Natalia Doñate's Blog
February 21, 2025
Anuncio importante – Mudanza
¡¡Año nuevo, sitio nuevo!! Pronto esta web dejará de existir. Los invito a seguirme en mi nueva dirección: www.nataliadonate.com
Ojalá podamos seguir en contacto!!!
Cariños,
Nati
The post Anuncio importante – Mudanza first appeared on ex LA CASA DE LAS ARENAS.
April 29, 2023
Feria del libro 2023
Cariños,
Nati
June 1, 2022
Madre primeriza
El embarazo le había costado el empleo. Aún así, el saber popular de que los niños llegan con un pan bajo el brazo seguía respetándose a rajatabla. Llave simbólica en mano, pues se trataba de una huella dactilar, la joven madre entendió el por qué. La gente simplemente adoraba a los bebés y la mayoría estaba dispuesta a dar una mano a cambio de una sonrisa de encías, del terso roce de un codito rechoncho, de unos segundos de fragancia a vida nueva. Los mismísimos Reyes Magos habían andado a lomo de camello, por quién sabe cuántos miles de kilómetros, para echar un vistazo al niño del pesebre y colmarlo de obsequios.
En el escritorio de su recámara, ocupado poco tiempo atrás por la computadora de Fabián, sus apuntes de contabilidad y sus latas de mermelada rellenas de marihuana -no sea que se le fuese a acabar- descansaban ahora un sinfín de peluches en tonos pastel, deliciosos al tacto e invitadores al sueño, un set de primorosas mantitas lavadas a mano y doce pijamas enterizos que sólo podían pertenecer a una criatura mágica. La suya.
No, no estaba sola.
Con destreza encastró al bebé en el transportín y éste a su vez en el carrito. Al llegar al coche hizo lo inverso. Pronto estuvo lista para partir. Los del cable podían tardar horas en llegar, pero ella quería evitar el tránsito. Dos meses con el niño le habían dejado en claro que no convenía pasar más de treinta minutos en el auto, pues allí no era posible alzarlo, ni consolarlo.
“La música calma a las fieras” sentenció su madre en su cabeza.
“Esperemos que así sea” le respondió ella en voz alta.
Un cuarto de hora después, un pequeño sollozo tensó sus hombros agotados. El huevito se ubicaba en dirección opuesta a la marcha, por lo que no podía ver al niño a la cara. Afortunadamente, faltaba poco para llegar. Decidió cantar para distraerse.
Amaba a su hijo con locura. Desde que habían regresado del hospital, sólo se habían separado el día de la inscripción en el registro civil. Durante esas dos horas, la imagen de su minúscula boca chupeteando la había acechado con furia. ¿Estaría llorando?¿Habría aceptado bien la mamadera? El ceño fruncido de Fabián la había regresado a la realidad. Se iba a hacer cargo, y lp había decidido por las buenas. Desde ese momento, y por los próximos dieciocho años, sus vidas y sus decisiones estarían atadas.
El guardia de la lujosa torre le abrió la puerta con un ademán amigable. Era la sexta vez que iba a ese lugar, pero todos los empleados la recordaban. Había sido “la embarazada”, la “muy embarazada” y ahora cumplía el rol de “la madre primeriza”. Ingresó con el cochecito al amplio ascensor y pulsó el número 36. Luego aguardó con paciencia la sensación de opresión en el pecho y se maldijo entre dientes por haber olvidado la goma de mascar. Otra vez se le taparían los oídos. Sintió el tirón familiar hacia abajo y entonces la puerta plateada se deslizó a un lado, revelando el hall de recepción, donde un boxeador de óleo colgaba, vencido, en la esquina de un cuadrilátero desdibujado. Sostuvo el pulgar contra el lector hasta que una sucesión de lucecitas verdes seguidas de un gruñido de engranajes le dieron la bienvenida. Con agrado comprobó que habían traido los sillones nuevos. Olía a cuero, a lavandina y a lujo. Sintió la urgencia de una siesta, pero debía amamantar al bebé antes de que llegaran los técnicos, así que lo acomodó en su regazo, mientras admiraba el apoyabrazos imitación víbora. Era un sitio magnífico. Si todo salía bien, pronto podría empezar a recibir a los posibles inquilinos a cambio de una generosa comisión, cortesía de su padre. Permaneció unos cuarenta minutos en estado semi inconsciente, hasta que un olor lechoso y dulzón tomó posesión del lugar.
