Benjamín Franzani G.'s Blog
January 6, 2025
La Orden de Montdragón
El final de la Primera Guerra Druídica cambió por siglos el mundo. No solo porque fue una lucha enconada y sangrienta, o porque los fenóritos, acompañados por fuerzas oscuras y bestias terribles, estuvieron al borde de vencer, o, en fin, porque los pueblos de Dáladon, capitaneados por el emperador y los reyes y ayudados por criaturas poderosas lograsen al final sobreponerse y salvarse. No. Todo eso es cierto e importante, pero lo que hizo que la Historia cambiara para siempre fue la aparición de sir Ruggier de Oromonte.
Como ya te he contado en otro post, Ruggier fue el primer caballero dragón. Fue él quien convenció a la estirpe de Draco de salir de su neutralidad y proteger a los pueblos que resistían a la amenaza fenórita. Sin su ayuda, la batalla se hubiese perdido. Los druidas entonces recompensaron a Draco concediéndole el fuego de sus entrañas, y a Ruggier poniéndolo a la cabeza de estas nuevas criaturas, conocidas desde entonces como dragones.
Obviamente, la aparición del caballero dragón y de los dragones alteró definitivamente la posición de Dáladon y sus reyes en el mundo. ¿Quién podría oponérseles? ¿Qué amenaza amedrentarles? Todo esto tuvo su parte en la soberbia daladonense, que durante siglos crecería y corrompería silenciosamente los corazones, hasta el umbral de la Segunda Guerra Druídica. Pero nos alejamos del punto.
El tiempo que siguió inmediatamente a la batalla final fue duro. Los druidas fenóritos habían sido vencidos por la fuerza, pero sus doctrinas estaban aún vivas. El pueblo que con ellos había vuelto de su primer exilio en el helado norte las profesaba. Y no parecía dispuesto a volver a esas tierras inhospitas. Los druidas fenóritos, por su parte, si bien no podían ya pretender hacerse con el poder de Dáladon, estaban sin embargo aún allí, y su poder sobre la naturaleza, como el de los druidas fieles, era bien real, aunque quizá proveniente de fuentes distintas.
En efecto, la devastación que los druidas de uno y otro bando habían causado fueron cataclísmicas: las montañas se elevaron, los ríos cambiaron su curso, regiones enteras se desertificaron ardiendo de fuegos arcanos... el mundo no podría soportar un nuevo conflicto sin consumirse. Era necesario que vencedores y vencidos llegaran a un acuerdo, a un pacto.
Cuando unos y otros comenzaban las tensas negociaciones y los fenóritos temían que los daladonenses, saturados de poder y de rencores por el ataque que había causado la guerra, aprovechasen su nueva posición para aniquilarlos (un fenórito no podría pensar de otro modo, pues es lo que él hubiera hecho), he aquí que los vencidos reciben una noticia inesperada. En secreto, un grupo de la estirpe de Draco, que no había querido acudir con él y con sir Ruggier a la batalla, se había acercado a los druidas fenóritos en su fortaleza del norte, Dágoras. Estos reptiles habían perdido su oportunidad de ayudar a la humanidad y de convertirse en dragones. Ahora, avergonzados frente a sus repentinamente más poderosos hermanos, acudían a los druidas sabiendo que la muerte de Tsi-Harthis, la cobra de plata, bajo las garras de Draco había dejado un vacío en el norte helado. Los fenóritos se sonrieron satisfechos e, invocando los espíritus inmundos con los cuales habían pactado desde antaño, crearon sus propios dragones.
Los fenóritos comprendían muy bien que el emperador y los reyes tendrían siempre la ventaja mientras Ruggier de Oromonte y la estirpe de Draco protegiera las negociaciones. Había, pues, que desacreditarlo, poner al pueblo y, si posible, a los mismos reyes en su contra. Para lograrlo, orquestaron el ataque de sus nuevos dragones. Fue el inicio del Terror Ardiente.
Las enormes bestias sobrevolaron las tierras imperiales, sembrando terror y destrucción, pero sobre todo confusión. ¿Por qué los dragones atacaban el Imperio? ¿Qué ocurría? Sir Ruggier se defendió diciendo que ni él ni sus dragones estaban implicados en las razias... pero los monstruos que tomaban posesión de pueblos y castillos afirmaban otra cosa. Parecía que una nueva era de las bestias estaba por comenzar.
Los druidas fieles, que habían dado la soberanía sobre las bestias al caballero, exigieron que este hiciera uso de sus dones para controlar a sus súbditos, pero como de hecho Draco y los suyos no estaban implicados, nada de lo que hiciera Ruggier, sin importar cuántas veces pronunciara las palabras de poder, tenía resultado. Mientras tanto, la lengua maldiciente de los fenóritos susurraba en las orejas de los reyes que el caballero de Oromonte en realidad no quería dominar a sus bestias, pues le interesaba ser el nuevo soberano indiscutido... del mundo entero.
