Roberto Wong's Blog: El Anaquel
June 9, 2024
[Podcast] Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket, por Edgar Allan Poe
“Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket” es la única novela de Edgar Allan Poe, publicada por primera vez en español en 1956 en traducción de Julio Cortázar. El libro es tanto una novela de aventuras (en la línea de Kipling y Stevenson), como una novela fantástica. La primera parte se centra en la obsesión de un adolescente por el mar, misma que parte de su amistad con Augustus y un incidente, casi mortal, en el bote de éste. La posibilidad de la muerte anega de un brillo desconocido a ese momento —o, en otras palabras, inocula en Pym un deseo de aventura que no se calma hasta el embarco clandestino en el bergantín Grampus, propiedad del padre de Augustus. Es, al mismo tiempo, una novela fantástica, precursora quizás de lo que habremos de conocer posteriormente como el Terror Cósmico.
Espero lo disfruten.
Transcripción:Habría que comenzar zanjando lo obvio: la única novela de Poe es un libro desigual, lleno de “errores”, entre ellos, falta de continuidad o cohesión, descuidos narrativos, aliteraciones o excesiva adjetivación, por nombrar algunos, lo que no ha evitado que una horda de lectores se entusiasme por la aventura quasimetafísica de Gordon Pym.
Cortázar lo explica de la siguiente manera:
«A la opinión dominante en el sector erudito, según la cual este relato representa un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de Poe, se opone la entusiasta aceptación de los poetas y de los aficionados a un género que cabría calificar de «realismo mágico», en el que encuentran el doble valor de un libro de aventuras lleno de episodios «vividos» y a la vez de una corriente subterránea evasiva y extraña, un trasfondo que cabría considerar alegórico o simbólico de no tener presente la tendencia contraria del autor, y sus explícitas referencias en este sentido. Los surrealistas han exaltado siempre el valor de Pym, mostrando su especial eficacia evocativa de elementos inconscientes.»
En este sentido, el libro es tanto una novela de aventuras (en la línea de Kipling y Stevenson), como una novela fantástica. El narrador, que no es otro que Arthur Gordon Pym, abre la novela con prefacio escrito en 1838 en el que se presenta, a la manera de Poe, como una historia verídica, contada a un grupo de hombres en Richmond, Virginia, entre los que se encuentra Poe. Éste es el que lo insta a publicar dicha historia como una suerte de diario de viaje, e incluso se ofrece a escribirlo él mismo.
La primera parte comienza así con la obsesión de un adolescente por el mar, lo que tiene algo de autobiográfico, considerando que Poe estuvo siempre rodeado de puertos entre Richmond, Norfolk, y Baltimore.
Las primeras páginas relatan una fiesta en casa de la familia de su mejor amigo, Augustus. Después de estar bebiendo, ambos deciden irse a dormir, aunque al poco tiempo tienen una mejor idea:
«(Augustus) agregó que le fastidiaba estarse en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que tenía intención de vestirse y hacerse a la mar en el bote. Apenas puedo decir lo que pasó por mí, pero tan pronto había pronunciado esas palabras sentí un estremecimiento de placer y de excitación, y consideré que tan alocada idea era una de las más deliciosas y razonables de este mundo. El viento que soplaba era casi huracanado y hacía mucho frío, pues nos hallábamos a fines de octubre. Salté, sin embargo, de la cama, poseído por una especie de rapto, y declaré que era tan valiente como él.»
Embriagados, corren al embarcadero, izan el foque y la vela mayor, y se deciden sin dudas a hacerse a la mar.
«Como ya he dicho, el viento arreciaba del sur. La noche era tan clara como fría. Augustus había empuñado el timón y yo me instalé junto al mástil, sobre el techo del tumbadillo. Así navegamos a gran velocidad, sin que hubiéramos cambiado una palabra desde que perdimos de vista el muelle. Por fin pregunté a mi compañero qué rumbo pensaba tomar y a qué hora creía probable que estuviéramos de regreso en casa. Silbó durante un rato y, por fin, repuso colérico:
—Yo sigo mar afuera. Tú puedes irte a casa, si prefieres.
Al mirarlo, y a pesar de su fingida nonchalance, percibí inmediatamente que era presa de una extrema agitación.
A la luz de la luna pude distinguir claramente su rostro: estaba más pálido que el mármol y le temblaba de tal modo la mano que apenas podía sujetar el gobernalle.»
Bajo esa agitación, ambos se adentran en medio de la tempestad. El resto se puede resumir en unas líneas: en la tormenta, su embarcación es embestida por un ballenero, y resultan rescatados casi como un milagro entre las agitadas aguas de Chesapeake Bay.
La posibilidad de la muerte anega de un brillo desconocido a ese momento —o, en otras palabras, inocula en Gordon Pym un deseo de aventura que no se calma hasta 18 meses después, momento en el que él y Augustus deciden embarcarse clandestinamente en el bergantín Grampus, propiedad del padre de Augustus y cuyo objetivo no es otro sino la casa de ballenas.
«Nuestro plan original consistía en mantenerme oculto hasta que llegara la noche, para embarcarme secretamente en el bergantín; pero como se había declarado una espesa niebla, decidimos no perder tiempo.»
Pero el escondite se convierte rápidamente en una prisión: Augustus desparece y el narrador comienza un debate entre la pesadilla y la realidad. En su encierro, Gordon Pym encuentra a su perro en medio de la oscuridad. Amigable en un inicio, el can se transforma en un perro rabioso pocas páginas después, transformando ese dejo de esperanza en una amenaza terrible.
«Me encontraba debajo del perro y en pocos momentos quería por completo en su poder. La desesperación me dio fuerzas; me levanté osadamente, rechazándole con violencia lejos de mí, mientras arrancaba de un tirón las frazadas y se las echaba encima. Antes de que lograra librarse de ellas ya había atravesado la puerta, cerrándola y dejándole prisionero»
Esta situación podría ser entendida como un símbolo: el perro, en este caso, el esclavo, traiciona a su amo y está listo para morderle la garganta. Todo esto no sería sino una suposición si no fuera por lo que sucede después: ha habido un motín en el barco y gran parte de la tripulación ha sido asesinada. Augustus, sin embargo, se encuentra bien, pero Gordon Pym necesita permanecer oculto. A partir de ese momento el libro narra de forma trepidante y sin tregua una serie de eventos que incluyen los detalles del motín previamente referido, asesinatos, peleas, borracheras y supuestos fantasmas, tormentas y actos de canibalismo.
El carácter frenético de los hechos parece hipertrofiar la fórmula de la novela de aventuras: el lector es llevado de clímax a clímax entre las reacciones de horror de Gordon Pym (hecho considerado por Wystan Hugh Auden como una “lección de aventura pura”). A través de sus aventuras, sin embargo, los protagonistas recuperan el barco, ahora dañado por una tormenta. Escribe Poe:
«Apenas habíamos tenido tiempo de respirar después de la violencia de aquel golpe, cuando una de las olas más gigantescas que me haya sido dado ver rompió de lleno en la borda, arrancando limpiamente las escaleras de la cámara, penetrando por las escotillas e inundando por completo el buque. Por fortuna, antes de que cerrara la noche los cuatro nos habíamos atado firmemente a los restos del cabrestante, manteniéndonos tendidos en cubierta. Solo esta precaución nos salvó de la muerte.»
Los siguientes cinco capítulos son una batalla por la supervivencia. Así, en medio de múltiples peripecias, los protagonistas terminan recurriendo al canibalismo para sobrevivir:
«Me recobré de desvanecimiento a tiempo para presenciar la consumación de la tragedia y la muerte de aquel que había sido el principal instrumento para provocarla. No ofreció la menor resistencia cuando Peters lo apuñaló por la espalda, cayendo instantáneamente muerto. No quiero demorarme en la descripción de la horrenda comida que siguió. Cosas así pueden imaginarse, pero las palabras carecen de fuerza para imprimir en la mente el supremo horror de su realidad»
No sin mayores percances, la primera parte concluye poco después al ser rescatados por la goleta Jane Guy proveniente de Liverpool.
