Jaime Bayly's Blog
November 16, 2025
Infeliz cumpleaños
No imaginé que el cumpleaños de mi esposa sería el peor día del año. No estaba preparado para tamaña catástrofe.
Era un sábado a principios de noviembre. Ella cumplía treinta y siete años. En vísperas de su aniversario, la llevé a una joyería y le regalé cuatro prendas de oro que ella eligió. Sería injusto acusarme de avaro. Las joyas costaron una fortuna. No podría decirse que mi esposa saboteó su cumpleaños porque no le regalé nada. En mi familia, tengo bien ganada fama de hacer buenos regalos, cómo podía entonces deshonrar esa reputación con mi esposa.
La noche previa a su natalicio, ella anunció los planes para su cumpleaños: almorzaría conmigo y con nuestra hija adolescente, luego pasaría toda la tarde con su profesor de karate, quien también cumplía años ese sábado, y finalmente saldría a cenar conmigo y con nuestra hija. No me sorprendió que eligiera pasar la tarde con su profesor. Son buenos amigos. Mi esposa es cinturón negro y acude a la academia de karate tres veces por semana. Además, el profesor y mi esposa son muy parecidos en sus gustos y aficiones. Cuando esa academia organiza exhibiciones de karate, mi esposa y el profesor se presentan juntos, en pareja, descalzos, ejecutando un número de bailes, simulaciones, rutinas y coreografías deslumbrantes: ejercicios de ataque y defensa, danzas con espadas, patadas voladoras, rompimiento de maderas y movimientos rápidos de neutralización y derribo, al ser atacados por varios individuos pendencieros. Son tan buenos, tienen tanta afinidad, que luego la concurrencia los premia con ovaciones de pie.
Mi esposa me invitó a pasar la tarde en las celebraciones de su profesor de karate. Como él vive en un apartamento pequeño, los festejos serían en un restaurante frente a la playa, cerca del faro. Le dije que prefería no acompañarla. Quería sentarme a escribir, como todos los sábados por la tarde. Para no quedar como un aguafiestas, un celoso, o un rácano, compré dos perfumes y una botella de champaña para el profesor, mis regalos por su cumpleaños.
Yo estaba acostumbrado a que mi esposa tuviese grandes gestos de afecto con su profesor. Cuando nos lo encontrábamos casualmente en la isla, yo lo saludaba con particular aprecio. En la última fiesta de año nuevo, estando con mi esposa y nuestra hija en los salones de un hotel, disfrutando de una cena con orquesta y pista de baile, su amigo, el profesor de karate, llegó de pronto, sin haber pagado para ingresar a la fiesta, y mi esposa me pidió que lo hiciera pasar. Lo saludé con un abrazo, lo hice pasar con desparpajo, se sentó a nuestra mesa y cenó y bailó con nosotros. Aunque me sorprendió y desafió mi nobleza, su presencia no llegó a molestarme. Pensé: es una buena persona, y si mi esposa lo quiere, yo también lo quiero.
El día del cumpleaños de mi esposa acordamos que ella estaría en la fiesta de su profesor desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, cuatro horas consecutivas, bebiendo y bailando, sin tener que soportar el pesado lastre de mi compañía, pues yo no bebo ni bailo y soy un plomo, y luego llegaría a nuestra casa a las nueve y cuarto de la noche, y enseguida nos dirigiríamos al restaurante de un hotel fuera de la isla, donde yo había reservado, a las nueve y cuarenta y cinco de la noche, una mesa para tres: mi esposa, nuestra hija y yo. ¿Debí pensar en el profesor y reservar para cuatro? Probablemente sí. Pero pensé: si ella viene con él, en una mesa de tres siempre caben cuatro.
Pasé la tarde escribiendo. Mi hija estaba en su dormitorio, leyendo una novela. Le recordé que debíamos estar listos a las nueve en punto, pues su madre llegaría a las nueve y quince, y a continuación saldríamos al restaurante fuera de la isla, al que nos tomaría media hora llegar, para ser puntuales.
En efecto, a las nueve de la noche mi hija y yo nos encontrábamos listos, bañados, vestidos y perfumados. Dieron las nueve y cuarto y mi esposa no llegó. Dieron las nueve y media y no apareció. Dieron las nueve y cuarenta cinco, hora en que debíamos arribar al restaurante, y siguió sin dar señales de vida: no se presentó, ni llamó a decir que venía en camino, ni envió mensajes de texto.
Preocupada, mi hija me preguntó por qué su madre había desaparecido. Le dije: si lleva cinco horas en esa fiesta, seguro que ha tomado bastante, y debe de estar muy divertida, tanto que se ha olvidado de mirar el reloj. Mi hija estaba furiosa porque en días pasados su madre la había amonestado severamente por llegar cinco minutos tarde a una clase de historia. Yo me permití decirle: cuando tu madre toma demasiado, no se convierte en una mejor persona, y además está con su profesor de karate, y es obvio que lo quiere mucho. Mi hija me preguntó si yo pensaba que mi esposa y el profesor eran amantes. Le dije: no lo sé, pero no me sorprendería. Luego añadí: el cuerpo de tu madre es de ella, no es mío, y ella es libre de estar con quien quiera. Por último, le pedí: cuando venga tu madre, no la regañemos, porque no queremos joderle la noche. Mi hija me prometió que no le haríamos reproches por su tardanza y me pidió que no le contara a mi esposa las cosas que habíamos hablado ella y yo, malhumorados, mientras la esperábamos.
Finalmente, mi esposa apareció a las diez y cuarto de la noche, una hora tarde. La traté con cariño, le di un beso, no le pregunté por qué se había demorado tanto. Estaba pasada de copas. No se disculpó. Parecía ofuscada, contrariada. Dijo que tuvo que caminar un largo trecho desde la playa hasta su camioneta y por eso llegó tarde.
Salimos rumbo al restaurante a las diez y media de la noche. En el trayecto, me esmeré por hablar afectuosamente con mi esposa, sin hacerle críticas o reprobaciones, mientras nuestra hija guardaba silencio. Mi esposa insistía en decir que su profesor habló maravillas de mí. Al final, cuando llegamos al restaurante, eran las once de la noche y la cocina ya había cerrado. Sin embargo, las camareras sugirieron que nos acomodásemos en los sofás del vestíbulo, donde se ofrecía servicio de bar. Pedimos alcachofas, jamón ibérico, hamburguesas y caviar, además de bebidas. Hasta ese momento, once de la noche pasadas, yo había evitado la catástrofe, perdonando a mi esposa impuntual y salvando la cena con unos platillos deliciosos.
Pero luego mi hija se quebró, rompió a llorar y le dijo a su madre que, mientras la esperábamos en casa toda la hora que llegó tarde, yo le había dicho que ella estaba enamorada de su profesor de karate y se acostaba con él. Indignada, mi esposa me acusó de mentiroso y malhablado. Yo me defendí débilmente: No he dicho que sean amantes, he dicho que podrían ser amantes, y en ese caso yo lo aceptaría. Sollozando, levantando la voz, mi hija, de pronto unida a su madre en una pérfida conspiración contra mí, afirmó que yo había dicho que, cuando muera, mi esposa y su profesor serán pareja, y vivirán en mi casa, y dormirán en mi cama. Era verdad, yo hice ese mal agüero. Guardé silencio. Enseguida le reproché a mi hija: Me pediste que no le contásemos a tu madre lo que habíamos hablado esperándola, me pediste que no le contara todo lo que tú me dijiste, y ahora eres desleal, rompes nuestro pacto y me acusas de haberla criticado, cuando en todo caso ambos la criticamos y además nos prometimos no joderle la noche, y ahora se la hemos jodido.
Mi esposa lloraba, bebía más vino y se atacaba de hipo, el previsible final de sus desmesuradas noches alcohólicas. Mi hija lloraba y no comía. Yo no lloraba. Me sentía maltratado por la impuntualidad de mi esposa y la infidencia de mi hija. Fue un momento tenso y contrariado, la peor noche del año. Tal vez cometí un error al hablar con mi hija como si fuese una persona adulta, cuando no lo era. Y ella no supo guardar un secreto, fue infidente, es decir idéntica a su padre, y me denunció como insidioso, intrigante y cizañero ante su madre. De pronto, yo era el culpable de aquella mala noche, aunque me sentía inocente.
Regresamos a casa en silencio. Esa noche no pude dormir, a pesar de que tomé muchas pastillas. Al día siguiente, domingo en que nadie habló, cancelé los viajes familiares a Buenos Aires en verano y a París en primavera.
Por qué no me atreví a ser presidente
Un amigo de toda la vida, al que no he visto casi toda la vida, ha fundado un partido político, lo que en mi país es un trámite tan frecuente como abrir un restaurante o una cafetería, y se ha postulado a la presidencia de la república, uno entre decenas de candidatos que aspiran a dicho cargo.
Hacía más de tres décadas que no veía a ese amigo. Nos conocimos en un periódico de derechas conservadoras. Cinco años mayor que yo, era un brillante editorialista que escribía la opinión del diario sobre asuntos de gobierno y yo un columnista de intrigas políticas menores. Hijo de españoles, mi amigo vivía en un castillo en el barrio de Miraflores que ocupaba una manzana entera. Nos gustaba ir al cine, tarde en la noche, tras salir del periódico. Quiso ser diplomático, se preguntó si era un escritor, acabó la carrera de leyes y estudió una maestría en ciencias políticas. Ya entonces descollaba por su inteligencia, su memoria elefantiásica y su cultura de lector curioso. Después de que el gran escritor perdiese unas elecciones presidenciales en nuestro país, descorazonados por aquella derrota, mi amigo y yo nos mudamos con cuatro maletas a Madrid, donde vivimos una temporada creativa, literaria, en un apartamento cerca al parque del Retiro, abocados a la tarea incendiaria de escribir ficciones. Todavía inacabadas esas novelas, nos peleamos jugando un partido de tenis, pues me acusaba de ser tramposo, y de pronto la amistad se interrumpió por esa circunstancia tan ridícula. Años después, me permití la travesura literaria de recrear aquella amistad, desde las licencias de la ficción, en una novela melancólica titulada “Los amigos que perdí”, cinco cartas dirigidas a cinco examigos, una de ellas, la que alude al ilustre doctor Guerra, inspirada por supuesto en él.
