sensaciones y sentimientos genuinos. Lo hace de una manera vivaz y certera, que le da verosimilitud a la historia, es uno de los recursos destacables de la novela: «A su lado había gente con jaulas llenas de gallos, con cajas de las que salía un fuerte olor a pescado seco y al fondo un ruido insoportable al que los de por ahí llamaban ‘música’ y que él ya temía encontrarse: el vallenato».
En estas descripciones se percibe la atmósfera húmeda, calurosa, colorida y exuberante del Magdalena y sus poblaciones ribereñas. Al lector le parece que ha experimentado él mismo lo contado: «(…) también vio que su corriente era mansa, que las pequeñas olas que se formaban tenían el color del oro cuando el sol reflejaba sobre los picos del agua en movimiento, y que al fondo había pescadores regresando con las atarrayas llenas de pescado que brillaban a lo lejos».
La portada es preciosa, de un color cálido, ocre y terroso, como el color del río y en el centro de esta un pescador a bordo de una canoa que da la impresión de que vuela. La textura del papel es rugosa, semejante a las pequeñas ondas que se forman en la superficie del agua cuando las embarcaciones la atraviesan, similares a las escamas de los peces, que son importantes dentro del misticismo del relato. Separando cada capítulo hay fotografías que la autora tomó como parte de la documentación para escribir la novela. Imágenes que logran que el lector aprecie la rutina de los pescadores, que conozca sus rostros, la fuerza de sus manos, el tamaño de sus atarrayas, pero, sobre todo, la importancia de su trabajo y la convicción con que lo hacen a diario.
Subienda es un libro colmado de romanticismo y misticismo. Una historia concebida desde la nostalgia y el agradecimiento de lo vivido y lo recibido. Una novela testimonial escrita para homenajear a un padre, pero en la que se descubre la sencillez, la recursividad y la pujanza de muchos otros. Una pieza literaria que da un lugar noble a los pueblos palafitos de Colombia, una obra que recoge, la riqueza gastronómica, musical y humana que está unida por las aguas del río Grande de la Magdalena.
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aMar y otras adicciones – Carolina Pulido Ariza
Una bitácora del amor y su final
Y sí, me atrapan los poemarios cuyos temas transitan la locura, la pasión del amor, pero también exponen el caos, la incertidumbre de cuando el idilio, que se creía eterno, llega a su fin. ¿Será porque he sentido la gloria de ser correspondida, la angustia en la distancia y me he perdido en la penumbra cuando todo se ha terminado? Recuerdo unos cuantos versos sobre estos temas, Meira Delmar: «Alguna vez yo tuve tu rostro y tus palabras y tus gestos. ¡Hoy no sé qué se hicieron! (…)». Rabindranaz Tagore: «Olvidé un momento que todo había cambiado y vine. Olvidé si tú me avergonzaste alguna vez, volviéndome tu cara cuando yo te desnudaba mi corazón (…)». Idea Vilariño: « Ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar (…)». Eduardo Cote Lamus: «Fue una lástima que tú no me quisieras: ha sido el mayor qué lástima del mundo». Las mismas experiencias que nutrieron a estos poetas, han sido la materia prima para la creación de aMar y otras adicciones, el segundo trabajo literario de Carolina Pulido Ariza.

Carolina Pulido Ariza (Bogotá, 1990) es una mujer creativa y con vocación de servicio, cuya profesión es el recaudo de fondos para causas benéficas. A los dieciocho años, emigró de Colombia para estudiar cooperación internacional, mercadeo y negocios internacionales en Francia. Su trayectoria la ha llevado a trabajar para distintas agencias de las Naciones Unidas en Colombia, Chile, Francia e Italia. Actualmente, desempeña el rol de profesora invitada en la Universidad de Ciencia Política de Montpellier, en IESEG París y en SSM Roma.
aMar y otras adiciones consta de dos partes. La primera, dividida en tres momentos secuenciales: Dependencia,Abstinencia y Recuperación. Cada uno con trece poemas, convirtiéndose este número en un conjuro de buena suerte para su autora, ya que Trece es el título de su primer libro, publicado en 2023, bajo el sello editorial Planeta.
En Dependencia se presentan las ilusiones y anhelos propios de la etapa del enamoramiento. En esta parte de la obra el mar es un escenario persistente en el cual se experimenta el nacimiento del amor, es una especie de paraíso, visto desde una perspectiva particular de Pulido Ariza, ya que ella misma tiene una relación estrecha con él:
«Siento el peso de tu ausencia como ver el mar desde la orilla, (…)». «Quiero que me construyas una cabaña que mire al mar (…)».