Llama la atención la muerte de Augustus, colofón en toda la serie de desgracias que hemos venido leyendo, pero que apenas y genera una reacción en el narrador:
«Veíamos ahora con toda claridad que no había salvación para Augustus; nuestro compañero se moría. Nada podíamos hacer para aliviar sus sufrimientos, que eran terribles. Murió hacia mediodía, en medio de fuertes convulsiones y sin haber hablado desde hacía varias horas.»
Después de esto Gordon Pym no comenta nada más al respecto.
Podemos aquí hacer una breve digresión: reconocemos en estos primeros trece capítulos muchos de los elementos de Poe: el encierro y el ahogo; la duda y la consecuente búsqueda de pistas; el terror a lo desconocido; la locura derivada del alcohol; fantasmas y apariciones; etcétera. Aquí, lo sobrenatural toma el lugar de lo desconocido, mismo que a su vez cede a explicaciones más banales en tanto los hechos se abren camino en el texto.
También podemos ver algunas notas biográficas: a los seis años Poe viajó durante cinco semanas entre Norfolk, Virginia, y Liverpool, Inglaterra, donde pasaría cinco años estudiando. De regreso, Poe y su familia tomarían un barco de Liverpool a Nueva York, tras una empresa comercial poco exitosa en el viejo Continente (podemos imaginar estos trayectos alimentando la exuberante imaginación de Poe, en su mente juvenil, los mismos barcos y piratas que leyó en Defoe y Kipling). Por otro lado, su hermano Henry entró en la marina a los veinte años y viajó por el mundo, antes de morir de tuberculosis a los 24 años (curiosamente, Henry también fue escritor, y además de poesía escribió una historia llamada The Pirate sobre su hermano Edgar).
El nombre Pym, dice Harold Beaver, es también una reminiscencia de Poe mezclada con el profeta de la exploración polar, J. C. Symmes. “Dicha mezcla”, escribe Beaver, “entre ciencia y romance parece emblemática en este libro”.
Ciertamente, la exploración polar parece ser en apariencia el tema medular de la segunda parte. El tono del libro cambia a partir de este momento: el narrador, ahora más sobrio, se dedica a contar con un tono lacónico las cosas que ve en sus trayectos por los mares del sur:
«Continuamos nuestro viaje durante varias semanas sin otros incidentes que el encuentro ocasional con balleneros; vimos asimismo varias ballenas negras —así llamadas para diferenciarlas de la ballena que produce el espermaceti—. Las encontramos sobre todo al sur del paralelo 25. El 16 de septiembre, hallándonos en las vecindades del cabo de Buena Esperanza, la goleta soportó su primer temporal considerable desde que zarpara de Liverpool.»
Hay descripciones detalladas y datos geográficos y marítimos que mantienen, a partir de ese momento, un tono factual, probablemente influido por las noticias de la época (recordemos que la novela, publicada en 1838, surge en el contexto de las expediciones polares, y del trágico viaje de Sir John Franklin para encontrar un pasaje entre el Atlántico y el Pacífico).
Hacia el capítulo 18 el libro da un breve giro, al narrar el encuentro entre los protagonistas con nativos del Polo Sur (mismo que sucede el 19 de enero, fecha de cumpleaños de Edgar Allan Poe), descritos de una forma no poco problemática, pero quizás parte de un simbolismo más amplio que se discutirá a continuación:
«Tenían la estatura normal de los europeos, aunque parecían más robustos y musculosos. Su piel era de un negro azabache y tenían cabelleras largas y espesas, como de lana. Vestíanse con pieles de un animal desconocido, negro, lanudo y sedoso, cosidas con suficiente habilidad para que les ajustaran al cuerpo; el pelo estaba vuelto hacia adentro, salvo en el pliegue alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos.»
El intercambio es caótico: los nativos parecen pensar que la goleta es un animal vivo; se asustan ante los espejos y muestran asombro ante las armas a bordo. A la manera de otros relatos colonialistas, el lugar en el que desembarcan resulta casi paradisiaco: “el apio nos resultó una golosina, y la coclearia o hierba del escorbuto sirvió para mejorar muchísimo a aquellos de nuestros hombres que habían manifestado síntomas de la enfermedad. En muy poco tiempo la lista de enfermos quedó en blanco”.
Su encuentro, ingenuo o paternalista en un inicio, no es positivo: en una emboscada la mayoría de los miembros de la tripulación son asesinados mientras Pym y su compañero logran escapar gracias a un desliz del terreno.
«Tal como lo comprendimos en seguida, nuestra situación era apenas menos espantosa que cuando creíamos haber quedado encerrados en vida. No veíamos otra probabilidad que la de ser asesinados por los salvajes o arrastrar una miserable existencia de cautivos.»
De acuerdo a Paul Zweig, “en el reino antártico de Poe, lo moral y lo físico, lo natural y lo sobrenatural se fusionan. La oscuridad de los nativos refleja su maldad moral, siendo todo elemento oscuro de la isla signos para “interpretar”, más allá de un análisis científico”.
En el contexto de la exploración polar, John Cleves Symmes promovió la creencia de que la tierra era hueca. Para él, la Antártica era una tierra de blancura perfecta en la había una raza igualmente blanca, única y perfecta –recordemos que Estados Unidos estaba al borde la Guerra de Secesión y, con ésta, la abolición de la esclavitud.
“Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket” resulta, así, una mezcla entre la fascinación por lo desconocido, junto a los prejuicios raciales del momento. Es un ejemplo del choque, en otras palabras, entre las fuerzas del pasado y el progreso, con la consecuente pérdida de orden y control.
“Varios fenómenos insólitos indicaron que estábamos llegando a una región tan nueva como asombrosa. Una alta barrera de vapor de un gris claro aparecía constantemente en el horizonte austral, y a veces fulguraban en ella enormes listas que corrían de este a oeste, o de oeste a este, hasta volver a presentar la misma altura uniforme, mostrando, en suma, todas las extrañas variaciones de la aurora boreal”, leemos como descripción del lugar donde Gordon Pym se encuentra, poco después de haber escapado de la isla de los nativos.
Henry James diría que el final de la novela es un fracaso: Pym y su compañero escapan y se entregan a la vastedad de un mar blanco y, curiosamente, cálido. El cierre, inconcluso a partir de la muerte de Pym, así como del contra relato de su compañero de aventuras, sugiere una parte entre el sueño o el delirio.
Cortázar apunta: «hay entonces como un vértigo en el libro, un avance en profundidad que coincide simbólicamente con el avance hacia el polo. A las puertas de un gran misterio, Pym-Poe se ve precisado a callar. Y este silencio tiñe todo el libro con un horror sagrado, insinúa un sentido ambiguo en cada escena anterior, enriquece misteriosamente el relato y a la vez lo desnuda de su fácil truculencia para dejar entrever detrás de esas matanzas, ese canibalismo, esa exhibición de cadáveres descompuestos, un signo profundo del hombre en lucha consigo mismo o con el destino.»
Bajo esta clave, “Narración de Arthur Gordon Pym” es un libro sobre la identidad y la muerte, sobre la idea de que el horror puede dar paso a otro tipo de realidad.
Existe, por supuesto, otra posibilidad: la novela cierra en un bote en el que viajan Pym, su compañero de tripulación, y un miembro negro de la tribu de “salvajes”. En su trayecto, los hombres se encuentran con una figura, “mucho más grande en sus proporciones que cualquier habitante entre los hombres. Y el tono de piel de la figura era de la blancura perfecta de la nieve”. Este final podría ser interpretado como un triunfo del mundo blanco sobre el mundo negro (especialmente si atendemos al estudio de Harold Beaver sobre las raíces detrás de ciertas expresiones de los nativos: ser oscuro, ser negro, ser sucio).
Al respecto, Toni Morrison comenta en su libro “Playing in the Dark: Whiteness and the Literary Imagination” que, en el fondo, la literatura anglosajona refleja esa sensación de acecho y represión entre el mundo blanco y su historia africana. Escribe Morrison: “la blancura es totalizadora; la negrura es un espectro encarnado, o una presencia oscura y perdurable que mueve los corazones y los textos de la literatura estadounidense con miedo y anhelo”.