Ruggier era un guerrero leal y corajudo, pero no un hombre político. Completamente perdido en las intrigas de palacio, y sintiendo que el temor en su entorno le ganaba además el odio de los pueblos, reaccionó violentamente a las acusaciones fenóritas, dichas siempre a media voz, indirectamente. Airado, desafió a los druidas, afirmando que mejor sería volverlos a exiliar a todos al norte helado, donde sus palabras envenenadas se congelaran en sus gargantas. Los negociadores fenóritos tomaron ocasión del exabrupto verbal —y de la espada, desenvainada y amenazante, que imprudentemente Ruggier había hecho brillar en apoyo de sus gritos— para aparecer como las víctimas de la furia del caballero, dandoles aún más credibilidad a sus dichos, y ancendiente sobre el pueblo que les seguía.
El golpe de gracia fue el ataque de Rauthrak, el gran dragón rojo, que asaltó el castillo en la montaña donde las negociaciones tenían lugar. De más está decir que esa montaña era el sitial del caballero dragón, que garantizaba la seguridad de las tratativas... los reyes peligraron la muerte en el ataque. ¿Cómo no desconfiar ya de Ruggier? ¿Quién sería tan ciego para no ver sus intenciones de destronar a los reyes?
El emperador decidió presindir en adelante de Ruggier. Deshonrado, su reclusión en la montaña, lejos de la corte de Dáladon, era lo más parecido al ostracismo al que los reyes hubieran querido enviarle, de tener las agallas para hacerlo. Dragones y caballero dragón parecían ser ahora el enemigo común de unos y otros druidas, del pueblo imperial y del fenórito... un enemigo que, se decían los maquinadores, podría terminar por pavimentar el ascenso al poder que no habían podido conquistar por las armas: era cosa de tiempo para que los reyes terminaran por confiar en los consejos de los fenóritos y menospreciar el de los druidas fieles, incapaces de dar una solución acorde a sus ideales y a la tendencia de moderación de sus poderes que tomaba más y más fuerza entre ellos desde el fin de la guerra.
Por supuesto, las armas imperiales no podían nada contra estas bestias. Así, los fenóritos comenzaron a presionar a sus pares fieles para utilizar todo el poder druídico: en sus cálculos, si lograban convencerles de que era inevitable, podrían quizás intoxicarles con el poder... y volver así fenóritos a los fieles con la excusa de un bien mayor. Sin embargo, la sabiduría de los druidas fieles sería mucho más difícil de torcer. Momentaneamente, sin que los caballeros o los druidas pudieran hacer frente a la amenaza dracónica, todo el Imperio gemía en agonía e incertidumbre.
Los druidas alargaban la decisión con discusiones interminables sobre lo que debía o podía hacerse o no hacerse. Pero Ruggier no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía un nombre que limpiar y, sobre todo, naciones que salvar. Su primer impulso había sido el de convocar a Draco y a su raza, y salir al combate contra los dragones "impostores", probando al mundo de qué lado él estaba. Pero desistió de esa idea: Draco le hizo ver que una acción como esa, además de devastadora, solo serviría para mostrar que había una división entre los dragones, y que una parte de ellos seguía siendo fiel. Pero no serviría para limpiar el nombre del caballero, a quien podría acusársele de hipocresía y veleidad, o de haber perdido el control sobre las bestias. De uno y otro modo, con el ascendiente que ganaban día a día los fenóritos, se corría el riesgo de que el próximo caballero dragón fuese nombrado entre sus afines. Y entonces sería el fin.
No, no era una lucha de dragones la que tenían delante: era un combate entre hombres. Si Ruggier quería vencer, debía actuar como lo que siempre había sido, que es lo que en primer lugar le había permitido plegar a Draco a su causa: como un caballero. En torno a él quedaba aún un grupo de amigos leales, que le habían acompañado en sus aventuras, que habían osado junto a él a subir a la Montaña Dragón, arriesgando la ira de los reyes. Allí estaba un sabio druida, de nombre Ansálador, que veía más lejos que el común de sus correligionarios. Allí estaban varios compañeros de armas y, sobre todo, sus amigos del alma, Rennier de Valandra y Mara Largaespada. A ellos se dirigió para que le acompañaran en la nueva misión: había que desenmascarar el engaño fenórito, probar que eran ellos los estaban detras del Terror Ardiente.
