Carlos Martín Briceño's Blog
July 22, 2017
El golpe súbito de los cuentistas norteños
[image error]En el verano del 2007 viajé junto con mi esposa a El Fuerte, Sinaloa, una pequeña ciudad colonial ubicada a unos 80 kilómetros de Los Mochis, y en la que había nacido mi querida suegra. Llegamos cerca de las doce de la noche, cuando todo mundo dormía. Llamó mi atención el silencio del sitio y el rumor suave y persistente del río que parecía resguardar la paz de los forteños. Incluso los perros, que en cualquier poblado del centro o del sureste nos hubieran recibido con algarabía, permanecían callados. Era, como olvidarlo, el peor año de la guerra del estado contra las drogas, la gente se refugiaba temprano en sus casas y por todos lados se escuchaban historias de muerte que helaban la sangre.
Cuento lo anterior porque, luego de leer las historias que conforman Norte. Una antología, el libro compilado por Eduardo Antonio Parra, me resultó imposible no evocar aquel viaje donde conocí de cerca tierras mexicanas tan distintas de las mías. Si en verdad, me dije, en México caben muchos Méxicos, y ni siquiera la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos estados de la república ha logrado liquidar del todo las diferencias y la diversidad, ¿por qué no hablar de literaturas regionales?
Con esta premisa, y con la idea de demostrar que la riqueza de los escritores norteños va más allá de la moda generada por la literatura del narco, Eduardo Antonio Parra ha seleccionado cuarenta y nueve autores oriundos de nueve estados del país para conformar Norte, una antología. Cinco estados fronterizos (Baja California, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Sonora y Tamaulipas), dos estados muy norteños (Durango y Sinaloa) y otros dos (Guerrero y Jalisco) que, para mi gusto, salvo por la calidad de sus autores, no tendrían razón de haber estado incluidos.
Pero para justificar su inclusión, el autor de Los límites de la noche, que no se conforma con los límites geográficos, ha diseñado en su imaginario un norte donde caben muchos nortes: los nortes sociológicos y lingüísticos de un antólogo nacido, curiosamente, en Guanajuato, pero cuyas historias transcurren en la frontera, en el desierto o en la montaña, los espacios que considera naturales para sus personajes.
Todos los cuentistas incluidos, es justo señalar, son escritores avecindados, nacidos, encariñados o identificados abiertamente con el norte, cada uno con edades, intereses y tiempos muy distintos, pero todos convergen en su voluntad por contar relatos que reflejen la idiosincrasia y el habla de los que viven en las tierras mexicanas ubicadas más allá del Trópico de Cáncer, allí donde impera el silencio opresor del paisaje desértico y la avasallante anchura de su entorno.
Concuerdo con Eduardo Antonio Parra cuando escribe en el prólogo que en la narrativa del norte “predominan el movimiento y la tensión dramática que se desenvuelve en espacios abiertos, por encima de la reflexión o las escenas desarrolladas en ámbitos cerrados”. Muy cierto. Quien se acerque a estas historias lo constatará: nada de complejos pensamientos internos o monólogos interiores tan frecuentes en los textos de los narradores sureños, donde el acompasado movimiento del océano, la quietud de sus ojos de agua y el sopor del trópico parecen haber dotado a sus escritores de un ritmo diferente, de una cadencia campechana que embriaga con lentitud.
Dice el crítico literario Sergio González Rodríguez, que los cuentistas del norte, a diferencia de los sureños que van soltando la tensión poco a poco, “eligen el golpe súbito desde la primera línea”. El mismo efecto siente uno cuando abre Norte, Una antología y se topa con que el primer cuento es La fiesta de las balas, el violento relato revolucionario de Martín Luis Guzmán, tomado directamente de su novela El águila y la serpiente. Parra ha dispuesto a los autores de este libro por orden cronológico, comenzando con un clásico como Martín Luis Guzmán (1887-1976) hasta terminar con el joven y prolífico narrador regiomontano Luis Panini (1978), algo que el lector agradece, pues es esta una manera didáctica de conocer cómo se ha ido conformando la literatura de una región con el paso del tiempo.
Y aunque el mismo antólogo comente que “como en toda reunión de relatos, florilegio o antología, en ésta no están todos los que son”, echo de menos la presencia de Amparo Dávila, Daniel Herrera, Joel Flores y, sobre todo, del genial narrador duranguense Jaime Muñoz Vargas.
Si algo bueno tienen las antologías es que permiten dar a conocer a escritores que por diversas razones, no obstante la calidad de sus obras, han permanecido navegando en la nave del olvido. Tales serían los casos de César López Cuadras, incluido aquí con su espléndido relato costumbrista El león que fue a misa de siete (basado, seguramente, en un hecho real), y el de Irma Sabina Sepúlveda, quien aparece con El oso, un nostálgico e irónico cuento que lo mismo arranca sonrisas que conmiseraciones.
¿Qué es lo que más me gusta de esta antología? Me gusta su rapidez, su variedad, su abierta clasificación B, su facilidad para seducir al lector incipiente y atrapar al lector joven. Mi hijo Emilio, que recién cumplió los trece, la leyó de cabo a rabo y la disfrutó enormemente.
Y cómo no, si allí están Luis Humberto Crosthwaite, Antonio Ramos Revilla, Federico Campbell, Julián Herbert, Magolo Cárdenas, Miguel Méndez, Gabriela Riveros, Liliana V Blum, Jesús Gardea e Ignacio Solares con relatos chispeantes, redondos que tienen que ver con los temores de la niñez y la adolescencia. Alfonso Reyes, Julio Torri, Rafael F. Muñoz, Nellie Campobello, Ramón Rubín y Abel Quezada con historias del pasado que no pierden vigencia por su frescura. Y luego José Revueltas, Rafael Ramírez Heredia, Edmundo Valadés, Pedro de Isla, David Toscana, Cristina Rascón Castro, Vicente Alfonso, Luis Jorge Boone, Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez con textos de aparente solemnidad, pero plagados de ese humor y desenfado norteños que los vuelven dolorosamente divertidos.
Es esta, pues, una antología que reúne a grandes autores de la literatura mexicana y a autores contemporáneos que ya se han ganado un lugar en la República de las letras, un muestrario inteligente de lo más relevante del cuento norteño publicado a lo largo del último siglo. Un libro que vale la pena leer porque los narradores seleccionados demuestran que el cuento en México, independientemente de la región desde la cual se narra, ha alcanzado registros sublimes.
Evoco, para cerrar mi comentario sobre esta antología, de nuevo mi visita al El Fuerte, Sinaloa. Nos alojamos, cómo olvidarlo, en casa de la abuela de mi mujer, una antigua y fría casona del centro, de altísimos techos sostenidos por gruesas vigas de madera desde donde nos observaba una cucaracha solitaria a la que traté, infructuosamente, de matar lanzándole zapatos. Al día siguiente, luego de una noche de sueño inquieto, nos despertó el seductor aroma de los huevos con machaca, los frijoles bayos y las tortillas de harina recién calentadas que la abuela, con todo y sus ochenta y seis años, preparaba diligentemente en la cocina. Fue entonces cuando comprendí, que más allá de la amenaza del narco y de las advertencias de las autoridades, la gente de esta región había aprendido a gozar y a no bajar la guardia, porque en situaciones de riesgo, “soportando pacientemente las pruebas que el destino envía”, tal como decía Chejov, es cuando el ser humano aprende a sacar lo mejor de sí mismo. Entendí que esto era la vida, que esto era, en verdad, lo más admirable de los
habitantes del Norte.
Eduardo Antonio Parra (compilador.), Norte.Una antología, ERA / Fondo Editorial de Nuevo León/ Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 2015, 329 p.
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June 1, 2017
Despojarse de la solemnidad
[image error]Siempre he afirmado que la literatura mexicana contemporánea está plagada de narradores que sobrevaloran la solemnidad. Mientras que en otros países (Inglaterra, Estados Unidos, Francia) el humorismo se desarrolla con libertad, en México parece una vertiente reservada para escritores irreverentes y juguetones. Autores que, dicho sea de paso, muchas veces no son bien valorados por la crítica porque desmarcarse de la literatura seria y continuar con la tradición impuesta por Arreola, Ibargüengoitia o Tito Monterroso, al parecer, no tiene el mismo peso que seguir los pasos de Alfonso Reyes, Octavio Paz o Carlos Fuentes.