En otras palabras, esta novela puede ser leída como una clave temprana de las relaciones raciales en los Estados Unidos: fragmentadas, enfermizas y fincadas en el miedo.
En su estructura, posee de un par de juegos metaliterarios que Mauricio Marin, en su canal en Youtube El Librominuto, describe muy bien:
Al momento de publicarse el libro, Edgar Allan Poe vivía una situación de extrema pobreza en Nueva York (debido a sus condiciones de vida, algunos críticos sugieren el peso que tiene la comida en la obra: múltiples referencias al hambre y a distintos platillos se alternan a lo largo del libro como un reflejo consciente o inconsciente de su situación). Su situación no mejoró demasiado después de la comercialización del libro, y terminó mudándose a Filadelfia en 1839.
La influencia de “Narración de Arthur Gordon Pym de Nantucket” se puede ver en dos novelas posteriores: Moby Dick, de Herman Melville, publicada en 1851, y La esfinge de los hielos, de Julio Verne, publicada en 1897 como una continuación del libro de Poe.
Jose Joaquin Blanco retoma un libro de Mario Praz para hablar de la influencia de Poe:
«Resulta que, ni con mucho, ni en prosa ni en verso, Edgar Allan Poe llega a ser un paradigma de pureza, maestría o fecundidad en el uso del lenguaje. Es un “maestro de la lengua inglesa” sólo para quienes lo leen en traducciones romances. Los lectores de lengua inglesa –afirman Huxley y muchos otros– se refriegan los ojos al escuchar los elogios extranjeros ante un uso tan torpe y viciado de la retórica y la lengua inglesas como el que hace Poe. (…) Sin embargo, estas derrotas no menguan el triunfo final de Poe; se diría que lo clarifican y refrendan. Sólo echan un tanto por tierra las mitologías forzadas que a partir de Poe han inventado los europeos (¡el artista del rigor! ¡el formalista de la retórica!), a partir de Baudelaire y Mallarmé, para justificar aristocracias artísticas e intelectuales que nunca se propuso Poe, ni las habría entendido ni aprobado, y ni siquiera llegó a sospechar.
Así, Poe es el triunfo popular de los románticos alemanes, escribe Blanco, un triunfo minucioso, incluso en su biografía, “una biografía que ya es por sí casi una obra de arte, un drama del artista en la sociedad”.»
Quizás estos argumentos son parte del sector erudito al que se refería Cortázar. En el ensayo citado inicialmente, el argentino se apoya en una cita de Colling para decir que Pym triunfa a pesar defectos pues “deja una impresión de violenta poesía; orquesta los temas del mar, el alcohol, el naufragio, el Polo, el odio y la muerte, a los cuales el genio de Poe confiere timbres tan particulares.”
Como novela de aventuras, Gordon Pym reivindica la idea de que las acciones resuenan más que las palabras. Como novela fantástica, sugiere que el final del mundo no es sino el comienzo de otro, y ese abismo que se abre quizás es el punto de partida para lo que habremos de conocer después como “terror cósmico”.
Paul Zweig, en su libro “El aventurero”, concluye que el hilo conductor de Pym es el motín y la traición y el final, en cierto sentido, es la conclusión de un afán incestuoso, transgresor, que comienza con el viaje mismo.
Muchas gracias por escucharme. Les recuerdo que hay otro episodio sobre Poe con Alberto Chimal y Raquel Castro en el archivo de este podcast.
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March 3, 2024
[Podcast] Felisberto Hernández: la memoria como impromptu o vértigo
En 2023 sucedieron muchas cosas, entre ellas la publicación de mi segunda novela, “Bosques que se incendian”, en el sello Literatura Penguin Random House. Este episodio toca indirectamente este hecho: uno de los personajes de “Bosques que se incendian” está inspirado, precisamente, en Felisberto Hernández, un escritor uruguayo del que no se ha escrito lo suficiente.
Así, entonces, consideren este episodio una suerte de homenaje. Espero lo disfruten.
Transcripción:Pareciera que siempre ha sido difícil hablar de Felisberto Hernández, un escritor atípico, extravagante, raro, al que, a manera de modesto elogio, se ha nombrado como uno de los progenitores de lo que sería ese boom latinoamericano tan difuso (recordemos que Carlos Fuentes escribió en “La nueva novela hispanoamericana” que Felisberto fue “uno de los padres de la modernidad literaria” y Tomás Eloy Martínez, lo calificó como “el padre del realismo mágico”).
Pese a esta supuesta paternidad, en 2024 se cumplirán 60 años de su muerte y, a la fecha, se encuentran pocas reediciones de sus libros –recientemente, Ediciones sin Fin publicó su “Correspondencia Reunida”, llenando esa otra parte, la del hombre, que su obra literaria no refiere.
Habría que recordar, entonces, a Felisberto, aunque “nunca fue ni será un escritor de mayorías”, como escribiera Juan Carlos Onetti en una carta desde España en 1975.
Felisberto Hernández nació en Montevideo el 20 de octubre de 1902. Pianista, compositor y escritor, realizó numerosos conciertos en Uruguay y Argentina. Comenzó a estudiar piano a los nueve años, de la mano de la profesora francesa Celina Moulié, amiga de su madre.
Hasta los 38 años fue básicamente pianista y compositor. Entre su vida de pianista y algunas giras que comienza a realizar para ganar algo de dinero, Felisberto comienza a escribir. “Fulano de tal”, publicara su primer libro publicado en 1925, consta de seis textos y dos prólogos en el que Hernández apunta a lo que sería su obra futura: una especie de desvarío, de pérdida del camino en el que, sin embargo, suceden los hallazgos. En este libro Felisberto escribe:
“Pienso decir algo de alguien. Sé desde ya que todo esto será como darme dos inyecciones de distinto dolor: el dolor de no haber podido decir cuanto me propuse y el dolor de haber podido decir algo de lo que me propuse. Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble, y el que se propone decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no podrá decir no más que un poco de cómo es ella. Yo emprendí esta tarea sin esperanza”.
En este primer texto, que Monteleone define como “una escritura que juega a enmascararse”, Felisberto apunta a un tema que resultará vital en su obra: lo inefable, esto es, lo que está fuera del lenguaje y, por tanto, se convierte en misterio.
Sus narradores, por lo general, están obsesionados por lo que no conocen; mantienen el suspenso para conservar el misterio, lo que sea que esto signifique: un objeto, una situación, un rostro, un encuentro.
Juan, el personaje principal en “Drama o Comedia”, dice: “lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo”. En “La casa de Irene”, texto para de “El libro sin tapas”, leemos:
“Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más”.
Este cuento parece terminar con cierta decepción: “Hace muchos días que no escribo. Con Irene me fue bien. Pero entonces, poco a poco, fue desapareciendo el misterio blanco”. Casi parece que hubiera preferido lo opuesto: un misterio que no puede ni quiere revelarse.
Esto genera, a momentos, que parezca que muchos de sus relatos carecen de anécdota, de narración.
“Un cuento de Felisberto no se puede contar”, nos dice Monteleone. Hay, si se quiere, la apariencia de una falta de intención, reforzada a momentos por circunstancias poco definidas (Felisberto arranca muchos de sus textos con frases como “una tarde”, “hoy”, “una vez”, etcétera). Al respecto, el mismo Felisberto escribió en un texto titulado “Explicación falsa de mis cuentos” que: “mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo”.
El texto previo, escrito en 1955, nos recuerda su texto “La envenenada”, otra publicación temprana y que carece de asunto: en ella, Felisberto narra un fragmento de la vida de un literato que observa una escena, intentando encontrar inspiración para un cuento. Pese a sus esperanzas, no consigue otra cosa que encontrar cierto malestar muy parecido al miedo a la muerte.
Escuchemos a Jaroslava Marešová, doctora en literatura, hablar ésta y otras características de la literatura de Felisberto:
Me interesa, en todo caso, los textos que se escriben en la década de 1940, y que comienzan con el libro “Por los tiempos de Clemente Colling”. Hasta ese momento, las penurias económicas son una sombra constante en su vida, y quizás Felisberto vio en la literatura una forma de la esperanza. Convencido, entonces, de hacerse un lugar como escritor, Hernández visita a Onetti en la agencia Reuter de Montevideo hacia fines de 1941. De aquella conversación, en la que Onetti le sugiere escribir sobre su vida, sobre “la riqueza de su experiencia” como músico, es que nace “Por los tiempos de Clemente Colling”.
