La puerta
EL HOMBRE QUE SONRÍE
Cuando el hombre cruzó las puertas de la tiendala sonrisa que exhibían sus labios era inmensa. Los pocos vecinos del pueblo quese encontraban allí lo saludaron alegres. La dependienta y el carnicero ledieron los buenos días, añadiendo su nombre precedido por un educado «señor».Todos le conocían bien. Todos se habían acostumbrado a esa amable sonrisa.Siempre estaba dispuesto a ayudar. En la última tormenta muchos garajesquedaron anegados y él había acudido a cada una de las casas para echar unamano, sin importarle mojarse los calcetines o mancharse de barro los vaqueros.Cuando se necesitaba una mano extra en la organización de algún evento, elhombre de la brillante sonrisa no dudaba en ofrecer la suya. En realidad nadiesabía mucho de él, pero qué más daba; en un pueblo lo importante es lo quepiensa la gente de ti en el momento presente.
Todas las semanas, loslunes, hacía la compra en la pequeña tienda de la localidad. Otro punto a sufavor. Apoyaba al negocio local. Se llevaba carne y alimentos para dos semanascomo mínimo, pero cada lunes volvía allí para cargarse con la misma cantidad.Nadie se extrañaba, a pesar de que su figura era la opuesta a la de un hombrecon sobrepeso. Salía a correr temprano por la mañana y tal vez tenía ungimnasio en casa, se rumoreaba. Probablemente trabajaba desde allí, salía pocoa la calle. Y debía de tener trabajo porque vivía en un chalet de laurbanización más cara del pueblo. También podía estar beneficiándose de algunaherencia, pero qué más daba, decía la gente. Aquel hombre alegre, solícito,amable había elegido su querido pueblo para vivir y ellos estaban orgullosos deque formara parte de la comunidad.
El buen vecino se despidiótal como había saludado, rostro deslumbrante iluminando las mundanas vidas delos habitantes del pueblo, la mayoría ancianos que llevaban en aquel lugardesde antes de la guerra, cuando las calles eran caminos de tierra pisoteadospor el ganado.
Introdujo las bolsas en laparte trasera de su vieja Renault Express. Tenía otro coche más moderno, pero lafurgoneta la utilizaba para moverse por el pueblo. Las ventanas de la parte decarga estaban tapiadas y la chapa necesitaba una buena capa de pintura, perocumplía fielmente su función. Además, solo la movía cuando necesitabatransportar algún tipo de carga; el resto del tiempo prefería caminar.
Al llegar a casa, la puertaautomática se deslizó sobre sus carriles y accedió al patio. Detuvo el vehículoen el lugar acostumbrado y llevó la compra a la cocina. Allí sacó del aparadordos boles de plástico que llenó de leche y los introdujo en el microondas. Su semblanteaún se iluminaba con la sonrisa, pero el brillo se había apagado ligeramente,igual que una bombilla a punto de fundirse. Para cuando añadió los cereales, apenasera una mueca, agonizante chispazo del filamento. Al hundir las cucharas —tambiénde plástico— en la leche, solo un vestigio fugaz de luz. Y mientras se ponía enmarcha hacia la puerta de acero que había detrás de un mueble falso, la inmensasonrisa que exhibían sus labios, por fin, desapareció del todo, y una oscuridadavergonzada y culpable, velos emocionales de una horrible excitación, reinó ensu rostro.
LA MUJER QUE LLORA
Cuando la mujer cruzó la barrera de la vigilialo primero que hizo, en gesto maquinal, fue extender el brazo. La manodescendió hacia el bulto que había a su lado y, como cada mañana, el alivio yla paz bañaron su alma. No había tenido sueños, ya nunca los tenía. De vez encuando alguna pesadilla, pero incluso estas habían dejado de atormentarla. Talvez Morfeo se compadecía de ella, y la dejaba descansar tranquila. Aunque«tranquila» no era la palabra exacta. A lo largo de la noche, el instinto ladespertaba para comprobar si el bulto seguía ahí, a su lado.
Mientras su mano sedeslizaba en una cariñosa caricia, giró la cabeza y sus ojos contemplaron.También empezaron a expulsar lágrimas. Lágrimas silenciosas, de impotencia ymiedo, pero sobre todo de felicidad.
Elpequeño pecho de su niña ascendía y descendía con la agradable lentitud delsueño. Dudó entre despertarla o dejarla dormir un poco más. Ya era de día; losabía por la pequeña rendija, casi a ras del techo, que aquella habitacióntenía por ventana. Pero debía ser un poco antes de mediodía.
Decidió dejarla disfrutar desus sueños un rato más. Ella sí soñaba. Lo sabía porque le encantaba contarle asu madre aquello que había soñado. De momento no había tenido pesadillas, perola mujer era consciente de que acabarían llegando, y la aterrorizaba, porquelas peores no la atormentarían mientras dormía.
La mujer había pensado muchoen eso. Llevaba nueve años y nueve meses con el corazón sumergido en el espesolíquido negro del pavor. Y llevaba el mismo tiempo pensando en cómo evitarlo.Todavía no había dado con la forma correcta, pero de algo estaba segura: jamáspermitiría que su pequeña padeciera lo que ella sufrió. Jamás. Antes acabaríacon todo, por mucho que le doliera.
Se levantó de la cama conlas tripas removiéndose de hambre y le vino a la mente la imagen de lombricesarrastrándose por el barro. Hacía muchos años que no veía lombrices. Ni barro.En realidad hacía muchos años que no veía nada más que las cuatro paredes deaquella habitación y lo que había en su interior.
Seacercó al lavabo para lavarse la cara y asearse un poco. Estaba a tres pasos dela cama y ningún espejo reflejaba su rostro. «¿Qué aspecto tendré?», sepreguntó con amargura. Llevaba tanto tiempo sin verse que ya había olvidado sucara. La tristeza y el miedo eran dos sentimientos con los que, por desgracia,había aprendido a vivir. Ahora apenas los percibía en su ser, tan acostumbradaestaba. Eran como el olor de una colonia. Se habían convertido en la norma desu vida.
«Nueveaños —pensó—, nueve años y once meses». O al menos eso era lo que ellacalculaba, puesto que no había calendario y reloj alguno en el cuarto. Tambiénpor la cantidad de regalos de Navidad, que macabramente celebraban.
Dos sonidos la sobresaltaronen el momento en que cerraba el grifo. Primero, la voz de su hija llamándola.Segundo, unos pasos; tamborileo fúnebre cada vez más cercano, al ritmo de loslatidos de su propio corazón, en espeluznante sincronía. Un sonido seco queatormentaba sus sueños cuando los tenía. Más y más cerca, más y más audibles acada segundo.
Dirigió los ojos hacia suniña. Dobló las rodillas para agacharse, extendidos los brazos para acogerla enel pecho y cubrirla hasta el cuellocon la sábana. Luego sus ojos, ya sin lágrimas, giraron hacia el lugar del que procedía el ruido de los pasos. Ycontemplaron, ahora expulsando dos sentimientos que pringaban su alma,inmóviles, ardiendo de odio y terror, aquella horrible puerta de acero.
