Franco, los grises y las tetas universitarias
Si uno vive lo suficiente –y yoestoy en ese empeño-, verá que, al cabo de un tiempo, las mismas gilipollecesse repiten con distintos gilipollas. O sea, que la gilipollez es cíclica.Prueba de ello es el periódico resurgimiento de los pantalones campana o delcine en 3D. Lo chungo, claro, sobreviene cuando las gilipolleces no son chorrada, sino desastres.
Esto viene a cuento a causa de lacreciente popularidad de Franco y el fascismo entre los jóvenes, sobre todo losvarones menores de 30 años. Básicamente, dicen que Franco salvó a España deldesastre (aunque no queda nada claro qué desastre era ese), que la democraciaha fracasado y que durante el franquismo se vivía mejor que ahora.
Pues bien, yo viví 22 años bajo elyugo del nacional-catolicismo de Franco y puedo aseguraros, queridos niños, QUENI DE COÑA SE VIVÍA MEJOR ENTONCES. Aquel era un mundo en blanco y negro,triste, inculto, cruel y mediocre hasta decir basta. A eso conduce el putofascismo, y eso es lo que era Franco: un triste, inculto, cruel y mediocredictador con las manos manchadas de sangre y el alma podrida de corrupción. Unsanguinario hombrecillo con voz ridícula, que se mantuvo en el poder a base demiedo y violencia, condenando al país a un retraso frente al resto de Europaque solo la democracia ha conseguido menguar.
Si sabéis leer entre líneas, osdaréis cuenta de que no me caía demasiado bien ese forúnculo hediondo quegobernó España durante 40 años de opresión. En fin, podría daros un sinfín dedatos y razones para sustentar mis palabras, pero creo que es mejor contarosuna simple anécdota personal. OJO: Si eres un joven de menos de 30 años (comola mayor parte de mis lectores) presta atención a lo que voy a contar y luegoreflexiona sobre en qué clase de sociedad puede ocurrir algo semejante.
Mi historia tuvo lugar en 1974, creorecordar que a finales de otoño o comienzos de invierno, y el escenario fue laCiudad Universitaria, que está situada a las afueras de Madrid, junto a laAutovía de la Coruña (A-6). Por aquel entonces yo estudiaba periodismo en laFacultad de Ciencias de la Información. Pues bien, aunque yo iba al turno demañana, tuve que acercarme una tarde a la facultad para solucionar no sé quétrámite en la secretaría. Allí me encontré por casualidad con Emma (nombre ficticio),una compañera de clase que iba a hacer lo mismo que yo. Emma era joven -19 o 20años-, muy bonita, muy dulce, muy amable. Una chica encantadora.
Cuando acabamos nuestro papeleo cometimosun error: en vez de coger un autobús para volver a la ciudad, decidimos irandando. A fin de cuentas, solo eran un par de kilómetros en línea recta por laamplia y bonita Avenida Complutense. Ya había anochecido. Emma y yo caminábamoscharlando tranquilamente y llegamos a la plaza del Cardenal Cisneros, unaglorieta situada a medio camino. Allí había una pareja de grises, comollamábamos entonces a los policías a causa del color de sus uniformes.
Los dos grises nos pararon y nospidieron la documentación. Era lo normal: si tenías el pelo largo, como yo lotenía entonces, y pinta de universitario, no era infrecuente que te detuvieransin más motivo que tu aspecto. Después de examinar nuestros documentos,registraron mi morral y su bolso. Hasta ahí, también normal; estábamos en unadictadura y la policía le preocupaba que pudiéramos llevar panfletos. No losllevábamos. Lo siguiente que sucedió ya no fue tan normal.