—Eres un cerdito —increpó al pequeño con cariño mientras lo sostenía contra su pecho con una mano y desplegaba una manta impermeable con la otra. Una vez cambiado el pañal, decidió ventilar el ambiente. Al abrir la ventana, los sonidos de la ciudad irrumpieron violentamente al departamento, entremezclados en una ráfaga de viento que peinó de un soplo la fina pelusita de la cabeza del niño, que irrumpió en llanto. Quiso consolarlo, pero no podía. Las piernas le temblaban. Aferrándose con fuerza a la criatura, echó un vistazo hacia abajo y sintió que un enorme agujero se abría a sus pies. Retrocedió con cuidado, ubicó al bebé en el cochecito y regresó junto a la ventana.
“Vamos, no pasa nada” se dijo a la vez que tanteaba el marco y volvía a mirar, esta vez en forma perpendicular al suelo. A lo lejos, a una distancia vertiginosa, las cabezas y los hombros de un puñado de transeúntes sin cuerpo paseaban con naturalidad.
“Sabés que no te vas a caer” quiso razonar, pero sentía como si un imán la atrajera al vacío. Cerró, rendida, la ventana y se mantuvo lo más alejada posible de la misma hasta que dieron las seis de la tarde y entendió que la habían dejado plantada. Una amable telefonista le indicó que debería volver el jueves. Esa noche no pudo dormir, ocupada su mente en regresar una y otra vez al momento en que abría la ventana con su bebé en brazos. Se vio a sí misma allí parada, en distintas posiciones, bajo diversas condiciones climáticas, siempre abriendo la ventana. No, el bebé no había estado en peligro en ningún momento. Incluso, si se le hubiese resbalado, habría caido al suelo del departamento y no treinta y seis pisos abajo. Era física pura y dura. Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en eso?
La semana transcurrió lentamente entre pesadillas y horas en vela. Se sentía profundamente sola. Por las noches, la fantasía empeoraba y el pecho le ardía. Ahora, el bebé caía inexorablemente mientras la miraba con ojitos confundidos y suplicantes, los bracitos extendidos con rigidez como cuando lo acostaba de golpe.
“¿Por qué, madre?”
Ella lo miraba desde lo alto, gritando por unos segundos que anticipaba eternos en su memoria. ¿Y si era ella la que lo arrojaba? Podía hacerlo en un descuido, o tal vez por no soportar esperar lo peor, adelantándose a lo inevitable. ¿Iría presa? Desde luego que no. Al ver su cabecita tibia y suave estallar contra el pavimento, saltaría tras él, para formar juntos una gran mancha de gelatina en la eternidad. Saldrían en las noticias del viernes.
Ese miércoles por la noche la angustia llegó a su punto límite y decidió buscar información en Internet. Así fue cómo descubrió que muchas madres tenían miedos irracionales de hacer daño a sus hijos. A la mañana siguiente seguía preocupada, así que tomó una decisión. Se dirigió presurosa al departamento y, con el niño bien asegurado en el cochecito, se asomó a la ventana, como quien quiere tener la última palabra. Luego, la cerró con furia y giró la llave -una pequeña pero bien tangible, de metal. Repitió el procedimiento en el resto de las aberturas, trabando una a una todas las vías posibles de caída, de suicidio, de infanticidio. Satisfecha, apresó las llaves en una bolsa de tela que guardó en la baulera del auto.
Cuando llegaron los del cable se encontraron con el aire acondicionado encendido y un tenue olor a pañal sucio.
-No se preocupe, doña. Yo también tengo hijos- dijo el más joven.
Ella sonrió con gratitud. Volvía a respirar y a soñar. Eventualmente pudo alquilar el lugar a un simpático embajador, que no hablaba una palabra de español, pero parecía cómodo en las alturas. Algunas personas están hechas para vivir en la cima.
Junto al dinero de la comisión, su padre le obsequió un microondas que había sido rechazado por el flamante inquilino, quien consideraba que ocupaba demasiado lugar en la mesada. Ella lo aceptó con entusiasmo. Era obscenamente grande.
“Es tan inmenso que podría albergar a un bebé” pensó al verlo instalado en su cocina. Nunca llegó a estrenarlo. Esa misma noche lo abandonó como a un paria en la baulera del edificio. Lo acompañan al día de hoy un juego de cuchillos profesionales, un corta-habanos y un soplete flambeador.
El niño ya pasa en altura a la madre. Se ve bastante normalito, dadas las circunstancias.
Imagen: https://pixabay.com/es/users/pexels-2...
NATALIA DOÑATE
May 26, 2022
La mujer incompleta
Que al pobre de Vincent se le ocurriera combinar a sus dos pasiones, era mera cuestión de tiempo. Un suceso trazado en el destino tan claro y delimitado como la primera pincelada de un óleo. Ella era etérea, inalcanzable, como el firmamento sobre las cabezas de los hombres, como la inmensidad del mar. Pero él ya había logrado captar a todos estos elementos y otros tantos más, que yacían ahora en torcidas columnas de lienzo y telas, apoyados sin ton ni son contra las mohosas paredes del ático que le servía de habitación. Con la muchacha en cuestión, el asunto se complicaba un poco, pues ella era inquieta e impredecible, como todo ser vivo. Él corría, por su parte, con una pequeña ventaja. Trabajaba en su cafetería preferida.