Entre estos autores rebeldes, destaca Marcial Fernández, un escritor sarcástico al que parece tenerle sin cuidado lo que opinen los gurús de la literatura ya que, desde hace algún tiempo, al amparo de las reglas y estéticas del humor negro, se dedica a escribir lo que se le antoja. Prueba de ello es su más reciente libro, Máscara de Obsidiana, su novela más reciente.
Confieso que, en un principio, cuando me adentré en los primeros capítulos, me sentí desconcertado con su lectura. ¿Qué era lo que tenía entre manos? ¿Una novela histórica? ¿Un relato policiaco futurista? ¿Una historia fantástica desarrollada en un México imaginario? ¿Un alegato político? ¿Un homenaje a la nota roja? ¿Por qué Marcial abría, desde el inicio, tantas posibilidades? Pero conforme fui avanzando en la lectura, caí en la cuenta que en Máscara de Obsidiana cabían todas aquellas definiciones que yo traía en la cabeza, y aún más.
[image error]Y es que, desde los primeros párrafos, donde el periodista Tonatiuh Cuahutli, uno de los protagonistas principales, sueña que se lleva a cabo un sacrificio en el zócalo capitalino, uno intuye que Máscara de Obsidiana no es una novela “normal”, sino todo lo contrario. Nos hallamos, pues, ante una ciudad de México donde los taxis son lanchas, las calzadas están todavía llenas de agua como en el México prehispánico y la ciudad no ha padecido los horrores de la conquista. Así, tomando como pretexto el supuesto robo de la máscara de Tezcatlipoca (una figura hecha en turquesa del siglo XV y que según Wilkipedia que todo lo sabe, actualmente se exhibe en el Museo Británico de Londres), Marcial nos sumerge en los entresijos de una investigación policiaca que, a la larga, se transforma en una crítica sarcástica sobre los mitos fundacionales de nuestro pueblo.
Aquí, por ejemplo, Hernán Cortés, no solo perderá la guerra, sino que también le serán quemados los pies en una suerte de revancha histórica. De esta manera lo contarán Antón Tótec y Juan Lobaces, periodistas a quienes Marcial les da voz para deconstruir el relato de la conquista y, de paso, hacer un análisis de la condición del mexicano. Por otra parte, tomando como base las virtudes humorísticas de la nota roja, Marcial hace gala de sus recursos periodísticos (no hay que olvidar que el autor ha sido periodista durante muchos años) para contarnos su historia a través de supuestos artículos de prensa que va insertando a lo largo de las 178 páginas de la novela.
Mención especial merece el personaje de Jack Torre Latino, un detective a lo Bogart en el Halcón Maltés, que sufre de agruras y que, desde la soledad de su despacho, espera que algún día llegue a pedirle auxilio una rubia de un metro ochenta, joven, opulenta y vestida de rojo entallado. En este caso, la rubia resulta ser una francesa de nombre Lauree Voltaire, amante del millonario Bernardo Gong, una suerte de Carlos Slim que colecciona arte e invierte en la restauración del casco antiguo de la ciudad de México.
Dice Marcial en una entrevista que esta novela le ha ganado un buen número de lectores, pero también de detractores. Se entiende, luego de finalizar su lectura que no todos estén dispuestos a aceptar la ácida visión literaria de Marcial Fernández.
Con su Máscara de Obsidiana, su segunda novela, Marcial se inscribe en el selecto grupo de narradores mexicanos que han podido despojarse de la seriedad y aceptar que la literatura también puede escribirse con harto sentido del humor y una buena dosis de naturalidad.
Texto leído por su autor durante la presentación de la novela Máscara de Obsidiana (Ficticia Editorial, 178 pp, México 2016) en Bacalar, Q Roo. el marco del Festival del Caribe 2017. Participaron en la presentación Carlos Martín Briceño y Marcial Fernández, autor de la novela.
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May 9, 2017
Sobre el arte de escribir cuentos
[image error]No es fácil escribir un buen cuento. Para William Faulkner, ganador del premio nobel en 1949 y uno de los escritores más influyentes del siglo pasado, “es más difícil escribir un buen cuento que una novela decente”. Gabriel García Márquez, en una entrevista concedida a Jacobo Zabludovsky compara el cuento con la novela y declara que “es más difícil escribir cuentos que novelas, porque el problema es siempre empezar: un libro de cuentos se empieza dieciséis veces y una novela una sola vez. Además, escribir cuentos es como vaciar en concreto y escribir novelas es como pegar ladrillos, o sea, dos procedimientos distintos: el cuento se vacía de una vez y si se falla, se falló y no hay nada más que hacer, sino volverlo a hacer…”.
Visto lo anterior, se entiende por qué escribir cuentos sea tan difícil: la exigencia del género suele acabar con la paciencia de los narradores que prefieren dirigir sus esfuerzos a la novela. La verdad, dicho sea de paso, es que tal como comentó alguna vez el gran cronopio, Julio Cortázar, “nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes…, pues no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”. Y son precisamente esas constantes que al gran Julio le parecieron tan poco encasillables, las que Mónica Lavín, una cuentista de abolengo, luego de tantísimos años de dar talleres literarios, ha decidido poner en blanco y negro en Es puro cuento, el libro-cuaderno que hoy nos ocupa.
Paso a paso, partiendo de cero, con la idea de convertir a todo el que lo lea en un “mago de la palabra”, como certero Virgilio, Mónica va guiando cuidadosamente al futuro escritor a través del infierno y el purgatorio del proceso creativo, para que éste pueda acceder con facilidad al paraíso de finalizar un cuento.
“Enhorabuena. Un cuento es un pequeño mundo, un universo cerrado. La hoja en blanco se llenó de tu imaginación, esfuerzo y atrevimiento. Has enfrentado la pasión de la alimaña. La puerta está abierta para que sigas caminando”.
Así, en ese tono de confianza, Mónica finaliza el libro, y uno siente haber estado muy cerca de ella todo el tiempo, escuchando su modulada voz que nos anima siempre a seguir adelante. Aunado a lo anterior, la didáctica y espontánea simbología diseñada por María Perujo Lavín, contribuye al disfrute de este fabuloso libro al que me resisto a llamar guía práctica para escribir relatos. Porque, hay que decirlo, más que una guía, el libro, gracias a la selecta selección de relatos y a su innovador diseño, funciona también como un imán de lectura para cualquiera; sobre todo para estudiantes de secundaria y preparatoria con hartas ganas de leer y contar historias.
Edgar Allan Poe, Augusto Monterroso, Saki, Ana García Bergua, William Faulkner, Marcial Fernández, Frederic Brown, Isaac Asimov, Carson McCullers, Agatha Christie, Edmée Pardo, Raquel Castro, Ambrose Bierce y la misma Mónica Lavín, son algunos de los escritores emblemáticos cuyas historias podemos leer en Es puro cuento mientras vamos adentrándonos en el arte de escribir nuestros propios relatos.
Dividido en cinco bloques, con dos unidades temáticas cada una, el cuaderno combina lectura y escritura, así como ejercicios prácticos para desatar la imaginación. Preceptos que a veces nos parecen tan complicados como los diferentes tipos de narradores, los saltos en el tiempo, la estructura o los diversos tipos de cuento, son aquí explicados con una naturalidad que ya quisiéramos muchos de los que acostumbramos a impartir talleres literarios.
Vale la pena aclarar que esta no es la primera vez que Mónica Lavín incursiona en la didáctica del cuento. Dos libros suyos anteriores, Leo luego escribo y Cuento sobre cuento, que suelo recomendar siempre a mis alumnos, son, de alguna manera, el antecedente de Es puro cuento. Pero sin restar mérito a los anteriores, pienso que acaso por la madurez de la enseñanza y la complicidad de María Perujo Lavín, es éste el libro didáctico definitivo, aquel destinado a permanecer en la biblioteca y en la mochila de todos los que deseen acercarse al arte del cuento, ese veleidoso género que algunos han dado en llamar “la poesía de la prosa”.
