Los anillos de Saturno – W.G. Sebald
“Los anillos de Saturno” es, ante todo, una obra sobre la digresión, “la acción y efecto de romper el hilo del discurso y de introducir en él cosas que no tienen aparente relación”. La novela (si se le puede llamar así) trata de todo y nada, y comienza con tres saltos temporales: una caminata por Suffolk, en Inglaterra; una estancia en el hospital, un año después; y el momento en el que el narrador organiza sus notas, dos años después de dicha caminata.
Leemos, así, no solo el recorrido por Suffolk y los distintos pueblos de la zona, sino una serie de ensayos, opiniones y recuentos que van desde la historia, la filosofía, la pintura, hasta la literatura y el comercio. Al hablar sobre los escritos de Thomas Browne y una pintura de Rembrandt, en la que se muestra una mano diseccionada de forma incorrecta, el narrador (que quizás no es sino el mismo Sebald) comenta:
«Esto es, en contra de toda costumbre, la autopsia que aquí se representa no comienza con la disección del abdomen y con la extracción de las vísceras que con mayor celeridad entran en estado de descomposición, sino (y es posible que también esto remita a un acto de penitencia) con la disección de la mano que había incurrido en el delito. Y esta mano tiene una característica peculiar. No sólo es grotescamente desproporcionada en comparación con la que está más próxima a la persona que ve el cuadro, sino que también desde el punto de vista anatómico se halla a la inversa. Los tendones abiertos que, según la posición del pulgar, deberían pertenecer a la palma de la mano izquierda, son del dorso de la derecha. De modo que se trata de una colocación puramente educativa, sacada sin más de un atlas anatómico, a través de la que el cuadro que, por así decirlo, por lo demás reproduce con exactitud la vida real, se echa a perder justo en el punto de mayor significado, allí donde ya se había marcado un hito, y se convierte en una construcción fallida. Es casi imposible que Rembrandt se equivocara. La ruptura de la composición me parece aún más premeditada, si cabe. La mano informe es la señal de la violencia practicada en Aris Kindt. El artista se equipara con él, con la víctima, y no con el gremio que le había hecho el encargo. Él es el único que no tiene la mirada ab-sorta, cartesiana, es el único que percibe el cuerpo extinguido, verdoso, y ve la sombra en la boca entreabierta y sobre el ojo del muerto.»
El relato avanza, como avanza el viaje del narrador por Suffolk, al tiempo que una serie de historias y anécdotas cruzan de forma interminable el texto —como si en el fondo lo que quisiera decir Sebald es que la historia, ese relato, nos cruza y nos traspasa incanzablemente. Tengo la impresión, en todo caso, que este libro describe, en realidad, cierta idea de posteridad contenida en la historia de Europa: desde sus búsquedas y aspiraciones, hasta todos sus horrores.
Cerca del final, Sebald escribe:
«Ahora, escribiendo estas páginas, cuando vuelvo a pensar en nuestra historia casi sólo compuesta de calamidades, me viene a la memoria que…»
El poeta Michael Hamburger, amigo de Sebald, explica su obra como “semificción ensayística que da rienda suelta tanto a la observación como a la imaginación.” Los grandes momentos del libro son aquellos en los que la mirada hacia esa serie de calamidades producen desazón, mareo, desesperanza. Pese a su carácter caótico (o ya dicho, digresivo), hay en el libro un intento por anudar los hilos en apariencia lejanos que conforman el relato de Europa.
«Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano alemán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se sumergen en el más profundo sueño. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta casi todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hubieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno -el cementerio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica-. Estuve mirando en la lejanía, hacia el mar, allí donde la oscuridad se tornaba más espesa y donde, apenas apreciable, se extendía un banco de nubes con una forma muy extraña, la otra cara de la tormenta que por la tarde se había precipitado sobre Southwold. Las cumbres más elevadas de esta montaña color tinta continuaron resplandeciendo como los campos helados del Cáucaso, y mientras las veía extinguirse lentamente se me ocurrió que una vez, hacía años, en sueños, había caminado a lo largo de toda una cordillera igual de extraña y distante. Tuvo que haber sido un trecho de más de seiscientos kilómetros a través de despeñaderos, gargantas y valles, por collados, laderas y corrientes, por la linde de grandes bosques, por campos pedregosos, piedra Picada y nieve. Y recordé que en mi sueño, al final del camino, eché una mirada hacia atrás y eran justo las seis de la tarde. Las cumbres dentadas de las montañas de las que había salido se destacaban con una nitidez sorprendentemente angustiosa de un cielo teñido de azul turquesa en el que se suspendían dos o tres nubes rosáceas. Me resultaba una imagen de una familiaridad insondable que no se me fue de la cabeza durante semanas. Acabé siendo consciente de que coincidía, hasta el último detalle, con la imagen del macizo de Vallüla que había visto desde el ómnibus un par de días antes de mi escolarización, al regresar, por la tarde, de una excursión al Montafon en un estado de agotamiento absoluto. Probablemente son recuerdos soterrados que generan la curiosa suprarrealidad que se ve en los sueños. Pero tal vez sea algo diferente, algo nebuloso y misterioso, a través de lo que, en sueños, paradójicamente, todo aparece con mucho mayor claridad. Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. ¿Qué clase de teatro es este en que somos escritores, actores, tramoyistas, escenógrafos y público, todo en uno? En la travesía de los espacios oníricos, ¿hace falta más o menos entendimiento del que uno se lleva consigo a la cama?»
En un artículo para The New Yorker, Max Norman escribe que “Sebald estaba menos interesado en la memoria en sí, que en el doloroso trabajo de la rememoración. Lo perseguían los trastornos del siglo XX, sobre todo el Holocausto, pero, a pesar de su estética de la factualidad—las fotos, fechas, direcciones—en ningún momento afirma que las personas que describe son reales, o que se ciñen a los hechos de sus vidas.” En otras palabras, la ficción es el correlato que une a la historia (curiosamente, lo mismo podría decirse de la vida de Sebald).
La entrada Los anillos de Saturno – W.G. Sebald se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.
El Anaquel
- Roberto Wong's profile
- 24 followers