Pero ¿qué hacer? "Lo primero, es salir en defensa de las regiones asoladas por las bestias del norte", dijo Mara. "Y cazar a esos monstruos hasta el último, o reenviarlos a las montañas de donde han salido", añadió Rennier. La decisión en la voz de sus amigos emocionó a Ruggier, quien tomó la palabra: "Cuando antaño la maldad de los fenóritos se manifestó por primera vez, su astucia arrastró a no pocos señores que hicieron miserable la vida de sus súbditos, borrando la justicia de la tierra. Por entonces, sir Rodomont creó la primera orden de caballería, para deshacer las injusticias, para proteger al débil. Hoy necesitamos de nuevo de brazos protectores y restauradores de la paz pero ¿qué orden puede oponerse a este nuevo enemigo? Si ninguna, entonces hay que crearla. Sé que lo que pido es quizás demasido, puede incluso que suicida, pero ¿estáis dispuestos a acompañarme en esta locura?"
Rennier, Mara, y todos los presentes respondieron afirmativamente. No era la primera locura en la que le acompañaban. Ese día fue el primero de la Orden de Montdragón. Entonces habló Ansálador: "no tiene por qué ser un suicidio. Los aceros normales nada pueden contra las corazas de los dragones, pero no usaréis aceros normales. Yo os prepararé otros, forjados con el fuego de Draco: él y su estirpe siguen siendo superiores a sus hermanos fenóritos, puesto que ellos solo pueden imitar o torcer la armonía de la creación, a la que nosotros los duidas fieles servimos. Dadme pues, un poco de tiempo, y del fuego de los verdaderos dragones saldrán las espadas capaces de vencer a los falsos".
Esta fue la primera vez que Ansálador forjó espadas en colaboración con Draco. No sería la última, y las que en el futuro haría habían sido ya profetizadas hace generaciones. Pero esa es otra historia.
La orden de Mondragón tomó las armas y comenzaron la cacería de bestias. Los caballeros de Ruggier se hicieron famosos como defensores de los afligidos e intrépidos caza dragones, atirando de nuevo las simpatías hacia su causa, y ayudando a que el caballero dragón fuese visto de nuevo con buenos ojos. Fue cuestión de tiempo, pero también de mucha sangre, para que el vínculo entre los dragones del norte y los fenóritos quedara claro: en las alturas de las montañas, cerca de la mismísima Dágoras, Mara y Rennier se enfrentaron a Rauthrak, el gran dragón rojo. Su victoria, en el centro mismo del poder enemigo, hizo evidente las lealtades de cada cual. Entonces los druidas fieles alabaron al cielo por no haber caído en la tentación de ceder a las artimañas que los empujaban a desatar el poder de la naturaleza una vez más. Y los fenóritos maldijeron este nuevo cambio de acontecimientos, que volvía a ponerlos en mal pie.
Los sucesos siguientes son conocidos: los druidas fieles abogaron por la moderación de los poderes druídicos, de manera que no pudieran volver a ser utilizados para alterar las fuerzas de la naturaleza. Los fenóritos hubieron de plegarse, temerosos de que de otro modo el caballero dragón condujese a sus hombres y a sus bestias hasta el último rincón del norte, arrasando con todos. Pues ¿no era lógica una represalia así, luego de haber ellos quemado medio Imperio?. Sin embargo, lograron imponer una condición: la disolución de la Orden de Montdragón. La demanda causó sorpresa en sir Ruggier, pero no tanto como lo hizo la reacción de los reyes, que la apoyaron. En el fondo, ellos también temían el poder del caballero dragón, si además de a las bestias aunaba la influencia de una orden militar. El Sagrado Pacto de la Promesa fue así sellado, y nunca más la fuerza de los druidas volvió a ser igual a la de los tiempos antiguos.
Sin embargo, el Pacto no evitó el exilio de los fenóritos. Algunos lamentaron esa medida desde el lado de los fieles: demasiado dura y tomada desde el miedo y la incomprensión. Pero fue efectiva: los druidas fueron exiliados, y ellos arrastraron consigo a una parte del pueblo, al que habían convencido de que todo se había tratado de una estrategema del Imperio que, a fin de cuentas, los había exiliado de nuevo. Ciertamente no ayudó a esta desconfianza mutua la decisión posterior de construir el gran muro del norte. Así, los fenóritos no solo fueron exiliados, sino cortados de toda relación con el Imperio y, con el tiempo, olvidados.
Pero Ansálador sabía que ese no era el fin de la historia. El castigo había sido vejatorio, y eso engendraría rencor y nuevas amenazas. En el futuro no habría Orden de Montdragón para proteger a las tierras de Dáladon: había de pensar en otra cosa. Fue así como fue tomando forma en su mente la idea de forjar las Espadas.
Esta ha sido la verdadera historia de sir Ruggier y la Orden de Montdragón, de cómo se enfrentaron a los dragones del norte y pusieron fin al Terror Ardiente. La vida de la orden fue corta, pero cambió el curso de la Historia.