Luego pasaron muchos años, siendo oficialmente examigos. Me sentía un tonto cuando los amigos en común me preguntaban por qué nos habíamos peleado: por un partido de tenis, respondía. No nos vimos en más de tres décadas, ni siquiera de un modo fortuito en un aeropuerto, o en un restaurante, o en la fila para entrar al cine. Mi amigo se quedó en nuestro país e hizo una exitosa carrera como periodista. Yo partí al exilio, persiguiendo el sueño esquivo de ser escritor. En tiempos recientes, ya inscrito como candidato presidencial, me dejó una nota manuscrita en mi apartamento en la ciudad del polvo y la niebla, sugiriendo un encuentro. Comimos en casa de mi madre, una tarde tranquila. Lo encontré espléndido, siempre afilado y memorioso. Todo lo que yo había envejecido y engordado, él había adelgazado y rejuvenecido, al punto que parecía cinco años menor que yo.
Almorzando en casa de mi madre, le dije a mi amigo de toda la vida, contento de verlo después de tanto tiempo, que apoyaría su candidatura presidencial. No le dije, sin embargo, que he resuelto no votar más. Me ha ido tan mal votando en elecciones peruanas y estadounidenses que prefiero abstenerme de seguir votando. No recuerdo con orgullo mis votos acá, en la isla de la libertad, ni allá, en la ciudad del polvo y la niebla. En ambos países llevo muchos años resignado a votar sin entusiasmo, como si estuviese maniatado, recortadas mis libertades, sospechando que, al sufragar a regañadientes, cometía un error que bien pronto habría de lamentar. Luego el tiempo se ha ocupado de confirmar que hubiera sido mejor no votar. Allá, en la ciudad del polvo y la niebla, me he arrepentido de todos mis votos, todos, desde la elección que, hace treinta y cinco años, perdió el gran escritor, y he terminado pensando que hubiera sido mejor, mucho mejor, no ir a votar, o votar en blanco, antes que hacerlo por la candidata de derechas religiosas, por quien voté en dos elecciones sucesivas, a principios del milenio, o por la hija del dictador, por quien voté en tres elecciones consecutivas. Aunque los otros eran aún peores, la verdad es que dormiría más tranquilo de haber votado en blanco. Lo mismo me ha ocurrido acá, en la isla de la libertad: al menos no he votado nunca por el rubicundo matón que ahora gobierna, pero cuando lo he hecho por las candidaturas del otro partido, he quedado con un sabor amargo, contrariado.
La valerosa aventura política de mi amigo de toda la vida, el aspirante presidencial que empieza a despuntar en las encuestas, me ha traído el recuerdo de los años en que yo mismo pude ser candidato en mi país, y me ha inducido a preguntarme por qué desistí de serlo, abortando la tentativa. Todo ocurrió hace quince años o poco más. Yo era famoso en mi país por la televisión y por mis libros. Defendía con pasión las ideas de la libertad. Era, por así decirlo, un liberal, no un conservador. Los jefes de tres partidos políticos me ofrecieron la candidatura presidencial. Me reuní con empresarios poderosos que veían con simpatía mi postulación. Dinero para financiar la campaña no faltaría. Mi madre, mi exesposa y mis amigos me apoyaban. Sin embargo, en la hora crucial de tomar la decisión e inscribir mi candidatura, me frené, me achanté, me replegué. No tuve el coraje, la determinación, la confianza en mí mismo, el espíritu de líder iluminado, que, quince años más tarde, ha exhibido mi amigo de toda la vida, al fundar un partido y entrar en la carrera.
¿Elegí no ser candidato porque temía perder? No. La verdad es que decidí no postular porque temía ganar. ¿Por qué temía ser presidente? Lo diré brevemente: porque soy bipolar, soy agnóstico, soy bisexual y soy escritor.
Puesto que soy bipolar, debo tomar medicamentos para preservar mi salud mental y dormir sin sobresaltos. No podría velar por la salud de la nación cuando mi propia salud mental se encuentra tan menoscabada, tanto que suelo despertar a las dos de la tarde, sin saber en qué ciudad estoy. Dado que soy agnóstico, me abstendría de participar en los ritos religiosos y la mayoría del pueblo católico en mi país me repudiaría por descreído. Al ser bisexual, al haber tenido comercio erótico con dos novios, uno en la clandestinidad, otro fuera del armario, no podría descartar la posibilidad de volver a enamorarme de un hombre, tal vez un ministro, un congresista, o uno de mis edecanes. Por último, siendo un escritor, perseverando en la afiebrada cruzada de ser un escritor, sería profundamente desdichado si dejase de escribir un tiempo largo, y debo suponer que un político profesional, y sobre todo un presidente, no puede reservar tres o cuatro horas ensimismadas, solitarias, para escribir ficciones todos los días.
Quiere decir entonces que no quise o no pude ser tan virtuoso y honorable como mi amigo, el candidato presidencial, porque soy un individuo lastrado por masivas fallas genéticas. Me temo que, al menos en mi caso, no tiene cura ser bipolar, agnóstico, bisexual y escritor. Desde luego, podría haber tratado de ocultar o disimular los rasgos y las imperfecciones que más nítidamente me definen. Podría haber tratado de levantarme a las siete de la mañana, rezar como un acólito, no desear a ningún hombre y abstenerme de escribir durante cinco años, la extensión del mandato presidencial. Sí, podría haberlo intentado, todo en aras de ocupar el poder. De pronto, a madrugar y a orar, a conspirar en lugar de escribir, a reprimir las pulsiones eróticas más rebeldes. Sin embargo, mucho me temo que, además de fracasar, habría sido infeliz. Enamorado del edecán, durmiendo hasta pasado el mediodía, desairando al cardenal, cancelando los viajes para sentarme a escribir las miserias de la vida política, estoy seguro de que mi presidencia hubiese sido breve y catastrófica, aunque no exenta de humor, y que, al final, me hubiesen destituido los pérfidos, mediocres congresistas, escandalizados por mis fallas genéticas.
Celebro entonces que mi amigo de toda la vida, el ahora candidato presidencial, vuele más alto de lo que yo fui capaz y demuestre que no todos los jóvenes turcos de aquel periódico conservador, que a no dudarlo contribuimos a quebrar, terminaron siendo tan inútiles como yo. Aunque no sé si mi amigo es conservador o liberal, religioso o descreído, de derechas vaticanas o izquierdas caviares, aunque no sé si ha leído alguna de mis novelas, en particular “Los amigos que perdí”, estoy seguro de que debo apoyarlo por la más simple y entrañable de las razones: porque fuimos grandes amigos hace cuarenta años, cuando él vivía en un castillo de Miraflores, rodeado de perros bravos que me infundían miedo. Pero no votaré por él ni por nadie, porque quiero dormir tranquilo, hasta las dos de la tarde, sin tormentos en la conciencia y siendo fiel a mi identidad más radical.
Cómo me dejó el inglés
Cuando llegué a esta isla bendita hace treinta años, escapando del desierto, hablaba español e inglés. Ahora solo hablo español. A pesar de que el inglés es el idioma oficial en este país, lo he olvidado casi por completo.
Aprendí a hablar inglés gracias a mi abuelo paterno, que era cónsul honorario irlandés y prefería hablarme en la lengua de sus mayores. Era un hombre culto, refinado, moralmente estricto. Le gustaba pintar, escuchar música clásica, leer en inglés y en francés. También le interesaba vivamente acrecentar su fortuna. Por eso vivía en una casa grande, de arquitectura moderna, con numeroso servicio doméstico, y poseía una casa en el campo, cerca de la casa de mis padres, que él les había regalado. Todos los veranos viajaba a Europa para asistir a festivales de música clásica. Desde allá, su esposa, mi abuela paterna, me mandaba postales amorosas.
Mi padre pistolero, su hijo mayor, que se llamaba como él, no me hablaba en inglés, aunque dominaba ese idioma. Estaba suscrito a varias revistas en inglés (de actualidad, geografía, historia, armas de fuego) y guardaba en casa una vasta colección de aquellas publicaciones. Mi abuelo paterno no le hablaba en inglés a mi padre, su hijo mayor. Le hablaba en español, en las raras ocasiones en que le dirigía la palabra. Se llevaban mal. Mi abuelo no era cariñoso con mi padre. Conmigo, en cambio, era afectuoso a su manera. Al parecer, cifraba en mí la confianza que había perdido en mi padre. Cuando se dirigía a su villa en el campo, a una hora de la ciudad, mi abuelo no se detenía a saludarnos, a pesar de que su casa y la nuestra estaban a pocos minutos en auto. No quería ver a mi padre. Le irritaba verlo. No lo decía, pero uno podía adivinarlo: mi abuelo se consideraba un ganador, y veía a mi padre como un perdedor sin remedio. Cuando llamaba por teléfono a nuestra casa, pedía hablar conmigo, no con mi padre. Al despedirnos, me animaba a leer, diciendo: El que sabe, sabe.
Mis padres no se hablaban en inglés, a pesar de que mi madre, exalumna aplicada en un colegio de monjas americanas, hablaba muy bien ese idioma, con cierta gracia cantarina, musical. Mi padre hablaba en inglés con algunos de sus amigos. A mí me hablaba en inglés para insultarme. Cuando se encontraba ofuscado, me decía palabras que sonaban bonito y pretendían humillarme: me decía asshole, moron, fool, o me decía sissy, fairy, o me decía gutless, loser, wimp. Si yo hablaba, me mandaba callar, diciendo bullshit.
A pesar de que me matricularon en un colegio británico, nunca hablé inglés tan bien como mi abuelo y mi padre. Sin embargo, en la escuela lo hablaba con un mínimo decoro porque ciertos profesores angloparlantes, extranjeros al idioma español, me obligaban a hacerlo. Ahora lo hablo fatal, cada vez peor. Mi comando en esa lengua se ha vuelto débil, vacilante. Ya no me siento seguro cuando la hablo. Digo pocas palabras y me repliego en un silencio conveniente. En realidad, casi nunca me veo forzado a hablar en inglés, debe de ser por eso que se me ha oxidado. Todo lo que hago en esta isla bendita, y en la ciudad vecina, suelo hacerlo en español. Me hablan en la noble lengua castellana cuando voy al banco, a la farmacia, a los cafés y restaurantes, al correo, al supermercado, a la peluquería: mis interlocutores suelen ser cubanos, venezolanos y argentinos. En el canal de televisión donde trabajo hace casi veinte años, todo se hace en español, todos en mi equipo son cubanos y venezolanos. ¿En qué infrecuentes ocasiones debo chapurrear en inglés? Cuando me detiene la policía por conducir deprisa, o cuando voy al oculista (no así al dentista, que es peruano), o cuando viajamos a ciudades donde no se habla el español, o cuando estoy con mis hijas mayores porque sus parejas no entienden ni papa de español.