Cada mañana le reservaba, sin que el dueño del local lo notase, la mejor mesa frente a la ventana. Aquella en la que el nuevo sol se adentraba a tientas para entibiar apenas sus blancas mejillas, sin llegar a sofocarlas, mientras ella suspiraba ante el aroma avainillado de las medialunas. Exactamente cuarenta minutos después él la observaba marcharse, procurando, sin éxito, aferrarse a cada rasgo de su anatomía, impreso temporalmente en sus pupilas. Ella era un misterio, una fotografía mal revelada. Su preciada imagen permanecía unos segundos en su recuerdo, para luego fundirse a negro hasta el día siguiente. Cuanto más intentaba retenerla, más se le escapaba. Los viernes eran un suplicio, pues sabía que su musa no regresaría hasta pasado el fin de semana.
—Esa mujer me tiene embrujado —protestaba entre copas ante sus camaradas. —Puedo evocar hasta el más ínfimo detalle de los rostros de cualquiera de ustedes, e incluso el de unos cuantos extraños que me cruzo en la semana, pero el de ella es como una mancha de aguarrás en mi cerebro. ¿Qué clase de artilugio es éste?
—Pues que estás enamorado, idiota —lo cortaba Manuel, ya harto de tener la misma conversación cada noche de sábado. —¿Por qué no la invitas a salir y listo, como hace la gente normal?
—Es que la tiene idealizada —acotaba su amigo, el filósofo. —Ni siquiera es capaz de verla cuando la mira.
Vincent asentía, pero no accionaba. De haber nacido en otro tiempo, podría simplemente haberla buscado en las redes sociales tras leer su nombre en su tarjeta de crédito, o tomarle una fotografía con el celular mientras fingía una selfie. Pero las cámaras de esa época no estaban a la altura del disimulo que requería la delicada tarea de robar una imagen. No tenía otra opción más que pintarla. Tal vez, si se centraba en pequeños rasgos, podría ensamblar el todo, sin quedar deslumbrado.
—¿Café y medialunas, como siempre? —le preguntó alegremente la mañana del lunes, mientras con ojos clínicos recorría los contornos de su rostro. Casi sin darse cuenta comenzó a calcular medidas utilizando su lapicera como escala. Por la tarde, de regreso en su ático y sin probar bocado, pues el tiempo apremiaba, puso manos a obra y, en medio de un gran lienzo que le costó buena parte de su presupuesto, trazó la circunferencia facial más fidedigna que conocería la historia de la pintura.
Los días subsiguientes se dedicó de lleno a la boca, pues a la muchacha se le había dado por hablarle, sobre quién sabe qué maravillas, y él podía observar cada línea, cada forma y cada protuberancia con devoción. Con el paso del tiempo, su expresión fija comenzó a incomodarla, y ella dio crecientes indicios de ello, ya sea corroborando en el reflejo de la cuchara que no se le había metido comida entre los dientes, o pasando sus dedos disimuladamente por su cabeza en busca de una cagada de paloma. Vincent no lo notaba, pues los detalles de un sólo rasgo carecían de la fuerza para reflejar la expresión del conjunto. Así como un ala no hace a una abeja, o una pata a una mosca, una ceja no era más capaz de demostrar emociones que una oreja, o una verruga.
“Medio capuchón de lapicera. Un pequeño corazón partido en el labio inferior. Tres pecas amarronadas en forma de triángulo sobre la comisura izquierda” pensaba el joven, y unos oleosos labios surgían del lienzo sonriendo a su creador con gratitud.
Poco a poco, el resto del rostro fue cobrando vida. Ojos verde musgo abrieron sus párpados para jamás volver a cerrarlos. Largos mechones cobrizos se desplegaron como serpentinas sobre unos angostos hombros enfundados en seda. Una marca de nacimiento rosada trepó por el cuello hasta hallar cobijo a la sombra de una oreja.
—No bien termine la pintura la invito a salir —declaró el pintor una noche de bar y recibió a cambio una oleada de vítores de todos los comensales. Se sintió animado. Al parecer, el tener buena parte de ella ya apresada en su cuadro la volvía menos imposible.