Este texto, uno de los más extensos de Felisberto, consolida un tema medular en su obra: la memoria.
“No sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling, ciertos recuerdos. No parece que tuvieran que ver con él”.
Clemente Colling fue maestro de piano de Felisberto. Sabemos poco de él: nació en Francia a fines del siglo 19; era ciego, riguroso y extravagante, de acuerdo al propio Felisberto; y sentía por él tanto admiración como extrañeza.
El texto, escrito casi veinte años después de su relación maestro – discípulo, narra distintos aspectos de la memoria: por una parte, los recuerdos que el narrador conserva de Colling, pero también el misterio que encierra lo recordado:
“Tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura; y ésa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”.
El texto avanza entre recuerdos y digresiones entre la memoria y sus sensaciones –porque lo que se recuerda no es sólo lo que sucedió, sin también lo que nos dejó impregnado en el espíritu.
“Como él estaba apurado, daba vuelta enseguida su antipática cabeza y se llevaba toda su persona para otro lado. Pero me dejaba algo grisáceo en la tristeza y me la desprestigiaba; me hacía desconfiar hasta de la dignidad de mi propia tristeza; y la ensuciaba con una sustancia nueva, desconocida, inesperadamente desagradable, como el gusto extraño que de pronoto sentimos en un alimento adulterado”.
Colling es una de las grandes influencias en su escritura: sus lecciones no solamente son musicales, sino también narrativas: en cada clase le cuenta una historia de su juventud, mismos que Felisberto rescata de su memoria y los plasma, veinte años después, en su texto.
“Él tenía mucha memoria. (…) Pero además de la mala costumbre de ponerse las cosas en la memoria, tenía la manía de improvisar; y en esto, la testarudez de un recordista”, dice el narrador cerca del cierre del texto, párrafo que quizás se lee como propósito y como método: una memoria que se puede rescatar, pero también sobre la que se puede improvisar.
En “Tierras de la memoria”, texto póstumo escrito en 1944, Felisberto escribe:
“Todo esto lo iba recordando en este otro viaje que hacía ahora (…). En este segundo viaje, todas las cosas, las personas y las angustias del primero, volvieron a vivir como si se hubiera producido una reencarnación de los recuerdos; era como si yo hubiera tenido el poder de hacer girar vertiginosamente el mundo en sentido contrario”.
La memoria como continuo impromptu, improvisación y vértigo. El orden del recuerdo, dice Sartre, es el orden del corazón.
Elvio Gandolfo añade al respecto:
“La originalidad de Felisberto Hernández en el buceo de la memoria no tiene parangón. (…) El modo en que se mete con la memoria no se parece al de nadie. El paradójico logro del yo que narra reside en flotar empáticamente en el mar del recuerdo, sin ordenarlo demasiado, interrogándolo sin salir de sí, sin actuar sobre el exterior. Sus argumentos son a la vez despliegue de sí mismo y hundimiento desde un principio en el mecanismo extraño de recordarlo”.
Es en la década del 40 que Felisberto escribe la mayor parte de su obra. Ignacio Bajter nos habla más al respecto en un coloquio a propósito de la publicación de su correspondencia reunida:“Pocas cosas parecen más móviles, inseguras o dispuestas a fugarse que la literatura de Felisberto Hernández”, nos dice de nuevo Elvio Gandolfo.
En “El acomodador”, Felisberto narra la historia de un hombre que trabaja como acomodador en un teatro. De pronto, el hombre desarrolla una nueva capacidad que le “permite ver en la oscuridad”.
“No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombilla de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?”
Por esta y otras premisas fantásticas, algunos de sus cuentos son referencia a los orígenes del realismo mágico. Sin embargo, es el propio Julio Cortázar el que zanja esta discusión en el prólogo a “La casa inundada”:
“Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla. La calificación de “literatura fantástica” me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas (…). Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta “fantástica”; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. ”
El cuento de “El acomodador” llega a su clímax cuando el narrador observa a una mujer en medio de la oscuridad:
“Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que le registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella”.
Su mirada recuerda, en cierto sentido, a la de la Gorgona: glotona, con apetito infinito, Felisberto llena sus ojos de recuerdos para llevarlos “después a la soledad y acariciarlos”.
En El cocodrilo, uno de sus últimos textos, recupera la misma obsesión que en “El acomodador”:
“Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad”.
Ignacio Bajter nos cuenta en el prólogo a la correspondencia reunida de Felisberto Hernández que el uruguayo llegaría becado a París en los primeros días de noviembre de 1946.
“En París tiene lugar su último esfuerzo sostenido en la escritura, y a la vez comienza a poner fin a todo un ciclo de expectativas en su carrera de escritor, pensada siempre con su mentalidad de pianista”, nos cuenta Ignacio.
Su beca estaba destinada a realizar estudios de la vida literaria de Francia, pero poco a poco se pierde entre los eventos sociales de la Embajada de Uruguay o los que organiza su amigo y primer gran lector, Jules Supervielle. Casi dos años después Felisberto regresa a Montevideo, y por poco abandona ya la escritura, si no es acaso por la publicación de Las Hortensias en 1949, y La casa inundada, en 1960, ambos sin embargo esbozados en sus años parisinos.
Ignacio Bajter nos cuenta:
“Cada vez más se convertirá en la sombra del escritor que quiso ser, después de dejar a un lado su vida de pianista. (…) Sus intentos por crear se desvanecen una y otra vez. “Hago unos esfuerzos fenomenales por escribir”, le escribe a un amigo suyo en una carta. “Ojalá que no exprima un limón seco”.
Felisberto se casó varias veces a lo largo de su vida, y se enamoró muchas más. Una de sus últimas relaciones renueva, de alguna forma, sus energías literarias. Su último libro, “La casa inundada”, es a mi gusto uno de sus mejores textos. En un momento Felisberto escribe:
“Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las mías”.
A la distancia, la voz de Felisberto suena también dentro de la mía: en “Bosques que se incendian”, la novela que publiqué recientemente, un personaje llamado Filiberto retoma algunas de sus obsesiones.
Sabemos por Borges que nuestra mente es porosa para el olvido, es decir, que el drama de la memoria es la certeza de lo irrecuperable. Pese a saber que no hay tiempo recobrado, Felisberto persigue en éste el misterio –“aquello que todavía no sabe qué es”–, una mezcla de curiosidad y duda.
En 1964 Felisberto enfrentó el último misterio: su muerte. Desencantado de la literatura, con hinchamiento y dolor en el cuerpo, dejó de escribir y se enfocó en practicar el piano e imaginar salas de conciertos repletas. Dejó a Reyna Reyes y se fue con María Dolores Roselló, su sexta pareja, con la que vivió sus días finales hasta el momento en el que, el 17 de diciembre de 1963, fuera internado en el hospital.
“Tenía leucemia, y se le había declarado de manera tan fulminante, que ya era tarde para detener la enfermedad: consideraban que en un mes, o tal vez en menos tiempo, Felisberto moriría. Sólo él se mostraba feliz, amparado por el silencio del hospital y por las transfusiones de sangre que iban apagando poco apoco el tumulto de las efervescencias”, nos cuenta Tomás Eloy Martínez en “Para que nadie olvide a Felisberto Hernández”
Felisberto, tras una vida de penurias económicas y sobresaltos amorosos, “esperaba la muerte con curiosidad, temiendo sólo que el cuerpo se le volviera púrpura en el velorio y no fuera posible mostrarlo a las visitas”. Las últimas palabras que dijo fueron “Ana siempre parece una virgen” cuando, el 12 de enero de 1964, su hija llegó a visitarlo vestida de blanco. Murió a la mañana siguiente.
“Mientras yo no había dejado de ser del todo quien era y mientras no era quien estaba llamado a ser, tuve tiempo de sufrir angustias muy particulares. Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos”, dice el narrador de El caballo perdido, texto publicado en 1943.
La cita, por supuesto, es otra forma de la memoria, y este episodio está plagado de ellas:
“Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos durmieran, pero ellos han soñado”.