July 23, 2024
Elena abandona Nifrán
Cuando salió al balcón, la brisa de la tarde le trajo el aroma de las rosas del jardín, cuyo perfume inundó sus sentidos. Los rayos del sol llovían oblicuos sobre la ciudad y el lago, y todo parecía sumergido en somnolienta calma. Tal tranquilidad le pareció un insulto. Nada en ese clima idílico de verano se condecía con la tormenta que se había desatado, que ella había desatado, en el palacio real de Nifrán. La paz era solo una ilusión, un deseo perezoso. ¿Cómo podía todo el mundo estar tan tranquilo, si las noticias del norte y del oeste eran de día en día más inquietantes? ¿Cómo es posible que nadie se dieran cuenta? ¿Por qué su padre no la había respaldado, él que mejor que nadie veía el peligro delante?
Suspiró apoyándose en la balaustrada y paseando la mirada por la ciudad, por su hogar. Nifrán era hermosa. Sobre una suave colina, sus casas de piedra y de madera tallada se expandían armoniosas hasta casi tocar las aguas del Lago de Cristal, que a esa hora de la tarde hacía honor a su nombre reflejando los últimos resplandores del sol. Pronto, su superficie especular replicaría los centelleos de las estrellas del Este. Fuertes murallas de piedra labrada protegían la ciudad y separaban el burgo de las huertas y campiñas de los alrededores. Pronto, desde el Salón del Rey, allí mismo donde ella estaba, sonaría el cuerno de sus ancestros y las puertas se cerrarían por la noche.
No podía enojarse realmente con la calma que la circundaba. ¿Qué sabían el lago, los muros, las gentes del burgo y de los campos, de las amenazas que hubieran podido turbar sus ánimos? A ella la acusaban de querer forzar que fuese todo según su voluntad. Ciertamente, el sol y las estaciones no se plegarían a ella, por mucho que le pareciera más adecuada una tormenta con truenos y relámpagos para enmarcar los sucesos de ese día.
Suspiró recordando. La tensión se sentía desde hace meses. Años quizás, pero entonces ella era muy pequeña para haberlo notado. Desde el Norte los druidas fenóritos habían cruzado la muralla de su exilio. El Imperio de Dáladon les había hecho frente en los Campos Brunos y el desastre fue total. Como princesa de estirpe alana, la suerte del Imperio, viejo enemigo de las naciones del Este, no debiera haberle importado. Eso es lo que decían los consejeros del rey, al menos. Pero ella no se tragaba eso de "los enemigos de mis enemigos son mis amigos". No se lo tragaba, porque los hombres que habían cruzado la muralla no eran de fiar. Cuando era niña su madre le había relatado las historias de los tiempos antiguos, la terrible iniquidad de aquellos exiliados, sedientos de venganza. Y los relatos que se oían de día en día en la corte le daban la razón a esos viejos cuentos: la conquista del Imperio se hacía en ese momento al precio de persecución y sangre inocente. Y si un tercio de lo que se contaba de los Campos Brunos era verdad, el pueblo de Nifrán, por mucho orgullo alano que tuviera, no podría oponerse por sí solo a esas fuerzas, el día que estas decidieran expandirse hacia el oriente. El Imperio de Dáladon respetaba las fronteras de Nifrán. El rey debía reconocer que, a pesar de tensiones históricas, para él al menos Dáladon había sido un aliado, aunque fuera por omisión.
¿Entonces? ¿Por qué esperar, por qué no actuar? La calma que la rodeaba volvió a golpearla. Nifrán dormía, y esa somnolencia le costaría la vida. El cuerno sonó, las puertas se cerraban. Si ellos se negaban a intervenir en favor de sus vecinos, el ostracismo les costaría caro. Ella se lo había dicho con todas sus letras al rey. En privado, varias veces. Pero hoy había sido distinto: hoy se había decidido a apostarlo todo. Intervino intempestiva en el consejo de los líderes de Clan. Se había dirigido directamente a la Corona, exigiendo un cambio, una decisión. Hubo indignación en el Middhall. ¿Es que la princesa no sabía cuál era su lugar? No le correspondía a ella hablar de guerra o de paz, menos aún a su edad. Pero ella inisistió, desafiante, los ojos escrutadores perforando con la mirada a los asistentes, clavándose en fin en los del rey.
Sin embargo, de poco le valió, más que para despertar la ira regia. La discusión se acaloró, puesto que él no podía mostrarse mandoneado por su hija frente a sus hombres. Si cabía alguna duda en su espíritu de lo que debía hacer, la intervención de Elena le forzó, en cambio, a tomar el partido contrario. Amenazante, le ordenó retirarse. Ella rehusó. Él se obstinó en su decisión: ningún guerrero saldría de los límites de su reino para participar en una guerra que no era la suya. Uno de los consejeros aventuró que quizás debieran, de hecho, ir en apoyo de los fenóritos, esperando luego ser recompensados por quienes tenían la fuerza de vencer al Imperio... y entonces la furia del monarca, apenas contenida por tratarse de su hija, se desencadenó sobre el desafortunado. ¿Cómo se atrevía a sugerir que los alanos mendigaran vilmente la aprobación de esos monstruos? ¿Es que eran perros, lacayos, acaso? La decisión era firme: Nifrán no participaría de la guerra, ni por unos, ni por otros.