Pero quiso la causalidad que ese viernes la mesa de la muchacha permaneciera vacía. Él se limitó a observar el hueco de su presencia con creciente preocupación, mientras algunos de los clientes habituales refunfuñaban por no poder ocupar el lugar. El lunes transcurrió también sin novedades, salvo por el hecho de que una intrépida pareja de ancianos se ubicó con decisión en el puesto y no se movió de allí hasta entrado el mediodía. De haberse aventurado Vincent a andar unos pasos por la cuadra del local, se habría encontrado a su amada en la cafetería de la esquina, degustando de unas medialunas desabridas pero libres de preocupaciones.
De más está decir que el romance no prosperó. El talento del joven pintor le ganó eventualmente su modesto sitio en la posteridad. Al día de la fecha la pieza “Mujer sin nariz” forma parte de la colección privada de una extravagante familia acaudalada.
Imagen: https://www.freeimages.com/photograph...
NATALIA DOÑATE
April 22, 2022
Convexo
Excención de responsabilidades: a riesgo de sonar presuntuosa es menester advertir al lector que el texto a continuación no se corresponde con mi estilo literario (aún entendiendo esta palabra en sentido vago, como si pudiese reducirse el mismo al uso frecuente de vocablos como “otrora” y “allende”, o al gusto casi perverso por las descripciones minuciosas). Lo cierto es que soy generosa con el tiempo ajeno. Yo, por el contrario, me voy quedar por estos lares, disfrazada a fines prácticos. El motivo es simple. El contenido de este relato es de rigurosa veracidad y conservar las formas a la vez que la materia es una empresa inconcebible en el mundo de la ficción, a menos que se trate de un oxímoron del tipo “la realidad imaginaria” o de una paradoja. No es éste el caso. Los necios que opten por leerme (a esta altura no puedo llamarlos de otro modo) pueden pagar el costo del libre albedrío a la salida. Aclarado este punto, prosigo.
De todas las acepciones atribuidas al término “espejo”, dejando de lado la inequívoca, aunque adoleciente de pocas luces de “superficie reflectante”, me ocasiona especial rechazo aquella que le otorga atributos morales emparejados con la verdad. En mi opinión, un espejo no tiene la capacidad de ser más honesto que aquello que refleja. Prueba de ello es que puedo mirarme en uno y encoger la panza. Luego, relajarla. Luego, contraerla una vez más.
Mentira – verdad – mentira.
Me consta que el espejo hace lo mismo. Esa debilidad que tenemos en común (los sutiles gestos de vanidad que ocultan carencias, que a su vez esconden sensibilidad ¡hasta podría hacer una lista de ellos!) es el detalle que lo hace humano ante mis ojos. Pero, como siempre, mi preferencia por la verdad se impone y vuelvo a inflar la panza, tal vez demasiado, hasta que el acto me resulta doloroso y la mente se me enturbia. El espejo me provoca:
—¿Qué te pusiste hoy? ¿Acaso es el cumpleaños de Chespirito?
Yo me rio, Natalia del espejo se ríe. Noto dos tajos en las mangas de su camisa, a la altura de los tríceps. Saco conclusiones irrelevantes pero verosímiles y me las reservo, como si fuesen un ancho de espadas al que pueda echar mano a conveniencia (tal vez hoy sea el día). ¿Qué más puedo hacer? El cerebro humano rellena huecos. “Fue sin querer queriendo” diría uno de los personajes del pseudo cumpleañero.
En ocasiones el espejo refleja estilos de cabello que no me he hecho. Atribuyo el error a su superficie irregular (aunque sospecho que es menos convexo de lo que me quiere hacer creer). Otras veces me ubico más cerca de la cuenta, hasta que el contacto con mis propios ojos me ocasiona un ligero dolor de cabeza y entonces creo divisar lo que hay del otro lado. Un jarrón en un cesto de basura, una caja de herramientas, un niño al que no tengo permitido hablar, pero con el que a veces dibujamos caballos sobre el cristal empañado. Me recuerda a una frase cuyo dueño se me escapa. “En otro universo hubiéramos sido amigos”.
Pero en éste no hay otra dimensión posible que la que surge del enfrentamiento de las caras. Entonces puedo verme de frente, de espalda y de ambos lados, incluyendo el menos favorecedor, el que esquivo en las fotografías. Me gusta imaginar que el desfasaje en la imagen lleva aparejado un desajuste temporal, de la misma manera en que mirar el cielo implica ver el pasado. Las estrellas muertas relucen y yo tengo ojos en la nuca. Y me veo de niña, con empatía. Y me veo de anciana, con creciente optimismo.
Últimamente, también me veo más linda. Si bien ya dejé estipulado que el cristal no me debe verdades (gajes del oficio a los que llamo “placebos mentales”) yo le creo casi siempre (e incondicionalmente siempre, cuando no hay elogios de por medio). Sé que el día en que me mude lo voy a echar en falta, pero me consuela pensar que los próximos inquilinos sabrán aprovecharlo. Tal vez, incluso, si se acercan lo suficiente, puedan vislumbrar algún resto espectral de mi persona; un libro con mi foto en la contratapa, una bolsa de papel madera con olor a tomates. Suena improbable, lo admito, pero a veces la distancia permite, como ya expliqué antes, todo tipo de fenómenos paranormales.
