Adelanto de Tengo un plan

Tal como hice en su día con Simon y Vega, de Nuestro Caos, os presento a sus hermanos: Cleo y Joel. Como sabéis, estos días he ido mostrando cositas de su historia; sinopsis, portada, día de su nacimiento… Y estoy muy contenta y agradecida con el recibimiento de cada adelanto que os he ido dando. Hoy, para no hacer distinciones entre las criaturas (amor de madre), y para abrir boca os dejó los dos primeros capítulos.


Allá vamos:


1.Bocabajo

 


—No son las horas, son tus recuerdos —dije, por vigésimo tercera vez en la mañana.


Luis, el director, resopló. Y para mi desgracia, aquel frenesí tan violento expulsando aire, significaba que tenía que repetir la maldita frasecita otra vez.


Bizqueé y descrucé las piernas, intentando parecer sexy, pero sin enseñar la mariscada. El vestido que me habían obligado a llevar para grabar el anuncio me apretaba tanto que, estando de pie, se podían leer las recomendaciones de lavado de la etiqueta. Y claro, bajo semejantes circunstancias, lo de llevar ropa interior lo dejamos en un segundo plano. Dónde desearía haber estado yo en ese momento…


Por si acaso, respiré lo justo.


—¡Vamos, nena, regálanos la lujuria que escondes detrás de esa mirada felina! Seduce al objetivo; imagina que eres Eva y estás hipnotizada por lo prohibido…


Tomé aliento y desvié la mirada. Y, entonces, lo vi. Vi el pecado y me arrodillé mentalmente a sus pies. Estaba al fondo, recostado contra el quicio de la puerta, con una mano en el bolsillo del pantalón y otra retirando un mechón dorado de sus ojos. Era tan alto que estaba a punto de darse un cabezazo contra un foco. Se sacó la mano del bolsillo y se recolocó la hebilla del cinturón. Un tatuaje irrumpía en su brazo izquierdo. De lejos, parecían garabatos que querían expresar algo, aunque mi miopía me impidió darle una forma concreta.


—…imagina que estás a nada de morderla —continuó en susurros Luis, como si fuera la dichosa serpiente del Edén.


Intenté apartar la vista de mi manzana para centrarme. Imposible. Nuestros ojos se encontraron y me estremecí al ver el brillo canalla de esa mirada verdosa, inexpresiva si la comparabas con todo lo que decía su pose arrogante y autoritaria, pero capaz de absorber todo el espacio de nuestro alrededor y guiar mi atención a su antojo.


Él parecía bastante cómodo sabiendo que lo devoraba con la mirada, y me lo hizo saber; me guiñó un ojo y torció la boca para mostrar lo que supuse uno de sus puntos fuertes: su sonrisa. Al instante, noté el calor que me producía el bullir de mi propia sangre, que abrasaba las venas de mi antebrazo por la temperatura con la que las recorría. Aquella reacción era absurda. Tenía que recuperar el control de mí misma. Había una veintena de personas analizando cada uno de mis parpadeos, ansiosos por que terminara para poder irse y continuar con sus quehaceres. Y yo ni atinaba ni me centraba.


Dejé escapar un calculado suspiro, paseé la lengua por el labio inferior y me lo pincé antes de volver a articular:


—No son las horas, son tus recuerdos —susurré, como si me estuviera reponiendo del mejor de los orgasmos.


—¡¡Eso es!! ¡¡Lo hemos conseguido!!


Todos aplaudieron al oír la aprobación de Luis. Las palmadas de alguien sobresalían entre el equipo. Sin localizar de dónde o quién provenían exactamente, imaginé que su artífice era César, mi hermano mayor. No lo busqué para confirmarlo, tan solo parpadeé varias veces conforme asimilaba que mi tortura había terminado y el revoloteo cesaba. Odiaba con toda mi alma estar frente a la cámara, y eso que, viendo la desvergüenza con la que troto por el mundo, pocos se percatarían de lo muchísimo que detesto ser el centro de todas las miradas. Pero César lo sabía y se lo pasaba de fábula con mi sufrimiento.


