[Podcast] Felisberto Hernández: la memoria como impromptu o vértigo

En 2023 sucedieron muchas cosas, entre ellas la publicación de mi segunda novela, “Bosques que se incendian”, en el sello Literatura Penguin Random House. Este episodio toca indirectamente este hecho: uno de los personajes de “Bosques que se incendian” está inspirado, precisamente, en Felisberto Hernández, un escritor uruguayo del que no se ha escrito lo suficiente.

Así, entonces, consideren este episodio una suerte de homenaje. Espero lo disfruten.

Transcripción:

Pareciera que siempre ha sido difícil hablar de Felisberto Hernández, un escritor atípico, extravagante, raro, al que, a manera de modesto elogio, se ha nombrado como uno de los progenitores de lo que sería ese boom latinoamericano tan difuso (recordemos que Carlos Fuentes escribió en “La nueva novela hispanoamericana” que Felisberto fue “uno de los padres de la modernidad literaria” y Tomás Eloy Martínez, lo calificó como “el padre del realismo mágico”).

Pese a esta supuesta paternidad, en 2024 se cumplirán 60 años de su muerte y, a la fecha, se encuentran pocas reediciones de sus libros –recientemente, Ediciones sin Fin publicó su “Correspondencia Reunida”, llenando esa otra parte, la del hombre, que su obra literaria no refiere.

Habría que recordar, entonces, a Felisberto, aunque “nunca fue ni será un escritor de mayorías”, como escribiera Juan Carlos Onetti en una carta desde España en 1975.

Felisberto Hernández nació en Montevideo el 20 de octubre de 1902. Pianista, compositor y escritor, realizó numerosos conciertos en Uruguay y Argentina. Comenzó a estudiar piano a los nueve años, de la mano de la profesora francesa Celina Moulié, amiga de su madre.

Hasta los 38 años fue básicamente pianista y compositor. Entre su vida de pianista y algunas giras que comienza a realizar para ganar algo de dinero, Felisberto comienza a escribir. “Fulano de tal”, publicara su primer libro publicado en 1925, consta de seis textos y dos prólogos en el que Hernández apunta a lo que sería su obra futura: una especie de desvarío, de pérdida del camino en el que, sin embargo, suceden los hallazgos. En este libro Felisberto escribe:

“Pienso decir algo de alguien. Sé desde ya que todo esto será como darme dos inyecciones de distinto dolor: el dolor de no haber podido decir cuanto me propuse y el dolor de haber podido decir algo de lo que me propuse. Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble, y el que se propone decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no podrá decir no más que un poco de cómo es ella. Yo emprendí esta tarea sin esperanza”.

En este primer texto, que Monteleone define como “una escritura que juega a enmascararse”, Felisberto apunta a un tema que resultará vital en su obra: lo inefable, esto es, lo que está fuera del lenguaje y, por tanto, se convierte en misterio.
Sus narradores, por lo general, están obsesionados por lo que no conocen; mantienen el suspenso para conservar el misterio, lo que sea que esto signifique: un objeto, una situación, un rostro, un encuentro.

Juan, el personaje principal en “Drama o Comedia”, dice: “lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo”. En “La casa de Irene”, texto para de “El libro sin tapas”, leemos:

“Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más”.

Este cuento parece terminar con cierta decepción: “Hace muchos días que no escribo. Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco”. Casi parece que hubiera preferido lo opuesto: un misterio que no puede ni quiere revelarse.

Esto genera, a momentos, que parezca que muchos de sus relatos carecen de anécdota, de narración.

“Un cuento de Felisberto no se puede contar”, nos dice Monteleone. Hay, si se quiere, la apariencia de una falta de intención, reforzada a momentos por circunstancias poco definidas (Felisberto arranca muchos de sus textos con frases como “una tarde”, “hoy”, “una vez”, etcétera). Al respecto, el mismo Felisberto escribió en un texto titulado “Explicación falsa de mis cuentos” que: “mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo”.

El texto previo, escrito en 1955, nos recuerda su texto “La envenenada”, otra publicación temprana y que carece de asunto: en ella, Felisberto narra un fragmento de la vida de un literato que observa una escena, intentando encontrar inspiración para un cuento. Pese a sus esperanzas, no consigue otra cosa que encontrar cierto malestar muy parecido al miedo a la muerte.