NATALIA DOÑATE
April 21, 2022
Anuncio dominical
Amigos de Wordopress! Quería contarles que del 22 al 24 de abril mi novela Allende la Torre del Sol va a estar para descargar gratis en Amazon.com
Se agradece difusión, reseñas y todo lo que tengan ganas
Paso link y los espero!!
April 17, 2022
Playlist
Es una tarde-casi-noche de las que invitan a salir a caminar, pero en casa no hay quorum. Esposo estudia febrilmente en la computadora, mientras que Cosa-1 y Cosa-2, ya bañados y en pijama, juegan en sus respectivos dormitorios, con los cabellos chorrenado agua a la par del espejo y las paredes del baño. Agradezco en secreto al fenómeno de la evaporación por ofrecerse a encargarse de ambos inconvenientes y, sin perder más tiempo, pues mis impulsos por salir son poderosos, pero efímeros, me auto-extiendo una invitación a acompañarme a mí misma. Nos ponemos un buzo marrón con capucha que no nos favorece y emprendemos la marcha al ritmo de Modern Love de Bowie. No somos fans de él en particular, ni de nadie en general, pero tiene dos temas que nos fascinan -en realidad son cuatro, pero más de la mitad pertenecen a la banda sonora de la película Laberinto, así que es probable que no cuenten.
Nuestro barrio se encuentra repartido a lo largo de senderos arbolados y pequeños lagos. Por las noches, los reflejos de las lucecitas en el agua lo visten de gala. Los otros caminantes que me cruzo a estas horas son tan reservados y esquivos que bien podrían confundirse con espectros. Pocos me devuelven el saludo. Me pregunto qué pensarán de mí las familias que pasan en coche, cuando sus encandilantes faros ponen en relieve mi figura desgarbada y solitaria, que no lleva consigo ni siquiera la excusa de un perro con ganas de ir al baño.
Bryan Adams desvía el curso de mi pensamiento, preguntándole a un “x” si alguna vez ha amado realmente a una mujer. Me resulta imposible no escuchar ese tema sin pensar en un baile de máscaras. Y hacia allí me voy bailando, o mejor dicho, lo hace mi “yo de los 20”, que es la que finalmente ha decidido sumarse a la salida, mientras “yo de los 39 largos” observa su juventud con envidia. Ah, pero qué poco sabe ella de la vida. De tener ganas de charlar, le podría contar unas cuantas cosas.
Mariah Carey llega al poco tiempo para recordarme que la música de antes era mejor. Ni siquiera me gustaba ese tema, Without you, y aún así… aún así. De haber seguido con Luis Miguel tal vez habrían tenido hijos que cantarían como los dioses. No como en mi familia, que se juntaron dos progenitores disfónicos y al día de hoy me averguenzo de mis audios de whatsapp -en su justa medida, aclara mi “yo” de casi 40, a la que cada vez es más difícil incomodar con nimiedades.
Unos pasos resuenan por detrás. Una pareja algo mayor ha tenido el tupé de pasarnos por la izquierda. Me pregunto si hicieron a tiempo de oler el tilo, que me tiene como hipnotizada, aunque calculo que no. Requiere de una gran fuerza de voluntad pasar rápido ante ese aroma que no se deja encasillar, que oscila con gracia entre lo delicado y obsceno, lo penetrante y sutil, ubicándose, junto con el del jazmín, en mi top-5 de olores preferidos. El cielo está ahora en su punto máximo de oscuridad -dentro de lo que le permiten la luna, las nubes, y la ciudad, que no se ve, pero se intuye. Yo me deslizo entre las sombras de los árboles y los círculos de luz anaranjada proveniente de los faroles, casi sin sentir las piernas.
Una familia de tres pasa en bicicleta y adivino que juegan a las adivinanzas.
-¿Es una mesa? -pregunta la madre.
-No, responde la niña.
-¿Es un animal?
La respuesta la escuchan ellos y el viento. Tal vez algún tero. Yo estoy ocupada salteando temas que no me interesan en este tiempo y espacio, procurando retener a mi impaciente “yo de los 20”, que empieza a dispersarse a medida en que nos acercamos de regreso a casa. Quiero saltear “As de World Falls Down” de Bowie, pero la magia de la noche sólo quiere atraer más magia, así que la dejo ser. Continúa el baile de máscaras.