Me incorporé y me alejé a trompicones de los focos. Un minuto más en su punto de mira, y aún estaría limpiándome el rastro que habrían dejado mis retinas derretidas al descender por las mejillas.


—¿Tan mal he estado? —Gesticulé en susurros a unos metros de Bárbara.


Me deshice de los complementos que aparecerían en la nueva campaña de publicidad y se los entregué a una de las chicas encargadas del atrezo conforme me acercaba a Bárbara.


—¿Mal? —Zarandeó una mano y puso cara de estar a punto de vomitar cuando llegó hasta mí, y me palmeó el trasero—. Peor.


Bárbara, además de ser la directora del departamento de gemólogos de Shapir, era uno de los pocos seres vivientes con paciencia para aguantar las fallidas sinapsis de mis neuronas. Según sus propias palabras, cuando me alteraba, alguna de mis conexiones cerebrales cortocircuitaba, impidiendo que mi filtro mental fuera capaz de discernir entre cosas o acciones que pueden decirse o hacerse en presencia de otros y las que bajo ningún concepto debieran salir al exterior. Te diría que hacía todo lo posible por conectar la cabeza con la boca y, así, evitar soltar patochadas, pero ni destacaba por mi sosiego ni por mi tranquilidad, más bien todo lo contrario. Soy intensa y pasional, tanto como para que duela más de lo deseado a veces, y lo suficiente como para sentir vértigo de mis propios impulsos la mayor parte del tiempo. Eso y que, como dice mi padre, tengo dos pedradas bien dadas. Y, en consecuencia, solía arrepentirme con demasiada frecuencia de un porcentaje de palabras y acciones en las que terminaba envuelta bastante elevado.


—Por un momento he dudado de si estaba en el rodaje de la campaña de la nueva temporada de relojes y bisutería o de un Magnum —dijo lo bastante alto como para que César la escuchara y le siguiera la corriente—. Dinos, Cleopatra Shapir, ¿quién era el helado al que mirabas con tanto apetito?


En mi defensa diré que el estrés y la presión a la que estaba sometida podrían haber influido en la revolución de mis hormonas, porque por más que miré con disimulo en derredor buscando a mi manzana, no logré encontrarla. Llegué a pensar que me lo había imaginado y que mi inconsciente estaba partiéndose de la risa. Ojalá.


—Pues habrá cambiado de acera después de lo de Miguel, porque lo más agradable a la vista en toda la mañana han sido las maquilladoras. Mejorando lo presente, claro está —rectificó César, al ver la mirada asesina de Bárbara.


—Si te molestaras en usar algo más que tus instintos primarios, habrías entendido la cara de porno star de tu hermana. —Carraspeó y me dio con el codo—. Igual puedes sugerirle a Luis que traiga a tu muso para el siguiente anuncio en el que participes. Se ve que con la vista contenta te concentras más…


―Dios, ¿de verdad estamos teniendo esta conversación? ¿Qué te hace pensar que espero ver a nadie?


—Las telarañas de tu castaña. ¡Anda, mira, a lo Garcilaso…!


La contención de César expiró y estalló a reír a carcajada sorda. Gracias al amplísimo número de genes que compartimos, supe que estaba maquinando algo que apoyara la teoría de Bárbara. Y, si me preguntas, sin miedo a equivocarme, puedo asegurar que tocarme las narices era una de las pocas cosas que tenían en común. Bueno, había muchas más. Aunque, por aquel entonces, los únicos que parecían no enterarse eran ellos. Por eso, cuando no era la diana de sus gracias, la mayor parte del tiempo que pasaban juntos lo empleaban en asesinarse verbalmente o hacerse putadas. Por lo que, sin darle mucho margen, me acerqué despacio a su oído y lo advertí.


—Si se te ocurre insinuar o decir lo más mínimo acerca de mi vida sexual, juro que el próximo nudo windsor que te sujete la corbata serán tus pelotas —dije, tirando del extremo de la tela.