Escuchemos a Jaroslava Marešová, doctora en literatura, hablar ésta y otras características de la literatura de Felisberto:

Me interesa, en todo caso, los textos que se escriben en la década de 1940, y que comienzan con el libro “Por los tiempos de Clemente Colling”. Hasta ese momento, las penurias económicas son una sombra constante en su vida, y quizás Felisberto vio en la literatura una forma de la esperanza. Convencido, entonces, de hacerse un lugar como escritor, Hernández visita a Onetti en la agencia Reuter de Montevideo hacia fines de 1941. De aquella conversación, en la que Onetti le sugiere escribir sobre su vida, sobre “la riqueza de su experiencia” como músico, es que nace “Por los tiempos de Clemente Colling”.

Este texto, uno de los más extensos de Felisberto, consolida un tema medular en su obra: la memoria.

“No sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling, ciertos recuerdos. No parece que tuvieran que ver con él”.

Clemente Colling fue maestro de piano de Felisberto. Sabemos poco de él: nació en Francia a fines del siglo 19; era ciego, riguroso y extravagante, de acuerdo al propio Felisberto; y sentía por él tanto admiración como extrañeza.

El texto, escrito casi veinte años después de su relación maestro – discípulo, narra distintos aspectos de la memoria: por una parte, los recuerdos que el narrador conserva de Colling, pero también el misterio que encierra lo recordado:

“Tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura; y ésa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”.

El texto avanza entre recuerdos y digresiones entre la memoria y sus sensaciones –porque lo que se recuerda no es sólo lo que sucedió, sin también lo que nos dejó impregnado en el espíritu.

“Como él estaba apurado, daba vuelta enseguida su antipática cabeza y se llevaba toda su persona para otro lado. Pero me dejaba algo grisáceo en la tristeza y me la desprestigiaba; me hacía desconfiar hasta de la dignidad de mi propia tristeza; y la ensuciaba con una sustancia nueva, desconocida, inesperadamente desagradable, como el gusto extraño que de pronoto sentimos en un alimento adulterado”.

Colling es una de las grandes influencias en su escritura: sus lecciones no solamente son musicales, sino también narrativas: en cada clase le cuenta una historia de su juventud, mismos que Felisberto rescata de su memoria y los plasma, veinte años después, en su texto.

“Él tenía mucha memoria. (…) Pero además de la mala costumbre de ponerse las cosas en la memoria, tenía la manía de improvisar; y en esto, la testarudez de un recordista”, dice el narrador cerca del cierre del texto, párrafo que quizás se lee como propósito y como método: una memoria que se puede rescatar, pero también sobre la que se puede improvisar.

En “Tierras de la memoria”, texto póstumo escrito en 1944, Felisberto escribe:

“Todo esto lo iba recordando en este otro viaje que hacía ahora (…). En este segundo viaje, todas las cosas, las personas y las angustias del primero, volvieron a vivir como si se hubiera producido una reencarnación de los recuerdos; era como si yo hubiera tenido el poder de hacer girar vertiginosamente el mundo en sentido contrario”.

La memoria como continuo impromptu, improvisación y vértigo. El orden del recuerdo, dice Sartre, es el orden del corazón.
Elvio Gandolfo añade al respecto:

“La originalidad de Felisberto Hernández en el buceo de la memoria no tiene parangón. (…) El modo en que se mete con la memoria no se parece al de nadie. El paradójico logro del yo que narra reside en flotar empáticamente en el mar del recuerdo, sin ordenarlo demasiado, interrogándolo sin salir de sí, sin actuar sobre el exterior. Sus argumentos son a la vez despliegue de sí mismo y hundimiento desde un principio en el mecanismo extraño de recordarlo”.

Es en la década del 40 que Felisberto escribe la mayor parte de su obra. Ignacio Bajter nos habla más al respecto en un coloquio a propósito de la publicación de su correspondencia reunida:“Pocas cosas parecen más móviles, inseguras o dispuestas a fugarse que la literatura de Felisberto Hernández”, nos dice de nuevo Elvio Gandolfo.

En “El acomodador”, Felisberto narra la historia de un hombre que trabaja como acomodador en un teatro. De pronto, el hombre desarrolla una nueva capacidad que le “permite ver en la oscuridad”.

“No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombilla de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?”

Por esta y otras premisas fantásticas, algunos de sus cuentos son referencia a los orígenes del realismo mágico. Sin embargo, es el propio Julio Cortázar el que zanja esta discusión en el prólogo a “La casa inundada”:

“Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla. La calificación de “literatura fantástica” me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas (…). Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta “fantástica”; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. ”

El cuento de “El acomodador” llega a su clímax cuando el narrador observa a una mujer en medio de la oscuridad:

“Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que le registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella”.