Con cada verso el lector se transporta a la playa, acaricia la arena, saborea la sal que flota en el aire: «(…) una alquimia que nació en medio del agua salada (…)». «Nos fundimos en ese calor húmedo (…)». A medida que se avanza en la lectura, la autora nos envuelve en una atmósfera de sensualidad y erotismo: «Tus manos expertas saben cómo exigir lo mejor de mi cuerpo, una danza que respeta el dulce equilibrio entre el dolor y el placer.» La poeta se entrega por completo, renuncia a su universo y persigue la felicidad al lado del que ama, porque ahí está su hogar: «Me dan ganas de abandonar mi mundo e irme al tuyo».
En la segunda fase, cuando el embrujo se destruye comienza la Abstinencia. Todos los síntomas están presentes en el cuerpo de quien la sufre: angustia, agonía, insomnio, ansiedad, necesidad de huir. Entonces los afectos se convierten en una cárcel: «El problema es que conozco bien esas prisiones dulces como la miel (…)». La autora devela que el tiempo que ha durado el romance siempre será demasiado poco para el que ha disfrutado de él: «Habría dado cualquier cosa por pasar solo unas horas en ese hechizo, respirar esa magia, sentir esa oleada de emociones, volver a ser libre en tus manos, aunque sea una vez más».
Pero no hay amores ni desamores eternos, y a ambos les llega el irrefrenable olvido, y con él la tercera y la última fase, la Recuperación: «Ayer amaneció y al abrir los ojos, de pronto ya no eras el primer pensamiento del día (…). Todavía no entiendo cómo ni porque, pero de repente, ya a mi vida no le haces falta».
En la segunda parte del libro, Pulido Ariza explora Otras adicciones como dormir, el café, que va más allá del subidón que produce la cafeína y es la melancolía que este despierta por el lugar de origen: «Vuelvo a casa, a las cumbres andinas, al sonido de los pájaros, abrazo a mi familia y me siento plena, al menos en ese instante fugitivo de una taza de felicidad». La autora hurga en varias adicciones más, como a la de escribir, al alcohol y otra, muy común en estos días, la de viajar para escapar de la realidad.
No suelo dar consejos para leer una obra, pero aMar y otras adicciones debe leerse lento, en voz alta, sin distracciones. Si se hace durante el día, debería de acompañarse con una taza de café, mejor si es colombiano, o si es en la noche, con un té, mientras la lluvia resbala por la ventana. Es un poemario con el que llorarás, que expondrá penas que creías extintas, recordarás ese querer del pasado que ya olvidaste o quizás no. Descubrirás adiciones que no sabías que tenías y que a lo mejor ames tener. Que no te engañen sus 126 páginas, a pesar de la brevedad, es mejor un poema a la vez.
Sí, el amor es una adicción, el olvido la abstinencia y la escritura la rehabilitación. No hay mejor forma para desintoxicarse que decirlo todo. Es así como Carolina Pulido Ariza decide restaurarse, valiéndose de su voz honesta, íntima, impregnada de olores, de texturas, muy caribe, muy colombiana, una colombianidad que solo se descubre en la ausencia, en el exilio. Al final de este libro, la poeta es un ser libre, ha vencido a la idea del amor convencional y se ha priorizado, todo esto usando una herramienta delicada y poderosa: la poesía.
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November 24, 2024
«EL TREN DE LAS 11:11»- Olgalucía Gaviria Ángel
Olgalucía Gaviria Ángel (Bogotá, 1954) es escritora, productora y directora de cine y televisión. Ha publicado los libros Conversaciones con mi gata Simona (2019), El Hilo invisible (2022), Conversaciones con mi madre Lucía (2023) y El tren de las 11:11 (2024).
El tren de las 11:11 es una novela que está dividida en 25 capítulos. Un narrador omnisciente que lo cuenta todo, pero que permite al lector conocer a los personajes de manera directa por medio de diálogos que expresan su forma de sentir y pensar. La secuencia de los acontecimientos es cronológica, con muchos pasajes que describen el pasado de los protagonistas de manera detallada y vívida.
