Cargando muéganos
o podía escribir", se justifica uno en casos así. No es que faltara tinta, papel, teclado o monitor, ni que tuviera uno las manos amarradas o las falanges rotas, pero el carácter tiene sus desperfectos. Ahora mismo, las dos de la tarde, tendría que estar sumando líneas a la novela, si al fin ya falta poco y empiezan a asomarse los párrafos finales, mas en días como estos renuncio a la quimera de entenderme. Todavía no sé si va a ser necesario matar a un personaje o hasta dos, y eso a cualquiera le quiebra los nervios. Además: los matones detestan las antesalas.
Ayer mismo compramos un ford viejo y pesado (Grand Marquis con motor Mitsubishi de seis cilindros: una carroza) pero es la hora en que el conductor no se decide a agarrar el volante, pisotear los pedales y pasarle las ruedas por encima a un fulano que ya acabó de estar en la novela. "Algo no cuadra", insiste, imitando el talante de un jurisconsulto, y ya me ha contagiado el escepticismo, que es algo así como la gonorrea del artista. Pero claro, ni modo de obligarlo. Si algo no perdonamos en un autor es que sea autoritario, y en tanto eso resuelva las cosas a chaleco. Como dicen, a huevo ni el omelette.
Los pastores del éxito aconsejan ser raudo para decidir y lento para cambiar de opinión. Cosa que a uno le pasa a venir guanga, toda vez que el trabajo del novelista consiste en desmentir a la realidad, pero lo cierto es que esto tiene un precio. El jinete enseñó al caballo a recular, aun y en especial a orillas de un presunto precipicio. Los últimos capítulos de una novela se escriben eludiendo el despeñadero, como lo haría un héroe de videojuego. Imposible llegar a las últimas líneas sin la conciencia plena del peligro y la resolución de morirse en la raya. Pero morirse es un afán oscuro, y tampoco es tan raro descubrirse magnetizado (...a estas putas alturas, me inconformo) por ese precipicio al que en teoría buscaba eludir. "Son estos huesos que siguen brillando los que se llevan la memoria de los días", resuena otra canción entre dos realidades adversarias. No es uno quien decide, me consuelo, cuáles y cuántos muertos va a cargar.
Recuerdo una carreta bien cargada de muéganos, al final de Por unos dólares más. Para mejor contarlos Clint Eastwood, matón bueno, va sumando las recompensas que se ofrecen por cada uno de los cadáveres, y al no cuadrar los números dispara hacia atrás: donde lo espera el fiambre que faltaba. En mi experiencia, así es como aparecen el principio y el fin de una novela. Están agazapados en un lugar ridículamente cercano, sabrá el diablo si no en la punta del dedo que señala a la luna en busca de respuestas. Ahora que si se trata de ajustar la metáfora, nada desearía más que ya poder contar mis capítulos igual que los difuntos en un carretón, pero el hecho es que algunos se mueven demasiado para engañar al médico forense. Peor todavía, quisieran convencerme de que yo soy el muégano. ¿Y cómo los desmiento, si me he escapado de la realidad como mi amigo Clint del pueblo mexicano de Por un puñado de dólares, es decir escondido en un ataúd, y aquí estoy en la cueva curando las heridas, antes de retornar a rociar plomo y pólvora?
Pocos esfuerzos hay tan infructuosos como el de pretender que se puede vivir a espaldas de los íntimos demonios. Esto es, los de uno más los de sus personajes. Un condominio entero, y todavía peor: un condemonio. Y si en los condominios todo llega a saberse, hay que ver en la clase de vecindad que monstruos y demonios son capaces de convertir la bóveda craneana del especulador de oficio. Mas no por eso salgo de tarde en tarde a aplanar las banquetas pensando en amansarlos, como en alebrestarlos. Que griten y se insulten y se piquen los ojos, ya han vivido bastante para esperar de mí otra cooperación que un arbitraje más o menos arbitrario, allí donde no hay reglas sino meros caprichos del destino.
Ningún fiscal le reconoce al asesino el enorme desgaste físico, mental y espiritual que supone matar a un semejante. Hay quien dice que si un amigo es aquél que te ayuda a cambiarte de casa, un verdadero amigo es quien te ayuda a cambiar de lugar un cadáver. Cuesta creer que un viejo conocido sea capaz de haber hecho algo así; no consuela decir que son cosas que pasan ni se cree que después de tal atrocidad pueda volver a ser quien antes fue. Y al fin de eso se trata, cuando en lugar de hacerlo hay que contarlo. Escribe uno también para cambiar de signo y no reconocerse más en el pasado, pues a ése hay que enterrarlo, antes que atesorarlo. Y ahora con su permiso, me regreso al patíbulo. Tengo un par de clientes por atender.
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