Su mirada recuerda, en cierto sentido, a la de la Gorgona: glotona, con apetito infinito, Felisberto llena sus ojos de recuerdos para llevarlos “después a la soledad y acariciarlos”.

En El cocodrilo, uno de sus últimos textos, recupera la misma obsesión que en “El acomodador”:

“Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad”.

Ignacio Bajter nos cuenta en el prólogo a la correspondencia reunida de Felisberto Hernández que el uruguayo llegaría becado a París en los primeros días de noviembre de 1946.

“En París tiene lugar su último esfuerzo sostenido en la escritura, y a la vez comienza a poner fin a todo un ciclo de expectativas en su carrera de escritor, pensada siempre con su mentalidad de pianista”, nos cuenta Ignacio.

Su beca estaba destinada a realizar estudios de la vida literaria de Francia, pero poco a poco se pierde entre los eventos sociales de la Embajada de Uruguay o los que organiza su amigo y primer gran lector, Jules Supervielle. Casi dos años después Felisberto regresa a Montevideo, y por poco abandona ya la escritura, si no es acaso por la publicación de Las Hortensias en 1949, y La casa inundada, en 1960, ambos sin embargo esbozados en sus años parisinos.

Ignacio Bajter nos cuenta:

“Cada vez más se convertirá en la sombra del escritor que quiso ser, después de dejar a un lado su vida de pianista. (…) Sus intentos por crear se desvanecen una y otra vez. “Hago unos esfuerzos fenomenales por escribir”, le escribe a un amigo suyo en una carta. “Ojalá que no exprima un limón seco”.

Felisberto se casó varias veces a lo largo de su vida, y se enamoró muchas más. Una de sus últimas relaciones renueva, de alguna forma, sus energías literarias. Su último libro, “La casa inundada”, es a mi gusto uno de sus mejores textos. En un momento Felisberto escribe:

“Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías”.

A la distancia, la voz de Felisberto suena también dentro de la mía: en “Bosques que se incendian”, la novela que publiqué recientemente, un personaje llamado Filiberto retoma algunas de sus obsesiones.

Sabemos por Borges que nuestra mente es porosa para el olvido, es decir, que el drama de la memoria es la certeza de lo irrecuperable. Pese a saber que no hay tiempo recobrado, Felisberto persigue en éste el misterio –“aquello que todavía no sabe qué es”–, una mezcla de curiosidad y duda.

En 1964 Felisberto enfrentó el último misterio: su muerte. Desencantado de la literatura, con hinchamiento y dolor en el cuerpo, dejó de escribir y se enfocó en practicar el piano e imaginar salas de conciertos repletas. Dejó a Reyna Reyes y se fue con María Dolores Roselló, su sexta pareja, con la que vivió sus días finales hasta el momento en el que, el 17 de diciembre de 1963, fuera internado en el hospital.

“Tenía leucemia, y se le había declarado de manera tan fulminante, que ya era tarde para detener la enfermedad: consideraban que en un mes, o tal vez en menos tiempo, Felisberto moriría. Sólo él se mostraba feliz, amparado por el silencio del hospital y por las transfusiones de sangre que iban apagando poco apoco el tumulto de las efervescencias”, nos cuenta Tomás Eloy Martínez en “Para que nadie olvide a Felisberto Hernández

Felisberto, tras una vida de penurias económicas y sobresaltos amorosos, “esperaba la muerte con curiosidad, temiendo sólo que el cuerpo se le volviera púrpura en el velorio y no fuera posible mostrarlo a las visitas”. Las últimas palabras que dijo fueron “Ana siempre parece una virgen” cuando, el 12 de enero de 1964, su hija llegó a visitarlo vestida de blanco. Murió a la mañana siguiente.

“Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos”, dice el narrador de El caballo perdido, texto publicado en 1943.

La cita, por supuesto, es otra forma de la memoria, y este episodio está plagado de ellas:

“Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”.

El resultado de esto son el cocodrilo, el acomodador, el rostro de Julia, la casa anegada, es decir, esa otra forma del solipsismo. Para conservar estas imágenes habría que recordar a Felisberto y luego olvidarlo: los únicos paraísos son aquellos que se han perdido.

La entrada [Podcast] Felisberto Hernández: la memoria como impromptu o vértigo se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.

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Published on March 03, 2024 08:45
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Roberto Wong
El Anaquel es un blog y podcast sobre Literatura y Libros, realizado por Roberto Wong, escritor mexicano ("París D.F." es su primera novela. "Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción", es un ...more
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