Lucía y Roberto son una pareja que llevan años intentando tener un hijo. Cuando por fin se les cumple el sueño y pueden tener a la pequeña Sara en sus brazos, aparece la Muerte en su casa amenazando la felicidad que recién han alcanzado. Pero no se muestra de la forma en la que normalmente lo haría: llevándose a algún ser amado, no, se presenta como una mujer guapa, amable, carismática y que viste a la moda. Lucía puede verla y no sólo eso, tiene las agallas de hablarle y hacer un pacto, uno que le garantice a ella y a su esposo pasar el mayor tiempo posible al lado de su hija. ¿Por qué Lucía puede comunicarse con la Muerte? ¿Por qué la Muerte le permite hacer un acuerdo con ella? ¿Acaso hay una razón para que los dioses lo hayan permitido?
La novelaplantea la posibilidad de la existencia en el más allá. Al fallecer las personas no van al cielo o al infierno, como en muchas religiones se plantea, aquí cada ser al morir lleva en mano un aksje que es el recipiente donde se van guardando las acciones relevantes que ha realizado a lo largo de su vida. Dependiendo de estas, su alma recibirá un tiquete para abordar el próximo tren que lo llevará a su destino:
«—Al Otro Lado. Al Más Allá. En el sótano hay tres trenes bala. A aquellos que han tenido una buena vida y lo merecen, los lleva a la Trascendencia, a la próxima etapa de su destino. Al resto…, a la Reencarnación. O, como ustedes prefieren llamarlo: al Infierno.
—¿Y el tercero? —preguntó al darse cuenta de que ella solo le había hablado de dos.
—El tercero…, ese es mejor que tardes mucho en verlo entrar en el andén. Gracias a Dios no es un servicio regular y solo aparece en raras ocasiones, porque es el que va al
Bajo Astral o lo que algunos denominan «Inframundo».
La atmósfera de la historia es luminosa y esto está relacionado con los elementos de la mitología coreana en los que la autora se ha basado para escribirla, ya que la figura del ángel de la muerte o el Jeoseung Saja, en lugar de ser una fuerza destructiva, oscura y despiadada, actúa como un guia compasivo, que acompaña a las almas a su destino, evitando que tomen el camino equivocado.
La mayoría de los acontecimientos trascurre en La Estación, un espacio tranquilo, limpio y ordenado, una especie de zona de tránsito:
«La edificación, de un blanco impoluto casi fluorescente, parecía una gigantesca ola que se elevaba en mitad de un mar de hormigón. Su forma ondulante subía desde el suelo hacia el cielo para, enseguida, descender gradualmente hasta fusionarse de nuevo con la tierra. (…) Tuvo la impresión de que aquella arquitectura tan extraña era una alegoría a la unión del pasado, el presente y el futuro: una metáfora del ciclo eterno de la vida».
En la cultura coreana la muerte no es caótica e impredecible, sino organizada y administrada de manera casi burocrática: «Casi todos ellos iban acompañados por alguien que parecía ser un empleado de la empresa, con la vestimenta que todos compartían: un traje negro con camisa blanca y corbata que hacía juego con el saco».Los ángeles de la muerte tienen oficinas, en ellas hay extensas zonas de archivos con los pormenores de las almas que por allí han pasado y cuál ha sido su destino final. También están jerarquizados: La parca es la jefa del lugar, en un escalón más abajo está el Jeoseung Sajay, por debajo de este, sus subalternos, los ángeles de la muerte.
El tren de las 11:11 es una novela que aborda la existencia más allá de la muerte de forma interesante, con varias historias de amor en el transcurso de sus capítulos, historias que dan esperanza a los que anhelan reencontrarse con los seres que han amado. Es una obra de ficción bien lograda, sin cabos sueltos. Los personajes tienen voz propia y el lector llega a conocerlos. Es un libro que hace replantearse las ideas preconcebidas que se tienen sobre morir. Sin importar en lo que se crea, deja la sensación de que existe la posibilidad de que un ángel compasivo guie a las almas a cruzar el área gris que hay entre la vida y el otro lado, que les garantice el camino correcto hasta llegar a donde las acciones de cada una le hayan merecido. Es una lectura que reconforta, que muestra las diferentes caras de los seres humanos, pero, sobre todo, que anima a creer en que, llegado el momento de abandonar este plano material, no se estará solo. Aclara que la muerte no es un estado de tristeza y perdida, sino que hace parte natural e inevitable de la vida.