El resultado de esto son el cocodrilo, el acomodador, el rostro de Julia, la casa anegada, es decir, esa otra forma del solipsismo. Para conservar estas imágenes habría que recordar a Felisberto y luego olvidarlo: los únicos paraísos son aquellos que se han perdido.
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February 4, 2024
Chandaleros – Borja Navarro
Todavía trabajaban los dos. A mi padre la noticia le pilló vendiendo un mueble, cuando aún era posible, cuando se confiaba en la palabra del trabajador y no en las reseñas de Google. Una cómoda caoba.
Múltiples cajones. A mi madre tras un mostrador, en el ultramarinos de Pinedo, cuando ya escaseaban ese tipo de negocios. Mermelada en mano. Ambos de cara al público. Amables. Sonrientes. Posiblemente la última vez que lo estuvieron. Ambos sin ningún tipo de épica, sin ninguna carga simbólica. Ambos currando. Así les asaltó la fatalidad.
Suelo recrear la figura de la desgracia: un tsunami que va arrasando el mundo, cada vez más rápido, hasta abarcarlo entero. Pero no con la forma de una ola gigante, eso sería demasiado sencillo, sino un tsunami imperceptible a primera vista. Una luz quizá que enverdece todo. Un olor sutil a caducado.
Un sonido que cuando te alcanza quiebra las reglas del universo tal y como las conoces. Las cambia. Las dificulta. Una bola de cristal contigo dentro agitada permanentemente por un niño autista. Ese tsunami emanó de mí y se extendió en todas direcciones.
La ceniza es un gran fertilizante y después de esas estampas negras y abrasadas, donde las llamas han acabado con la vida, todo es posible en ese terreno virgen.
Mi padre vendía muebles en un polígono. Me hipnotizaban los carteles enormes que se veían desde la autovía: Muebles Rodríguez, Sofás Valencia.
De pequeño alguna vez lo acompañé al trabajo. Se fumaba los cigarrillos fuera, al sol, cuando se podía hacer todavía dentro. No es que fuese un avanzado para la época, simplemente le gustaba hacerlo así. En una de esas pausas para fumar me preguntó: «Tú de verdad crees que hay un ratón que por las noches recoge los dientes que colocas debajo de la almohada y los cambia por dinero?». Esa fue la primera vez que pensé que la rata era mi padre. Lo vi como a un villano al que derrotar. El hombre lo dijo porque llevaba una racha económica terrible y a mí no me quedaba ni un mísero diente en la boca. Era todo encía. Cada dos días un diente menos. Cual bebé. Cual yayo. Unas pesetas no cambiaban nada su economía, pero se le calentó el morro. Até cabos. Descubrí entonces la farsa de la Navidad. Mi madre me espetó: «Ahora tú también eres un rey mago». La mayor porquería que me han dicho nunca. Ese mismo año, cuando abrí el regalo, puse mala cara. No sé si me gustó o no lo que me compraron. No estoy seguro. Pero puse cara de no estar conforme. De estar algo dolido.
Algo triste. Decepcioné a los dos. Levanté la vista y vi en sus rostros la preocupación del error. Los ojos tan característicos de una paternidad fallida. El distanciamiento. La diferencia. Y fue maravilloso.
Sentí un placer que nunca antes había experimentado.
Y encontré un camino por el que crecer.
Me compré la scooter a los dieciséis. Un cacharro que parecía chillar cuando le daban gas. Al galoparla, me ponía un casco calimero picado. El jinete del Saler. Amaba esa moto como los downs aman a sus madres si no los maltratan. Una tarde me enteré de una noticia que me entusiasmó compartir en casa: la viuda de Paco, el amigo de mi padre, se había tragado una botella de lejía sentada en la silla de la cocina. Se había derretido por dentro. Quemada.
Fulminada. Mi scooter no pasaba de cincuenta, sin embargo, la sentía a la velocidad a la que los rayos se cepillaban a una persona. Meses más tarde la trucaría. Ese día aparqué la moto en la acera y subí a casa. Era el día libre de mi padre. «¿Qué pasa?».
Me gritó cuando entré acelerado en el salón, como si todavía no hubiese bajado de la moto, con el casco puesto, como un repartidor de pizzas. Se lo conté con una empatía forzada. Haciendo pausas, queriendo herirlo de manera sutil, como si no quisiese hacerlo en realidad. Una delicadeza impostada. En un desliz utilicé la onomatopeya glu glu glu unas cuantas veces, pero el dolor cegaba al hombre y no percibió mis intenciones. De nuevo el rostro de mi padre. La destrucción de algo. La belleza del accidente.
Aunque es fácil argumentar que nacer de un orgasmo es algo precioso, creo que sinceramente es una jodienda. Cualquiera puede en un instante de placer determinar su vida para siempre. No hace falta ser super inteligente para correrse. Puedes ser todo lo contrario a super inteligente. Puedes ser además la peor persona del planeta. Mi padre no era inteligente.
Mi madre tampoco. Y me tuvieron. No buscaban te-nerme. Pero, una vez enfrascados, se aventuraron a la hermosa batalla que estaba claro que perderían. Y lo hicieron principalmente por lo ya comentado: no eran listos. Creían estar preparados para enfrentarse al reto de ser papás. Y les tocó criarme a mí. La persona que les recordaría cada mañana esa sentencia. Mojando las galletas con trece años, con legañas en los lagrimales y todavía con la erección típica del despertar. «Papá, tú muy listo no eres, ¿verdad?».
Ahora veo a muchos chavales con una lata de Monster en la mano, forrados de ropa chándal, y me recuerdan a mí. Yo no vestía así porque no se estilaba. Pero si fuese un chaval hoy en día, iría como ellos. Comparto su aura. Porque el chándal es la pieza de ropa de los domingos, de estar en casa, de los no planes. Es la prenda de ropa nihilista por excelencia. No se viste uno en chándal porque le mola, aunque se crea que sí. Uno se viste en chándal porque es hermano de la generación abandonada.
La eterna ruptura. El continuo desamor. El dolor del sinsentido. Estamos heridos, por eso llevamos chándal. Se huye de los problemas, porque se ha visto que enfrentarlos es una pérdida absurda de energía, y para huir, qué mejor que ropa elástica.
El problema es que me cargué rápido a mis padres.
Destruí la mirada que habían construido hacia mí.
Los reeduqué en base a la destrucción, en base al maltrato. Y fue divertido, demoler todo. A puñetazo limpio. Envalentonado en el parquin de Spook soltando mandobles a quien fuera, por lo que fuera, a la hora que fuera. La satisfacción del golpe. Creo que fue divertido porque pese a todo sentía que cuando tocase hueso, su amor seguiría ahí. Y no me equivoqué.
Lo sé porque desde entonces lo veo encima de una mesita de noche, un reloj digital marca las 6:59. A su lado, en un cenicero, joyas baratas. Detrás de este pequeño bodegón, una fotografía en un marco barroco y curvilíneo. Es del día de mi comunión, por allá en los ochenta. Voy vestido de marinero y tengo el pelo punky, engominado, duro como el titanio y brillante como el charol. Sonrío mostrando una dentadura imperfecta, mal formada. El reloj cambia de hora.
Son las 7:00 y la alarma comienza a sonar. Una mano arrugada la apaga. La mano es de mi madre. Está mayor. A su lado se encuentra, todavía durmiendo, mi padre, que parece estar embarazado y ronca como el diablo. Mi madre se incorpora, se sienta al borde de la cama y comienza a estirar los músculos de la cara, abriendo y cerrando la boca, subiendo y bajando las cejas. Los ronquidos de mi padre resuenan en la habitación. No están sincronizados.
Parece ahogarse. En un momento de apnea, mi madre lo mira. El silencio es rotundo. Parece que no va a volver a respirar. Mi madre sigue mirándolo, expectante, inmóvil. Es lo que tiene que pasar. Es el siguiente. Mi padre, de repente, vuelve a respirar. Mi madre se levanta y comienza una rutina de belleza por los locales del Perellonet: Peluquería Katherine donde se carda el pelo blanco, Unas Ying donde se arregla las manos y la casa de doña Dolores don-de, rodeada de fotos de falleras sonrientes y esplén-didas, la maquillan. Se sube a su Renault y lo conduce hasta el bar de un camping donde el camarero, otro desgraciado que se siente abandonado y debería vestir con chándal, le da un ramo de flores. Un ramo que pondrá en mi poste de luz.