Enhorabuena, bienvenido este libro que celebra al cuento, cuyas reglas básicas no han variado mucho con el paso del tiempo; un género literario que, con todo y sus requerimientos, debido a su brevedad y contundencia, siempre me ha parecido que es la manera más gozosa de acercar a la gente a la literatura.
Texto leído en el marco de la Feria Internacional de la Lectura, de Yucatán 2017, durante de la presentación del libro Es puro cuento, guía práctica y fácil para escribir relatos de todo tipo , de Mónica Lavín y María Perujo Lavín, publicada por Selector (2016). Estuvieron en la mesa de presentación Mónica Lavín, María Perujo Lavín y Carlos Martín Briceño
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March 26, 2017
Brindis por un amigo: la generosidad de Eusebio Ruvalcaba
[image error]Todavía en agosto del año pasado, durante un viaje que hice a la ciudad de México, me encontré con Eusebio Ruvalcaba en Tlalpan. Desayunamos huevos rancheros y café “con piquete” en el Rayuela, un restaurante ubicado en los portales del barrio. Al terminar nos dirigirnos al café Katsina, un sitio mucho más pequeño, donde él, desde hacía varios años, daba un taller literario sabatino.
Antes de comenzar la sesión, Eusebio sacó de una de las bolsas de su chamarra una anforita con mezcal y convidó a los asistentes, quienes bebimos como si se tratara de un rito inicial que augurase buenas letras… “Me gusta, pero falta una frase, una intención dejada por el narrador como al desgaire para entender el leit motiv del crimen”, recuerdo que me dijo Eusebio cuando terminé de leer el cuento que había llevado, un relato basado en un salvaje asesinato ocurrido hace algunos años en un cibercafé en la ciudad de Mérida, la que se supone es la más segura de México.
Así, entre trago y trago, esa tarde, con ese genuino interés en el trabajo de otros que siempre lo caracterizó, Eusebio fue soltando comentarios acerca de todos y cada uno de los textos presentados. Y no obstante la dureza de sus observaciones, gracias al tono modulado de su voz y al esmero con el que nos atendía, daba la impresión de que los participantes estábamos reunidos con un amigo cercano, antes que con un maestro.
Poco antes de las tres, me puse de pie para retirarme. Mi avión salía a las cuatro y media y me quedaba poco tiempo para alcanzarlo. Quise pagar, pero Eusebio me lo impidió. “La próxima te toca, hoy tú eres mi invitado”. Nos dimos un fuerte abrazo y salí del Katsina rumbo al aeropuerto. De haber sabido que esa era la última vez que vería Eusebio, quizás le hubiera dicho cuánto lo admiraba, cuánto lo quería.
Y es que Eusebio, además de un incansable escritor y excelente tallerista, le gustaba, como a pocos consagrados, estar al tanto del trabajo de las nuevas generaciones. Formaba parte del consejo editorial de numerosas revistas y solía apoyar la publicación de aquellos que apenas se iban abriendo camino en la travesía de la palabra escrita. Fue un amigo generoso que amaba la literatura, la música y el mezcal.
En mi caso, lo conocí en el 2002, gracias a Helena o la anunciación, un cuento que publiqué en la revista Molino de letras. Eusebio, que era capaz de tener derroches de generosidad increíbles, lo leyó. Y le gustó tanto que decidió buscar mi número de teléfono para hacérmelo saber. Para mí, que entonces apenas empezaba a considerarme escritor, esa llamada fue todo un acontecimiento, un espaldarazo, un signo de que mis intenciones literarias no iban por mal camino. Y así como lo hizo conmigo, ahora lo sé, Eusebio lo hizo con muchos otros que, como yo, seguimos luchando por buscar un lugar en la República de las Letras.
En cuanto a su literatura, Eusebio Ruvalcaba fue autor de más de una cincuentena de libros, entre los que destacan, sobre todo, sus libros de cuentos (de factura impecable) y una trepidante novela que siempre suelo recomendar a mis alumnos: Un hilito de sangre. Quien no haya leído a Ruvalcaba, sírvase un vaso de mezcal, ponga un disco de Chopin y acérquese a su obra. Será la mejor manera de honrar su memoria.
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January 9, 2017
Para leer en Navidad | Andrea Balanzario Gutiérrez
[image error]La cercanía de la Navidad nos hace pensar en alegría, familia y abundancia, pero no todos son tan afortunados; seres queridos en otra dimensión, carencias económicas o de afecto o, simplemente, por sentirse “los otros”, los diferentes, los que no encajan en los moldes culturales. Ellas y ellos escriben relatos como los seleccionados por Beatriz Espejo y Ethel Krauze para esta antología.
Beatriz Espejo
“Al contrario de otras antologías temáticas en la que hemos trabajado Ethel Krauze y yo, ésta no está dedicada sólo a mujeres. Hemos buscado diferentes autores que trataron el tema desde distintos ángulos y puntos de vista. Algunos se dedicaron a investigar y captaron el espíritu de las fiestas de manera peculiar, la mayoría revolvió recuerdos y escribió textos autobiográficos o dio vuelo a su imaginación para apuntalar sus preocupaciones literarias y el resultado ha sido una serie de textos con una característica común, han sido escritos con seriedad buscando en los terrenos de la buena literatura”.
Ethel Krauze
“Hace muchos años, cuando todavía la juventud pegada a la piel, una querida amiga de entonces se lamentaba porque no tendría con quien pasar la Navidad. Estaba divorciada y los hijos dispersos, los padres la aburrían y el cielo se le cerraba. Yo, acostumbrada a ser una eterna entenada en las casas que generosamente me ofrecían asilo en esas fechas, mientras rumiaba mi condición de judía con una sonrisa entre trágica y avergonzada, tuve una súbita epifanía: ¿Y si armáramos nosotras una fiesta? ¿Y si invitáramos a otras almas solitarias a celebrar, precisamente, esta hermandad?”
Comparte tu Navidad
¿Tienes la dicha de ser feliz con tu mamá, papá, pareja, hermanos? ¿Tienes salud, suficiente dinero para comprar alimentos en abundancia? ¿Tienes una casa para protegerte del frío? No todas las personas en Toluca están en condiciones de celebrar una Navidad feliz. Comparte lo que tengas hoy. Compra este libro con cuentos de Juan José Arreola, Agustín Monsreal, Beatriz Espejo, el genio de la escritura Daniel Sada, Inés Arredondo, Kyra Galván Haro y otros más. Verás cómo cambia la Navidad según quien la escribe. Pide el libro por su sello: Lectorum.
¡Felices fiestas para todos!
Redacción El Sol de Toluca Jueves 22 de diciembre de 2016
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El vuelo del colibrí. Antología de la prosa breve mexicana, compilada por Beatriz Espejo
[image error]Beatriz Espejo, «la mejor técnica del cuento entre los escritores mexicanos vivos», reunió junto con Ana Rosa Suárez, Halina Vera y Jesús Gómez una antología muy ambiciosa y disfrutable del cuento breve mexicano.
Precede a los relatos un largo y muy sesudo prólogo preparado por Espejo, quien hace un recorrido por las generaciones de nuestros aficionados a lo breve.