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November 22, 2024
«El hilo invisible» de Olgalucía Gaviria Ángel
Corría el año 2020, el mundo entero estaba en el confinamiento provocado por la pandemia. Y ¿qué hacer con tanto tiempo libre?, pues que más que escribir, eso fue lo que hizo Olgalucía Gaviria Ángel. Empezó a entrelazar ideas, emociones, sensaciones, memorias y de esta mezcla fueron lentamente surgiendo tres personajes, tres mujeres que son las protagonistas de este su segundo trabajo literario, El hilo invisible, que fue autopublicado en 2022.

El escenario de esta historia es Nueva York, donde la existencia de Penélope Puig, una artista en ascenso; Amalia Hamilton, una eminente profesional de la moda y Valentina Taylor, exmodelo, cambian drásticamente tras la muerte accidental de David Taylor, un prestigioso empresario de la industria textil que hace parte importante en la vida de estas tres mujeres. Poco después de la muerte de David sale a la luz la doble relación amorosa entre él, Valentina y Amalia. Esto sacude la élite neoyorquina y perturba la cotidianidad y las empresas de Valentina y Amalia. Penélope decide intervenir y las reúne, convenciéndolas de enfrentar los titulares de la prensa amarillista juntas y descubrir quién está tratando de manchar el legado del hombre que todas amaban y admiraban.
El hilo invisible está dividida en 28 capítulos. Al principio de cada uno se lee el número y posteriormente el nombre de alguna de las tres protagonistas: Penélope, Valentina o Amalia, así vemos el punto de vista de cada una de ellas, pero no desde el “yo”, sino utilizando un narrador omnisciente. En la escogencia de este narrador se nota el bagaje de la autora en producción de cine y televisión, pues en gran parte de la novela se tiene la impresión de que una cámara sigue, se acerca, aleja, detalla cada movimiento, gesto, de los personajes en escena, característica que sobresale en todo el libro: «Valentina negó con la cabeza sin desviar la vista del lento caminar de la mujer que se alejaba. El ala de su sombrero se agitó levemente». Si bien los cinco sentidos están presentes, el de la vista es el más utilizado, dándole la impresión al lector de estar viendo en una toma nítida lo que va ocurriendo párrafo tras párrafo. Esto no debe ser casualidad, ya que como la narración avanza en el mundo de la moda, las descripciones cuidadosas dan verosimilitud a la historia, con seguridad es una de las intenciones de la escritora: «En la tela, de un suave blanco, había pintado artísticas flores de lis y pequeñas lágrimas que se asemejaban a perlas. Era de una delicadeza maravillosa y estaba muy orgullosa del resultado».
La atmósfera en la novela es glamurosa, de sofisticación y elegancia, algo que encaja a la perfección con el negocio del diseño, confección y venta de ropa exclusiva. Gaviria Ángel detalla cada uno de los escenarios, el estilo de los personajes al vestir, los movimientos de sus cuerpos, envolviendo al lector en un mundo que, quizá, solo en obras como esta pueda tener acceso: «Un imponente ventanal de techo a suelo se abría al cielo neoyorquino y ofrecía una impresionante vista de los edificios colindantes del distrito financiero de Manhattan».
La mayoría de los hechos transcurren en Nueva York y es que la ciudad es también un personaje más, la historia no tendría el mismo impacto narrativo si no se desarrollara allí: «Hacía solo tres días habían almorzado juntos en el River Café, al amparo del Brooklyn Bridge, y disfrutaron de la sobremesa en su terraza exterior hasta que las luces de Manhattan iluminaron uno a uno los edificios de la orilla opuesta del East River para mostrarles un nuevo perfil de la ciudad de Nueva York».

Desde la portada ya se tiene una pista de lo que es la historia. Tres manos de mujer unidas misteriosa y delicadamente por un hilo que no las encadena, ni las condena, sino que al contrario parece dotarlas de poder y belleza.
Esta es la segunda obra que leo de la autora, la primera fue El tren de las 11:11 y posteriormente esta, El hilo invisible, y he encontrado, la que quizá es su obsesión: las conexiones entre este mundo terrenal y el más allá. El lazo que une de forma irrompible a las personas con los seres que aman y que ya han muerto.
El hilo invisible es una novela bien lograda, sin cabos sueltos, con un argumento, escenarios y personajes poco abordados por escritores colombianos como el relacionado al de las empresas del sector textil y la moda y todo este mundo de sofisticación y riqueza, pero que, al mismo tiempo, toca temas universales como el amor, la amistad, la traición y la muerte. El lector se encontrará con una historia entretenida, fácil de leer y con finales en cada capítulo que lo mantendrán pegado a sus páginas. El hilo invisible se adaptará pronto al formato audiovisual, lo confirmó Olgalucía Gaviria Ángel en entrevistas dadas a medios colombianos, por ahora se avanza en los preparativos.
