Para un nuevo reporte de obstetricia literaria
omo todo en la vida, esta historia nace de una mujer. No en realidad una, sino varias, en distintos momentos. De la niña de ocho años (y luego nueve, y diez) que me iba revelando secretos que a mi vez atesoraba en el nombre de una novela etérea que había comenzado a escribir tres, cuatro veces, sin una sola de ellas rebasar la página sesenta, a la musa perdida que una tarde volvió de los emborronados dominios del recuerdo a una mesa del Starbucks de Olivar de los Padres donde sonrió otra vez, como cuando tenía dieciséis años y yo con mis dieciocho me alimentaba sólo de sus sonrisas; de la ninfa sureña que perseguí mediante parrafadas palpitantes a la hechicera serbia que me alcanzó el espíritu en secreto; de la que daba cuerpo a los sueños guajiros a la que puso alas en mis pesadillas. Nada me gustaría más que hablar de ellas y ya no de otra cosa, pero se hacen novelas justamente para evitar tamañas imprudencias. Insiste uno en creer que recuerda las cosas con precisión quirúrgica y así da validez a los peores embustes del olvido, y sin embargo, ¿no es a tales enmiendas chapuceras que la literatura debe su existencia?
Una de las ventajas de la palabra escrita está en que se conserva inmune al tiempo. Puede uno llenar de garabatos una libreta en blanco, meterla en un cajón y no abrirlo en veinte años, que al cabo de ese tiempo sus páginas dirán las mismas cosas. Pero la gente cambia, y eso incluye lo mismo a la de carne y hueso que a la etérea. En el transcurso de todos los años en que intenté sin éxito contar su historia, Dalila fue mudando de carácter, aspecto e intereses. Fue siempre una niñita, por eso desde luego se resistió a crecer cuando, desesperado, quise volverla adulta para verla ya sólo en retrospectiva; y de morir ni hablar, si la certera puñalada a traición que recibió de Pig en Diablo Guardián —Dalila o el amor, se titulaba su novela para siempre inconclusa— no le hizo ni cosquillas a su sombra vivísima, y ni siquiera la rudeza innecesaria de citar enterita la página inicial (un sacrificio público, me dije) fue suficiente para disuadirla.
“¿Ya estás listo?”, insistía, en pleno 2004, como dando por hecho que llegaba su turno de cobrar vida, pero yo no acababa de atreverme. ¿Cómo, de otra manera, iba a entenderse que me hubiera pasado un par de meses en busca de la pluma fuente ideal para contar la historia de Dalila? Había dado con ella en un predecible aparador veneciano, tras el curso de cierta superstición romántico-neurótica según la cual en el nuevo proyecto nada sería casualidad y todo coincidencia. Montegrappa 1912, rezaba la etiqueta; era maciza, larga, azul turquesa; tenía la consistencia de una piedra. ¿Cómo disimular mi horror cuando, varios meses después, durante una de las raras sesiones de exhibicionismo en las que me animaba a mostrar la nueva pluma, una mujer recién caída de la selva amazónica a mi vida pretendió destaparla como a una simple bic y le rompió la rosca a la tapa? ¿Apuntaba la pésima señal a aquella brasileña de ojos verdes de pronto abochornada hasta los huesos, o a la pluma que acaso me apresuré a comprar? Como era de esperarse, terminé por culpar al instrumento, que hasta la fecha sigue roto y guardado.
“Sé que el protagonista es una niña”, le había confesado a la hechicera jíbara en el inglés que entonces nos dejaba entendernos, “y que tiene una abuela que hace no muchos años se quedó ciega”. De esto último vine a arrepentirme más todavía que de enseñar mi pluma, no bien un par de bromas amazónicas a costillas de la abuela invidente me forzaron a darle sepultura, tras meterle reversa a todo aquel asunto de la ceguera. “No se muestran las armas sin haberse velado, ni se habla de una historia que está por escribirse”, me aconsejé ya tarde, inmerso en un romance que los años harían tan incierto y convulso como la gestación de la novela misma. Ya se sabe que las historias en proceso son de por sí celosas y posesivas.
La verdad es que estaba totalmente perdido. Por eso, en cuanto pude, terminé de perderme al volante de un Chevrolet rentado que voló de La Jolla a San Francisco en ocho horas repletas de preguntas ansiosas. ¿Dalila? ¿Cuál Dalila? ¿Por dónde iba a empezar, con un demonio? La semana siguiente, contra todo pronóstico, en una tarde de ocio iluminado topéme con Excalibur. Estaba en una tienda del Beverly Center: nada más el empleado me la soltó en la mano, supe que esa Mont Blanc modelo Julio Verne (un cilindro pesado y aventurero que tenía la facha de Nautilus) me había estado esperando, igual que una mujer que se apresta a cambiarte la vida de golpe y para siempre. Imposible dejar esa tienda sin ella.
Esa noche, Dalila y yo dormimos a pierna suelta. No se me iba a morir: eso podía jurárselo. 
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