Digo que fue un problema cargarme rápido a mis padres porque después de ellos, me tocó a mí. Me convencí de que no existía el término subfondo.
No hay algo más bajo que el fondo. Tira todo el aire, desinflate, hasta que tus pies descalzos toquen el gresite de la piscina. Entonces, una vez abajo y tranquilo, impúlsate hacia arriba. Sal del agua, abre los ojos, y mira a tus padres, que siguen ahí, a la sombra, en la zona del césped de la piscina municipal, esperando a que acabes de jugar dentro del agua y quieras salir a comerte el bocadillo que te han preparado. A que les digas que no te gusta. Y, después del impulso, pedir perdón por primera vez.
Es domingo, yo tenía nueve años y, a diferencia de mis padres, no quería playa, no me apetecía sentir la sal, y ellos ya estaban dominados. No me llevaban la contraria. Eran mis sirvientes. Sumisos. Derrotados. Asustados.
Las manchas de gasolina en el asfalto, máculas que parecen sangre de unicornio, configuran el paisaje de mi fondo. Si vas trifásico, como yo solía ir, puedes pensar: aquí sacrificaron a una criatura mitológica. En los portales multicolores y mágicos que nos introducen a otra dimensión. Para mi madre esas manchas son las culpables. Yo me colé una madrugada por uno de esos agujeros de gusano. Para ella, habito ahí dentro. La realidad es que mi moto ya estaba trucada y yo volé hacia lo hondo. No calculé bien. No digo en ese momento, que también, digo en general. No calculé bien nada y toqué el fondo. Bien tocado. Sin poder impulsarme en el gresite. En un poste de luz de la CV-500.
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Arcén – Borja Navarro
“Arcén”, de Borja Navarro, es un libro de cuentos cuya unidad proviene de dos aristas: la primera, geográfica (todos los cuentos suceden, de una manera u otra, en las inmediaciones de la CV-500, carretera que une el sur de Valencia con Sueca); la segunda, temática (situaciones marginales, puntos de no-retorno, violencia o desesperanza).
A momentos, las historias de “Arcén” podrían ser calificadas, incluso, de nihilistas (en el sentido que todo carece de sentido, y que los relatos que sostenían a la generación anterior se han derrumbado). En “Tanto cariño, amor”, por ejemplo, sucede la siguiente escena:
El padre cogió la Coca-Cola y la mano de su hija al mismo tiempo. Reteniéndola unos segundos la miró a los ojos. Era la mirada de un perro viejo y asustado entrando en trance.
—Conforme oscurece el día también lo hace el espíritu. Lo que comemos es un reflejo de cómo nos sentimos, cielo. Tu madre no cena nada, está vacía. Yo me como esta pizza, y me siento miserable -soltó la mano de Marian y abrió el refresco . Te he preparado yo la habitación, buenas noches.
Marian se quedó unos segundos escuchando el chicloso masticar de su padre.
Más adelante, en “Arde”, el narrador interviene:
Sin embargo, el sentido común le ha dado la espalda a su generación, y por culo y sin su consentimiento.
Por sentido común estamos todos como estamos. Por sentido común el horizonte tiene esa calima y mañana es un remake de hoy, con menos presupuesto, con menos motivación, con peores actores. Por sentido común, se ha reivindicado el concepto de sacrificio, que es la mayor estafa. Por sentido común hay, a miles de kilómetros, en estos momentos, en un estado de EE.UU., un chaval de la edad de Paula, en un colegio, con una escopeta que pesa más que ella, acribillando a niños que están experimentando por primera vez la tragedia. Así que, cuando tengas dudas sobre cómo actuar, haz lo opuesto a lo que indica el sentido común que tienes tan interiorizado, porque se lo han inventado una panda de ineptos desgraciados. Gente que ha dejado de ser un referente.
En el prólogo, María Bastarós escribe que los personajes de Borja están «llenos de matices, de almas tornasoladas, habitados por deseos que ni ellos mismos saben identificar pero con los que al final todos nos topamos cuando cae la noche, cuando suenan las chicharras en el camping, cuando nos quedamos a solas con nuestra radio, nuestro cartón de vino, nuestra silla plegable». En este sentido, su escritura recuerda, sobre todo, a la literatura norteamericana post-Vietnam (pienso, sobre todo, en Denis Johnson y su primer libro de cuentos, “Jesus’ son”).
Cierro esta reseña con la siguiente cita del cuento “Quién es quién”, que me parece sintetiza la poética de este conjunto:
Escucharte dormir cuando has bebido es horrible. Y das grima. Mucha. Porque te victimizas”. Y me dejaba sin palabras. Y pensaba: si le meto una hostia se acaba el mundo tal y como lo conozco. Así que no lo haré. Pero qué hostia le daba. La enterraba de un guantazo. Entonces me tumbaba en vaqueros en el sofá a dormir la mona. Tenía un problema. Ahora no es el mismo problema. O sí pero más reducido. Porque estoy solo. Porque tengo otros más grandes que eclipsan este —o que lo justifican—.
He reflexionado mucho al respecto. ¿Cuándo probé la bebida de una manera diferente? ¿Cuándo acudi a ella? Mis problemas no nacen en el alcohol. Acaban en él. ¿En qué me convierte eso? Supongo que en otra clase de bebedor. Más decente. Quizá más elegante.
Si quieren leer más de este libro, he publicado en este blog el cuento “Chandaleros” del mismo libro.
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Las tempestálidas – Gospodinov
“Las tempestálidas”, de Gueorgui Gospodínov, fue la novela ganadora del premio Booker en 2022. La primera parte abre con una idea fascinante: un hombre llamado Gaustín, inaugura en la ciudad de Zurich una “clínica del pasado”, que tiene como propósito brindar una especie de solaz a las personas que están perdiendo la memoria (cronorrefugio, se le llama a momentos).
Para todos aquellos que ya viven únicamente en el presente de su pasado. Y para nosotros, dijo por fin tras una breve pausa, soltando una larga bocanada de humo. No hay nada casual a día de hoy en esta avalancha de personas que han perdido la memoria… Están aquí para decirnos algo. Y, créeme, algún día, más pronto que tarde, muchos empezarán por sí solos a descender al pasado, a «perder la memoria por propia voluntad. Se avecinan tiempos en los que cada vez más personas desearán cobijarse en la cueva del pasado, volver atrás. Y no por buenas razones, precisamente. Debemos tener preparados los refugios antiaéreos del pasado. Llámalos «cronorrefugios», si lo prefieres, o «refugios históricos».”
La idea se vuelve tan popular que abre otra clínica, esta vez en Bulgaria, y poco después se descubren espacios similares a lo largo de toda Europa:
Por otra parte, al Sr. N. le interesa (o se lo endoso a él porque me interesa a mi) precisamente la nadería de la cotidianidad, la vida con todos sus pormenores. Eso es precisamente lo que desea recordar. Ha ido borrando sistemáticamente toda excepcionalidad, si acaso es esta la palabra adecuada par referirse a las detenciones, las palizas en el sótano del n.° 5de la calle Moskovska, la miseria y la peste a orina de la celda compartida en la cárcel de Pázardzhik, las visitas menguantes, las cartas ausentes. Todo ha sido borrado. Pero junto a eso parece haber desaparecido también lo otro, lo normal, aquello de lo que estamos hechos. Toda su documentada cotidianidad previa a la cárcel fue confiscada durante los registros realizados en su casa.”
La novela, a partir de este momento, tiende a la parodia: la búsqueda del pasado lleva a gobiernos de toda Europa a establecer un referendum para fincar el presente en alguna década previa (finalmente ganan los ochenta), quizás como metáfora de las distintas formas que tenemos para protegernos de las angustias del futuro en el siglo XXI (guerras, epidemias, catástrofes climáticas, etcétera).