Escuchar el audiolibro «Un Hilo invisible»La entrada «El hilo invisible» de Olgalucía Gaviria Ángel se publicó primero en Emma Claus.
November 11, 2024
Reseña de «No guardamos las semillas», de Luisa Machacón:
Existen libros con los que se conecta al instante. Cada vez que esto me pasa, reafirmo la creencia de que si hay empatía con lo que leemos es porque hay en el texto un pedacito nuestro, algo que hemos vivido parecido a lo que narra o expresa el autor: el exilio, un amor imposible, un dolor particular. Es maravilloso cuando más de una de estas experiencias íntimas están en el libro que tenemos en las manos y colma las horas de nuestro día. Sí, en No guardamos las semillas está escrito un retazo de mi vida, sentido y sufrido por la poeta Luisa Machacón.
Foto: Luisa Machacón. Galería personal de la autora.Luisa Machacón es una investigadora, escritora y fotógrafa cartagenera, que utiliza la fotografía para crear debates, evocar la contemplación y profundizar en el tejido de la sociedad. En la actualidad reside en Países Bajos. No guardamos las semillas es su primer trabajo literario.
No guardamos las semillas es un poemario breve, constituido por 39 poemas. Está dividido en cinco partes, cada una de ellas con temas diferentes, pero conectados entre sí por la evocación de la tierra natal.
En la primera parte de la obra, Machacón se traslada al pasado y lo liga al presente. Lo hace por medio de las rosas, tallos, espinas, arbustos del jardín de la abuela en Cartagena y que como un espejo crecen en su patio en Ámsterdam, donde la poeta ha emigrado: «Miro a través de la ventana y desde mi cama puedo divisar los capullos de las rosas a punto de expandirse. Me pregunto si podré algún día ser como la abuela. Me pregunto si su olor llegará a mí». La autora escribe para no olvidar, necesita volver una y otra vez a esos recuerdos, porque de otra manera corre el riesgo de olvidar su propia vida:
«Durante meses, he intentado hacer el recuento de los árboles y las plantas del patio. Pierdo la cuenta al quedarme atascada ante el anturio amazónico en pleno florecimiento y el sabor del mango que aún llega a mi paladar».
Pero la poeta no se queda solo en las memorias, sino que, por medio del conocimiento heredado, de ese legado familiar y de las vivencias, va creando su realidad.
Se avanza rodeado de las plantas del Caribe colombiano, sus olores y sabores, hasta llegar a la segunda parte, aquí los temas que prevalecen son el origen, la maternidad, la fertilidad:
«Con cada puntada de la madre, la espiral teje la luz, cientos de úteros llenan el malecón, veneramos la fertilidad sin saberlo».
Y como de la guerra es imposible escaparse, por lo menos para Machacón, los daños que esta ha causado es el tema de los siguientes ocho poemas:
«El murmullo de la guerra magulla las hojas en las que se escribe la historia de nuestra vida, crea cicatrices y relieve, un queloide difícil de disimular».
En la cuarta parte la autora dibuja los instantes, lo cotidiano, cómo pasa la vida por las diferentes estaciones, cómo todo es cíclico:
«Estas hojas vuelan sin miedo a caer, dejan nidos vacíos, el viento las empuja, saltan en picada, mueren en las sombrillas y en los techos de los automóviles».
El oficio de escribir es lo que ocupa a la poeta en la última parte, pero lo aborda desde un nuevo territorio, descubriendo a otros autores, otra manera de ser, pero sin perder la identidad:
«Los versos fluyen hacía el río y por fin conectan los espíritus de todos los poetas, de los muertos y los vivos y de los que están por nacer».
No guardamos las semillas es un poemario fresco, pincelado con el rojo de los pétalos de las rosas, con el verde brillante de los limones y el amarillo vívido de los mangos maduros que serán degustados con pimienta y sal. En muchos de sus versos se percibe el olor a naranjas, a chirimoyas y a granadillas dulces. La poesía de Luisa Machacón transporta al lector a su infancia, a los recuerdos más hermosos que se atesoran en la memoria y lo invita a que atraviese con ella el Atlántico, que se ensamble con sus añoranzas y que la acompañe a su renacimiento, pero al mismo tiempo es un libro bañado por la nostalgia que engendra el exilio y el anhelo de reconstruir la vida en otro país, que ella intenta sentir suyo.