Mi esposa llegó a esta isla hace quince años, hablando alemán mejor que inglés. Ahora se expresa en inglés mucho mejor que yo. Ha hecho grandes progresos porque se empeña en hablarlo todo el tiempo, aun cuando podría comunicarse en español. Entonces habla en inglés con los profesores de nuestra hija, con sus maestros en la escuela de karate, con sus instructores en el gimnasio, con sus amigas en la isla. Por eso, porque elige hablar en inglés, va ganando confianza, va perdiendo el miedo, y entonces, cuando estamos con mis hijas mayores y sus novios, o en el colegio de nuestra hija adolescente, mi esposa se luce con un inglés seguro, desenvuelto, mientras yo hablo lo menos posible. Pero, además, ella juega con ventaja, porque dice que, después de tomar dos copas de vino, la lengua se le suelta y habla inglés con tanta facilidad como antes hablaba alemán. Yo, por desgracia, no tomo alcohol, y el agua mineral no consigue soltarme la lengua.
Es verdad que podría practicar inglés hablando con mi hija adolescente. Ella nos habla siempre en ese idioma, pero yo prefiero responderle en español y solo lo hago en inglés cuando me lo pide. Así como me siento un bobo por haber olvidado el decoroso inglés que hablaba de joven, estoy orgulloso de que mis hijas se expresen en inglés como si fuese su lengua materna. ¿Escuchar a mi hija menor hablando todo el día en inglés me servirá para que aquella lengua no me abandone del todo? ¿Leer tres periódicos en inglés me recordará las palabras bonitas que se me escapan como si fuesen mariposas que no consigo aprehender más? ¿Chapurrear en inglés con los novios de mis hijas me salvará de la derrota final, definitiva? No lo sé. Lo cierto es que yo leo las noticias en inglés, pero me da pereza leer libros en ese idioma, a diferencia de una de mis tías, tan querida, que cierta vez se excusó de no leer mis novelas, diciendo: Yo solo leo en inglés. Por supuesto, la amé.
En pocas semanas iremos a una fiesta en la que me tocará hablar en inglés. Si no encuentro las palabras con la fluidez de antaño, tomaré una copa de champaña para ver si vuelven a posarse en mi lengua tiesa, inhibida, enredada. Curiosamente, mis libros se han traducido a varios idiomas, pero nunca al inglés, lo que ha impedido que mi tía cosmopolita los lea. A veces, hundido en el sueño profundo que me conceden las pastillas, vuelvo a ser un joven, y hablo inglés perfectamente, como no podría hacerlo lúcido, despierto. Lo más raro es que casi siempre hablo en inglés con políticos importantes, por ejemplo, Clinton y Obama, a los que trato con gran familiaridad, como si fuésemos amigos, qué curiosa vanidad la mía cuando en sueños me suelto a hablar en inglés. También sueño en inglés con algunas mujeres de las que he vivido enamorado, por ejemplo, Shakira, que no me corresponde, y Gwyneth Paltrow, que extrañamente sí me corresponde, qué espléndida vanidad la mía, qué ridículo y poderoso es mi ego de conquistador cuando duermo. En raras ocasiones, he despertado hablándole en inglés a Aznar, o a Vargas Llosa, cuando bien podría haberles dicho mis memeces en la noble lengua castellana que los intrépidos conquistadores nos legaron a sangre y fuego.
No he olvidado que cierta vez, hace muchos años, en el baño de un hotel, de pronto me hablaron en inglés. Era temprano, las ocho de la mañana, y yo tenía un desayuno de negocios. Llegué media hora antes de la cita, entré al baño y me encontraba orinando, cuando un hombre de traje y corbata se acercó, se bajó la bragueta, empezó a orinar a mi lado, me miró de soslayo y me preguntó en inglés si yo era Jaime Baylys. Me pareció insólito que me hubiera reconocido allí, en los urinarios, y le dije que sí, que para bien o para mal yo era ese señor. Entonces él me dijo en inglés que estaba allí para desayunar conmigo y ficharme en la cadena de televisión que presidía. No nos dimos la mano, desde luego. Cada uno terminó de hacer lo suyo, se lavó las manos y caminó a la mesa donde enseguida nos saludamos como si no hubiéramos hablado un momento antes. Aquella mañana, mientras desayunaba con ese ejecutivo que me contrató y cambió la vida, sentí que hablaba inglés tan bien como mi abuelo y mi padre. Lástima que, treinta años después, solo puedo hablar español, y a duras penas, sin el vigor, la certidumbre y la fluidez de antes, cuando era un charlatán que mi padre mandaba callar, diciendo bullshit.
November 1, 2025
Voy a reventar de un infarto
Mi familia me ha invitado a una fiesta en un hotel de Nueva York. Tengo pavor de asistir. Estoy demasiado gordo. Me temo que los guardias de seguridad no me dejarán entrar. Dirán: este gordo mal peinado seguramente es un ilegal. Luego me arrestarán y deportarán.
Me he puesto a dieta para que me dejen entrar a la fiesta de mi familia. Tengo apenas tres semanas para adelgazar. Me he prohibido comer pastas, pizzas, panes y postres. También están vedadas las coca colas, desde luego. Llevo una semana a dieta y estoy menos gordo, pero no me atrevo a pesarme por temor a llevarme una decepción.
Si no me dejan entrar a la fiesta de mi familia por estar tan gordo, y llevar el pelo tan largo, y parecer un indocumentado o un enemigo del gobierno, alegaré que no pueden echarme porque es mi madre quien pagará la celebración. Sin embargo, ella me ha dicho claramente: si no bajas de peso, y no te cortas el pelo, y sigues arrastrando los pies, y si insistes en criticar al presidente, prefiero que no vengas a la fiesta, porque me da pena verte así, tan venido a menos.
Tal vez sea mejor quedarme en casa, gordo, perezoso y pelucón, y no hacer el esfuerzo de presentarme en la reunión de mi familia. Porque, aun si me dejan entrar, aun si estoy visiblemente menos obeso y recién salido de la peluquería, sé que no me divertiré en el festejo.
La verdad es que no voy a fiestas porque nunca me invitan, pero como se trata de una celebración de mi familia, supongo que se han sentido obligados a invitarme, no tanto porque añoran mi compañía lánguida, sino porque mi madre quiere ver a mi esposa, mi exesposa y mis hijas, quienes irán de todos modos y entrarán, regias, al sarao, aunque yo me quede afuera, como más de una vez me han dejado afuera de los clubes exclusivos en Nueva York, por no ser suficientemente delgado, rico y famoso, y por llevar sobre la cabeza un pelo que parece alfombra o bisoñé.
Si los fornidos porteros vestidos de negro se apiadan de mí y me dejan entrar, me sentaré en una esquina en la penumbra, lejos del bullicio, y me enfocaré rencorosamente en observar, como un espía o un infiltrado, los secretos de la fiesta, para luego contarlos en algún relato desvergonzado, infidente. En mi caso, el rencor proviene de la incapacidad de divertirme en esa fiesta o en cualquiera. No bebo alcohol, no consumo drogas, no fumo tabaco ni cannabis, no poseo energía para hablar a los gritos, no me gusta bailar. Soy como un cactus o una palmera en la esquina menos iluminada de la fiesta. Si alguien se acerca y me habla, le diré que debe alejarse enseguida porque llevo en las vías respiratorias una tropa malsana de coronavirus. Si me hablan bien del presidente, hablaré bien del presidente. Si me hablan mal del presidente, hablaré mal del presidente. Si me dicen que debo ser presidente, diré que ya lo soy, pero en el exilio, desterrado. En cualquier caso, me abstendré de bailar, y mi esposa y mis hijas evitarán bailar conmigo y, en general, hablar conmigo. Tontas no son: saben que la diversión consiste en alejarse de mí.
Tengo fe en que mi madre me dará un abrazo y me dirá cosas dulces al oído, si le parece que he bajado de peso, y si encuentra que llevo el pelo corto, y si, al escudriñarme, advierte que no arrastro los pies. No me engaño, sin embargo. Soy su hijo fallido, malhecho, fracasado. Sus otros hijos, mis hermanos, son delgados, muy delgados, porque se pasan la vida haciendo deportes, y llevan el pelo corto, muy corto, o ya casi no tienen pelo, calvos y estresados, y no arrastran los pies como yo, porque son atletas, maratonistas, ciclistas, nadadores, tenistas, y son de derechas religiosas y pistoleras, pues llevan armas de fuego y les gusta cazar animales.
Yo detesto cazar animales. Me irrita que mis hermanos digan que, cuando matan animales, ayudan a preservar la especie. Cuando era un niño, mi padre quiso educarme en la pasión enfermiza de matar animales. Yo tenía pena de dispararles a esos animales bellos e inocentes que mi padre cazaba con instinto depredador. Vivíamos en el campo. Mis padres no permitían que tuviésemos mascotas dentro de la casa. Mi madre decía que los perros y los gatos eran animales inmundos porque se lamían los genitales. Mi padre tenía la sangre fría de disparar y matar a los perros y los gatos que se metían en los jardines de su casa, buscando comida. También era capaz de matar palomas, picaflores, cuervos, águilas, cóndores. Mi padre era una bestia peluda. Si estaba tomando un trago en el jardín, y se acercaba un picaflor, sacaba la pistola y le disparaba. Cualquier animal vivo, fuese un ave, un mamífero o un reptil, era su enemigo. Yo también lo era, y creo que él no me veía como un mamífero, sino como un reptil.
Mal educado por mis padres, crecí viendo hostilmente a los perros, los gatos y los animales en general. Cuando me mudé a la isla donde vivo hace tres décadas, tenía la estúpida costumbre de matar lagartijas, arrojándoles cocos, y espantar a los gatos, echándoles agua de la manguera. Peor aún, si conducía un auto, y veía a una iguana viva sobre la pista caliente, trataba de arrollarla. Me avergüenza recordar que ese sujeto estúpido era yo mismo, siendo el hijo acanallado de mi padre, sin darme cuenta.
Ahora vivo con un perro y dos gatos que son parte de mi familia. Aprendí a quererlos, gracias a mi esposa. Ella trajo al perro y a los gatos. Los quiero como si fueran mis hijos. Cuando voy a un restaurante, compro comida también para ellos. Mi perro me da lengüetazos en los labios, una pasión que sé corresponder. Los gatos son los jefes de la casa y yo me subordino a ellos y soy apenas su mascota. Trato de no viajar porque me entristece alejarme de ellos. Por eso viajaré apenas tres días a la fiesta en Nueva York, porque sé que extrañaré al perro y a los gatos. Quisiera viajar con ellos, pero mi esposa dice que no conviene. Cuando los veo lamiéndose los genitales, recuerdo a mi madre, disgustada por el impudor de los animales. Cuando me encuentro besando a mi perro, descubro que lo amo como no pude amar a mi padre. Cuando murió nuestra amada gata señorial, a quien recordaremos pronto, en el día de los muertos, haciéndole un altar, lloré como no lamenté la muerte de mi padre.