Uno de los policías anunció que nosiban a cachear. El primero fui yo; mientras uno de los grises vigilaba con unamano en la culata de la pistola que llevaba al cinto, el otro me sometió a uncacheo muy leve, apenas quince segundos de rutinario toqueteo. Entonces llegóel turno de Emma, y ahí el asqueroso poli se esmeró. Con baboso deleite,comenzó a sobarle todo el cuerpo, deteniéndose en ciertas zonas, como laentrepierna, las nalgas o, sobre todo, los senos. Aquel hijo de puta no laestaba cacheando, le estaba metiendo mano.
Sentí que la sangre me hervía, peroel otro policía tenía los ojos clavados en mí, con una mirada que venía a decir“como te muevas un pelo o protestes, te pego un tiro, rojo de mierda”. En fin,tuve la oportunidad de ser un héroe y la desaproveché. Emma tampoco se atrevióa protestar. Finalmente, después de dos o tres minutos de magreo, nos dejaronir.
Seguimos nuestro camino. Emma seechó a llorar y, aunque intenté consolarla, no conseguí que se calmase. Estabaconmocionada. Llegamos a la calle Princesa. Le sugerí que se tomara un coñac, oalgo así, para tranquilizarse; pero Emma me dijo que no, que quería irse acasa. La acompañé a la parada de autobuses, aguardamos a que llegara el suyo ynos despedimos.
Pero yo sí que necesitaba un copazo.Estaba en La Moncloa, una zona llena de bares frecuentados por estudiantes. Medirigí a uno al que solía ir: Los Porrones. Allí me encontré con unos amigos yles conté lo que nos había pasado. Entonces descubrí que en ese mismo bar habíavarias chicas a las que les había sucedido lo mismo. Por lo visto, esos dosgrises se dedicaban a parar y sobar a cada chica mona que se cruzaba en sucamino. Uno vigilaba y el otro metía mano, y luego se iban turnando. ¿A cuántaschicas agredieron sexualmente esos dos hijos de puta? Teniendo en cuenta lacantidad de estudiantes que circulaban por ahí, a docenas. Y, ¿sabéis qué?, nopasaba nada.
Claro, quizá alguien pueda pensarque fue una excepción, una agresión provocada solo por aquellos dos rijoso grises,y no por toda la institución policial. Y es cierto, que yo sepa no era algo queacostumbraran a hacer los polis de entonces. Pero hay algo que no eraexcepcional, sino cotidiano: Si Emma y/o yo nos hubiéramos resistido a laagresión de aquellos cabrones, nos habrían llevado a comisaría detenidos. A míme habrían dado una mano de hostias, y a ella probablemente la habrían violado.Y si Emma y yo no nos hubiésemos resistido, pero hubiéramos ido a una comisaríapara denunciar la agresión... Ah, entonces nos habrían detenido a nosotros,habríamos pasado la noche encerrados, la denuncia no prosperaría y no sería deextrañar que nos lleváramos alguna que otra bofetada. Eso es lo que ocurría enla oprobiosa dictadura franquista. El poder no estaba sujeto a ningúncontrapoder, de modo que los poderosos y sus lacayos podían hacer lo que lesdiese la gana. Qué paraíso aquel, ¿verdad? Y lo era, sin duda, pero solo paralos poderosos y su perros.
Hace cincuenta años, cuando Francomoría a las 4 y veinte de la madrugada, yo estaba en mi casa, jugando a lascartas con unos amigos. Sobre las cinco apareció mi amigo Tuto y nos dijo quehabía oído en la radio que Franco la había diñado. Seguimos jugando. Esa noche,evidentemente, me acosté muy tarde. Al medio día me despertó mi gran amigo TitoLópez con una botella de champán y dos copas. Brindamos celebrando la muertedel dictador. Aquella noche organizamos una pantagruélica cena para un grupo deamigos y volvimos a brindar. Por fin comenzábamos a percibir una lucecita alfinal del túnel del terror franquista.
¿Y ahora una panda de ignorantesgilipollas afirma que aquellos fueron los buenos tiempos? ¿Que es a eso a loque debemos volver? Amos no me jodas...
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