—¿Qué? ¡No! ¡Qué asco! —Me enseñó las palmas a modo de tregua—. ¡Eres mi hermana, coño! Lo último que se me ocurriría es imaginarte a ti con un tío, haciendo… eso…


Poco después, César y yo nos despedíamos de Bárbara en la entrada de la cafetería. Y, en los pocos minutos que tardamos en llegar al ascensor y bajar unos pisos hasta allí, César no abrió la boca, escarmentado por mi advertencia, pero Bárbara se recreó haciendo chistes malos sobre mí y mi negativa a relacionarme con el género masculino desde que rompí con Miguel y volví a casa.


No me malinterpretes. La cuestión no era que la ruptura con mi novio de la facultad me hubiera creado un trauma y en consecuencia me hubiese bloqueado o cerrado en banda a conocer a alguien. Simplemente, fui consciente de que si quería encontrar la manera de volver a empezar o de seguir más bien, tenía que olvidar mis expectativas previas sobre las cosas que debería haber conseguido a los veintiséis y terminaron siendo polvo.


Por ello, en lugar de atravesar las fases habituales de cualquier ruptura, replanteé mis prioridades.


Y mi amiga no conseguía entenderlo. No comprendía que centrarme en el trabajo era mi forma de sentirme en casa y el primer paso para ser capaz de ordenar todo lo demás.


A sus ojos, mi entrega se había convertido en una obsesión, una que utilizaba para consumir la mayoría de mis fuerzas y eludir pensar en el resto de facetas de mí, que tenía abandonadas. Su forma de sacarme de esa burbuja era presionarme con bromas y cosas que, por muy chalada que estuviera, no saldrían de mí. Ser la «actriz» del anuncio de promoción, por ejemplo. Entre tú y yo; no picaré otra vez para hacer otro.


—Según Alberto, el de montaje —me explicaba César, sacándome de mi abstracción—, el anuncio estará listo en unas semanas, así que, si todo sigue así, nada impedirá que su estreno sea un poco antes de lo previsto.


—De haber sabido que tendría que prestar mi imagen para semejante circo, jamás de los jamases se me habría ocurrido abrir la boca para aportar ninguna idea.


—¡No me jodas! Si papá está como un niño con un caramelo de dos mil pesetas, tú estás como uno que tiene otro, pero de cuatro mil.


Riendo, le tiré una servilleta a la cara. Lo cierto es que nada de lo que dijo era mentira. Tanto trabajo y dedicación estaba dando sus frutos. Hasta papá estaba impresionado, algo bastante complicado en un hombre como él, ya que, quienes lo conocían sabían que Augusto Shapir era una de los hombres más exigentes del continente. Y no es para menos, como heredero de una las firmas de joyería y relojería de lujo más conocida de Europa, permitir que la competencia llegara a superarte por descuidar detalles no era una opción. Más bien, una responsabilidad que requería recordar desde cuando nuestros antepasados comenzaron a congratular al mundo con diseños famosos por su exclusividad, belleza y materiales. Y precisamente por ello, en poco más de un mes, celebraríamos el centenario de la creación de la empresa con una emotiva sorpresa. Pero… ¡Era secreta!


Vale… ¡Te la cuento!


El tataranieto del primer cliente de mi tatarabuelo sellaría oficialmente su noviazgo, poniendo en el dedo de la afortunada la primera sortija que creó un Shapir. Así, en honor a ambas celebraciones, cien réplicas de una de las piedras preciosas más bellas y escasas del planeta, el rubí rojo, pudieron ser adquiridas por clientes de todo el mundo antes de la celebración.


¿Te haces una idea de quién fue la cabeza pensante de todo el barullo?


Exacto, ¡qué rápida has estado! Yo, Cleopatra Shapir, su hija mediana y estrella del fantástico spot de publicidad, nótese la ironía.


La misma que tendría intereses en horas de sueño cuando todo hubiera terminado. Y también la que tenía que hacer lo imposible para que su padre confiara en algún talento oculto suyo y empezara a verla como algo más que una hija que no tenía ni idea de qué hacer con su vida.


—Es Bárbara —me informó, enseñándome su móvil.


Estiré el brazo y lo cogí.


—¿Hola?


—¿Tienes el manos libres?—preguntó


Mmm… No…


—¿Estás sentada?


—Sí —afirmé, desconcertada.