De pronto, una musiquilla familiar extiende una alfombra de melancolía ante nuestros pies. Se trata de “My fathers eyes” de Eric Clapton. Si mi papá hubiese muerto el año pasado, éste habría sido un momento doloroso, pero por suerte no es el caso. Al menos no esta vez. Como para no quedarse afuera del recuerdo, surge de entre las sombras el pino frente al que me saqué la foto que creí que él no llegaría a ver, a la vez que, indiferente, se aleja a los saltos una silueta amarronada de orejas como palillos. Se trata de una liebre.
Con mi compañera detenemos un minuto la marcha para seleccionar una foto que tomé a la tarde, durante el almuerzo de Pascuas, y se la reenvío al doctor/amigo que le salvó la vida a mi viejo. “Otro momento robado al destino” le escribo, y él me responde con un corazón. El momento se aprecia y se suelta. La caminata se acerca a su fin. Summer of `69, también de Bryan Adams, se cuela en mi playlist para cerrar la fiesta con alegría. Los TOC somos así, gustamos de escuchar un mismo tema o banda una y otra vez.
-Me da pena regresar tan pronto -le susurro a mi compañera.
Ella no responde.
Miro por encima de mis hombros y descubro que estoy sola ante la puerta de casa. Mis hijos aguardan al otro lado, probablemente ansiosos de que les sirva la cena. Menuda sorpresa se llevarán cuando les diga que hoy nos excedimos durante todo el día y que es mejor que comamos fruta.
Aguardo unos segundos, por si ella decide regresar. Finalmente, me rindo.
-Disfrutá de la noche, que es joven -le digo a la brisa fresca.
Las copas de los árboles se mecen con deleite. A lo lejos, un ave nocturna silba un eco que me suena a risa.
NATALIA DOÑATE
March 29, 2022
Día de navegación en el Lady of the Seas
El transatlántico Lady of the Seas había cumplido con creces su promesa de diversión y aventura, materializada en magníficas imágenes a las que los vacacionistas recurrirían cuando el verano empezara a descamarse de su bronceada piel a la par de las vivencias en su memoria. “Sonrían,” “say cheese”, “digan whisky” habían dicho una y otra vez los fotógrafos profesionales y los ocasionales sin inocencia alguna: los recuerdos se borran más fácilmente que la tinta. Esa madrugada de martes, cual caballo que reconoce el camino y, deseoso de sombra y agua fresca, rompe al galope, la embarcación había emprendido su regreso al puerto de origen y ya nada ni nadie podría detenerla. Tenía por delante 24 horas corridas de navegación.
A la misma hora en que los motores estiraban las piernas, Amanda apagaba la alarma de su celular. Encarnaba el estereotipo del turista organizado. Había optimizado su itinerario según los designios del barco y los caprichos del clima, de modo en que no tuviese nada de que arrepentirse al terminar el viaje. Más importante aún, en esta ocasión se había asegurado de ganar la discusión pasivo-agresiva que tendría con la prima Drida, una mujer muy viajada que le había recomendado esa travesía, entre otras, y que tenía una amplia colección de actividades imperdibles para relucir al regreso de los recién llegados, al estilo de:
—¿Hiciste el paseo en góndola?
—Por supuesto, fue maravilloso.
—Ah, pero ¿pediste el recorrido especial que finaliza en un picnic bajo al luna? Sin ese detalle, no es la gran cosa.
Amanda estaba decidida a taparle la boca mal pintada de rouge a la arpía esa. Incluso había aprovechado las actividades dentro del crucero y no había taller de cerámica, juego de arco y flecha, clase de zumba o torneo de bingo que se le hubiese pasado por alto. Estaba agotada y no veía la hora de regresar a casa. El personal ya la llamaba por su nombre y su marido agradecía el tiempo libre que le otorgaban los animadores para ponerse al día con sus lecturas por medio de generosas propinas. Ese último día, sin embargo, tenían acordado asistir juntos a la noche de gala que se llevaría a cabo en el salón de la cubierta y que finalizaría con el amanecer de las arenas de Salvador de Bahía, donde aguardaban los hijos, los nietos, los perros, la pequeña huerta ecológica, la compra de la semana, los turnos con el médico, las discusiones por el volumen de la música con los vecinos y la soga de colgar la ropa, siempre sucia de telarañas.
