Noctámbulos

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Los noctámbulos tenemos extrañas costumbres. Amaneces cuando el día todavía no lo ha hecho, cuando el silencio en las calles es perezoso y grita bostezando con la boca abierta. Lo habitual es que los cinco primeros minutos te quedes en la cama, boca arriba, con los ojos alucinados y abiertos, esperando que un rayo de sueño te traspase y te deje inconsciente, pero no…enseguida te das cuenta de que no vas a poder dormirte de nuevo. Son las cuatro y media de la mañana.
El rencor hacia el resto del mundo, que pernocta ajeno a tu insomnio, se deja notar en la primera maldición silenciosa que lanzas en tu fuero interno. La segunda es cuando tratas de levantarte y estás rígida como una tabla. Tanto, que no sabes si tratar de doblar la espalda o, simplemente, rodar por el colchón hasta que cualquier parte de ti caiga al suelo.
Sí, coges el móvil, porque probablemente, creas que a esas horas de la madrugada no haya nada mejor que hacer. Es lo más silencioso. Dejarte caer en el sofá, móvil en mano, para aburrirte unas pocas horas hasta que amanezca. Sin embargo, haces café. Los noctámbulos, cuando no podemos dormir, nos tomamos un buen café. Luego, ya, que sea lo que Dios quiera.
Cierras la puerta de la cocina para que nadie escuche la cafetera ni el ruido del menaje. Ves la colada, ves los platos en el fregadero, ves la bolsa de basura que nadie bajó al contenedor y lanzas la tercera maldición de la mañana. Y encima es domingo.
Solemos quedarnos en la silla de la cocina, con el café en una mano y, en ocasiones, un cigarrillo humeante en la otra. Pensativos. No, alelados. Sí, alelados. Pensando qué has hecho mal en esta vida o el alguna pasada para tener este insomnio tan perro. Estás despierta, sabes que no vas a volver a dormirte, pero la cabeza tiene las neuronas justas para que puedas ir al baño y no mearte encima.
Y así puedes estar un buen rato. Aterrizando en la vigilia. Sabiendo que no vas a volver a dormir, pero sin querer despertar del todo. Más por pereza que por otra cosa. Y es enero.
Hace un frío que pela. El sofá te está llamando y casi notas la calidez de la mantita con la que te tapas para ver la tele. Piensas, inocentemente, que con un poco de suerte, puedes echar una cabezada en ese plácido lecho de siestas vespertinas.
Y entonces te pones la voz en off de los documentales de asesinos en serie. ¡Oh, qué gozo! Esas voces en off, tan sugerentes, con el mínimo tono para que sean como canciones de cuna, con esa cadencia impersonal que no sabes porque, te relaja. Es una suerte que en Estados Unidos hayan tantos asesinos en serie y que hagan tantos documentales sobre ellos, porque tú sabes bien la de veces que te has podido dormir escuchando de fondo las sirenas de ambulancias lejanas y voces en castellano doblando por encima de voces en inglés… esas dobles voces…
Y allí te quedas, frente a la pantalla. Pero los dioses no están de tu parte y ese día no puedes darte esa cabezadita con la que engañar al cuerpo.
Miras la hora. Las cinco y media de un domingo de enero. Sueltas el móvil con un rencor calmo, porque en realidad hubieras querido estamparlo contra la pantalla donde una mamá negra se seca las lágrimas y un policía bigotudo posa delante de un coche patrulla.
Y como no vas a dormir, te da por planear. Por pensar que vas a hacer hoy, como si un domingo de enero, con un frío que pela y en plena cuesta post navideña, se pudieran hacer muchas cosas. El menú lo tienes planeado desde ayer, la lavadora todavía no se puede poner, en la calle hay alguien que sigue encendiendo las luces de Navidad quince días después y tú arrastras tu alma pendenciera por las calles, por las avenidas oscuras, por los pubs que estarán cerrando, por las urgencias de los hospitales que nunca cierran, por las farolas y sus haces de luz anaranjada, por el coche que has escuchado pasar por la carretera cercana, por el ruido de unas llaves que se caen al suelo y que seguro que son las del chaval del quinto que vuelve de fiesta. Y tan despierta que oyes todos y cada uno de los ruidos de la casa, el crujir de los muebles, los ronquidos de las habitaciones, el vecino que estira de la cadena, un gato que maúlla, el soplo del viento entre las ramas de los árboles de la esquina, el ruido impenitente de la nevera tomando temperatura…
Cambias el canal de la tele cuando empiezan a poner minutos musicales. Cuando te das cuenta que están echando un programa sobre restauración de muebles, miras la hora de nuevo. Las siete y cuarto. ¡Qué felicidad! En quince minutos abren la cafetera de la esquina.
Como es un enero de tantos, y tu no duermes con pijama, haces la mayor guarrería del mundo. Te lavas la cara, te peinas, te echas un abrigo largo hasta los pies abotonado por completo, te pones las botas y vas a tomarte un segundo café. Con un cruasán, que ya te ha dado el hambre tras tanto rato despierta. Por un momento piensas en tu madre y en el aspecto desaliñado que tienes debajo del abrigo. Ella, que siempre te dice que vayas bien porque nunca se sabe qué es lo que puede pasar y tú, sales a la calle con leggins, camiseta interior afelpada y sin bragas ni sujetador. ¿Qué te va a a pasar si ni siquiera has de cruzar la calle?
Por el camino sueltas en el contenedor la bolsa de basura que ayer nadie bajó, te dejas una lavadora puesta aunque sea domingo a las siete y media de la mañana (que se jodan) y te vas tan feliz a tener el primer contacto humano del día.
Caes en la cuenta de que llevas horas despierta sin hablar con nadie, sola en medio del insomnio y la oscuridad, entre ruidos nocturnos y asesinos en serie, pero la sonrisa de la camarera te reconcilia con la humanidad y con tu propio mal dormir.