No solo tengo miedo de que no me dejen entrar a la fiesta de mi familia, o de aburrirme si me permiten ingresar. También me aterra encontrarme con mi exesposa afrancesada, su novio francés y su padrastro austríaco. Si ellos no se acercan a mi esquina del rencor y la desdicha, no seré un caballero, no me acercaré a ellos para romper el hielo, no les obsequiaré una sonrisa taimada, hipócrita. Pero, si vienen a mi mesa, me pondré de pie y los saludaré cortésmente, como si no fueran mis enemigos. En realidad, son mis adversarios, aunque simulen no serlo. Mi madre los tiene en alta estima y a buen seguro conversará con ellos. Yo prefiero mantenerlos a prudente distancia. Sin embargo, debo estar preparado para que me tiendan una emboscada. A diferencia de mí, ellos beben alcohol sin comedirse. En algún momento de la celebración, pasada la medianoche, estarán borrachos sin darse cuenta y yo seguiré tomando agua mineral con limón. Entonces vendrán a mi mesa, y aun si he bajado de peso, me dirán insidiosamente que estoy gordo, que debo practicar deportes como mis hermanos exentos de grasa, que me conviene aplicarme inyecciones para perder tejido adiposo. Por suerte, el padrastro austríaco no podrá echarme de la fiesta como una vez me despidió a gritos de su casa, pues de esa fiesta solo podría expulsarme mi madre, que la costeará, tan generosa como siempre, o sus guardias de seguridad, que podrían confundirme con un ilegal o un intruso.
Me quedan tres semanas para bajar de peso y cortarme el pelo. Conociéndome, llegaré gordo, perezoso y pelucón a la fiesta de mi familia. Si ya soy la oveja negra, el hijo díscolo, mal portado, debo hacer honor a mi fama. Me sentiría un impostor, si me presentase delgado, circunspecto y con el pelo bien corto. Puedo oír a lo lejos a mis hermanos mirándome con desdén y diciendo: está tan gordo que va a reventar de un infarto. Puedo escuchar a mi madre diciendo: y no se irá al cielo.
October 19, 2025
Esos polvos satánicos
No me enorgullece recordar que me rebajé al deshonor de ser adicto a la cocaína durante cuatro años que pudieron costarme la vida. Cuando me han preguntado cómo dejé de aspirarla, cuando yo mismo he recordado en qué circunstancias me liberé de aquella dependencia, he respondido la verdad: no me sometí a ninguna terapia de desintoxicación ni tratamiento médico para regenerarme, lo que me salvó fue trabajar en televisión.
Probé esos polvos satánicos cuando tenía veintiún años. Me había enamorado de un amigo de la universidad que no estaba enamorado de mí en modo alguno. Me encontraba abatido, descorazonado, humillado. Quería ser escritor, pero no escribía. Quería ser abogado, pero no asistía a clases en la universidad. Quería tener novio, pero él no quería ser mi novio. Como no quiso ofrecerme sus labios, sus manos, su cuerpo, mi amigo, en compensación, me invitó cocaína, otro veneno para torturarme. La conseguía fácilmente porque su hermano mayor, oficial de la marina de guerra, adicto al sexo y la cocaína, se agenciaba esa droga sin esfuerzo, robándola de las incautaciones que hacían sus compañeros de armas en mares peligrosos.
No solo me encontraba deprimido porque me había enamorado sin remedio de un amigo que no me correspondía. También me sentía confundido y preocupado porque me habían echado de la televisión. Con apenas dieciocho años, había inaugurado una carrera como periodista en la televisión de mi país y a los veinte años ya era famoso y conducía un programa propio. Es decir que me hice impúdicamente famoso antes de descubrir que deseaba a un amigo y me gustaba aspirar cocaína con él. A pesar de que mi programa era exitoso, o precisamente por eso, me despidieron de la televisión porque me enemisté con el presidente de turno, quien, rencoroso, me vetó. Ningún canal quiso entonces contratarme. Sus dueños eligieron acallarme antes que pelearse con el presidente y renunciar a la publicidad oficial.
Yo vivía solo, en hoteles de lujo, y conducía un auto italiano de alta velocidad. Mi amigo que no quería ser mi novio insistía en ser mi amigo y me visitaba los fines de semana. Traía cocaína que le había regalado su hermano. La consumíamos en las discotecas de moda, bebiendo whiskey, y en las suites que yo ocupaba. Sobreexcitados, eufóricos, locuaces, él bailaba con su novia y yo bailaba solo. Más tarde, tras despedirnos de su novia, él venía a dormir conmigo. Por supuesto, era imposible dormir en esas circunstancias aceleradas. Yo le pedía un beso, solo un beso, y él me hacía un desaire, disgustado. Al día siguiente, éramos dos fantasmas con el pelo largo y las manos temblorosas.
Tantas decepciones juntas, tantos hallazgos repentinos, estuvieron a punto de costarme la vida. De pronto, veintiún años cumplidos, me había quedado sin trabajo en la televisión, me había vuelto adicto a la cocaína, me había enamorado de un amigo que no quería ser mi novio y me había hartado de asistir a clases en la universidad, porque, pensaba, abatido, si está en mi destino ser cocainómano y homosexual, ¿qué sentido tiene estudiar las leyes de mi país, quién carajos va a contratar a un abogado como yo, cómo voy a hacer una carrera política aspirando esos polvos satánicos y ocultando que me gustan los hombres?
Así las cosas, tomé la decisión de interrumpir mi vida. Abrumado por tantas malas noticias, me acomodé en la mejor suite de un hotel señorial, tomé un frasco de pastillas para dormir y esperé la muerte sin elevar una oración, una última plegaria desesperada. Pero, cuando desperté, tantas horas después, seguía allí, desnudo, en aquella cama, en ese hotel, y una empleada de limpieza pasaba la aspiradora en el pasillo. Me sentí un idiota. Pensé: si no he podido irme del todo, al menos me iré de este país.
Semanas más tarde, me contrataron como periodista de televisión en una isla caribeña. El dueño de esa televisora me recibió sin saber quién era, me permitió mostrarle el vídeo de diez minutos que resumía mi precoz carrera y se animó a darme una oportunidad como conductor de un programa sobre política que se emitía una vez por semana. Me pagaba muy bien, en dólares, en efectivo, y me pedía que pasara solo diez días de cada mes en aquella ciudad, alojándome en hoteles de lujo y asignándome un auto con chofer, como toda una estrella. Durante esos diez días, grabábamos todos los programas del mes, cuatro o cinco programas, no más. Luego me quedaban bastantes días libres, ya habiendo cobrado, para quedarme en esa isla o irme forrado adonde me diese la gana. Llenos los bolsillos de dólares, todavía atado sentimentalmente a la cocaína, me negaba a buscar esa droga en la isla que me había adoptado y volaba de regreso a la ciudad donde me había hecho adicto a ella.
Pasé cuatro años así, llevando una doble vida, siendo dos personas que cohabitaban en precaria armonía: en la isla que me había cobijado era un periodista famoso, influyente, respetado, que ganaba premios y pretendía pasar como inteligente o intelectual, y en mi país de origen era un experiodista desempleado, un apestado de la televisión, un cocainómano perdido, un sujeto con pulsiones homosexuales escondidas, reprimidas, un fallido estudiante de leyes que había sido expulsado de la universidad por no asistir a clases. Es decir que en la ciudad donde yo había nacido, la ciudad del polvo y la niebla (el polvo era la coca en mis narices y la niebla era yo mismo al día siguiente), me habían echado de la televisión, de la universidad y de la cama de un amigo. Me volví entonces un experto en desdoblarme, en ejercitar la duplicidad. Durante medio mes, leyendo vorazmente, tramando ser un escritor, trabajando como periodista, quería ser Vargas Llosa. Luego me quedaban dos semanas de ocio autodestructivo, en las que, drogándome y emborrachándome, perseguía el arquetipo de ser Bukowski, Capote o Faulkner (“no existe el whiskey malo, algunos whiskeys son mejores que otros”). De haberme quedado todo el tiempo en la ciudad a la que volvía para aspirar cocaína, seguramente habría muerto. Pero regresar cada dos semanas a la isla donde trabajaba y no me drogaba, probablemente me salvó la vida.
Nunca, ni una sola vez, me arriesgué a buscar cocaína en la isla que me había amparado tan generosamente. Nadie en aquella isla alegre, bulliciosa y musical debía saber que yo era un cocainómano escondido, agazapado, contando los días para volver a intoxicarse. Tampoco me atreví a enredarme, siquiera una noche, con algún amante pasajero, de ocasión, en los hoteles donde me conducía como un señorito mimado, cuidadoso de su buena reputación. En la isla que era ahora mi casa, yo era un periodista de derechas, religioso, honorable, conservador, que de vez en cuando se acostaba con alguna chica linda que había conocido en la piscina o la discoteca del hotel, y que se había hecho fama de abstemio, pues solo bebía jugos de frutas y ni siquiera tomaba coca cola. Pero, cuando llegaba a la ciudad en que nací, me convertía en todo lo contrario, en el reverso o la cruz de la moneda, en una sombra, una mancha: un sujeto sospechoso, descreído, sin futuro, lastrado por la mala fama, que no trabajaba ni dormía, que vivía tomando whiskey y aspirando cocaína, y que parecía urgido de provocarse un infarto para retirarse del mundo.
Cuando el presidente que era mi enemigo se encontraba a las puertas de abandonar el poder, me ofrecieron un programa de televisión en mi país de origen. Yo estaba por cumplir veinticinco años. Me dijeron: el programa será diario, en directo, a las once de la noche, y servirá para que Vargas Llosa gane la presidencia. Les dije: pero yo hago un programa allá lejos, que es un éxito. Me ofrecieron mucho dinero. Yo quería que el gran escritor fuese presidente. Renuncié al programa en la isla, me mudé a mi país de origen y reanudé allí mi carrera de televisión. Entonces dejé para siempre la cocaína. Como debía salir lúcido, atento, perspicaz y bien informado en la televisión de mi país, comprendí que, si quería hacer un buen programa, no podía presentarme turbado por la cocaína, diezmado por esos polvos satánicos. Podría decir que el deseo de triunfar en la televisión, sometiéndome a una rigurosa ética de trabajo, buscando la excelencia, o la mayor audiencia, me obligó a dejar la cocaína. Si quería contribuir al triunfo del gran escritor, no podía exhibirme tieso de cocaína, sospechosamente deslenguado, en mi programa.