Amanda se enfundó presurosa en una bata de toalla y, sin desayunar, se dirigió al spa, donde, semidormida entre velas y música delta, se dejó mimar con un masaje de cuerpo entero. Aceitada como cola de bebé y aún en ayunas, se presentó en las escalinatas de la planta baja ante Tony, un empleado del barco con quien tenía acordado un pequeño tour exclusivo -y off the record- por la sala de máquinas. La experiencia le resultó desagradable, pero se las ingenió para sacar algunas buenas fotos en las que no se notaban el calor infernal ni el ruido enloquecedor. A eso de las diez de la mañana, transpirada y aturdida, trepó a duras penas la escalera de regreso al día para premiarse con un generoso desayuno y recuperar las fuerzas que necesitaría para proseguir con el resto de las actividades matutinas: una amena caminata por el track de la cubierta y un taller de pintura con las manos. Manoel la esperaba para almorzar en su restaurante favorito, “Aquellos años”, el cual, casualmente, se asemejaba al sitio donde se habían conocido en su adolescencia.
—Te ves agotada —observó, risueño, al verla llegar con los dedos manchados de colores. —¿Cómo ha estado tu mañana?
—Me siento como si fueran las seis de la tarde —confesó ella con una carcajada. —Pero no se puede negar que le he sacado el jugo a este viaje.
—Pues me alegro que así sea, querida. ¿Qué tienes planeado para el resto del día?
Ella suspiró con desgano.
—Debo corregir unos exámenes y supongo que me vendría bien una siesta. No querría llegar agotada al evento de la noche.
—Me parece bien. Aquí cuentas con un servidor en caso de que quieras compañía.
Amanda sonrió. Llevaban toda una vida juntos y aún se sentía deseada por ese hombre de ojos amables y mente turbia en su justa medida.
—De acuerdo —le dijo a la vez que se alejaba con un poco sutil movimiento de caderas. —Creo que tomaré el postre en la habitación.
A las siete de la tarde despertaron de su siesta y, tras una rápida ducha, se vistieron con sus mejores telas.
—Estás bellísima, querida —dijo él con aprobación. El traje le quedaba algo grande, pues había perdido peso en los últimos años, pero ella se sintió plena y satisfecha. Aún amaba a ese hombre.
La fiesta era todo lo que cabía esperar en un crucero de lujo y más. Bandejas plateadas flotaban a lo largo de la pista cargando todo tipo de frutos marinos, canapés y piezas de sushi. Luego llegó la tanda de platos calientes y Manoel se dio el gusto de comer una gran hamburguesa con papas fritas.
—Ésta sería mi última cena, de poder elegir —le dijo a su mujer.
—No lo sé —respondió ella fingiendo dudar. —Yo no me iría sin un buen champagne.
—Usted está muy traviesa esta noche —observó él, divertido, ignorando que en la lista mental de su mujer estaba incluido agarrarse una pequeña borrachera en la última noche del viaje. —En ese caso, aguárdeme un instante, señorita, y veré qué puedo hacer.
Ella negó con la cabeza.
—Hoy invitan las damas —bromeó, pues estaba todo incluido. Acto seguido caminó bailoteando hacia la barra.
—Señora Da Silva, qué gusto verla —la saludó cortésmente un joven de chaleco rojo.
—Buenas noches, Mateo —respondió ella con picardía. —Aquí con el señor Da Silva estábamos con ganas de portarnos un poco mal. ¿Tendrás algún espumante para recomendarnos?
Un muchacho se acercó por detrás del joven y se sumó a la conversación.
—Compañero, no vamos a menospreciar a nuestra pareja favorita con algo embotellado, habiendo tantos tragos de autor, ¿no te parece?
Mateo asintió.
—Es cierto. Además, me sentiría personalmente ofendido si no probaran una de mis invenciones.
Amanda dudó.
—¿Podrías recomendarme algo dulce, Simón? Estoy sin mis anteojos y no me apetece leer la carta.
—No se diga más —respondió éste con algarabía. —Voy a hacer algo especialmente para usted y su marido. ¿A él le gusta lo mismo?
—Oh, no, en absoluto. Él sólo toma gin tonic.
—De acuerdo —respondió el barman a la vez que combinaba velozmente todo tipo de ingredientes. —He aquí un gin tonic, y el trago especial de la señora. Lo voy a llamar “Lady Silva”.
La mujer rio halagada y le dio un sorbo. Era una delicia. Agasajada y feliz se despidió de los empleados y regresó con Manoel, que la aguardaba con ganas de bailar. La noche siguió su curso, entre tragos y pasos de baile cada vez más osados. A sus costados, las parejas de menor edad los señalaban y les aplaudían. Era una noche mágica. Eran ya las cuatro de la mañana cuando decidieron ir a descansar.
—Ha sido un gran viaje, ¿no lo crees, querido?
—El mejor.
—¿Cuál fue tu sitio favorito? —preguntó ella a la vez que descansaba su cabeza sobre su hombro y regocijaba su vista en el negro mar.
—Croacia fue una sorpresa —replicó él. —Aunque debo admitir que los mejores momentos los pasé dentro de este barco.
—Sí que fue una hermosa noche —reconoció Amanda. —Deberíamos cerrarla con un brindis, si es que eres valiente.