Con la impotencia quemándone los ojos, ella se retiró bajo miradas de desaprobación que intentaban humillarla. Sabía que su padre la buscaría después de las audiencias para hablar en privado, pero ella ya no podía simplemente hablarle. Había tomado su caballo y galopado cuanto pudo en una mañana, atravesando los campos, y los bosques, y las colinas... hasta que su corazón tomó una resolución.
Hacía poco que regresó al palacio, solo para que la calma del día la irritara una vez más. Sin embargo, qué hermosa era Nifrán, en la luz mortecina del día. Entonces alguien la llamó: al volverse vio a su criada con orquídeas entre las manos. Orquídeas azules.
—El rey os las envía, mi señora.
Elena sonrió al tomar el ramo. Esto era una petición de paz. Su padre sabía cuánto amaba esas flores azules, sus favoritas. Dejó que su nariz se perdiera en su aroma, mientras despedía con un gesto a su doncella. El perfume llenó sus pulmones.
El azul de las orquídeas, sin embargo, era un símbolo de pureza y de tranquilidad, de paz. Todo lo contrario de lo que parecía amenazar el horizonte de su pueblo. Volvió a lanzar una mirada por sobre el balcón. La noche casi había llegado y se encendían los hogares, iluminando las ventanas y las callejuelas por tramos. Había mucha jovialidad en el espectáculo de las luces brillando en la noche, luces que le recordaban los festivales de primavera, las danzas del verano. Y sin embargo, ella era la única en percibir la inminencia del otoño, la muerte invernal. Observando colina abajo vio correr las escenas de su vida, corta y pacífica hasta ese momento. Cuántas veces no había jugado en esas callejuelas, reído junto al lago, paseado por los bosques... cuántos recuerdos que debía dejar. Su padre quería conservarla como una orquídea en un vaso. Pero las flores en vasijas lucen un tiempo y luego se marchitan.
Se apoyó en la baranda escuchando los latidos, la respiración de su ciudad natal, de sus gentes. Lágrimas surcaron sus ojos pensando en su padre y en su madre. Pero la decisión estaba tomada. Por ellos lo hacía, para que pudieran ver de nuevo elevarse el sol en la siguiente primavera, sin tener que inclinar la cabeza frente al brazo de hierro de los hombres del Norte.
Al amanecer, había alcanzado ya la linde de los bosques, y se permitió una última mirada hacia atrás. Los rayos del sol despertaban en ese momento los campos alrededor de la ciudad, y hacían brillar los tejados del Salón del Rey. Nifrán se alzaba hermosa en su colina, mirándose en espejo del Lago de Cristal. Elena suspiró apenada: no sabía cuándo volvería a ver su patria. Debía avanzar: muy pronto su padre, el rey Theleas, notaría su ausencia. Y ella debía dejar el reino, emprendiendo la marcha hacia el Imperio de Dáladon. Su padre no había querido hacer caso de sus consejos, absteniéndose de ayudar a una nación que los consideraba bárbaros y poco menos que nómades. Pero eso era un grave error: bien sabía Elena que, si en la guerra en que estaban inmersos sus vecinos del oeste se imponía la facción de los fenóritos, no habría nuevos amaneceres en Nifrán. Si el rey no acudía en socorro de Dáladon, lo haría la princesa. Con esta resolución, volvió los ojos hacia delante, y dejó atrás las tierras de los alanos
[image error]February 22, 2024
La inspiración de las montañas
La semana pasada tuve la dicha de pasar unos días en las montañas. Me fui a perder allá, mientras otros esquían, esencialmente para avanzar en la redacción de mi tesis. Así es: la foto con la que comienzan estas líneas soy yo escribiendo, pero no ficción, lo siento. Sin embargo, aunque mi tiempo lo dediqué en parte a los cantares de gesta que son el objeto de mi estudio, el ambiente evocaba para mí fuertemente los albores de mi propia gesta, Crónicas de una espada.Hace más de 20 años que no estaba por allí. No lo he dicho todavía, pero el lugar de mi retiro erudito fueron los Alpes. Una enorme suerte que no pensaba tener. Estuve del costado francés, en un pequeño villorrio de nombre Chalmieu. Pero hace veinte años estuve en estas mismas montañas, imberbe aún, por el lado italiano de Val d'Aosta. Con mi familia —vivíamos entonces en Italia— subimos el valle hacia el Mont Blanc y de ahí pasamos a Chamonix. ¿Por qué les cuento todo esto? Porque fue entre esas estribaciones que nación Gáradras, la Corona de las Montañas, la Ciudad de Oro.