Si te gusta la poesía contemporánea escrita por mujeres, no te pierdas aMar y otras adicciones, de Carolina Pulido Ariza.
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«No guardamos las semillas»- Luisa Machacón
Las raíces que nos habitarán para siempre
Existen libros con los que se conecta al instante. Cada vez que esto me pasa, reafirmo la creencia de que si hay empatía con lo que leemos es porque hay en el texto un pedacito nuestro, algo que hemos vivido parecido a lo que narra o expresa el autor: el exilio, un amor imposible, un dolor particular. Es maravilloso cuando más de una de estas experiencias íntimas están en el libro que tenemos en las manos y colma las horas de nuestro día. Sí, en No guardamos las semillas está escrito un retazo de mi vida, sentido y sufrido por la poeta Luisa Machacón.
Foto: Luisa Machacón. Galería personal de la autora.Luisa Machacón es una investigadora, escritora y fotógrafa cartagenera, que utiliza la fotografía para crear debates, evocar la contemplación y profundizar en el tejido de la sociedad. En la actualidad reside en Países Bajos. No guardamos las semillas es su primer trabajo literario.
No guardamos las semillas es un poemario breve, constituido por 39 poemas. Está dividido en cinco partes, cada una de ellas con temas diferentes, pero conectados entre sí por la evocación de la tierra natal.
En la primera parte de la obra, Machacón se traslada al pasado y lo liga al presente. Lo hace por medio de las rosas, tallos, espinas, arbustos del jardín de la abuela en Cartagena y que como un espejo crecen en su patio en Ámsterdam, donde la poeta ha emigrado: «Miro a través de la ventana y desde mi cama puedo divisar los capullos de las rosas a punto de expandirse. Me pregunto si podré algún día ser como la abuela. Me pregunto si su olor llegará a mí». La autora escribe para no olvidar, necesita volver una y otra vez a esos recuerdos, porque de otra manera corre el riesgo de olvidar su propia vida: «Durante meses, he intentado hacer el recuento de los árboles y las plantas del patio. Pierdo la cuenta al quedarme atascada ante el anturio amazónico en pleno florecimiento y el sabor del mango que aún llega a mi paladar». Pero la poeta no se queda solo en las memorias, sino que, por medio del conocimiento heredado, de ese legado familiar y de las vivencias, va creando su realidad.
Se avanza rodeado de las plantas del Caribe colombiano, sus olores y sabores, hasta llegar a la segunda parte, aquí los temas que prevalecen son el origen, la maternidad, la fertilidad: «Con cada puntada de la madre, la espiral teje la luz, cientos de úteros llenan el malecón, veneramos la fertilidad sin saberlo». Y como de la guerra es imposible escaparse, por lo menos para Machacón, los daños que esta ha causado es el tema de los siguientes ocho poemas: «El murmullo de la guerra magulla las hojas en las que se escribe la historia de nuestra vida, crea cicatrices y relieve, un queloide difícil de disimular».
En la cuarta parte la autora dibuja los instantes, lo cotidiano, cómo pasa la vida por las diferentes estaciones, cómo todo es cíclico: «Estas hojas vuelan sin miedo a caer, dejan nidos vacíos, el viento las empuja, saltan en picada, mueren en las sombrillas y en los techos de los automóviles».
El oficio de escribir es lo que ocupa a la poeta en la última parte, pero lo aborda desde un nuevo territorio, descubriendo a otros autores, otra manera de ser, pero sin perder la identidad: «Los versos fluyen hacía el río y por fin conectan los espíritus de todos los poetas, de los muertos y los vivos y de los que están por nacer».
No guardamos las semillas es un poemario fresco, pincelado con el rojo de los pétalos de las rosas, con el verde brillante de los limones y el amarillo vívido de los mangos maduros que serán degustados con pimienta y sal. En muchos de sus versos se percibe el olor a naranjas, a chirimoyas y a granadillas dulces. La poesía de Luisa Machacón transporta al lector a su infancia, a los recuerdos más hermosos que se atesoran en la memoria y lo invita a que atraviese con ella el Atlántico, que se ensamble con sus añoranzas y que la acompañe a su renacimiento, pero al mismo tiempo es un libro bañado por la nostalgia que engendra el exilio y el anhelo de reconstruir la vida en otro país, que ella intenta sentir suyo.
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