Los antologados: José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Julio Torri, Mariano Silva y Aceves, Carlos Díaz Dufóo hijo, Ricardo Gómez Robelo, Genaro Estrada, Francisco Monterde, José Bernardo Couto, Luis de la Rosa, Francisco Zarco, Vicente Riva Palacio, Manuel M. Flores, Justo Sierra, Manuel José Othón, Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina, Victoriano Salado Álvarez, Ángel del Campo Micrós, Jesús Urueta, Amado Nervo, Bernardo Couto Castillo, José Juan Tablada, Ramón López Velarde, Nellie Campobello, Agustín Yáñez, Andrés Henestrosa, Salvador Novo, Gilberto Owen, Max Aub, Octavio Paz, Efrén Hernández, Jaime Sabines, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Edmundo Valadés, Ricardo Garibay, Guadalupe Dueñas, Guadalupe Amor, Amparo Dávila, Carmen Rosenzweig, Inés Arredondo, Salvador Elizondo, José de la Colina, Eduardo Lizarde, Marco Antonio Montes de Oca, Fernando del Paso, René Avilés Fabila, Vicente Quirarte, Raúl Renán, Marco Glantz, Beatriz Espejo, José Emilio Pacheco, Esther Seligson, Agustín Monsreal, Fernando Curiel, Felipe Garrido, Ignacio Solares, Hernán Lara Zavala, Bárbara Jacobs, Luis Arturo Ramos, Gonzalo Celorio, Ignacio Betancourt, Marco Antonio Campos, Ethel Krauze, Humberto Guzmán, Guillermo Samperio, Daniel Leyva, Ángeles Mastretta, Élmer Mendoza, Ana Suárez, Eusebio Ruvalcaba, Alberto Ruy Sánchez, Eduardo Langagne, Agustín Ramos, Héctor Carreto, Bernardo Ruiz, Héctor Perea, Armando Alanís, Mónica Lavín, Juan Villoro, Rosa Beltrán, Ana García Bergua, Roger Metri, Ana Clavel, Luis Humberto Crosthwaite, Luis Ignacio Helguera, Luis Bernardo Pérez, Javier García-Galiano, Juan Sahagún, Carlos Martín Briceño y Alberto Chimal.
Ai’nomás.
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Eduardo Cerdán (1995) es narrador, ensayista, profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y editor literario de Cuadrivio. Fue becario, en verano de 2015, de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha participado en antologías de cuentos mexicanos y latinoamericanos, así como de ensayos sobre literatura hispánica. Textos suyos se han traducido al inglés y al francés. Ha colaborado en publicaciones periódicas como la Revista de la Universidad de México, La Jornada Semanal, Literal, Latin American Voices, Este País, Crítica y La Palabra y el Hombre. Su libro infantil Los días del extranjero está por publicarse en la Editora de Gobierno de Veracruz.
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November 30, 2016
La utopía extraviada
Para Óscar Sauri
Me pregunto qué negocio es éste en que hasta el deseo es un consumo.
Silvio Rodríguez
—¿Le gusta? Yo estuve allí, en la Plaza de la Revolución, el día en que Korda tomó esa foto.
La voz del viejo se dirige al hombre que, vaso en mano, contempla absorto el retrato iluminado por las veladoras sobre el esquinero de caoba convertido en altar.
—Me la obsequiaron después, en una celebración del partido. Un año que logramos una zafra histórica —agrega el viejo.
El hombre sonríe, se acomoda los lentes y se acerca para ver mejor. Observa la boina con la estrella, los ojos extraviados, la melena rebelde, esa camisa cerrada hasta el cuello, y le parece que el tiempo, en verdad, no ha transcurrido. Ha admirado a lo largo de más de cuarenta años, cientos, miles de veces quizá, aquella imagen. Sabe de memoria la fecha en que Alberto Korda, en medio del discurso de Fidel en honor de las víctimas del vapor La Coubre, capta con su Leika al guerrillero argentino, el mismo día en que el comandante pronunciara por primera vez su célebre “Patria o muerte”.
—Vamos, sin pena, cójala para verla de cerca.
El hombre repasa la superficie del retrato con las yemas de los dedos. El calor de las veladoras ha rebajado considerablemente los tonos originales, pero no le cabe la menor duda, el Korda es genuino. Había leído en National Geographic que el fotógrafo vivió holgadamente en la Habana hasta sus últimos días vendiendo réplicas de esta famosa foto, y solía fantasear con la posibilidad de encontrar alguna durante sus viajes. Las palmas le sudan y camina hasta la ventana sin soltar su hallazgo. Quisiera prolongar por más tiempo este momento. Una emoción similar sintió cuando tuvo entre las manos la piedra grafiteada del muro de Berlín que su jefe conserva como trofeo encima de su escritorio.
Entonces, como ahora, le pareció estar absorbiendo a través del tacto un capítulo de la historia.
—Mi esposa la ha conservado así —agrega de repente el viejo, señalando las veladoras con el índice—. El Che fue lo único honesto que hubo en esta revolución.
Ante esta frase que deja entrever cierto disgusto, el hombre trata de permanecer ecuánime. No tiene ánimos para rebatir. Es casi medianoche. La velada ha sido larga: media botella de Havana Club y una fuente de langosta entomatada. No vale la pena echar a perder la magnífica cena con una discusión sin sentido. En vez de responder devuelve la fotografía a su sitio, se lleva el vaso a los labios y recorre la estancia con la mirada. La humedad en las paredes perfila siluetas zoomorfas: allá, un lobo con el hocico hacia arriba; en el otro extremo, un león de gran melena. Todo destila una solemne decrepitud: la araña de péndulo imperceptible que ilumina, apenas, con sus bujías sobrevivientes, el espacio por encima de sus cabezas; el comedor Luis XV, en cuyas vetas discurre la paciente labor de la polilla; el servicio de Limoges: grisáceo, desportillado; el ruidoso armatoste de formas redondeadas pero que aún es capaz de guardar los restos del guiso que fue servido. Después, fija la vista en un rincón de la ventana, por donde asoman unos arbustos del descuidado jardín, y dice:
—Debiera ver las condiciones en que se encuentran los pobres en mi país.
Irritado, el viejo coge la botella y se sirve más ron. Comienza a medir al comensal. ¡Está tan acostumbrado a tratar con este tipo de personas! Desde que abrió el paladar han desfilado por sus mesas los personajes más disímiles: turistas italianos hediondos a sudor agrio que vienen buscando mojitos y puerco frito con “el sabor real del Caribe”; mexicanos “muertosdehambre” al acecho de sitios baratos donde convidar a sus conquistas ocasionales; madrileños miserables que pretenden cenar opíparamente por unos cuantos euros. El negocio le ha dado oportunidad de elaborar una clasificación de los clientes, útil para hacer más llevadera la jornada.
El hombre, por su parte, es la primera vez que pisa un paladar. Debido a su raquítico sueldo de profesor de medio turno en la Facultad de Humanidades y a la demanda de manutención que le endilgó su ex esposa, llevaba un buen tiempo sin venir a Cuba. Su última visita a la isla la había hecho a fines de los ochenta. La glásnot y la perestroika estaban en boga, pero el muro aún no caía; el dólar se cotizaba a un peso cubano en las casas de cambio, y a diez en la clandestinidad de los callejones contiguos a los hoteles de cinco estrellas, y resultaba impensable cualquier tipo de iniciativa privada.
—Ni se te ocurra meterte a La Bodeguita. Ese restaurante ya no es ni sombra de lo que fue. Mejor búscate un buen paladar lejos del centro. Si tienes suerte, vas a conocer de cerca lo que resta de la vieja y decadente burguesía cubana.
Ese fue el consejo de sus colegas que, como él, solían visitar de cuando en cuando la isla, nostálgicos de la utopía extraviada, ansiosos de encontrar entre las mesas de los bazares domingueros alguna primera edición de El Siglo de las luces, discos de vinil de la Nueva Trova o algún amarillento afiche revolucionario para aumentar sus preciadas colecciones.
Por eso, al caer la tarde, ya cerca la hora de la cena, decidió salir del hotel y dirigirse a pie hasta El Vedado, lejos del barullo de la zona turística y de los molestos enganchadores de las calles empedradas de La Habana vieja: ¿Italiano? ¿Mexicano? ¿Rubias o negras? Óyeme bien, mi amigo: por cuarenta dólares te consigo una mulata de quince años que te va a dejar loco. Ahora, si lo que tú quieres es un poco de nieve, nada más dímelo…
Caminó un buen rato, sin reparar en la gente que cruzaba con rapidez a su lado y, justo cuando una repentina llovizna comenzó a humedecerle el pelo y empaparle la camisa, dio con este paladar camuflado entre las descuidadas casonas art déco del barrio, y en donde halló la fotografía que, nada más verla, le hizo revivir el instante en que su hermano mayor, después de escuchar por la radio la noticia de la muerte del guerrillero en las selvas bolivianas, entró lleno de rabia al dormitorio para colocar el póster del Che, en contra de la voluntad de su padre, en lugar del crucifijo, encima de las camas gemelas.
