Los contrastes de Francisco
Algunos son indirectos, como el hecho de que sea la sexta visita a la región y no haya ido a la Argentina de Macri; otros son gestuales, como la adustez en el trato a Piñera y la empatía con Bachelet; los hay también dolorosos, como no haber dicho una palabra sobre la masacre del piloto Óscar Pérez y los otros policías a manos de los esbirros de Nicolás Maduro, cuyo régimen no ha despertado un solo reproche en el Sumo Pontífice, que sigue promoviendo los “diálogos” entre Caracas y la oposición.
Ser Papa y tender hacia la izquierda es perfectamente respetable, por cierto, como lo sería ser de derecha o liberal, siempre y cuando, claro, el Vicario de Cristo se mueva dentro de un espacio que reúna valores elementales como los derechos humanos, el Estado de Derecho, la igualdad ante la ley y la propiedad privada. Por cierto, la doctrina social de la Iglesia, que el Papa interpreta más bien al estilo del desarrollismo latinoamericano de los años 60, también tiene puntos de coincidencia con la izquierda, de manera que no hay que extrañarse -ni alarmarse- por el hecho de que Francisco exhiba cierta tendencia, debatible, como todas, aún si vienen con el marchamo vaticano.
El problema -o, para decirlo de otro modo, lo que llama la atención- está en otra parte. Me refiero a dos cosas. Lo primero es que el Papa no nos ha probado que pretende reformar su Iglesia de acuerdo con su discurso progresista, ni el aspecto burocrático, es decir el de la composición y organización de la Curia, ni el ético, es decir en la persecución efectiva de los abusos y los encubrimientos. Las comisiones que se establecieron para atacar estos asuntos no tuvieron mayor destino y, como se ha comprobado en Chile y Perú, y se había visto antes en la elección de algunos asesores cercanos, Francisco se pone del lado de algunas personas sobre las cuales hay densas sospechas de tolerancia o complicidad con el abuso sexual, prefiriendo que sea su discurso antes que la declaración de guerras internas la que fije los límites éticos de su Papado.
En esto, pues, el Papa progresista es conservador: ha eludido chocar con el “establishment” eclesiástico. Sabe bien lo difícil que es lidiar con él -su antecesor, que no era progresista pero sí un alma sensible, se frustró gravemente al verse incapaz de torear al toro chúcaro de la Curia- y entiende que la distancia entre la retórica y la fotografía, por un lado, y la práctica, por el otro, es una mayor garantía de éxito que pisar el fango de unas reformas que inevitablemente le amargarán la vida y complicarán su gestión.
El Papa es progresista en el mundo del verbo y el gesto público, y conservador en el de la burocracia vaticana y el ejercicio del poder. A esa constatación hay que añadir, tras el viaje por Chile y el Perú, otra adicional: el Papa es más tolerante con los excesos de la izquierda, incluso los muy graves, que con las derechas razonables o moderadas. El “feo” que le hace a Macri o la relativa sequedad para con Piñera, que no son Pinochet sino la centroderecha democrática, contrastan con su convivencia con los miembros del Opus Dei, por ejemplo, nombrados en cargos importantes por sus antecesores o, en otro orden, con el silencio sobre las víctimas, incluso las mortales, del chavismo en Venezuela.
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