Las sempiternas

Después de todo lo que me insistieron, al final agarré, fui a la parada de la vuelta de casa, me tomé el 122, me banqué el recorrido tan lento de ese ómnibus obsoleto, y me fui acercando a destino, mientras no paraba de pensar en todo aquello. ¡Qué ganas de jorobar! ¡Y yo que quería quedarme tranquilo en casa, viendo el partido en la tele! Pero siempre es igual, me insisten y me terminan ganando por cansancio.

La casa de Pereira y Ellauri estaba derruida. El revoque del frente se caía a pedazos y el patiecito daba lástima. Solo el zaguán parecía decir “entren”, con esa puerta de madera casi negra, siempre semientornada; la vecina siciliana de enfrente murmuraba al pasar: “ahí parece que siempre están velando a alguien”. Golpeé fuerte para anunciarme, el timbre hacía rato que estaba roto. Y ahí apareció Lalo, con su pinta de zaparrastroso. Me miró con cara de hacerse el serio, porque se estaba aguantando una sonrisita burlona de esas que tanto le conozco. “Dale, dejate de embromar y salí del paso, que vengo a darle un beso a Clotita”. Al final largó la risita estúpida, se movió a un costado como de mala gana, y ahí entré, mirando para abajo para no tropezarme con las baldosas rotas.

Allá estaban en el fondo, en la hamaca de jardín debajo del guaco, las tres viejitas, acurrucadas como pollitos en invierno, aunque esa tarde gris hacía calor. Las tres vestidas de negro, pero de un negro viejo, como gastado, nada brilloso. Martina tenía el pelo bien tirante, como cuando tenía que ir a algún lado, y se había puesto el broche verde de la bisabuela; no tendría un peso para peluquería, pero ella siempre trataba de quedar arregladita; igual, daba lástima lo ridículo de su pinta. Gumersinda con su cara de rezongona, masticando rabia no se sabe de qué, y pronta a decir cualquier cosa, algún disparate, con tal de llevar la contra. Clotita muy envuelta en su chal, ese que se había tejido ella hace como veinte años, tan abrigado, parecía que tenía miedo de pescarse un resfrío de nada. Me acerqué, le di un beso en la mejilla arrugadita, y a las otras dos viejas les agité la mano en el aire, pero ni bolilla me dieron. Estaban de lo más ocupadas en sus asuntos; no tenían nada que hacer, pero igual, siempre estaban pendientes de algo. Clotita me miró con esos ojitos azules manchados de pintitas doradas, sus párpados se fruncieron un poquito, se le dibujó una sonrisa en las comisuras, torció la mirada hacia una silla de jardín, la mejor del juego; era su invitación a quedarme. Yo no dije más nada y me senté.

En eso se siente el grito de Lalo desde la ventana de arriba, se quejaba por el traje que no encontraba. Clotita, que sabía que él tenía que estar prolijo para salir, se lo guardaba en el cuarto de ella, era el único traje bueno que le quedaba; pero Lalo igual se pasaba rezongando por cualquier cosa cuando estaba en la casa. ¿Conseguiría algún día una buena muchacha? El padre lo ponía en duda, ese chiquilín no iba a cambiar nunca.

Publicado en Letras & Poesía.

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Published on November 12, 2024 03:31
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