¡Cómo me gustaría tener este retrato colgado en mi cubículo!, piensa mientras da un nuevo sorbo a su bebida.
—No lo culpo, alguna vez yo también me tragué toda esa mierda del socialismo —alza la voz el viejo como si acabara de leerle el pensamiento.
El hombre permanece en silencio. Piensa que detrás de su aparente pasividad, el viejo es de los que desearían volver al estilo de vida occidental y hasta quisieran ver a la isla inundada de Walmarts y Kentucky Fried Chickens.
Ante el mutismo del otro, el viejo tose para recordar que está allí, a la espera de una respuesta. Y hay en su mirada un fulgor de insolencia que armoniza con la nariz aguileña, la boca delgada y las mejillas colgantes y flácidas de ese rostro sonrosado, como de mayordomo inglés.
—No está de acuerdo conmigo, ¿verdad? —la voz grave rompe el silencio.
Como previendo una embestida, el hombre se prepara. Adivina que su anfitrión intentará convencerlo. Siente ganas de orinar, pero ninguna disposición de moverse de su sitio en la mesa. El semblante adusto del viejo le recuerda la expresión de su padre el día en que él y su hermano decidieron rechazar el viaje a Orlando que pretendían obsequiarles por sus buenas notas: Nosotros no vamos a poner pie donde vive la gusanera.
Y el padre tuvo que pasar la vergüenza —así lo había dicho— de devolver los boletos a la agencia sin entender a ciencia cierta la razón expuesta por sus hijos para no ir a la Florida.
Algo había quedado claro: no obstante los maristas y los boy scouts, él y su hermano no pertenecían a ese mundo. Desde la adolescencia definieron con claridad sus convicciones: no iban a convertirse, como sus padres, en unos pequeño burgueses preocupados por hacer dinero; y si durante sus cuarenta y ocho años de vida no había claudicado en sus ideales, mucho menos lo iba a hacer frente a los argumentos fútiles de este cubano resentido que pretendía, de buenas a primeras, convencerlo de que él había estado equivocado toda su existencia.
—No se trata de que esté de acuerdo o no, es lo de menos. No vivo aquí —espeta con fastidio a su interlocutor—. El que importa es usted. Reconózcalo: no todo ha sido malo.
El viejo niega con la cabeza, arquea las cejas y se levanta para recoger los trastos sucios de la mesa. Sus ojos verdosos miran con desdén debajo de unos párpados caídos. Por fin ha identificado el tipo de persona con la que está tratando. Antes de contestar, vacía el trago de un solo golpe, como si quisiera darse ánimos:
—Para usted es muy fácil venir de lejos y opinar sobre nosotros. ¿Le parece normal que después de cuarenta años de servir al partido, a mi edad, yo todavía trabaje? ¿Sabe usted qué es lo único que me ha dejado esta Revolución? ¡Tres hijos a los que no veo desde hace años! Han echado raíces en Miami y ya nada más les interesa…
El hombre guarda silencio y el viejo intuye que sus palabras comienzan a fastidiar a su invitado.
—Perdone si mi opinión le irrita, pero soy de los que prefieren decir lo que piensan cuando es necesario —agrega en voz baja.
—¿Entonces por qué sigue aquí? ¿Por qué no se va con ellos? No le sería difícil, supongo. Entiendo que la gente con ciertos medios y con familiares en el extranjero puede hacerlo legalmente.
—Ja, ¿y dejar mi patria? ¿A mi edad? ¿Irme a morir de nostalgia a los Estados Unidos para pedir, en mi lecho de muerte, esa ridiculez de echar mis cenizas frente al malecón? No, señor, eso debí haberlo pensado antes. Mi esposa y yo lo hemos discutido muchas veces y siempre llegamos a la misma conclusión: sólo muertos van a echarnos de aquí.
—Entonces me está dando la razón: no todo ha sido tan malo. Esa fotografía del esquinero es el mejor ejemplo de lo que intento explicarle.
Recargado sobre el respaldo de madera, el viejo sonríe. Al hombre, conforme avanza la noche, el cubano le parece cada vez más deprimente: la calva sudorosa, los ojos inyectados, esas manos manchadas por las pecas, el vaso de ron lleno hasta los bordes. Todo el enojo que sentía se ha convertido en desprecio. Le parece que el viejo no tiene la menor idea de lo que está diciendo. Por unos instantes la discusión le recuerda los últimos días como militante en la izquierda de su país, antes de renunciar para irse al refugio seguro de la academia, cuando tuvo que enfrentarse con los nuevos dirigentes, esos jóvenes bien vestidos y barbilampiños que no tenían ni una puta idea de lo que, a ellos, hijos del ́68, les había costado conducir al partido hasta donde estaba. Esos que pretendían comenzar la gesta básicamente con la palabra y no con los hechos. Entonces, mientras intenta comprender la lógica del viejo, escucha a quemarropa:
—¿Le interesa el Korda?
El hombre tose para aclararse la voz. Intenta ganar tiempo. ¿Ha comprendido bien? ¿Le está ofreciendo este desgraciado algo que representa toda la historia de su Revolución? ¿Cómo puede deshacerse con tanta facilidad del retrato? No está preparado para esta oferta. Lo propio sería negarse, ser congruente con su discurso anterior, argumentar que él no podría llevarse algo que es de gran estima para la familia del otro. Con todo, pese a lo borracho que comienza a sentirse, sabe que esta es una oportunidad única, irrepetible. Sólo acierta a responder la verdad: no está en sus planes de viaje llevarse consigo algo tan valioso.
El viejo masculla algo, se levanta de su asiento y, acercándose al esquinero, toma la imagen entre las manos para acercarla peligrosamente a la llama de una de las veladoras:
—¿Cómo sabe qué tanto vale para mí esta fotografía?
El hombre traga saliva. En ese momento se le ocurre que, con tal de mortificarlo, el cubano es capaz de destruirla. En un arrebato, sin meditarlo, hurga en sus bolsillos y ofrece todo lo que lleva encima: tres billetes de cien dólares.
El viejo toma el dinero y le tiende la mano.
Llévesela. Es suya.
El hombre mira su reloj de pulsera, se levanta de la silla y estrecha la mano del otro.
—Es tarde, debo regresar a mi hotel.
Son sus últimas palabras. El camino hacia la puerta lo hará en silencio, sin hacer caso al viejo que lo escolta mientras dice algo acerca de los taxis en la madrugada.
Una vez solo, el cubano se dirige al esquinero, abre el cajón superior del mueble, toma la primera de una docena de ajadas fotografías idénticas a la que acaba de vender y, con cuidado, la coloca en medio de las veladoras encendidas.
Archivado en: cuento
October 26, 2016
Antología “Sólo cuento VIII”
Esta antología forma parte de la serie Sólo cuento conformada por relatos de autores en lengua castellana. Sólo cuento VIII se divide en siete capítulos: Inocencias, Utopías, En familia, Ruinas, Versiones, A flor de piel y Escrituras.
“La presente selección –apunta Rosa Beltrán, directora de Literatura, UNAM, en la presentación- puede sugerir un mapa que atraviesa los ritos de paso por la vida (inocencia, familia, erotismo, violencia, muerte) a la vez que los cuestiona”. Jamás sabremos, añade la escritora, “si para sobrevivir en el mundo de los seres humanos deben traicionar la inocencia que habitó en ellos durante su infancia o su juventud”. Y no lo sabremos, entre otras razones, “porque la inocencia es sobre todo una construcción –explica la autora de Alta infidelidad, entre otros libros-, el mito que crea quien se encuentra en el lado opuesto, el de la experiencia, como sugieren los cuentos de la primera sección”.
En el prólogo, Héctor Perea afirma: “El libro, que incluye narraciones de muy variados estilos y extensiones, se presenta de nueva cuenta como una de las herramientas indispensables para entender mejor el universo de este género, espejo del arte, la política y la sociedad de nuestro tiempo, y una de las ramas fundamentales del quehacer literarios contemporáneo de habla hispana”.