Al margen, el narrador nos regala distintos ensayos que hablan a medias sobre la memoria, y a medias sobre la búsqueda (y su futilidad) de algún tipo de regreso (al pasado, a la patria, a los amores perdidos).
Todo esto queda claro en uno de los fragmentos del libro:
Hay algo, una atracción velada de tristeza, que en vez de menguar parece aumentar con los años. Quizá tenga que ver con el hecho de que las habitaciones de mi memoria se vacíen cada vez más aprisa. Alguien va abriendo las puertas una a una, pasando de una habitación a otra con la esperanza –mezclada con temor- de encontrarse en alguna de ellas consigo mismo, allí donde todavía sigue entero. No es esta fascinación por el pasado, al fin y al cabo, un intento de alcanzar ese lugar intacto, por remoto que esté, en el que las cosas permanecen enteras, en el que huele a césped, en el que observas a bocajarro la rosa y su laberinto. Digo lugar, pero es más bien un tiempo, un lugar en el tiempo. Un consejo de mi parte: nunca, jamás, tras una larga ausencia, visites el lugar que dejaste de niño. Ha sido reemplazado, vaciado de tiempo, abandonado, convertido en fantasmagoría. No queda nada allí.” Pag 200
Quizás la parte más interesante de “Las tempestálidas” (¿una mezcla de tempestad y crisálidad?) sea una variante a la idea del flaneur: en vez de recorrer una ciudad, Gaustín recorre el tiempo (personaje que, por otra parte, es un alter ego del narrador)
No dejo de pensar que “Las tempestálidas” bien pudo haber sido otra versión de “Bosques que se incendian” si yo hubiera nacido en Europa (ese mote manido para nombrar un conjunto de identidades y destinos tan disímiles que, pese a esto, siguen obsesionados con sus ruinas)
Gospodínov parece querer avisarnos de que hemos llegado a un punto en el que da lo mismo lo que pase, que la historia es una convención pactada y que todo pudo ocurrir, según cómo y quien lo relate. Rechaza la nostalgia, por improductiva y divisoria y porque realmente lleva a épocas peores -nunca ningún tiempo pasado fue mejor- y, al mismo tiempo, parece ver en la recreación del pasado el único modo de superar el futuro.
Hacia el final, Gospodínov nos revela el resorte de su novela, la intención de ‘Las tempestálidas’:
Las novelas y los relatos nos brindan una falsa pero reconfortante sensación de orden y forma. Como si alguien conociera todos los hilos de la acción, el orden y el desenlace, qué escena viene después de otra. El libro verdaderamente audaz, tan audaz como desolador, sería aquel en el que todas las historias, las que sucedieron y las que no, flotaran en el caos primigenio a nuestro alrededor, donde aullaron y susurraron e__imploraron y reirían, se encontrarían y se perderían en la oscuridad. El final de una novela es como el final del mundo, conviene retrasarlo.
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Los anillos de Saturno – W.G. Sebald
“Los anillos de Saturno” es, ante todo, una obra sobre la digresión, “la acción y efecto de romper el hilo del discurso y de introducir en él cosas que no tienen aparente relación”. La novela (si se le puede llamar así) trata de todo y nada, y comienza con tres saltos temporales: una caminata por Suffolk, en Inglaterra; una estancia en el hospital, un año después; y el momento en el que el narrador organiza sus notas, dos años después de dicha caminata.
Leemos, así, no solo el recorrido por Suffolk y los distintos pueblos de la zona, sino una serie de ensayos, opiniones y recuentos que van desde la historia, la filosofía, la pintura, hasta la literatura y el comercio. Al hablar sobre los escritos de Thomas Browne y una pintura de Rembrandt, en la que se muestra una mano diseccionada de forma incorrecta, el narrador (que quizás no es sino el mismo Sebald) comenta:
«Esto es, en contra de toda costumbre, la autopsia que aquí se representa no comienza con la disección del abdomen y con la extracción de las vísceras que con mayor celeridad entran en estado de descomposición, sino (y es posible que también esto remita a un acto de penitencia) con la disección de la mano que había incurrido en el delito. Y esta mano tiene una característica peculiar. No sólo es grotescamente desproporcionada en comparación con la que está más próxima a la persona que ve el cuadro, sino que también desde el punto de vista anatómico se halla a la inversa. Los tendones abiertos que, según la posición del pulgar, deberían pertenecer a la palma de la mano izquierda, son del dorso de la derecha. De modo que se trata de una colocación puramente educativa, sacada sin más de un atlas anatómico, a través de la que el cuadro que, por así decirlo, por lo demás reproduce con exactitud la vida real, se echa a perder justo en el punto de mayor significado, allí donde ya se había marcado un hito, y se convierte en una construcción fallida. Es casi imposible que Rembrandt se equivocara. La ruptura de la composición me parece aún más premeditada, si cabe. La mano informe es la señal de la violencia practicada en Aris Kindt. El artista se equipara con él, con la víctima, y no con el gremio que le había hecho el encargo. Él es el único que no tiene la mirada ab-sorta, cartesiana, es el único que percibe el cuerpo extinguido, verdoso, y ve la sombra en la boca entreabierta y sobre el ojo del muerto.»
El relato avanza, como avanza el viaje del narrador por Suffolk, al tiempo que una serie de historias y anécdotas cruzan de forma interminable el texto —como si en el fondo lo que quisiera decir Sebald es que la historia, ese relato, nos cruza y nos traspasa incanzablemente. Tengo la impresión, en todo caso, que este libro describe, en realidad, cierta idea de posteridad contenida en la historia de Europa: desde sus búsquedas y aspiraciones, hasta todos sus horrores.
Cerca del final, Sebald escribe:
«Ahora, escribiendo estas páginas, cuando vuelvo a pensar en nuestra historia casi sólo compuesta de calamidades, me viene a la memoria que…»
El poeta Michael Hamburger, amigo de Sebald, explica su obra como “semificción ensayística que da rienda suelta tanto a la observación como a la imaginación.” Los grandes momentos del libro son aquellos en los que la mirada hacia esa serie de calamidades producen desazón, mareo, desesperanza. Pese a su carácter caótico (o ya dicho, digresivo), hay en el libro un intento por anudar los hilos en apariencia lejanos que conforman el relato de Europa.
«Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano alemán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se sumergen en el más profundo sueño. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta casi todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hubieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno -el cementerio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica-. Estuve mirando en la lejanía, hacia el mar, allí donde la oscuridad se tornaba más espesa y donde, apenas apreciable, se extendía un banco de nubes con una forma muy extraña, la otra cara de la tormenta que por la tarde se había precipitado sobre Southwold. Las cumbres más elevadas de esta montaña color tinta continuaron resplandeciendo como los campos helados del Cáucaso, y mientras las veía extinguirse lentamente se me ocurrió que una vez, hacía años, en sueños, había caminado a lo largo de toda una cordillera igual de extraña y distante. Tuvo que haber sido un trecho de más de seiscientos kilómetros a través de despeñaderos, gargantas y valles, por collados, laderas y corrientes, por la linde de grandes bosques, por campos pedregosos, piedra Picada y nieve. Y recordé que en mi sueño, al final del camino, eché una mirada hacia atrás y eran justo las seis de la tarde. Las cumbres dentadas de las montañas de las que había salido se destacaban con una nitidez sorprendentemente angustiosa de un cielo teñido de azul turquesa en el que se suspendían dos o tres nubes rosáceas. Me resultaba una imagen de una familiaridad insondable que no se me fue de la cabeza durante semanas. Acabé siendo consciente de que coincidía, hasta el último detalle, con la imagen del macizo de Vallüla que había visto desde el ómnibus un par de días antes de mi escolarización, al regresar, por la tarde, de una excursión al Montafon en un estado de agotamiento absoluto. Probablemente son recuerdos soterrados que generan la curiosa suprarrealidad que se ve en los sueños. Pero tal vez sea algo diferente, algo nebuloso y misterioso, a través de lo que, en sueños, paradójicamente, todo aparece con mucho mayor claridad. Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. ¿Qué clase de teatro es este en que somos escritores, actores, tramoyistas, escenógrafos y público, todo en uno? En la travesía de los espacios oníricos, ¿hace falta más o menos entendimiento del que uno se lleva consigo a la cama?»