Desde entonces, han pasado treinta y cinco años. Aunque me han invitado cocaína en más de una ocasión, he declinado con una media sonrisa y no he vuelto a consumirla, lo que, curiosamente, no me ha costado ningún esfuerzo.
Las fiebres del amor a escondidas
Las relaciones eróticas entre mi exesposa y yo mejoraron después de divorciarnos. Durante los años en que estuvimos casados y tuvimos dos hijas, nos consumía una pasión culposa, atormentada: ella quería olvidar a su exnovio francés, médico cirujano, quien le escribía cartas incendiadas del más impuro deseo, y yo extrañaba tanto a un amante de mi primera, confundida juventud, que a veces, después de rozar mi cuerpo con el de mi esposa, derramaba unas lágrimas, pensando en él.
No era fácil para mi esposa leer las cartas de su exnovio francés porque él le decía que se mataría si no volvían a ser una pareja. Ella me decía que a veces lo echaba de menos y hasta tenía sueños con él, pero no quería verlo más porque era un adicto al sexo, un manipulador, un tipo abusivo. Yo tenía curiosidad por conocerlo. A juzgar por las fotos, era guapo. A juzgar por su mirada, parecía estar loco, o a punto de enloquecer. Aprendí lecciones rudimentarias de francés leyendo las cartas manuscritas que él le enviaba a mi esposa.
Cuando mi esposa se divorció de mí, comprensiblemente fatigada de que yo no pudiera ser siempre un señor honorable, hastiada de que mis dudas y ambigüedades fuesen un mar sin fondo, frustrada porque yo no podía ser suyo y solo suyo, decidió, contrariando mi voluntad, alejarse de mí, porque necesitaba desintoxicarse de mis venenos, y así me lo dijo, llorando los dos. Se fue lejos, muy lejos, a una ciudad a la que yo no quería ir, la ciudad del polvo y la niebla, donde yo había nacido, pero ella no, un caos de ciudad a cinco horas en avión desde la isla tranquila en la que yo vivía. Al marcharse con nuestras hijas, mi esposa se llevó también a los fantasmas que yacían en nuestra cama y nos espiaban cuando nos amábamos: al espectro de su exnovio, el médico francés, poseído por la fiebre de los celos, y a las sombras del amante de mi primera, confundida juventud.
Desde entonces, cuando yo deseaba ver a mis hijas, debía abordar un avión y volar cinco horas al sur. Lo hacía todos los meses. Mi exesposa era una madre admirable y facilitaba aquellos encuentros con mis hijas. Su exnovio, el médico francés, al conocer la noticia de nuestro divorcio, se había aparecido en la ciudad y, con la ceguera del suicida que no podía imaginar el futuro, había tratado de convencerla para mudarse al otro lado del océano, pero mi exesposa ya no estaba enamorada de él. Formalmente divorciada de mí, tampoco me seguía amando, aunque a veces, tras presenciar mis esfuerzos por ser un buen padre a la distancia, me veía con una cierta ternura. Yo aprovechaba esa ternura repentina, surgida de una zona blanda de su corazón, para besarla y, si me dejaba, para amarla. Liberados ambos de la servidumbre de ser esposos, nos entregábamos a los juegos del amor como si estuviésemos cometiendo una falta moral, una transgresión ética, casi un delito, lo que parecía avivar el placer. Tal vez nos entendíamos mejor en la cama porque ya no se escondían entre nosotros las criaturas afantasmadas que antes nos fisgoneaban.
No tardó mi exesposa en enamorarse de otro hombre, un médico, otro más, al que conoció en el gimnasio, hijo de un ministro poderoso que servía en el gobierno de turno. La felicité, le deseé suerte y pensé ojalá que el padre de su novio no sea un bandido más, como los pillos que sirven en esa dictadura. Entonces las cosas cambiaron. Cuando llegaba a visitar a mis hijas todos los meses, mi exesposa procuraba no quedarse a solas conmigo porque temía que yo tratase de besarla y que ella, tal vez por pena o compasión, condescendiese a mis arrestos. Estaba contenta con el médico y todo hacía presagiar que serían una pareja feliz. Sin embargo, no fue así. Caída la dictadura de la que su padre era ministro, el médico se mudó a una ciudad lejana, a nueve horas en avión de la ciudad donde vivía mi exesposa, pues había conseguido trabajo en un hospital de prestigio. No le pidió a mi exesposa que se mudase con él. Decidió alejarse de ella. No obstante, mi exesposa se empeñó en visitarlo con cierta frecuencia. Como no había vuelos directos hasta la ciudad en que vivía su novio, ella hacía escala donde yo vivía y, para descansar de la travesía, y quizás provocarle celos a su novio, se quedaba a dormir en mi casa, la misma casa donde habíamos vivido como esposos. Yo pagaba sus viajes, la buscaba del aeropuerto y la trataba como si, además de ser exesposos, fuésemos ahora buenos amigos. Pero no éramos buenos amigos. Éramos exesposos y, si ella me lo permitía, amantes furtivos, clandestinos. Estando en mi casa, ella dormía en un cuarto separado del mío, pero yo entraba de madrugada con la sed del pirata y la amaba como si la pasión entre nosotros fuese un incendio que no habría de extinguirse. Tiempo después, mi exesposa dejó de visitar a su novio, el doctor, en esa ciudad helada, a orillas de un lago inmenso, de aguas dulces, atravesado por vientos recios, y rompió con él, quizás porque ya no quería forzar esa relación a la distancia que, en cierto modo, me favorecía.
No me sorprendió enterarme de que mi exesposa, recuperada de aquel trance contrariado, se había enamorado de un hombre que vivía cerca de su casa. Más joven que ella, era un deportista consumado: corría maratones, competía en torneos de ciclismo y buceaba en las profundidades del mar. No sería exagerado decir entonces que él y yo éramos radicalmente distintos: yo solo transpiraba en las saunas y los baños de vapor. De pronto, el atleta y mi exesposa viajaban por el mundo buscando aguas propicias para practicar submarinismo. En una de esas aventuras, buceando juntos en arrecifes caribeños, él perdió el conocimiento. Tras someterse a los chequeos de rigor, le dijeron que tenía un tumor en el cerebro. Mi exesposa quedó devastada, pues estaban planeando casarse. La madre del atleta enfermo decidió, marcando a fuego su territorio, que a él no le convenía seguir viendo a mi exesposa, quien abogaba por que su pareja no se sometiera a tratamientos médicos convencionales e hiciera terapias alternativas. Las dos mujeres peleaban a los gritos, diciéndose palabrotas, mientras él agonizaba. La señora, enloquecida, le prohibió a mi exesposa volver a entrar en su casa, donde solo vivían su hijo enfermo y ella. Destruida, mi exesposa se alejó de él, pensando que había perdido al gran amor de su vida.
Le tomó un tiempo largo recuperarse de aquella desgracia. Por lo visto, era una mujer marcada por el infortunio en el amor, una certidumbre que se acentuaba en las raras ocasiones en que me concedía el placer de besarla como su exesposo confianzudo. Trabajando en los hoteles de su familia, conoció a un cocinero llegado de un país lejano y se arrojó a unos amores traviesos con él, comprometidos ambos a no ser una pareja formal, no vivir juntos y no pensar en casarse, y procurando liarse a escondidas, porque, en rigor, ella era su jefa y le pagaba el salario. Tal vez porque se trataba de un amor libre, sin grandes expectativas, duró bastante y alivió a mi exesposa de sus penas y amarguras.
También como parte de su trabajo itinerante de hotel en hotel, mi exesposa contrató a un músico viejo, arrugado y talentoso, veinte años mayor que ella, y le financió la grabación no de uno, sino de dos discos, cuya música ella difundía en los hoteles de su familia, y ambos se acostumbraron a componer juntos las piezas instrumentales y, entre pausas convenientes, amarse a hurtadillas, como almas perdidas, entre las paredes de goma espuma de los estudios musicales, bebiendo vino y fumando tabaco, como si no tuvieran pasado, y como si no hubiera mañana.
Lo que el cocinero y el músico no sabían, no debían saber, es que cada cierto tiempo, de visita en aquella ciudad para ponerme al día con mis hijas, mi exesposa venía a verme al hotel y, sin darnos mayores explicaciones, nos rendíamos a la antigua costumbre de besarnos y acariciarnos, como si la nuestra fuera una pasión que encontraba siempre la manera de seguir viva, afiebrada, en llamas, consumidos ambos por un deseo culposo, atormentado, que parecía situarse a medio camino entre la picardía y la fechoría. Después de confundirnos en las fiebres del amor a escondidas, mi exesposa sonreía cuando yo le preguntaba si era el mejor de sus amantes y me respondía que no, que yo era el peor de todos. Luego se marchaba con una sonrisa.
Es otoño en el corazón
Ha llegado el otoño. Salgo de casa a las siete de la tarde y ya ha oscurecido. Es un alivio manejar de noche hasta el canal de televisión. Durante la primavera y el verano, los rayos solares previos al crepúsculo me aturdían y a ratos enceguecían, mientras conducía al estudio, lastrado por el tráfico, turbado por las lluvias. Siempre me ha gustado el otoño, más ahora que tengo una edad otoñal.
No escucho música cuando manejo, ni voces de comentaristas sabihondos, ni hablo por teléfono. Cuando estoy al timón de la camioneta, frustrado por el tráfico espeso del final de la tarde, trato de pensar, un esfuerzo que, dada mi condición de haragán, me cuesta trabajo. Pienso que el próximo año quisiera trabajar menos en la televisión. Ahora mi programa se emite de lunes a jueves. Me digo que fatigar mi palabra incendiaria cuatro días a la semana es demasiado. El próximo año me gustaría exhibirme de lunes a miércoles y esconderme de jueves a domingo. Es un buen plan trabajar tres días y descansar cuatro, solo que de momento es un secreto.