Él se sorprendió con la ocurrencia. Su mujer estaba completamente borracha y él seguía erguido como un roble. Pero qué demonios, era la última noche.
—Espérame aquí, que tu ya has ido suficientes veces. Traeré finalmente ese champagne, que al final dejamos de lado por culpa de los tragos.
—De acuerdo —asintió ella de buena gana. —Aquí me quedo.
El arrullo blanco del mar la hizo relajar. La música continuaba, pero los temas eran cada vez más lentos y el volumen, más bajo. Un hombre de overall pasó barriendo la cubierta. De pronto, se sobresaltó. Su marido no había regresado. Presurosa, se dirigió a la barra, donde tres hombres frotaban alcohol en las copas limpias.
—Disculpen —preguntó, cada vez más preocupada. —¿Han visto a mi esposo?
Los empleados le lanzaron una mirada algo descortés. Finalmente, uno preguntó:
—¿Quién es su marido?
Entonces ella notó que no reconocía ningún rostro.
—Se llama Manoel Da Silva. Es un hombre alto, corpulento, de cabello canoso y ojos celestes. Lleva un traje negro y un sombrero.
Ellos sacudieron la cabeza y siguieron limpiando.
—Lo siento, señora, aquí ya cerramos. Probablemente se haya ido a su habitación.
—¿Podrían preguntar a Simón o a Mateo? Ellos lo conocen y nos estuvieron atendiendo toda la noche.
—Los del turno anterior ya se fueron a acostar hace rato, lo siento. Verá, es tarde. ¿Le puedo ofrecer un poco de agua?
Ella se sintió avergonzada pero aceptó. Sentía la lengua pegada al paladar.
—De acuerdo, gracias.
Presurosa, regresó a su asiento, vaso de plástico en mano, dispuesta a llamar por teléfono a Manoel. Con un súbito dolor en el pecho descubrió que su bolso había desaparecido.
“¿A dónde se habrá metido este hombre?” pensó asustada. Los pocos rostros que vio a su alrededor le resultaron extraños. El barco mismo le hizo erizar los pelos de la nuca, pero se obligó a controlar sus pensamientos. Lo que menos le convenía en ese momento era sufrir un ataque de pánico. Trastabillando y aferrada a la baranda bajó las escaleras y recorrió el largo pasillo hasta llegar a su camarote. Entonces recordó que la llave magnética había quedado también en su bolso. Desesperada golpeó con fuerza la puerta. Nadie respondió al otro lado.
—¡Manoel! —gritó, al borde de la histeria. En la habitación de al lado, un bebé se puso a llorar y una voz femenina echó una maldición por lo alto. Amanda sintió los pasos enfurecidos de la vecina acercándose a la puerta, pero, antes de que la madre pudiera asomarse a echarle una bronca, huyó por las escaleras, de regreso a la planta alta.
Ya no quedaba gente en la cubierta, sólo las ruinas de lo que había sido una de las mejores noches de su vida. Con alivio vislumbró la incipiente luz del nuevo día, que la inundó de una repentina sensación de paz. Estaba demasiado ebria como para pedir ayuda en recepción, así que optó por acostarse boca arriba en uno de los bancos. Hacía un poco de frío, pero no le importó. Cerró los ojos.
Una hora más tarde, nadie la había ido a buscar. Un graznido de gaviotas en la lejanía anunció el final inminente del viaje.
Natalia Doñate
January 27, 2022
5 preguntas que definen a un autor: entrevista a Natalia Doñate
Irene de Santos, aparte de ser una gran escritora, tiene una sección en su blog dedicada a entrevistas a escritores. Los invito a conocerla, y desde ya, agradezco la oportunidad (gracias, Irene!!) de participar

Conocí a Natalia Doñate por estos predios, por ese entonces acababa de publicar su primera obra, un libro de relatos titulado «La casa de las arenas». Me impresionó gratamente su prosa exquisita, pero lo que más llamó mi atención fue la enorme capacidad de la autora de introducir al lector dentro de sus historias. Al […]
5 preguntas que definen a un autor: entrevista a Natalia Doñate
January 25, 2022
#Reseñas: Allende la torre del sol de Natalia Doñate
Muchas gracias Masticadores por la oportunidad de difundir mi libro!

by j re crivello “Allende la torre del sol” es la primera novela corta de nuestra colaboradora de masticadores, Natalia Doñate, autora de “La casa de las arenas” editado en 2021, donde se pueden disfrutar de pequeñas historias humanas que dejan una huella: nostalgia, amor, bronca, compasión, ingenio En este segundo libro, la historia, mezcla […]
#Reseñas: Allende la torre del sol de Natalia Doñate