El diseño de la portada, así como el de los siete tomos anteriores de la serie Sólo cuento, es de Mónica Zacarías Najjar.
AUTORES ANTOLOGADOS EN SÓLO CUENTO VIII
Octavio Escobar Giraldo
Emiliano Monge
Gonzalo Calcedo
Itzel Guevara del Angel
Julieta García González
Carlos Cortés
Gerardo de la Torre
Luis Jorge Boone
Ernesto Alcocer
Paola Tinoco García
Andrea Vinci
Julio Pesina
Ethel Krauze
Adriana Azucena Rodríguez
Bernardo Ruiz
Mempo Giardinelli
Juan Pablo Villalobos
Imanol Caneyada
Jaime Panqueva
Alejandro Estivill
Carlos Martín Briceño
Eugenio Partida
Carolina Fonseca
Armando Alanís (Canales)
Aline Pettersson
Jorge Arturo Abascal Andrade
Marcial Fernández
Daniela Tarazona
Luis Bernardo Pérez
Jaime Muñoz de Baena
Archivado en: notas
September 20, 2016
Juan García Ponce o la supremacía del erotismo
Tenía doce años cuando leí Encuentros de García Ponce. El libro, una edición rústica del Fondo de Cultura Económica, que incluía los relatos El gato, La plaza y La Gaviota, llegó a mis manos inesperadamente, tal como el gato gris –leimotiv de la primera historia– llega a la vida de D, el protagonista:
“El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era su adecuación con la que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso.”
Aquel libro de cuentos –ajado, ligeramente amarillento– ya había pasado ante la luz de varios ojos antes de llegar a mí, y la persona que me lo recomendó me hizo prometer que yo debía seguir con la cadena, como si el volumen fuese una figura paralela al felino garciaponciano, un animal que no debía someterse a los mandatos de nadie porque su magnetismo erótico estribaba, sobre todo, en su independencia.
Leí, lo recuerdo perfectamente, los cuentos en el orden propuesto: Gato, Plaza, Gaviota. El primer relato me deslumbró, y definió en mi subconsciente, ahora lo sé, la línea erótica que años después caracterizaría mi labor como cuentista. En cuanto a La Plaza, una historia de fuerte carga nostálgica sobre un viejo que busca su identidad en la plaza central de la ciudad donde transcurrió su infancia, me sirvió para entender que cuando uno escribe sobre su origen, no obstante la fuerte carga emocional que conlleva, debe de tratar de ser “regionalmente” universal. Pero fue, sin duda, La Gaviota, esa nouvelle que narra la iniciación sexual de una pareja de adolescentes de la alta clase media (el hombre yucateco, la mujer extranjera) que pasan la “temporada” en el litoral yucateco, la que verdaderamente me atrapó. Detrás de su belleza luminosa y su paisajismo bucólico, subyace –como quería Ernest Hemingway– una historia terrible de poder y dominación. Cuando Luis, el protagonista, molesto porque aún no concreta su amor físico con Katina, dispara el fusil y mata a la gaviota que planea sobre sus cabezas, Katina lo rasguña y lo golpea hasta que el otro, en defensa, acaba por dominarla e inmediatamente poseerla. Para entonces, la gaviota habrá resucitado, hecho alegórico que Juan García Ponce pretende convertir en una sentencia concreta: después de la violencia es posible que surjan los verdaderos amantes.
Por otra parte, debido a la complejidad de su pensamiento y a su permanente alusión a la independencia debemos ver a Juan como un ser complejo en todas sus perspectivas. Desde su relación con la muerte, con la que estuvo conviviendo desde mediados de los años sesenta por causa de su terrible esclerosis múltiple, hasta su permanente alusión al erotismo, marea que va y regresa en casi todas sus narraciones.
Juan, dice Christopher Domínguez Michael, “es un pornógrafo al mismo tiempo que un pedagogo: nos enseñó a leer a Robert Musil, a Pierre Klossowski o a Georges Bateille para que tuviésemos las llaves de su propio reino milenario”. Reino, que en mi opinión fascina a los lectores que se atreven a descubrirlo en su totalidad.
Por eso me causa gracia que en Mérida, la ciudad que le vio nacer, a más de diez años de su fallecimiento y después de tantos estudios que se han hecho sobre su literatura, la obras más conocidas de García Ponce sigan siendo sus trabajos costumbristas (Alrededor de las anémonas, El canto de los grillos, La feria distante, Feria al anochecer, La Plaza, Mi nana, La casa en la playa, La gaviota, El nombre olvidado…) como si Juan fuese nada más un paisajista de la circunstancia que le tocó vivir. Y el origen de este desaguisado nace, muy probablemente, cuando la Universidad Autónoma de Yucatán, en 1997, decidió editar dos colecciones de textos de García Ponce para darlo a conocer en la comunidad yucateca. Curiosamente, los encargados de la edición tuvieron el cuidado de seleccionar solamente cuentos que cumplieran con los cánones que dictan las buenas conciencias. De hecho, en la contraportada del par de colecciones referidas, tituladas con simpleza Obras de un escritor yucateco sobre su tierra I y II, se lee lo siguiente:
“La literatura de Juan García Ponce nos eleva a la dimensión de la añoranza, a recuperar la unidad perdida después de la infancia o de cualquier época de la vida. Nos hace ver, además, del paisaje físico, el paisaje espiritual del recuerdo. Así, en La casa en la playa, todos somos un poco Elena, Martha, Rafael, Eduardo, Don Miguel, Celia, Lorenzo. Personajes que se desdibujan y dibujan en nuestra conciencia y nos hacen querer aprehender esos instantes que alguna vez hemos vivido y que quisiéramos que permanecieran vivos, presentes y eternos para siempre. García Ponce en La Gaviota da muestra de su capacidad y poder para iluminar paisajes, playas, arenas, dunas, ciénaga, espumas, aves y toda esa geografía material y espiritual nuestra: luminosa. La literatura del asombro, de la palabra brilladora y misteriosa que nos revela mundos inéditos impalpables es lo que matiza la narrativa de García Ponce en El nombre olvidado”
Cierto, muy cierto y no lo discuto: él escribía como quien contempla. En Juan vivía un voyeur natural al que hay que leer con calma, pues solo así puede llegar a paladearse su prosa a profundidad. Y de esa contemplación surge, sin duda, el paisajismo literario que pondera la Universidad Autónoma de Yucatán. Pero mal haríamos en quedarnos nada más con esta faceta del maestro, sería equivalente a acudir al desayuno-buffete del Hotel Fiesta Americana de Mérida y llenarnos con las frutas tropicales, omitiendo, deliberadamente o por descuido, la sabrosísima cochinita pibil, los aromáticos panuchos o los policromos huevos motuleños.
Juan escribía, pues, como quien contempla. Así lo hacían también los personajes de sus cuentos, esos que ensalzan, por encima de otros placeres, los privilegios de la vista.
Como Arturo, por ejemplo, el voyeurista del cuento Rito, quien mira a su novia hacer el amor con el invitado en turno:
“El único testigo es la mirada de Arturo y su signo es el silencio. Si cerrara los ojos, Liliana y el invitado desaparecerían, pero aún a través de sus ojos cerrados él sabría que los cuerpos de ellos seguirían existiendo y la mirada, en cambio, le permite participar de esa ceremonia en la que los oficiantes ignoran al espectador pero lo han aceptado antes de iniciar el rito dentro del que se pierden. Hay una inexplicable cercanía a través de la renuncia a sí mismo de él y su pérdida en esa fascinación de la que Liliana no participa más que por medio del abandono de sí que la entrega sin que la voluntad intervenga”.
O como Jorge, el protagonista de Imágenes de Vanya, cuando le propone a ésta que se quite la blusa delante de todos:
“–Quítate la blusa –propuso Jorge cuando ya estaba lo suficientemente borracho.
–¡Ay, Jorge, cómo te atreves a proponer cosas así, tan desusadas! –contestó Vanya y se apartó de él.