También pienso que soy un vendido, un arrastrado, un adorador del oro. Los clientes publicitarios pagan para que yo les haga propaganda durante el programa. Eso me perturba moralmente, me atormenta la conciencia, rebaja la estima que siento por mí mismo. Los lunes digo en el programa que conviene tomar una bebida energizante, y entonces muestro la lata y afirmo sin rubor que tomar esa bebida te convertirá en una persona más laboriosa, más rendidora, pero, por supuesto, evito decir que yo mismo prefiero no tomarla porque creo que me haría daño. Promociono entonces un producto que, sospecho, no es bueno para la salud. Los martes digo que conviene tomar una bebida gaseosa azucarada, con cafeína, y enseguida exhibo la lata como si fuera un trofeo y confieso que soy adicto a esa bebida. Es cierto que me gusta beberla con hielo, pero probablemente por eso estoy gordo y sin duda sería mejor tomar agua que ese refresco alto en calorías. Los miércoles anuncio como mercachifle de feria una cerveza en lata, a pesar de que detesto la cerveza. Sin embargo, miento sin empacho y aseguro que cuando tomo esa cerveza en particular me siento más relajado, más cachondo. No bebo esa cerveza ni ninguna, pero engaño al público diciéndole que debe consumirla para sentirse más relajado, más cachondo, a sabiendas de que todo es un embuste mercenario. Por último, los jueves hago propaganda a un chocolate de leche. Como si fuera un actor profesional, muestro el chocolate, lo abro y le doy un suave mordisco, saboreándolo lentamente, derritiéndome en expresiones de goce y placer, celebrando lo rico que está, diciéndole a la audiencia que no comer ese chocolate es perderse una de las cosas buenas de la vida.
Mientras conduzco por la autopista, pienso que debería hablar con el gerente de la televisora, y ponerme firme, altivo, insobornable, y comunicarle que no haré más propagandas a la bebida energizante, a la gaseosa azucarada, a la cerveza en lata y al chocolate de leche. Me siento un cínico, una mala persona, un manipulador desalmado, cuando le pido al público que consuma unos productos que probablemente no le conviene comprar. Por lo visto, no me importa intoxicar a la audiencia, perjudicar a personas que de veras me quieren, si a cambio de ello gano un buen dinero. Por eso, atormentado, sintiendo que es otoño en el corazón, le escribo un correo al gerente del canal, diciendo que ya no quiero hacer las menciones publicitarias de nuestros leales patrocinadores. Mi credibilidad está en juego, le escribo. No quiero manchar mi credibilidad, añado. El gerente me responde al día siguiente, diciendo amablemente que, si dejo de hacer propaganda a esas empresas, mostrando sus productos, elogiándolos con entusiasmo, entonces se verá obligado a despedirme. Yo no pago tu sueldo, me escribe. Tu sueldo lo pagan esos clientes que te dan vergüenza, añade. Si quieres renunciar, renuncia, no hay problema, me invita cordialmente, haciéndome sentir que, como todos, soy prescindible, desechable. Te quedarás con tu credibilidad, pero perderás tu programa, me advierte.
Sin saber cómo resolver el conflicto moral, le pregunto de madrugada a mi esposa qué debo hacer. Ella es mucho más inteligente que yo. Sabe aconsejarme con sentido práctico, siempre con los pies en la tierra. Me dice que en ningún caso debo renunciar a la televisión. Me sugiere que siga haciendo propaganda a los clientes publicitarios, sin sentirme mal por eso. Me recuerda que yo me limito a recomendar ciertos productos y que nadie está obligado a consumirlos solo porque yo digo unos elogios obviamente pagados, es decir interesados. Pero estoy perdiendo credibilidad al recomendar unas cosas que yo sé que hacen daño, le digo. No te preocupes, que ya no tienes ninguna credibilidad, me dice mi esposa, amorosamente. ¿Y cuándo perdí mi credibilidad?, le pregunto, angustiado. Cuando te casaste conmigo, me dice ella, y me da un beso, con una sonrisa pícara.
También pienso, mientras sigo manejando rumbo al canal de televisión, que me gustaría sobrevivir con el programa en antena hasta, como mínimo, el próximo mes de agosto. Entonces cumpliré veinte años haciendo ese programa, en esa televisora. A nadie le importará, desde luego, pero para mí será un hito, una efeméride. Aquellas dos décadas he ganado bastante dinero y, al mismo tiempo, perdido bastante credibilidad, y quizás haya una relación inversamente proporcional entre ambas curvas: más vendes, más ganas, más ahorras, y menos te crees a ti mismo las cosas vendidas que dices. Pienso que, cuando cumpla veinte años en la parrilla del canal, debería renunciar, antes de que me echen por la puerta falsa. Pero mi esposa me dice no renuncies, aguanta, resiste, pelea hasta que te despidan. Supongo que tiene razón.
Haciendo acopio de paciencia, y mientras el tráfico vehicular avanza con una lentitud que a ratos exaspera, pienso que quiero ver el próximo mundial de fútbol, que comenzará en junio, en la capital argentina, y no en casa. Serán cinco semanas, más de cien partidos, y quisiera verlos todos allá lejos de casa, en un hotel bonaerense. Alarmada, mi esposa, tras conocer ese plan rebelde que vengo tramando, me pregunta: ¿y cómo harás tu programa desde allá? Dándome aires de valiente, le digo: no haré mi programa mientras dure el mundial, no puedo perderme un solo partido, le diré al gerente del canal que me tomaré unas vacaciones no remuneradas y me iré cinco semanas a vivir intensamente el mundial en la ciudad que más me gusta, como un argentino más. Estás loco, estás mal de la cabeza, se enternece mi esposa. Luego añade: no creo que el canal te dé permiso para faltar cinco semanas. Tal vez para impresionarla, le digo: entonces los mandaré al carajo y renunciaré, porque el fútbol es una pasión no negociable. Mi esposa sonríe con ternura, me mira como si fuera un niño díscolo y dice: no te conviene renunciar al programa, mejor vemos el mundial acá en la casa y luego te vas al canal. ¿Y si el partido es a la misma hora que mi programa?, me exaspero, como si fuese el fin del mundo. Entonces yo te lo grabo y lo ves al volver de la tele, me dice ella. No es lo mismo, no es igual, le digo, y me quedo refunfuñando.
Por fin, al llegar al canal, me detengo para alimentar a mi familia de gatos sucios, callejeros. Tras abrir las latas y acercarlas a ellos, pienso que, si renuncio a hacer las menciones publicitarias y me despiden de la televisora, esos gatos dejarían de comer lo que les ofrezco, y si me voy cinco semanas a ver el mundial de fútbol en la ciudad de mis sueños, como un argentino más, aquellos mininos cimarrones echarían de menos las cosas apetecibles que les llevo cada noche. No puedo abandonarlos a su suerte, me digo.
Después de hacer el programa, regreso a casa por unas autopistas más o menos despejadas. Nunca falta, sin embargo, una obra en progreso que, cerca de la medianoche, obstruye el tránsito y me devuelve al hábito ensimismado de preguntarme cómo podría mejorar la poca vida que, ya en otoño, me queda por delante. Entonces pienso que, como soy un pusilánime, y como seguiré haciendo las propagandas a la bebida energizante, a la bebida gaseosa, a la cerveza en lata y al chocolate de leche, al menos me armaré de valor para salir el próximo año en televisión sin maquillarme y sin corbata. Si ya he perdido toda mi credibilidad tratando de ser un hombre rico, de qué carajos me sirve maquillarme y ponerme corbata, me pregunto.
Ha ocurrido un milagro
Mi exesposa llevaba muchos años divorciada de mí cuando le pidió a mi madre que le regalase una casa:
-Su hijo me ha hecho sufrir mucho, señora -le dijo, visitando a mi madre en su casa.
La casona señorial de mi madre era la más extensa del barrio, pues había comprado las propiedades vecinas y las había convertido en jardines.
-Necesito una casa bonita, por aquí cerca, para recuperarme de todo lo que he sufrido con su hijo -argumentó mi exesposa.
No mentía cuando afirmaba que sufrió conmigo, o por mi culpa, los años que estuvimos casados. Probablemente sufrió porque yo era un marido díscolo, renuente a la obediencia, listo para hacer travesuras. También sufrió porque ella quería que yo fuese un hombre virtuoso, un hombre que yo no podía ser. Yo la amaba, pero no del modo que ella quería, pues amaba también a otros cuerpos, o a la posibilidad imaginaria de otros cuerpos.
-Busca la casa de tus sueños, hijita -se comprometió mi madre.
Semanas después, mi exesposa le dijo que había encontrado la casa perfecta, a solo dos cuadras de la residencia de mi madre. Fueron a verla una tarde soleada de verano. Mi madre quedó encantada. Era una casa grande, de tres pisos, estilo victoriano, con cuatro dormitorios y cuatro baños. El jardín era grande y en el centro mismo se levantaba un árbol alto y frondoso, un roble añoso que ofrecía sombras bienhechoras.
-En esta casa seré feliz -dijo mi exesposa.
La casa no era barata, desde luego. Mi madre pagó en efectivo. Mi exesposa inscribió la propiedad a nombre de una empresa extranjera.
-Júreme, señora, que nunca le va a contar a su hijo que me ha regalado esta casa -dijo mi exesposa.
-Será nuestro secreto -dijo mi madre.
Tardó pocos días mi exesposa en mudarse a su nueva casa, acompañada de su novio francés. Parecían contentos. Pasaban las tardes bebiendo vino, escuchando música y fumando en el jardín, al pie del roble cuya sombra parecía protegerlos de todas las cosas malas. Tiempo después, una tarde ya de invierno, mi exesposa tocó el timbre de la casa de mi madre, entró deprisa y gritó:
-¡Señora, señora! ¡Ha ocurrido un milagro!
Tendida en una camilla del segundo piso, recibiendo masajes de su terapista, mi madre pensó, al escuchar la palabra milagro, que yo me había convertido en una buena persona y me había presentado en casa de mi exesposa para decirle que aún la amaba. Pero ese no era el milagro, la maravilla sobrenatural. Tras bajar las escaleras en ropa deportiva, mi madre escuchó a mi exesposa vociferando:
-¡Milagro, señora! ¡Se ha aparecido Jesús en el jardín de mi casa!
Asombrada, mi madre preguntó:
-¿A qué Jesús te refieres, hijita? ¿A mi hijo Jaime Jesús?
-¡No, señora! -prosiguió acalorada mi exesposa-. ¡A Jesucristo!
Luego gritó:
-¡Venga conmigo para que vea el milagro!
Mi madre y mi exesposa salieron andando a toda prisa. Llegando a la casa, caminaron por el jardín hasta llegar al roble frondoso y entonces mi exesposa señaló al tronco principal y anunció, trémula de piedad:
-El rostro de Jesús en mi jardín.
Asombrada, traspasada de emoción, mi madre se hincó de rodillas, se persignó y sentenció:
-Bienvenido a Miraflores, Padre y Señor Mío.
Luego mi exesposa se puso también de rodillas y empezó a rezar el rosario con mi madre. Días más tarde, mi madre regresó a la casa del milagro, acompañada de su amigo de toda la vida, el cardenal, un hombre calvo, de pronunciadas ojeras, que era el jefe de la iglesia en su país. El cardenal y mi madre fueron recibidos por mi exesposa y se persignaron, conmovidos, al contemplar la imagen de Cristo en el árbol del milagro. Luego el cardenal le dijo a mi exesposa:
-Tu marido te fue infiel, pero Cristo está contigo.