– Buenos días, madrugadora. ¿Lo de siempre?

-Sí, pero ponme también un cruasán que hoy toca.

– Di que sí, un día es un día.
Hay una paloma espachurrada contra el suelo y pisada por mil coches, pero adivinas lo que es por dos plumas blancas intactas. Miras el móvil para espantar la soledad, pero lo dejas a un lado en cuanto llega el cruasán de mantequilla.
Tres noctámbulos más llegan justo después de ti y la camarera no puede evitar un gesto de disgusto: aún no le ha dado tiempo de poner todas las mesas y las sillas de la terraza, y es que los noctámbulos somos impacientes, salimos de casa cinco minutos antes de la hora de apertura.
Los miras y puedes adivinar su historia. Uno simplemente tampoco puede dormir y se toma un café mientras lee el periódico de la mañana. La mujer de la coleta sale de cuidar a su madre y se ha pasado toda la noche en vela, ella es noctámbula por necesidad. El otro es un borrachín cualquiera de esos que van de buena mañana haciendo el vía crucis por cualquier cafetería abierta y se toma su copazo de coñac rápidamente, como sino quisiera que los demás, los que desayunamos cafés con leche, ensaimadas y bollería varia, nos demos cuenta de que no es de nuestro gremio. Luego, en cuanto ha terminado de poner las sillas, llegan los caminantes flúor, que se van a caminar del pueblo a la playa bien equipados con ropa deportiva de llamativos colores y una mochilita para el botellín de agua. Son los que antes cerraban garitos y ahora abren cafés.
Amanece (que no es poco) y con la barriga llena te va entrando una modorra que, si no fuera porque ya son las ocho de la mañana, te metías de nuevo en la cama. Pero ya no hay tiempo de eso. Vuelves a casa, tiendes la lavadora, recoges la cocina y arreglas las mantitas de los sofás. Todos duermen. Pero al menos ya hay luz natural tras las ventanas. Coges un libro. Te reconcilias con el mundo. Y te das cuenta de que tienes un par de horas para ti. Al fin y al cabo, es domingo, es enero, todos duermen hasta tarde…y tú tienes la mañana por delante.

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Published on January 12, 2025 00:09
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