Jorge la siguió con la vista después de encogerse de hombros ante su respuesta. Bebió más, habló de historia sin tratar de cambiar el tono de la reunión y desde lejos siguió observando a Vanya mientras ella escuchaba todo con un supuesto interés y no comentaba nada.”
O como la señora Kivi, cuando mira lenta, cuidadosa, ávidamente las fotografías de María desnuda en Descripciones:
“Ella cruzó la pierna y se puso una mano sobre la evidente rotura en sus medias oscuras antes de responder:
–María se ve muy guapa–
–Lo es también en la vida real. Dime algo sobre las fotografías –insistió Jaime.
–Está desnuda en muchas –comentó Kivi, sacando brevemente la lengua para mojarse los labios y mirando primero a María y luego a Jaime con la misma atención puesta en sus brillantes y hermosos ojos oscuros puesta al repasar las fotografías. A ella también le satisfacía la insistencia de Jaime.”
O como Santiago cuando observa con deleite en Ninfeta, la figura tierna y bella de Enedina, la hija preadolescente de Carola, su pareja:
“No obstante, Carola, la adorable Carola se desabrochó la parte superior del bikini al ponerse de espaldas y su hija la imitó. Había que admitir que la espalda, las caderas, las piernas de Carola eran bonitas. ¡Pero que comparación con la delicada espalda bajo cuya piel casi podía advertirse la columna vertebral, las estrechas caderas, las piernas apenas adolescentes de Enedina!”
O finalmente como D, el protagonista de El gato, que se extasía al observar al pequeño felino, cuando éste camina sobre su la desnudez de su mujer, posando sus patas delicadas sobre el vientre o los pechos:
“Al sentir el peso del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D. Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta de nuevo, incapaz de moverse.”
Visto lo anterior, no me parece casual que al escritor lo hayan calificado alguna vez de pornográfico y que la Universidad Autónoma de Yucatán haya censurado varias de sus obras. Juan, ya lo hemos dicho, fue un escritor erótico que se anticipó a su tiempo y que no condescendió ante la autocensura de su obra. Establecería, desde sus dos primeros libros –La Noche e Imagen primera– publicados en 1963, una minuciosa distancia con los portadores del estandarte de la buena conciencia.
La incomunicación, la muerte, el deseo, la otredad, el nihilismo, el mal, la traición, la locura. Todos estos grandes conceptos. Nada escapa a la pluma irreverente del yucateco, ganador del premio de literatura Juan Rulfo en el 2001, sin duda el narrador yucateco más importante de la segunda mitad del siglo XX, y tal es la fuerza descriptiva de sus relatos que dos de ellos fueron llevados al cine con éxito: Amelia y Tajimara. Éste último por el célebre director Juan José Gurrola, amigo cercano de Juan.
Las mujeres de García Ponce, gozan de la seducción que ejercen en los hombres. Toda su obra es un gran deseo. “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”. Así es como empieza su novela Crónica de una intervención. Y Juan parece confirmarlo con sus palabras cuando dice que “No hay belleza más admirable que la de la mujer que viene de entregarse a un tercero y esa entrega se la ofrece al hombre que ama que acepta que la única fidelidad posible es la que ella guarda a sus deseos y a su disponibilidad”.
Leer a García Ponce es enfrentarse a los fantasmas recurrentes de la cultura latinoamericana, es aspirar el aliento universal de la literatura, es dejarse envolver con su energía liberadora.
Me complace formar parte de la familia literaria que pactó con García Ponce el compromiso de recuperar, a través de lo erótico, ese tiempo de construcciones atrevidas en el páramo de los desafectos.
“Quizás nos es más que una parte de nosotros mismos”, le dice D a su mujer en el párrafo final de El Gato cuando escucha los maullidos lastimeros del felino detrás de la puerta. Estoy seguro que Juan, a través de su literatura, al igual que el pequeño animal gris, también forma parte de nuestras vidas.
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June 9, 2016
Una larga estación de felicidades
Nada más atravesar la puerta, Adolfo se topó con los ojos cafés, vivos y grandes, de una joven de tez oscura y sonrisa fácil que lo miró de arriba abajo y con tono complaciente soltó buenas tardes, siéntese, el doctor lo recibirá en unos minutos. En ese momento, como si esa voz abriera un dique que liberara un río dentro de su organismo, el corazón le comenzó a bombear con fuerza, haciendo que la sangre fluyera, rápida, por sus venas.
Nunca fue de su gusto ir al médico, menos ahora que el fantasma de una enfermedad aparecía terco, amenazante, presto a carcomerle el organismo, listo para acabar con ese cuerpo que comenzaba a parecerle distante y que solía cuidar desde que tuvo uso de razón porque detestaba los cráneos afeitados para disimular calvicies, las mejillas flácidas y los vientres hinchados que, casi con orgullo, exhibía la mayoría de los hombres de su edad.
Tomó asiento, cruzó la pierna y mientras se secaba con un pañuelo el sudor de la frente, paseó la mirada por ese consultorio decorado con muebles modernistas, plantas artificiales y reproducciones baratas de Monet, hasta detener la vista en una mota de polvo que opacaba la superficie de uno de sus nuevos Florsheim. Molesto, frotó la mancha con el pulgar buscando recuperar el brillo de su zapato, pensando en lo fácil que se estropean las cosas buenas en estos tiempos, y en Mirbela, o más bien, en que, maldita sea, por culpa suya se encontraba sumido en esta intolerable espera.
—Condiloma acuminado —había dicho con voz seca el ginecólogo la tarde de ayer, cuando acompañó a su esposa a la cita.
Nervioso, la mano derecha en el mentón y la izquierda en el bolsillo, sintiendo como la cara se le llenaba de vergüenza, Adolfo escuchó con atención el diagnóstico.
—Es una de esas venéreas que se pueden contraer en cualquier inodoro público. Hay que quemar las pústulas y dar inicio a un largo tratamiento. Mirbela —ojos verdes turbios, ceño fruncido, boca ligeramente torcida— sobre la cama metálica de sábanas blancas, con la vulva expuesta, movió la cabeza buscando a Adolfo, como pidiendo permiso antes de preguntar.
—Y esta enfermedad, doctor… ¿tiene secuelas?
—No le quiero mentir, señora. Este tipo de virus, lamentablemente, queda latente en el organismo. Pero no se preocupe, el paciente puede llevar una vida normal… siempre y cuando reciba la medicación adecuada.
—Respecto a usted, Adolfo —agregó el galeno, buscando en él la mirada cómplice—, aunque se sienta sano, pida cita mañana con el urólogo. Ah, y no deben tener relaciones hasta estar seguros de que ambos estén limpios.
De vuelta a casa no podía sacarse de la mente el rostro complaciente del ginecólogo, esa media sonrisa que parecía decirle me debe una, Adolfo, a mí no me engaña, sé bien como se dan estas cosas. Pero, sobre todo, le era absolutamente imposible asimilar el silencio total de Mirbela, su reticencia a hablar del tema, a ahondar en las posibles causas. Tuvo que soportar el viaje de regreso escuchando el compacto de Piazzola. Luego, la cena breve, sin mayores pretensiones que una ensalada fría de pechuga de pollo, la televisión encendida y el cócker rondando debajo de la mesa. Al termino del café, antes de subir a acostarse, se dirigió al estudio para rastrear el condiloma en el ciberespacio.
Nombre técnico con el que se conocen las verrugas genitales y se vinculan, por lo general, con el virus del papiloma humano. Se transmiten por contacto sexual, instrumentos médicos no esterilizados o juguetes eróticos. Su período de incubación es muy variable. Habitualmente de dos a tres meses.
Leyó y releyó la definición tratando de hallar entre líneas una justificación que disipara sus desconfianzas, pues de algo estaba seguro: él no tenía la culpa, él era un hombre precavido, acostumbrado a cuidarse. Y desde que conoció a su mujer, cada vez necesitaba menos de otro cuerpo. Inclusive en sus ocasionales viajes de trabajo a la capital, cuando solía visitar en compañía de su jefe algún lujoso prostíbulo donde se suponía que las mujeres estaban limpias, procuraba protegerse. Y a veces se limitaba a pedir vodka tras vodka y a besarles los senos a las bailarinas mientras les colocaba billetes de cien pesos entre los delgados amarres del bikini.