Mi exesposa y mi madre lloraron, abrazadas, seguras de que el rostro de Jesús en el árbol era una aparición piadosa para confortar a mi exesposa por los años luctuosos que había padecido conmigo. Saliendo de la casa, el cardenal le dijo a mi madre:
-Tenemos que comprar esta casa. Tenemos que abrirla a los fieles para que puedan ver el milagro en el árbol.
Días después, mi madre le dijo a mi exesposa que, como la casa era ahora el sitio de una aparición milagrosa, tenía que convertirse en un lugar sagrado de culto y adoración.
-Me tienes que devolver la casa, hijita -le dijo-. Yo te compraré otra bien bonita, no te preocupes. Pero esta casa se la voy a regalar al cardenal.
La respuesta de mi exesposa fue cautelosa:
-Deme unos días para pensarlo.
-Anda buscando casa nueva -la animó mi madre.
Al día siguiente mi exesposa se presentó en casa de mi madre y, sentadas ambas en la terraza, bebiendo hierbaluisa, le dijo:
-Señora, estoy dispuesta a venderle la casa.
-Es lo que Dios quiere -dijo mi madre.
-Pero mi casa ya no tiene el mismo precio -dijo mi exesposa-. Cuando usted la compró, no había ocurrido el milagro. Ahora se la voy a vender con el rostro de Jesús aparecido en el árbol del jardín. Como usted comprenderá, mi casa ha subido de precio.
Mi madre quedó perpleja y escuchó:
-Ahora mi casa vale el doble, señora, porque viene con milagro incluido.
Mi madre dio un respingo, derramando hierbaluisa en su regazo, y dijo, resignada:
-No te preocupes, hijita, te pagaré el doble para que te compres una casa más bonita.
Con la aprobación de su amigo, el cardenal, mi madre le compró de nuevo la casa a mi exesposa, pero ahora pagando el doble, monto depositado en una cuenta extranjera. Mi exesposa retiró sus pertenencias y viajó con su novio a París, donde adquirió un apartamento y anunció que fijaría su residencia. Sin embargo, cuando el cardenal y mi madre tomaron posesión de la casa del milagro, descubrieron, consternados, que el rostro de Jesús ya no estaba más en el árbol.
-Pronto volverá a aparecer -dijo el cardenal.
No obstante, pasaron los días y el roble volvió a ser meramente un árbol sin el milagro dibujado en su tronco.
-Qué raro -pensaba mi madre-. Se fue mi nuera y con ella se fue el milagro.
Como no podían exhibir el milagro en el jardín, el cardenal y mi madre no abrieron la casa para que los fieles la visitasen y contemplasen la aparición divina. Semanas más tarde, una joven rolliza, que había sido empleada doméstica de mi exesposa, se presentó en casa de mi madre y pidió trabajo:
-La patrona me despidió cuando se mudó a París -dijo la empleada.
No dudó mi madre en contratarla. La trataba bien y le pagaba un buen sueldo, pero la empleada parecía turbada por una sombra, un mal recuerdo. Por eso, a hurtadillas de mi madre, abría el bar de la casa y bebía licores. Una tarde se emborrachó tanto que, caminando en zigzag, la joven rolliza recorrió varias cuadras hasta la parroquia y se sentó al lado de mi madre, mientras oficiaban la misa. Sorprendida, mi madre la abrazó. Con aliento alcohólico, la empleada le susurró al oído:
-Yo sé la verdad del milagro, señora.
Mi madre se interesó vivamente:
-Dime, hijita.
-No era un milagro -confesó la empleada-. La imagen de Jesusito la consiguió mi patrona.
Mi madre la miró a los ojos, ardiendo en curiosidad.
-Mi patrona tenía un proyector escondido en el techo de la casa -dijo la empleada-. Con ese proyector aparecía la imagen de Jesusito en el árbol. Cuando vendió la casa, se llevó el proyector. Por eso ya no se ve el milagro.
Entonces mi madre se permitió soltar una carcajada estruendosa cuyos ecos recorrieron el templo y se escucharon hasta en el altar.
Monja y poeta
Estos días lluviosos de septiembre, veinte días consecutivos lloviendo todos los días, mi hermana monja y poeta hubiera cumplido sesenta y tres años. No hemos podido celebrar su aniversario con ella porque murió hace tres años, meses antes de cumplir sesenta, una edad temprana para morir. No murió de causas naturales, la mató un chofer que conducía a alta velocidad, atropellándola cuando ella montaba en bicicleta.
No siendo del todo creyente, yo le rezo a mi hermana todas las noches con la certeza de que ella oye a lo lejos el eco de mis plegarias. No rezo a unos dioses, unas vírgenes, unos santos, no rezo a otros familiares difuntos, solo le rezo a mi hermana porque siento en el corazón que ella me escucha. Son las mías unas oraciones egoístas, oportunistas. Le ruego que me cuide la salud, me ilumine el camino, me regale un poco de sabiduría y humildad, que aleje de mí a las víboras, las hienas y los chacales, que me adelgace la vanidad. Le ruego asimismo que me guíe sigilosamente para ser un mejor escritor, o uno menos torpe.
Mi hermana era una escritora singularmente musical. Escribía crónicas periodísticas, apuntes de viajes, reportajes a pintores y poetas, pero se voz melodiosa se elevaba a los cielos y se hacía más rica, profunda y universal cuando escribía poesía. Publicó dos poemarios, solo dos. No le interesaban las glorias y los premios, la fama y la notoriedad, las charlas y las firmas en ferias de libros. No daba entrevistas ni salía en la televisión. Era una poeta radical, sin poses ni posturas. Había nacido poeta y aceptaba ese destino sin hacer alardes.
Yo viví muchos años cerca de mi hermana poeta y todavía no monja: los años en la casa del campo de nuestros padres, cuando ella leía unos libros que me daban pereza; los años en la casa de los abuelos, donde me refugié, escapando de mi padre, y ella vino luego a asilarse también, lo que me concedió el goce tranquilo de su compañía, tomando desayuno juntos, panes con mantequilla y mermelada, todas las mañanas a las ocho; los años en el periódico, donde mi hermana publicaba notas culturales y yo una columna política, y donde se desmayaba con frecuencia porque rara vez comía, y si comía era una zanahoria cruda; y los años en la universidad, ella estudiante de literatura, yo de leyes. Llegamos incluso a vivir juntos, a solas los dos: cuando me marché de casa de los abuelos y conseguí un apartamento, ella vino conmigo. Si bien yo quería ser un escritor, no me atrevía a decírselo en voz alta. Mi hermana quería ser poeta, y tal vez por eso me escondía sus poemas.
Nos gustaba ir a las fiestas de los amigos de la universidad y del periódico. Bailábamos juntos la noche entera, como si los demás no existieran. Ella amaba bailar. Cuando bailaba, parecía de pronto extasiada, liberada, enloquecida de felicidad, como si hubiera escapado de una jaula, y entonces sonreía poéticamente. Yo no podía ser más feliz a su lado. No faltaban, por supuesto, pretendientes que deseaban bailar con ella e invitarla a salir. Sin embargo, mi hermana prefería bailar conmigo.
Me quedé asombrado cuando, al terminar su carrera de literatura en la universidad, mi hermana me dijo que se mudaría a un convento en los Andes y se haría novicia y luego monja. En uno de sus viajes como reportera curiosa e infatigable, había conocido aquel monasterio carmelita y sentido la poderosa epifanía de que ese, y no otro, era su lugar en el mundo. Su decisión me pareció intrépida: ella siempre había sido religiosa, pero sin exagerar, pues sabía conciliar la fe con la poesía, la música y las fiestas. Con notable coraje, se despidió de la familia y de sus gatos, me dejó sus libros, se llevó sus poemas clandestinos y viajó al sur, bien al sur, a un convento perdido en las montañas, allí donde no llegaban los autos ni los buses. Se jugaba la vida: no muy lejos de esa casa religiosa había campamentos terroristas. Aunque la admiré profundamente, no celebré su decisión, porque pensé que mi hermana extrañaría la poesía, los libros, la música y los bailes. De pronto, nuestros destinos se bifurcaron: ella se marchó lejos para servir humildemente a Dios, y yo me mudé al país de las libertades con la esperanza atea e insolente de convertirme en un escritor. Mi hermana abrazó la fe religiosa, toda la fe que podía abrazar una mujer de veintidós años, y yo, en cambio, le di la espalda al camino de la virtud, la abstinencia y la santidad, y me arrojé a la utopía de que mi vida solo tendría sentido si, corriendo todos los riegos, me atrevía a escribir las historias que bullían en mi cabeza. Los dos perseguimos entonces una quimera, un sueño quijotesco: ella quiso ser santa y poeta, y yo quise ser ateo y escritor. En el fondo, buscábamos llegar al paraíso, ella orando, yo escribiendo.
Mi hermana se sometió a los rigores del confinamiento (no dormía en un colchón, no se bañaba en agua caliente, no tenía radio ni televisor, solo comía frutas y verduras) y se obligó a ser monja de clausura durante siete años que a mí me parecieron muchos más. Mis padres la visitaban con cierta frecuencia, a pesar de que era extremadamente difícil llegar hasta ese convento perdido entre las montañas, un lugar al que solo podía accederse a lomo de caballo o de burro, o andando varios días con sus noches. Al llegar exhaustos al monasterio, mis padres no podían tocar a su hija pálida y pía, abrazarla, darle un beso en la mejilla. La veían detrás de una rejilla, como si estuvieran confesándose con ella. Le dejaban regalos para ella y las monjas de ese convento. Decían que mi hermana era ahora una santa que hacía milagros. Yo, señorito pusilánime, no me atreví a visitarla. Me daba miedo manejar por rutas polvorientas, peligrosas, y luego dejar el auto donde terminaba la trocha pedregosa, y entonces seguir el viaje a lomo de burro, o caminando por senderos angostos. Temía morir de frío, o emboscado por los terroristas.
Hasta que un buen día, mi hermana obró en efecto un milagro y decidió que sus días como monja de clausura habían concluido para siempre. No dejó de ser creyente, aunque sí renunció a ser monja, contrariando sus votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. Volvió a la ciudad del polvo y la niebla, se reencontró con sus amigas de toda la vida, compró una moto, consiguió una tabla para correr olas y dedicó el resto de su vida al mar, al amor y a la poesía. Mis padres quedaron perplejos y acaso decepcionados. Yo amé y admiré a mi hermana.