Corría el año 2003, si no me acuerdo mal. Yo tenía trece o catorce años como mucho. Las elevaciones de los Alpes me recordaban aquellas más familiares de la Cordillera de los Andes, en Chile, mi país natal. Pero lo que entonces más llamó mi atención en esos valles fueron los castillos: construidos en las cimas de escarpados peñones, como labrados desde la roca viva, aquellas fortalezas desplegaban una impresionante belleza, ostentando todo el aparato de los ricos y potentes señores de antaño. La visita de esas plazas fuertes quedó grabada para siempre en mi retina.
Por entonces no había aún nacido la historia que estructura mis novelas. Estábamos en una suerte de "prehistoria" narrativa: el universo estaba naciendo, yo había ensayado algún pasaje, pero el verdadero relato no comenzaría su camino al papel sino hasta algunos años después, de vuelta en Chile.
La ciudad de Gáradras estuvo presente desde los primeros borradores. La primera idea fue la de un asentamiento sobre los árboles, una red intrincada de puentes y pasarelas que hubiera dado nacimiento a una villa suspendida a media altura en el bosque. Pero rápidamente deseché esa idea, quizás demasiado influida por las novelas de Dragonlance que acababa de terminar. Y el lugar de la Gáradras arbórea fue tomado por la Gáradras de piedra, por la Gáradras que nace desde el peñón desnudo de una montaña, en el corazón de la Cordillera del Norte. No era solo un castillo, sino toda una ciudad que florecía sobre aquellas alturas, con sus agujas y cúpulas de oro brillando al sol y el justo título de Corona de las Montañas. Para los que conocen Crónicas de una espada, les resultará familiar el dibujo de la portada del segundo Canto, donde la protagonista es justamente esa ciudad:
Los años pasaron, y los libros se sucedieron. Gáradras adquirió un papel de primer orden en la historia, y de hecho todo el segundo Canto le está dedicado. Y aunque la ciudad no existe y yo nunca he vuelto a pisar el Val d'Aosta de donde vino su inspiración, no dejé de toparme con escenarios que la evocaban.Uno de aquellos lugares está en Chile, en el parque natural las 7 tazas. Al final del valle, atravesando El Bolsón (que para mí era también una alusión al Hobbit), se yergue el Colmillo del Diablo, elevación que me recuerda siempre la columna de piedra que es la base de Gáradras:
Y así llegamos también a la semana pasada: porque tomándome un descanso de mi encierro, decidí salir a caminar una vez que la nieve dejó de caer. El día era maravilloso, y nada más empezar una breve ascensión, que me llevaría a un promontorio desde el que mirar el valle, vi delante de mí las Aiguilles d'Arves (Las Agujas de Arves):
Inmediatamente, Gáradras volvió a mi memoria. Ahí estaba la columna de roca rayando el cielo, sobre la que podía ser esculpida la ciudad. La flanqueaban dos otras puntas, que me recordaban la posición de la ciudad, a la que se accede por un largo puente. Solo faltaban algunas modificaciones de contexto para hacer visible a la Ciudad de Oro. Así que, a la vuelta de mi estadía en los Alpes, me decidí a tomar las fotos tomadas y volver a esbozar la ciudad. He aquí el resultado de ese ejercicio:
¡Espero hayas disfrutado este recorrido tanto como yo! Y no olvides que este es el modo en que yo imagino la ciudad. Tú no estás obligado a compartir la misma visión, basta que la tuya respete lo esencial de la descripción de la novela:
"Ya al amanecer, Galván ascendía por un estrecho camino de montaña, al borde de un desfiladero desdeel que se veía el escabroso curso del De Laid, por el flanco rocoso de un picacho. Al dar la vuelta en unrecodo, se manifestó ante él toda la magnificencia de su amada ciudad, Gáradras: suspendida sobre unaescarpada prominencia, que parecía emerger con ímpetu desde la tierra, sus murallas daban la impresiónde nacer de la antigua roca y elevarse blancas e imponentes cual corona real sobre la milenaria cumbre depiedra. Dentro de ellas, la ciudad brotaba en un sinfín de finas torres y gruesos torreones, doradas cúpulasy edificios. Sobre el punto más alto de la nevada peña emergía del suelo, como esculpida en la roca, unafortaleza sin igual, con cuatro torreones y una maciza torre de rebordes dorados. Las broncíneas puertasde la ciudad se abrían de par en par en aquel preciso instante, envueltas por el resonante son de un cuerno.Desde ellas se extendía, como una pétrea lengua, un puente adornado con mármoles y apoyado sobredescomunales columnas que descendían en la profundidad del cañón que separaba la peña en la que se situabala ciudad del resto de los montes. De hecho, la aguda prominencia se alzaba como una columna natural desdeun profundo valle que tenía por sólidas murallas las laderas de las montañas. Por una de ellas, ubicada en lacordillera detrás de la ciudad, cual telón de fondo, caían estrepitosamente grandes cataratas que saltaban entrelas rocas y se abismaban en el valle, donde se unían al curso del De Laid. El conjunto de las aguas cayendo pare-cía un enorme árbol de fino tronco e innumerables ramas que se abrían en un abanico cada vez más ampliomientras se acercaban a las cumbres.
