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Cultivaba rudas en el patio.

La ruda sirve para muchas cosas, mi hanan pacha: absorbe lo malvado, cura el cuerpo y el pensamiento, enciende el amor, protege la casa, limpia el viento.

Mariana quería evitarle dolor causándole dolor. No le quitaba el ojo de encima y, a menudo, acababa atemorizándola.

Me gustan las ramas, los peligros, el verdor deslumbrante de la piedra. Esta es mi casa: los pájaros cantan y su lenguaje empuja el agua que cae sobre las rocas.

Es lo contrario a la música.

Es lo contrario al orden.

El dolor del mundo crece por todo lo que no es suficiente.

Conjuraba rezos a la culebra de las nubes y danzaba con la cabeza de su primer ciervo.

Óyeme: la niña nos salió embrujada, me dijo ella ni bien tuvo a Noa entre sus brazos.

Al mirar a mi hija sentí compasión. Estaba roja, llena de pelo fino y cobrizo, como un zorro.

Una niña-zorro.

Un padre pronuncia el verbo que es como el agua.

He llegado a pensar que, al igual que los ciervos, las palabras tiemblan y corren si se las apunta con un rifle. Son veloces. Cuando las escribo puedo domesticarlas,

Amo a los animales. Con mis botas hago crujir ramas, hojas secas e insectos y el sonido es como quiero que sea morir, aunque sé bien que no es así como se muere. He visto agonizar a muchas criaturas en este bosque: jadean, se enroscan, miran con los ojos demasiado abiertos hacia la nada. Sangran. Le ofrecen su última tibieza a la tierra.