«Por favor, que no haya ningún problema con el catering, la decoración, o lo que sea», recé al oír su tono.


Pasábamos tanto tiempo juntas que, por las tomas de aire previas a la entonación de las palabras, éramos capaces de reconocer cuándo algo iba a ser sarcasmo, broma o… muy muy malo.


—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por las buenas o por las malas? ¿Quieres que te lo diga con tacto o a dolor?


Antes de que se respondiera ella solita, ya me había mareado.


—¡Di lo que tengas que decir, pero dilo ya!


—Vale. —Tragó saliva—. La sortija no está en su vitrina.


—Acabo de quitármela y dársela a una de las chicas encargadas del atrezo. Estará al llegar —expliqué, con la inocencia que me otorgaba no saber todo lo que se me venía encima.


—No me he explicado bien —aclaró—. Todo lo que has llevado puesto para el rodaje está aquí, incluido el rubí.


Intenté respirar con más calma mientras la escuchaba, aunque el tono seguía siendo el mismo y mi rapidez mental no estaba siendo todo lo ágil que requería que fuese. No me enteraba de nada.


—¿Entonces…?


—Entonces… pues… que el que está, y supongo que has llevado toda la mañana en el dedo, no es el original. Es una réplica.


Me estremecí al sentir una bofetada del aire, creo que hasta me encogí en la silla por la impresión.


—No puede ser.


«No puede ser», me repetí.


Simulando normalidad, me levanté de la silla. César me miraba interrogante. Sentí como el color abandonaba mi rostro y el flujo sanguíneo se ralentizaba. Mis ojos lo veían todo borroso, me estaba mareando. Iba a desplomarme de la impresión. O vomitar. O sufrir un ataque de ansiedad. O todo a la vez sin orden ni concierto.


Salí trotando de la cafetería sin despedirme y me dirigí al ascensor. Al rato, me di cuenta de que, con las prisas, había olvidado el bolso en el respaldo de la silla, y que el móvil que llevaba pegado a la oreja era el de César. Sin embargo, no hice amago de rectificar mi error ni de recuperar mi bolso. De hacerlo, César se habría coscado de todo y no podía permitírmelo. Nuestras competiciones internas nos prohibían dejar a la vista del otro nuestras cagadas y la mía estaba a punto de ser épica. Claro que, por mi reacción y su gran capacidad para darle forma a los detalles, no tardaría en darse cuenta él solito.


—Vale, piensa… —pedí, aguantando las náuseas—. Puede que la hayamos confundido y por error esté en uno de los paquetes, ¿no? —Silencio eterno—. ¡¡Bárbara, di algo!!


—Esa es otra de las malas. —Otro silencio—. Creo que la mayoría de paquetes ya han sido enviados a sus destinos.


 


2.La solución

Empecé recorriendo mi despacho de un lado a otro hasta tener ampollas en los pies a la espera de noticias del equipo de búsqueda. Y, cuando digo equipo, me refiero únicamente a Bárbara. En mi estado, yo no era de gran ayuda. Luego, adopté un estado de momificación permanente en el que las únicas órdenes recibidas por el de arriba no superaron respirar y a duras penas parpadear.

Para cuando procesé la información, mi cerebro ya había encendido la luz de emergencia ante situaciones estresantes. Cuando eso ocurre, mis reflejos cuentan con escasas posibilidades de reacción. Pero, teniendo en cuenta la gravedad del problema, aquel día, se solaparon.


Embotada, salí del despacho acompañada de los mismos pensamientos reiterativos que me torturaban y colapsaban.


Cuatro generaciones de mujeres habían llevado en su dedo anular esa sortija como anillo de compromiso. Nadie con un poco de sentido común pasaría por alto que su valor sentimental se sobreponía a cualquier otro. Nadie que estuviera en sus cabales la perdería de vista. Y lo hice. Todo. Yo. La misma mujer que tenía que honrar todas las historias sucedidas en cada línea del tiempo desde que vio la luz y comenzó a cumplir su cometido. Miles de recuerdos, de encuentros y desencuentros quedaron extraviados por un descuido. Mío. Suerte que no conocía personalmente a ningún miembro de la familia porque, conociéndome, sus caras de decepción me habrían perseguido hasta el fin de mis días.