Como si aquella vista no fuera aún suficiente, el sol despuntaba en ese momento por detrás de lasmontañas del este y tocaba con suavidad los tejados de la ciudad y, conforme adquiría fuerza y alcanzabacada rincón de Gáradras, su luz se veía reflejada en las áureas cúpulas y agujas de las torres, envolviendotodo en un mágico halo de oro."
December 5, 2023
Sir William Paladais
"Llegó entonces el ruido de pasos hasta la estancia y se detuvo en ella y, junto con él, hizo entrada un hombrede porte imponente, solemne y marcial. Unos ojos azules y penetrantes se posaron sobre el joven Damián,quien sintió sobre sí toda la autoridad de aquella figura, reflejada de algún modo en su impecable uniforme,bajo el que relucía una centelleante armadura. Su rostro, que expresaba ya la experiencia de sus cuarentay tantos años de vida, parecía encendido por su tupida barba y cabellos pelirrojos, que competían con elelegante penacho que coronaba el yelmo abierto sujeto bajo el brazo, mientras su mano enguantada seposaba sobre un puñal de bruñido acero, hermano sin duda de la rica espada que colgaba al otro lado desu cinto, la que a tantos enemigos había abatido y que tan fielmente había defendido la ciudad. En fin,terminaba por señalarlo como hombre de armas y fiel soldado de su patria el gran escudo que portaba a susespaldas, en el que campeaba el emblema de Siar: el lobo de plata sobre campo azul.
Nada más detenerse en la habitación, a la autoridad de su porte y mirada se unió la de su clara voz"
Crónicas de una espada, Canto I: El Lobo de Plata.
Capitán de las huestes que defienden las murallas de Siar, el experimentado sir William lidera sus hombres con valor y fiereza. Dispuesto al sacrificio supremo, no cejará jamás en la lucha y su ejemplo de integridad y coraje resonará por siempre en el corazón de su joven e inexperto pupilo, Damián de Siar, a quien confiará las últimas esperanzas del Imperio, mientras él y lord Edwin, junto a los últimos hombres de la ciudad, hacen frente por última vez al enemigo "ganando la gloria que en héroes convierte".
Volver a "personajes".
July 8, 2023
Vourat
El teniente Vourat, comandante del Húsares de Plata y miembro del Consejo de Gáradras, es uno de los personajes que conocerás en el Canto II, "El Ejército del Fénix", y que ya no abandonarán la historia. Excelente militar, está al mando del prestigioso regimiento de élite de la Corona de las Montañas. De noble estirpe arverna, es más que consciente de sus logros y de su elevado status, por lo que se mueve con arrogancia y seguridad, convencido de la superioridad y pureza de su propia sangre. No es hombre al que sea fácil llevarle la contraria, estando como está dispuesto a demostrar su punto con el acero: son muchos los que se han visto derrotados en duelo ante las espadas de Vourat. Sus soldados han de sufrir su firme mano, pero aunque Vourat no sea de carácter amigable, nadie puede negar que termina por transformarlos en guerreros fieros y versátiles.
Espero les haya gustado esta pequeña reseña de personaje. Bajo las órdenes de Vourat tendrán que servir Damián y los Hermanos del Húsares a partir del Canto II, y ciertamente su comandante dará de qué hablar.
Volver a "personajes".
Valdrag
Valdrag Cara-Cortada, como todo varno, es un luchador feroz; pero incluso para los bárbaros es un hombre sombrío. De mirada inquietante y pocas palabras es sin embargo uno de los mejores guerreros de la banda de Gódric el Rojo, ganándose el respeto de sus hermanos de armas por medio de la destreza en el combate, hasta llegar a rivalizar con Lamret sobre quién de los dos es la mano derecha de Gódric. Un último episodio de la eterna disputa entre ambos guerreros se desencadenará en torno a una espada encontrada por Valdrag, desacuerdo que podría marcar la historia del varno más profundamente que la cicatriz que divide su rostro.
Volver a "personajes".
