Los polvos contados
El salto conceptual que llevó desde el clamor callejero del “fin al lucro” hasta la oferta de gratuidad universitaria cumple algo más de cuatro años. En ese período se obtienen casi todas las licenciaturas chilenas, se está a meses de terminar una carrera universitaria y se completa una carrera técnico-profesional. Es decir, se ha producido la transformación más dramática o más exultante en la vida de un ser humano. Lo que viene después es el mundo, con sus polvos contados.
Los líderes estudiantiles que iniciaron el salto en el 2011 -y que en algún momento hicieron temer al Presidente Sebastián Piñera que pudieran sacarlo del sillón- ya son grandes, han formado familias y en su mayoría trabajan, como el resto de los chilenos. Algunos, los menos, se entusiasmaron con la política y hasta llegaron al Congreso, pero dentro de poco, antes de que se den cuenta, será ridículo que se sigan denominando “bancada estudiantil”. El peterpanismo no tiene buen pasar en la esfera del poder.
Esta brevedad del tránsito por la educación superior es uno de los factores que hacen que cualquier medida que la toque resulte tan dramática. Por eso no puede compararse ni con el Transantiago ni con la Reforma Procesal Penal, extremos polares de la brusquedad y la gradualidad. Aquí se trata -de nuevo- de polvos contados, poco tiempo, gran urgencia. Y ahora ocurre que el mismo gobierno que quiso emprender la mayor reforma posible en este campo, el mismo que se mostró sensible a la demanda callejera y tradujo la protesta en gratuidad, ha terminado exhibiendo una rara atrofia sensitiva hacia la singularidad del fenómeno de la educación terciaria.
Ya no hace falta decir que el abordaje de la gratuidad constituye el más grave tropiezo técnico-político del actual gobierno, más serio incluso que los problemas de la reforma tributaria. La intervención de la División de Educación Superior del Ministerio de Educación habla por sí misma. Tampoco importa ya si fueron los deseos de la Presidenta o los consejos de esos especialistas los que la hicieron prometer que el 60% de los universitarios de los grupos más vulnerables tendría acceso gratuito desde el 2016. El conjunto de parches y contramarchas que ese compromiso ha sufrido después del 21 de mayo clarifica la calidad técnica que fundamentó esa promesa.
El hecho actual es que, en las condiciones anunciadas por la Presidenta en el cónclave del 3 de agosto -que no son las mismas del 21 de mayo-, es posible que cerca de un 20% de los alumnos del sistema terciario consiga la gratuidad al matricularse en marzo del 2016. Esto es mucho menos de la mitad de los estudiantes más vulnerables. Entre los que quedarán fuera se juntan, además, los más frágiles de todo el sistema: los de educación técnico-profesional (CFT e IP), los vespertinos y los de regiones.
La Moneda se ha convencido de que, aun bajo tales condiciones, es preciso iniciar la gratuidad cuanto antes. De todas maneras -se confirman- en el 2016 habrá unas 200 mil familias beneficiadas, lo que es mucho mejor que ninguna, especialmente si la aprobación anda en los 25 puntos. Los que quedan fuera -sigue el razonamiento- no tendrán capacidad de protesta, porque estarán esperando entrar en el 2017, acaso otro 20%, y así por delante.
Este razonamiento es, en verdad, una apuesta. Supone que el mecanismo, cualquiera que sea, funcione. En años de esfuerzos, decenas de economistas han fracasado tratando de establecer un promedio de valor monetario para una carrera terciaria. En el improbable caso de conseguir un valor estandarizado, el gobierno tendría que fijar el precio a la institución que la imparte, y fijarle, por tanto, los costos con que lo hace, y así hacia atrás, por años y por regiones. Ni el Gosplan estalinista habría llegado tan lejos. Y después de eso faltaría por saber si los estudiantes lo aprueban, si los académicos lo aceptan y si los niveles de calidad son satisfactorios. ¿Y si algo de eso no ocurre? Cada paso forma una interrogante propia y, como se ha visto en las primeras reacciones de las universidades, no se puede dar por cierto que todos serán aceptados. Por último, tampoco es posible anticipar la reacción de los que se sientan excluidos en el 2016, que tendrán a su alcance la calle, las encuestas y las elecciones municipales.
Pero esta no es toda la apuesta. Para que resultase realmente persuasiva necesitaba también un componente mesiánico, un cierto aleteo de revolución y futuro. Ese componente es el propósito de generar ciertos elementos de irreversibilidad de la reforma, dar algunos pasos que hagan imposible volver atrás y que empujen a seguir la misma senda.
Y en efecto, si sólo siguiera el ritmo ya anunciado para el 2016, el proceso de extensión de la gratuidad terminaría alrededor del 2020. Después de una cohorte completa de estudiantes. Después de una generación de nuevos profesionales. Y, desde luego, con otro gobierno.
He aquí otra estimación más que dudosa. La anterior reforma de la educación superior, la que emprendió el régimen de Pinochet a partir de 1980, tomó 10 años en completarse sólo en el aparato estatal, y su momento climático, el troceo de la Universidad de Chile, se llevó por delante a rectores, decanos y muchísimos profesores y estudiantes. El resto del sistema se configuró en unos 20 años. Para suponer que se lo va a transformar de nuevo en un par de gobiernos hay que tener en muy poca estima la complejidad de la sociedad chilena. O, a la inversa, tener la autoestima muy alta.
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