Por el camino, varias personas miraron mis pies con cara de confusión. Andar con calzado alto nunca me supuso un problema; sin embargo, en algún momento, sentí vértigo por la distancia con el suelo y me deshice de los zapatos, sin dudar en continuar mi maratón descalza. Estaba más cómoda, sí, aunque ese alivio no consiguió que fuera más sencillo sobrellevar la carga que me suponía encarar cada par de ojos que se clavaba en mí durante el trayecto. La sensación de que cada persona con la que me cruzaba intuía que otra vez había hecho de las mías me carcomía, y activaba el bucle de lamentos que no llevarían a ninguna parte si el puñetero rubí no aparecía.


Entré en el baño y abrí un grifo. Deseé derretirme y fundirme con el chorro hasta desaparecer por el desagüe con la misma facilidad que lo hacía él. Me humedecí la cara. El contraste de temperatura me espabiló y relajó, hasta que un carraspeo seco y grave atrajo mi atención en su dirección y volví a ponerme alerta.


Desde que entré, había estado tan concentrada en ignorar cualquier estímulo externo que pasé por alto uno bastante importante. De carne y hueso, metro ochenta y muchos y rubio, para más señas. Mi alucinación matutina, mi manzana.


—Hola —me saludó su ronca y poco aterciopelada voz.


Los músculos de mi cara adoptaron una posición en la que fue sencillo adivinar lo desubicada que me sentía. No estaba delirando, existía. La prueba era el medio metro que nos separaba y la combinación de salvia con azahar de su perfume. Era imposible tener una alucinación tan completa y atractiva. Mi mente no podía permitirse crear tantos detalles, estando más ida que lúcida.


Desvíe la mirada a sus ocupadas manos. Con tranquilidad, hacía amago de subirse la bragueta. Acción que no pasó desapercibida por mis curiosos ojitos. Acción que examiné a conciencia y con la que me hice una idea de la envergadura de lo que intentaba esconder. Hecho que dejó patente que, por más que la forzara, esa cremallera no iba a subir; era imposible que semejante bulto entrara en un espacio tan ridículamente pequeño.


Absorta en cada uno de sus movimientos, me olvidé de que el estrechísimo vestido tenía un límite de carne que podía soportar en su interior, que no tardó en rebosar, conforme me deslizaba a cámara lenta hasta el suelo con la espalda recostada en la pared más cercana. El desgarro de la falda fue casi limpio, aunque mis voluptuosos muslos no se vieron muy favorecidos tras ser liberados de la opresión de la tela. ¿Una morcilla con confeti alrededor? Pues igual.


Una vez solventado su problema, torció el gesto y tomó asiento, apoyando el trasero en sus talones, mientras mis manos y piernas peleaban por encontrar una posición cómoda y que no diera pie a otra rotura que lamentar en la falda. Ruborizada, enterré la cara entre mis manos y, ni así, sus ojos se separaron de mí.


—¿Estás bien? —preguntó, casi en susurros.


Viendo que no me movía, se acercó despacio y, con delicadeza, apartó los mechones que caían delante de mi cara, soplando a poca distancia de mis mejillas. Paseó su mirada desde mi cuello al escote y, cuando fui consciente, me abracé y lo oculté de su inspección.


—¿Qué haces aquí? ¿No tienes un baño asignado a tu sexo? —conseguí balbucear.


—Según el cartelito de la entrada, eres tú la que no tiene claro su sexo.


«Confirmado: soy gilipollas».