Rufo
"Rufo era un hombre joven y alto, de cabellos negros y barba de dos días. Sus facciones eran cuadradas y sus ojos grises, severos. Vestía de terciopelo negro y botas altas, una gruesa banda de cuero le cruzaba el pecho, sujetando un gran mandoble a sus espaldas"
Este personaje que aparece por vez primera en el Canto IV, en medio de las aldeas y bosques del sur. Hombre de pasado algo oscuro, inteligente al mismo tiempo que fuerte guerrero, en sus manos estuvo un día toda la red de espionaje fenórita, y no dudó en utilizarla para someter a la población, hasta el punto en que su solo nombre hace temblar a los pocos fieles que en la región han sobrevivido a sus manos. Sin embargo, no es fenórito de nacimiento y su pasado fiel le atormenta de tanto en tanto, haciendo incómoda su posición. Su espadón no se cansa en la batalla pero ¿al servicio de quién merece realmente la pena poner sus fuerzas?
En el dibujo, traté de retratar en el fondo el dilema de Rufo, haciendo visibles ambos bandos, fiel y fenórito, en las personas que pueden simbolizar esa influencia para Rufo: a la izquierda, con el luminoso árbol de los druidas de fondo, vemos las figuras de Elena y Perseas, así como del Gran Guía Augérias. A la derecha, entre las sombras se perfilan los ejércitos fenóritos, el terrible Devastador con su máscara de cuernos se ciervo, y el artero Bartolomé Cara-Quemada, todos bajo el estandarte de la cobra plateada.
Volver a "personajes"
Róberick de Angrados
Róberick es un juglar, que recorre por oficio las tierras de norte a sur y de este a oeste, cantando gestas e historias de todo género. En el Canto I de Crónicas de una espada le oímos cantar la historia de Áton y el gigante, y en el Canto IV y V las gestas de Argos en el sur. También le vemos brevemente en Orencio y Eloísa (historia que pueden leer aquí). Este juglar y trotamundos con facilidad para la bebida es capaz en un instante de avivar el espíritu de sus oyentes y, sin embargo, un oscuro pasado le ha vaciado a él de toda esperanza: desencantado de los ideales del Imperio, la visión que él califica de "realista" es fácilmente tenida como "pesimista" entre aquellos que aún tratan de mantener viva la esperanza en la victoria final.
Róberick simplemente "apareció" sin yo proponérmelo demasiado al escribir la saga y, como si tuviese vida propia, poco a poco fue cobrando más relevancia, hasta el punto que alguna vez me pregunté si no sería mejor que la novela la hubiese firmado bajo su seudónimo, pues él es el gran narrador de las Tierras Occidentales. Aunque finalmente desheché esa idea para firmar mi obra con mi propio nombre, no es sin su qué que decidí que mi blog se llamase "el Juglar Errante".
Volver a "personajes".Lord German
Lord German, alias el Duque de la Frontera, es un importante caballero cuya vida está estrechamente ligada a Sarpes, la ciudad fluvial y fortaleza que es crucial para el control del río De Laid, que separa las tierras del Imperio de las de los clanes bárbaros. Como caballero tuvo una participación destacada en la Guerra de la Frontera, en la que sus hazañas al servicio de Sarpes le ganaron primero el apodo, y luego el título, de Duque de la Frontera. Su prestigio fue tal de convertirse en gobernador de la ciudad, aunque quizás el hecho más notable de aquellos días fue el de haberse convertido en el maestro de sir Edward, el futuro paladín del emperador.Cuando la dominación fenórita cayó como una opresiva sombra sobre el Imperio, las familias nobles de la ciudad conspiraron en su contra y German se transformó en un fuera de ley. Forzado al disfraz, se transformó en barquero-mendigo, y utilizó sus vínculos con los clanes varnos para financiar la resistencia en Sarpes a través del comercio clandestino con los bárbaros del otro lado del río. Luego, cuando su antiguo discípulo, sir Edward, reunió el ejército del Fénix y comenzó la reconquista, no vaciló en acopiar armas y gente, infiltrarse en la vecina Gérsula y levantarla en nombre del Imperio para unirse al paladín en el asalto final a Sarpes, donde encontraría su destino.
En estos dibujos lo vemos, a color, con sus canas indicando sus años, en el momento en que se une a las huestes del Fénix. También se le puede ver joven, con la dignidad de un duque y gobernador imperial; y bajo la apariencia de barquero, en sus años de proscrito. En el fondo, Sarpes, la ciudad a la que dedicó la mayor parte de sus esfuerzos. He querido que en el primer dibujo aparezca en sus tres facetas, recapitulando así, de algún modo, su vida.
Volver a "personajes"
Lamret el Manco
"A la izquierda cabalgaba Lamret, un hombre bien fornido y de castaños cabellos ondulados, de aspecto serio, pero, como se dieron cuenta después, increíblemente cortés, aunque su extrema franqueza y maneras directas lo hacían a veces un tanto fastidioso".(Canto II, La Corona de las Montañas).
Así entra en escena Lamret, uno de los bárbaros (varnos, apuntarían ellos) que forman la banda de guerra de Gódric el Rojo. Este guerrero, formidable y leal, irá ganando más y más importancia, como uno de los principales capitanes del mismísimo Gódric.
Volver a "personajes"