Fue entonces cuando la monja retirada abrazó gozosamente su destino de poeta. Trabajaba en un periódico y una revista, entrevistaba a pintores y escritores, se enamoraba de pintores y escritores, pero sobre todo de pintores, y encontraba su voz, su identidad y su lugar en el mundo entre las olas del mar y en sus poemas clandestinos de mujer que había vivido más de una vida. Me dijo que le habían gustado mis primeros libros, me entrevistó para su revista, me aconsejó que tuviese cuidado con los malandrines de la política. Tiempo después, enfermó gravemente, de cáncer terminal, y le dijeron que le quedaban pocos meses de vida, y sin embargo ella hizo un milagro más y no se murió, lo que dejó confundidos a los doctores que la atendían.
Luego mi hermana se enamoró de un pintor de singular talento, el gran amor de su vida, y tuvieron dos hijos, y se fueron a vivir en una casa en el norte, cerca del mar, donde ella corría olas todas las mañanas, para luego montar en bicicleta. Le decían cuidado cuando montes en bicicleta, esa autopista es peligrosa, pasan buses y camiones, pero ella sentía que Dios la protegía.
Mi hermana fue entonces la mujer que vivió muchas vidas: la poeta furtiva que se desmayaba en el periódico y bailaba en las fiestas conmigo; la monja de clausura que entregó su libertad para adorar a Dios; y finalmente la poeta de culto y corredora de olas que se casó, fundó una familia y volvió a escribir poesía, ahora cerca del mar. Tuvo por lo menos tres vidas extraordinarias y dejó escritos dos poemarios. Una mañana diáfana, luminosa, después de correr olas en los mares del norte, emprendió su ruta habitual en bicicleta, un paseo que prometía ser estimulante, placentero, y que fue interrumpido cuando alguien la atropelló y se fugó, dejándola malherida, sangrante, al pie de la autopista, esperando una ayuda médica que no llegó a tiempo. Murió como había vivido toda su vida: discretamente, en silencio, sin molestar a nadie.
Rojos y mariquitas
A mi casa no entran rojos ni mariquitas, decía mi padre. Levantando la voz, bebiendo licores recios, fumando cigarrillos y a veces pipas, limpiando sus armas de fuego, dirigía una mirada turbia a mi madre y le decía: A esta casa no van a entrar tu hermano el comunista y tu hermano del otro equipo. Temerosa de las iras volcánicas de su esposo, mi madre obedecía en silencio.
Los fines de semana mi padre recibía en su casa en
el campo a sus amigos militares y sus amigos civiles. Con los generales y coroneles planeaban golpes de Estado que no llegaban a ejecutarse porque el día de la conspiración todos amanecían alcoholizados, pasmados por una resaca feroz. Con los amigos civiles hablaban de sus próximos viajes para cazar animales. Nada los excitaba más que trasladarse a lugares remotos para matar bestias salvajes, sintiéndose héroes. Los salones de la casa estaban decorados con cabezas de animales que mi padre había matado. No había un solo león, todos eran venados.
Mi madre sufría en silencio porque no podía invitar a su casa a su hermano comunista y su hermano homosexual. Su hermano comunista era abiertamente comunista. Su hermano homosexual era discretamente homosexual. Mi madre me decía que ambos estaban confundidos porque se habían alejado de Dios. Rezábamos para que su hermano comunista dejara de ser comunista y su hermano homosexual se casara con una mujer y tuviera hijos. Mi hermano no es mariquita, como dice tu papá, me decía mi madre. Pobrecito, no ha tenido suerte en el amor, no ha encontrado a la mujer de su vida, añadía.
Como el tío comunista y el tío homosexual no venían a nuestra casa, yo los veía en casa de mis abuelos maternos, en las reuniones familiares por los cumpleaños de los abuelos o en las fiestas navideñas. A pesar de que hablaba mal de ellos y les prohibía entrar a su casa, mi padre, militar frustrado, se obligaba a saludarlos fríamente, el ceño fruncido, la mirada suspicaz, y enseguida se alejaba, evitando toda forma de conversación con sus cuñados proscritos, como si el comunismo y la homosexualidad fuesen enfermedades que no deseaba contraer, desviaciones morales que aborrecía.
El tío comunista era recio, apasionado, gritón. Quería liderar la revolución y capturar el poder. Vivía a salto de mata. Los matones de la dictadura lo perseguían. Pasaba largas temporadas en la clandestinidad, temeroso de que lo mataran. A veces llegaba a las reuniones familiares disfrazado de mujer para despistar a los policías que lo seguían. Saludaba a sus padres, se quitaba la peluca, el vestido y los tacos, se ponía ropa deportiva y jugaba partidos de fútbol con nosotros, sus sobrinos. Era un estupendo futbolista, aunque no dejaba de gritar como un loco. Era, al mismo tiempo, el arquero, el cerebro y el goleador de su equipo y, además, el árbitro del partido. No le gustaba perder, era resentido y quejumbroso en las derrotas.
Sentado a lo lejos, bebiendo vino blanco helado, la cabeza calva cubierta por un sombrero, el tío homosexual veía con una mueca burlona a su hermano comunista jugando al fútbol con una virulencia, un ardor y una ferocidad que le parecían risibles. El tío homosexual no jugaba al fútbol, le parecía una vulgaridad. Prefería beber con sus cuñados burgueses: el médico y el abogado. Hablaban de política. Deploraban que, en aquella familia de hombres poderosos, bien acomodados, hubiera una suerte de infiltrado, el tío comunista, que deseaba capturar el poder para luego quitarles a ellos, los burgueses, los capitalistas, todas sus empresas, todo su dinero. Es decir que el tío comunista quería hacer la revolución en su país, pero también en su familia, y por eso su hermano homosexual y sus cuñados burgueses lo veían como una amenaza.
El tío homosexual no llegaba a esas reuniones familiares con un novio o una pareja, andaba siempre solo y parecía un hombre satisfecho o incluso feliz. Era un hombre muy rico, mucho más rico que sus cuñados el médico y el abogado, pero no se movilizaba con choferes y guardaespaldas ni alardeaba de su dinero. Había amasado una fortuna como empresario minero. Conducía autos de fabricación británica que nadie más tenía en esa ciudad. Yo lo veía con admiración. Como mi padre lo detestaba, yo en cambio le tenía cariño. Me parecía un hombre inteligente, elegante, valeroso, que se atrevía a ser quien era de veras. Cuando se metía al mar, era el más valiente de todos los bañistas. Será mariquita como dice papá, pensaba yo, pero no es un cobarde.
El tío comunista era un político que vivía obsesivamente para la política y por eso no tenía mucho dinero. Quería hacer la revolución, pero esa urgencia costaba dinero y él no lo tenía. Por eso le pidió dinero a su hermano mayor, el tío homosexual. No le dijo: préstame plata para hacer la revolución. Le dijo: préstame plata para comprar una hacienda al sur. El tío homosexual le prestó el dinero, varios millones. Su hermano comunista se comprometió a pagar la deuda en pocos años. Luego sobrevino la gran pelea. El tío comunista convirtió la hacienda al sur en un campo de entrenamiento para su brigada de revolucionarios, a quienes adiestraba en prácticas de tiro y lucha cuerpo a cuerpo con arma blanca. Por supuesto, el tío homosexual se enteró de que la hacienda era un campamento revolucionario. Su hermano comunista se abstuvo de pagarle, alegando que el latifundio no le dejaba ganancias. El tío homosexual prefirió no enjuiciarlo, pero dejó de hablarle. Desde entonces, en las reuniones familiares de los abuelos maternos, el tío homosexual no hablaba con el tío comunista, y mi padre procuraba no hablar con ninguno de los dos. Entretanto, mi madre seguía rezando para que su hermano homosexual se casara con una mujer y su otro hermano dejara de ser comunista y pagara la deuda que había contraído. Sus plegarias, sin embargo, parecían inútiles, o insuficientes.
Yo admiraba a ambos tíos: al homosexual porque era uno de los hombres más ricos del país, y al comunista porque era uno de los más buscados. Si el tío homosexual quería ser billonario, el más rico entre todos los ricos, el tío comunista ansiaba ser el más poderoso, el más temido, el dictador vitalicio, amado por su pueblo. Ambos, en cierto modo, eran dictadores. Les gustaba mandar, dar órdenes, gritar sin complejos, imponer su voluntad con modales ásperos. No por ser homosexual, el tío millonario le tenía miedo al poder: le gustaba ejercerlo, conspirando en las sombras con los políticos de derechas más influyentes, a quienes invitaba a comer en su casa, en almuerzos irrigados con los mejores vinos. A su manera, también era un déspota intrigante el tío comunista, quien actuaba en la vida misma como en los partidos de fútbol: quería ser la estrella, el goleador y el árbitro, el que cobraba penales y anulaba goles.
A pesar de yo que leía sus libros, no sabía si el tío comunista era trotskista, maoísta, leninista, estalinista, castrista o qué carajos. Probablemente él tampoco lo tenía claro. Era un soñador, un idealista, un hombre ilusionado con el paraíso igualitario, la justicia social, un mundo sin ricos ni pobres, una sociedad de individuos solidarios, ajenos al egoísmo. Quería fundar el paraíso de los hombres buenos, todos buenos, todos virtuosos. No era un sueño de pusilánimes: para llegar al paraíso tenía que hacer la revolución, matando a militares y policías, a curas y empresarios. Soñaba entonces con la utopía del paraíso en su país, a diferencia de su hermano homosexual, quien aspiraba a fundar el paraíso en su propia casa.
Mi madre amaba a su hermano comunista y su hermano homosexual. Los abrazaba, los cubría de besos, les decía que rezaba por ellos. El tío homosexual era creyente y a veces iba a misa con mi madre y le regalaba dinero. El tío comunista decía que era ateo y mi madre le decía no eres ateo, eres arrogante, eres soberbio, y estás confundido, y cuando aceptes a Dios en tu corazón, serás feliz y dejarás de creer en el comunismo, que es una doctrina de hombres malos y ateos que solo trae desgracias.
Cuando mi padre enfermó gravemente y le dijeron que no viviría más de un año, el tío homosexual, incapaz de guardarle rencores, le pagó los tratamientos médicos, lo visitó en la clínica y le hizo regalos extravagantes. Al morir mi padre, el tío homosexual se presentó en el velorio, se arrodilló ante su cuerpo sin vida, cerró los ojos y rezó por él. Cuatro años después, el tío homosexual murió en su cama, confortado por mi madre, quien rezaba a su lado. Quijote extraviado, hombre noble e incomprendido, utopista de gran corazón, el tío comunista no alcanzó a tener éxito como revolucionario y murió sin capturar el poder.
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