El rubor de la humillación me arrebolaba las mejillas y, a pesar de soltar una carcajada amarga en un intento de suavizar el ridículo de la escena, me desmoroné y, sin ocultarme, rompí a llorar. A pulmón abierto, como si el cielo cayera y mis lágrimas fueran capaces de tapar las fisuras. Lloré con tal intensidad que fui incapaz de tomar aire y tragar al mismo tiempo. Me ahogué unos segundos y me atraganté en los siguientes, hasta que él apoyó su barbilla sobre mi cabeza, aspiró mi olor y me rodeó. Simulando un abrazo, aunque a una distancia prudente. No estoy muy segura del porqué de aquella necesidad repentina, pero deseaba enterrar mi cara en su pecho y permanecer así todo el tiempo que él me lo permitiera. Tan solo necesitaba que alguien me dijera que mis cagadas tenían arreglo. Y por alguna extraña conexión, aquel día y en ese instante, la única persona que me calmaría y quería que lo hiciese fue él. Quería que aquel desconocido expresara, de cualquier forma, que todo volvería a estar bien.


—Lo he perdido… —confesé entre hipidos—. Juro por Dios que no quería…


—Tranquila, todo irá bien.


La caricia de dos ojos entrecerrados mirándome con ternura en medio del silencio. Sus dedos paseando por la piel desnuda de mi muñeca hasta el hombro y, pocos segundos después, del hombro a la muñeca. Giré la cabeza para que no me viera apretar los ojos y morderme el labio. La calma me ponía nerviosa, mucho. En la quietud no sé desenvolverme, me da por balbucear cosas que no tienen sentido y la falta de coherencia resalta. Pero la electricidad que me transmitió fue tan fuerte, y su roce me dijo tantas cosas que las lágrimas, que segundos antes perforaban la piel que dejaban atrás, se secaron. Y yo, que soy mujer de ladrar a todas horas, acababa de quedarme en blanco sin saber qué decir. Como si se me hubieran agotado las pilas. Como si sus palabras me hubieran tranquilizado y de verdad todo fuera a salir bien.


—Tu cintura —dijo de golpe.


—¿Qué?


—Está vibrando.


Saqué el móvil de la riñonera que hacía las veces de bolso cuando llevaba prendas sin bolsillos. La imagen de Bárbara en la pantalla me dedicaba una peineta. Descolgué, atacada, y rogué a todos los seres celestiales del universo que el rubí hubiera aparecido y pudiéramos pasar los siguientes días riendo al recordar la anécdota.


—Vale, tenemos un problema. Mueve tus preciosas nalgas de Swarovski hasta el despacho, ¡¡ya!! —gritó, sin darme tregua a saludar.


Avergonzada y cabizbaja, me levanté del suelo y lo miré.


—No has visto nada —le advertí con el dedo a pocos centímetros de su nariz—. No soy una quejica, no lloro. Jamás. —Él torció la boca y esbozó media sonrisa—. No me he ganado un nombre con lamentaciones.


«¿Qué nombre, insensata?».


—Sé quién eres.


—Bien.


—Bien —repitió, aguantándose la risa.


«¿Por qué nadie me toma en serio?».


Al llegar, crucé la puerta igual que un huracán. Bárbara, mujer tranquila donde las haya, preparaba una cafetera sin mostrar signo alguno de nerviosismo. Le di un segundo, dos…


—¿Eso es sal?


—Efectivamente.


El estrés nos vuelve imbéciles.


—¿Estás echando sal a la cafetera? —Se encogió de hombros, despreocupada—. ¿A nuestra cafetera?


—El gilipollas de tu hermano le ha echado algo picante a mis natillas; debajo de la galleta, ¿te lo puedes creer?


Las aletas de la nariz se me abrieron de par en par y me obligué a contar hasta diez.


—Me pilló esta mañana jodiéndole la cafetera y me la ha devuelto.


—Te pilló.


—Sí, y es lo bastante listo como para no beber más de la suya. Pero no para olerse que la nuestra también…


¿He dicho que la paciencia tampoco es una de mis virtudes?


—A ver si lo entiendo: ¿nos obligas a ir tres plantas más abajo a por café, porque mi hermano y tú tenéis la edad mental de un niño de tres años? Bárbara, estoy a esto —junté el índice con el pulgar— de ir a buscar un camello de cicuta, ¿podemos centrarnos, por favor?


Sonrió con cautela y se sentó en mi sillón.


—La parte buena es que he conseguido que se paralizara el envío de paquetes hasta revisarlos uno por uno —explicó.


—¿Y?


—No está.