Enseguida se dirigió a la recámara decidido a enfrentar a su esposa, pero se abstuvo al ver que Mirbela iba y venía por el cuarto con el recién nacido en los brazos, intentando, acaso, utilizar al bebé como escudo protector de sus desgracias. La oyó cantar y repetir una y otra vez esos arrullos de cuna que nadie más que ella, él y el nene conocían, haciendo tiempo para evadir cualquier posible intimidad, tratando de alargar los minutos para que se volvieran horas, hasta que a ella no le quedó otro remedio que dejar al niño entre las sábanas, lavarse los dientes, apagar la luz y acostarse a su lado. Fue entonces cuando él decidió seguir el camino de la ternura. Hizo el intento de abrazarla, y surgió el rechazo.
—Déjame —soltó ella con un timbre de voz diferente, una entonación que no era la suya, o tal vez sí, pero que él nunca había tenido la desdicha de escuchar durante el año que tenían de vivir juntos. —Te odio —remató antes de liberar un llanto que intentó ahogar hundiendo el rostro en la almohada—. ¡Cómo si él fuera el culpable!
Repentinamente, triste y enardecido por el recuerdo, sin importar la mirada de la secretaria, Adolfo se levantó y, como animal enjaulado, se puso a caminar de un lado al otro de la sala de espera. Estuvo inquieto largo rato, fingiendo interés en el descolorido Desayuno en la hierba que colgaba de la pared central del consultorio, hasta que regresó a su asiento, entrecerró los ojos y volvió a escuchar el molesto llanto del niño a mitad de la madrugada y los pasos de la mujer atendiéndolo. La muy puta, la muy puta, pensó, sintiendo cómo su alma comenzaba oscurecerse por la sombra de los celos. Y sin poder evitarlo, imaginó a Mirbela sonrojada, saliendo chorreante de la regadera, cubriéndose la desnudez con las manos, tal como lo hiciera la primera ocasión que tuvo sexo con él.
¿Me permite ayudarla, señorita? ¿O es que están cayendo ángeles del cielo y yo no me había dado cuenta? Esa frase, deliberadamente cursi, fue la única que se le ocurrió cuando la vio aparecer por la puerta trasera del teatro llevando entre las blancas manos unas enormes y pesadas alas de utilería. Y ella, que no pudo contener la risa, lo miró largamente con esos ojos claros y brillantes, permanentemente húmedos, que daban vida a un hermoso rostro, en el que destacaba la nariz grande y recta, antes de aceptar el ofrecimiento, adivinando, quizá, que ése sería el inicio de una larga estación de felicidades.
Acabaron bebiendo cerveza fría en un bar con terraza al aire libre que se anunciaba como “un lugar inolvidable en el corazón de la ciudad” y que presentaba un show afroantillano. Al ritmo de un son que a la gente se le antojó interminable, pero que ellos recordarían como una canción que apenas duraba un instante, empezaron a descubrir que eran compatibles. Era agosto y hacía un calor sofocante. Un calor, como el de ahora, que invitaba a emborracharse y a liberar inhibiciones.
—Qué vas a pensar de mí —comentó ella, al día siguiente, cuando Adolfo la despertó con el desayuno en la cama. Dos meses después, ella quedó preñada.
La muy zorra, la muy zorra, se dijo, sonriente por un momento.
—Adelante, puede pasar —la voz melosa de la secretaria lo sacó de sus cavilaciones.
Lo despertó el llanto lejano del niño. Le dolía la cabeza. Aún tenía en la boca el sabor amargo del vodka y en el cerebro una fuerte dosis de coraje. Por las ventanas abiertas, un sol tibio iluminaba la estancia. Recordó haberse soñado desnudo, caminando por callejuelas sucias, cargando un pesado libro con el cual intentaba cubrir su miembro flácido. El frío de la madrugada sólo era soportable porque miraba a lo lejos, al final del la calle, una luz cálida que prometía refugio. Cada cierto tiempo se detenía, asentaba el libro en el suelo, veía su rabo colgante y frotaba profusamente sus palmas una contra la otra.
Cuando por fin llegó al sitio, se trataba de una especie de teatro vacío. Tomó asiento en la fila primera. Una ráfaga de aire helado le caló hasta los huesos. Fue cuando apareció en escena aquella secretaria de tez oscura y ojos vivos. Estaba desnuda, recostada en un diván, fumando con languidez. Adelante, Adolfo, puede entrar, y la vio abrir fugazmente las piernas dejando al descubierto una vulva húmeda y roja. Se arrojó sobre la mujer con la intención de poseerla, pero al acercársele descubrió, horrorizado, cientos de gusanos brotando de la entrepierna. En ese mismo instante despertó.
Había caído, una vez más, en una de esas extrañas pesadillas que venían atormentándolo desde su visita al médico.
—Imposible.
Eso fue lo primero que Mirbela dijo, después de casi veinte horas de silencio, cuando él le extendió el resultado. Adolfo esperó unos segundos antes de contestar, pero cuando quiso abrir la boca, ella le soltó una sarta de blasfemias:
—Escúchame bien, hijo de puta, porque al terminar vas a preferirme callada. ¿Quién te crees para dudar así de mí? ¿Qué clase de mujer imaginas que soy? Nueve meses llevé a tu hijo comiendo de mi cuerpo. Nueve meses que transcurrieron con una lentitud espantosa. Y al nacer el niño, cuando pensé que ya había pasado lo peor, me encuentro con que debo ocuparme día y noche de alimentarlo y, además, de responder a tus reclamos. Por tu culpa, Adolfo, por tus malditas dudas, he estado a punto de estrellar a este niño contra el piso para ver si así te compadeces. Y te juro que soy capaz de hacerlo si no dejas de señalarme con el dedo como si yo fuera una cualquiera.
Adolfo no pudo responder nada. Su actitud era dubitativa a pesar de todos los esfuerzos que hiciera para aparentar lo contrario. No quería parecer débil ante ella, pero tampoco podía contestarle de igual manera. Sintió lo mismo que ante los manteles manchados cuando su padre lo reprendió por haber devuelto el estómago en aquel lujoso restaurante en donde lo obligara a comer trufas. Contra la lógica, se sentía culpable de algo que iba más allá de su razón y voluntad. Era como tratar de detener el flujo ácido que, en ese momento, recorría velozmente su esófago. Pero lo peor fue darse cuenta que ya nada, ni siquiera las palabras hirientes de su esposa, podía alejar de su cerebro las interrogantes que comenzaron a machacarle el día en que, justo al iniciar el cunnilingus, descubriera aquellos racimos malditos en el sexo de Mirbela.
La noche de ayer, al igual que en las dos últimas semanas al volver de la oficina, había estado bebiendo vodka en el estudio hasta tarde, repasando en su mente cada detalle de su vida con Mirbela, escudriñando los instantes de felicidad que tuvieron juntos. Habían sido una pareja fuertemente unida, atados por algo más que el apareamiento. ¡Si al menos quedara alguna esperanza! Pero no, el urólogo fue muy claro.
Subió las escaleras y fue directo a la habitación. De reojo vio que Mirbela se acercaba a la cuna para ocuparse del pequeño y creyó descubrir en los movimientos torpes del niño una ansiedad por el pecho tan parecida a la suya, que tuvo vergüenza. Fue cuando vinieron hasta él los últimos desplantes de la mujer: el ramo de rosas rechazado, la ríspida evasiva a la hora de las caricias, las cenas sin servir; todo parapetado detrás de esa rígida muralla de silencio.
Ella levantó el rostro y, con un gesto de hielo, dejó escuchar su voz:
—¿Cuándo te vas?
Él salió del cuarto reprimiendo el coraje, arrastrando los pasos hacia la escalera como un condenado a muerte. Ya en la seguridad del estudio bebió con lentitud, recostado en el reposet, sin dejar de pensar en que alguna vez llegó a considerar a Mirbela la compañera perfecta.
Dos horas después, sin permitirse ningún titubeo, Adolfo subía a su automóvil abandonándolo todo.
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