—¿¡Cómo que no está!?¿¡Y me lo dices así de tranquila!?


—Porque… esos son cuarenta y siete paquetes, sin contar los cincuenta que todavía no teníamos preparados. Lo que significa que todavía hay tres que no hemos mirado.


—Vale, entonces, ¿a qué esperamos? Vamos ya…


—No es tan sencillo —interrumpió—. Por alguna razón, fueron enviados antes, y puede que estén en manos de sus dueñas. Y a Dios gracias que se nos ocurrió preparar los paquetes personalmente; si no, a saber dónde estarían ahora el resto. —Se levantó de mi sillón—. No obstante, tenemos un poco más de margen para encontrarlo. Joel Jurado…


—¿Joel?


—El hermano del novio, creo —aclaró—. Ha tenido una reunión con tu padre. Quieren retrasar el compromiso, al parecer.


—¿No se supone que fue ayer cuando el novio estuvo aquí para hablar con mi padre?


—Sí, y no hubo novedades. Al menos hasta que su hermano ha demostrado lo contrario con su inesperada visita de hoy…


―¿Lo has visto?


—Por suerte, ni a él ni a tu padre…


—¿Y…?


—Pues… por lo que he podido sonsacarle a la secretaría de César, lo más probable es que tu padre también retrase la fiesta del aniversario.


Levanté una ceja, incrédula. Mi padre no era de los que cambiaba algo que ya estaba casi organizado.


—He pensado lo mismo que tú —dijo, dando voz a mis pensamientos—. Supongo que la amistad con su padre es lo bastante estrecha como para ser un poco flexible.


—¡Sí, a la vejez!


—La otra mala…


—¿Qué pasa?—pregunté, desconcertada al verla palidecer y hacer espasmos con la cabeza.


Me giré y vi a mi hermano sentado plácidamente en el sofá de la entrada con las palmas abiertas detrás de su cabeza, la frente arrugada y una sonrisa bastante cínica. Justo la que esbozaba siempre que estaba a punto de llegar a su límite de tolerancia –ya de por sí, casi inexistente– y empezar a lanzar graznidos.


«Me cagüen mi estampa», maldije.


Otra cosa que no había visto.


Si queréis ser discretos con algo, aseguraos bien de que no hay nadie que no deba saber más de la cuenta cerca cuando te pongas a dar detalles, he avisado.


—Mi hermano acaba de enterarse —afirmé.


Y, efectivamente, César comenzó a refunfuñar al mismo tiempo que yo apretaba los ojos y aguantaba la respiración. No sé cuánto tiempo estuve abstraída, a la vez que sus reclamos pasaban por mis oídos como por un vendaval sordo, pero…


—Tengo un plan —grité, mirándolos por turnos.


Mi hermano dejó el monólogo, se incorporó y se estiró su inmaculada camisa blanca antes de colocarse bien la chaqueta de uno de sus habituales e insulsos trajes gris marengo, seguido de un tirón del nudo de la corbata, la cual quedó a dos milímetros de asfixiarlo.


Bárbara, por el contrario, volvió a tomar asiento en mi sillón. Compartieron una mirada cómplice, César resopló y ella suspiró antes de añadir al unísono:


—¿¿No estarás pensando en…??


«¡Mierda, me conocen tan bien…!».


—Olvídalo. ¡Ya! —Ese fue mi hermano.


Aun así, estaba a punto de decir la chorrada más gorda y disparatada que se me había ocurrido en toda mi vida y tú de entender por qué casi nadie me tomaba en serio.


—Reserva un billete para cada destino de esas tres cajas —le pedí a Bárbara—. Yo misma iré a buscar el rubí.


Continuará…


 Pues hasta aquí el adelanto de Tengo un plan ( guiño, guiño) ¿ Qué os aparecido? ¿Hay ganas de seguir leyendo? Contadme.


Para almas despistadas, os recuerdo que saldrá a la venta el 30 de marzo y que podéis reservar en Amazon. Allí encontraréis la sinopsis y todos los datos de interés.


Posdata: perdón por las “no sangrías”, pero el blog y yo no nos entendemos muy bien…

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Published on March 13, 2018 08:18
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