En un artículo para The New Yorker, Max Norman escribe que “Sebald estaba menos interesado en la memoria en sí, que en el doloroso trabajo de la rememoración. Lo perseguían los trastornos del siglo XX, sobre todo el Holocausto, pero, a pesar de su estética de la factualidad—las fotos, fechas, direcciones—en ningún momento afirma que las personas que describe son reales, o que se ciñen a los hechos de sus vidas.” En otras palabras, la ficción es el correlato que une a la historia (curiosamente, lo mismo podría decirse de la vida de Sebald).
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November 26, 2023
Reseñas de “Bosques que se incendian”, Wong
Recopilo aquí algunas reseñas que se han publicado sobre “Bosques que se incendian” (Penguin Random House, 2023).
“La memoria, entre quemarse o ahogarse” – Emiliano Monge para El País (puede leerse utilizando 12ft.io)“Trauma is a memory place with the roof blown off” – Malinalli Rodríguez para Langosta Literaria“Bosques que se incendian, la nueva novela de Wong” – José Bernal para Revista Purgante“‘Bosques que se incendian’, de Roberto Wong: el largo suplicio de los recuerdos” – Erika Rosete para El País (puede leerse utilizando 12ft.io)La entrada Reseñas de “Bosques que se incendian”, Wong se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.
All the beauty in the world – Patrick Bringley
I believe we take art seriously when we try to discern what, at close quarters, it reveals.
Un hombre pierde a su hermano por el cáncer y, de pronto, la vida que lleva le parece insoportable. El mecanismo que encuentra para lidiar con el peso del mundo (y, con esto, su dolor) es dejar su trabajo en The New Yorker y entrar a a trabajar como guardia de seguridad en el Metropolitan Museum of Art o MET, en Nueva York.
Así, “All the Beauty in the World” es tanto un ensayo sobre el arte y la belleza, como un memoir sobre la pérdida y el duelo. En el fondo, lo que Bringley nos ofrece en su libro es una forma de mirar:
Recorriendo el ala de los antiguos maestros, me detuve fascinado ante ‘The Harvesters’, de Pieter Bruegel, de 1565. Reaccioné ante esa gran pintura de una manera que ahora creo es fundamental ante el peculiar poder del arte. Es decir, experimenté la gran belleza del cuadro incluso cuando no tenía idea de qué hacer con esa belleza. No podía liberar el sentimiento hablando de él, no había mucho que decir. Lo que era hermoso en la pintura no era como las palabras, era como la pintura misma: silencioso, directo y concreto, resistiéndose a la traducción incluso dentro de mi pensamiento. Como tal, mi respuesta al cuadro quedó atrapada dentro de mí, un pájaro aleteando en mi pecho. Y no sabía qué hacer con eso. Siempre es difícil saber qué hacer con eso. Como guardia, observaré a innumerables visitantes reaccionar a su manera ante la curiosa sensación.
El libro avanza entre este tipo de asombros: desde el arte clásico y los grandes maestros, hasta el arte africano en el que sus figuras e imágenes no son representaciones de la divinidad, sino la divinidad misma:
Sobre todo, puedo ver la geometría extraordinaria que el tallador de madera logró en su esfuerzo por hacer sobrenatural al nkisi. Me doy cuenta de que este artista enfrentó un tremendo desafío formal. A diferencia del pergamino de Guo o la pintura de Monet, su escultura no era una imitación ni una representación de algo más. No estaba destinada a parecerse a un ser divino; era el ser divino y, como tal, tenía que parecer como si existiera al otro lado de un abismo de los esfuerzos humanos ordinarios. Tenía que verse un poco como se ve un bebé recién nacido: no una imitación ni una representación de nada, sino más bien un nuevo, milagroso e insistente todo.
Bringley pasa diez años como guardia en el MET. En el fondo, no solo escribe sobre la belleza, sino también sobre la pérdida:
El duelo es, entre otras cosas, una pérdida de ritmo. Pierdes a alguien, eso deja un hueco en tu vida, y por un tiempo te acurrucas en ese hueco. Al venir al MET, vi la oportunidad de fusionar mi hueco con una gran catedral, de demorarme en un lugar que parecía intocado por los ritmos de lo cotidiano. Pero esos ritmos me han encontrado, y sus invitaciones son seductoras. Resulta que no deseo permanecer callado y solitario para siempre. Al descubrir el compás con el que me relaciono con la gente, siento como si estuviera descubriendo el tipo de adulto que seré. La mayoría de los grandes desafíos que enfrentaré en la vida son también pequeños desafíos que confronto en las interacciones diarias. Intentar ser paciente. Intentar ser amable. Intentar disfrutar de las peculiaridades de los demás y hacer buen uso de las mías. Intentar ser generoso o al menos humano incluso cuando la situación es rutinaria.
Pareciera que la conclusión no solo se encuentra en el arte, sino también en los otros: desde la amistad y la familia, hasta la belleza que reside también en todos los desconocidos que visitan el MET.
Cuando termina el día, tomo el metro en la calle 86 y miro a mis compañeros de viaje con un manantial de simpatía. En un día típico, es fácil mirar a los extraños y olvidar las cosas más fundamentales sobre ellos: que son tan reales como tú; que han triunfado y sufrido; que, como tú, están inmersos en esta vida que es difícil, rica y breve. Puedo recordar viajes en metro de regreso a casa después de visitar a Tom en el hospital. Si alguien se comportaba de manera mezquina, si alguien le reprochaba a otro pasajero por chocar contra ellos, me parecía una ceguera tan mezquina que casi no lo podía creer, aunque todos somos propensos a ello. Esta noche, tengo suerte. Puedo mirar con amor los rostros cansados y preocupados de los extraños.
En “All the Beauty in the World” no cabe la crítica o el cinismo. Ante todo, aboga por una mirada compasiva al mundo y, también, a nosotros mismos. Recomendable.
Sobre el autorPatrick Bringley ha trabajado durante una década como guardia en el Museo Metropolitano de Arte. Mi nueva autobiografía, “Toda la Belleza del Mundo”, ha sido elogiada en varios medios, incluyendo el New York Times y el Washington Post. Anteriormente, trabajó en la oficina de eventos editoriales de la revista New Yorker.
Citas (en inglés)“Much of the greatest art, I find, seeks to remind us of the obvious This is real, is all it says. Take the time to stop and imagine more fully the things you already know. Today my apprehension of the awesome reality of suffering might be as crisp and clear as Daddi’s great painting. But we forget these things. They become less vivid. We have to return as we de to paintings, and face them again.”
“We adore, we apprehend beauty. When we lament, we see the wisdom of the ancient adage “Life is suffering” A great painting can look like a slab of sheer bedrock, a piece of reality too stark and direct and poignant for words”
“As far as I can make out, designers always began with the circle, the simplest and most primordial shape, which they would subdivide to tease out implied shapes inscribed within. By choosing to erase certain lines and extend and repeat others outward over an infinite grid, they created innumerable patterns that were all derived from the original circle, which in its oneness was emblematic of God. The final product would contain no visible trace of the circle but stood as a demonstration of the unity that underlies multiplicity, a tenet of the Muslim faith.”
“At last he got up. “Well, never mind, he said, “we can’t stay here forever, can we?” No, I don’t suppose we can. Such moments provide solace; they are heartening; they are pure. When I look at Vincent’s irises, I feel him longing to live in their vibrant simplicity forever, escaping his poverty and his demons. But the time does come to turn and face what lies ahead of us. Vincent’s story was sad because he was ill-equipped to cope with the business of living. I am grateful beyond words for my better luck. I think my life story will be happy.”
“A graceful, broken body, it reminds us again of the obvious: that we’re mortal, that we suffer, that bravery in suffering is beautiful, that loss inspires love and lamentation. This part of the painting performs the work of sacred art, putting us in direct touch with something we know intimately yet remains beyond our comprehension.”
“I take this crowded middle of the picture to represent the muddle of everyday life: detailed, incoherent, sometimes dull, sometimes gorgeous. No matter how arresting a moment is or how sublime the basic mysteries are, a complicated world keeps spinning. We have our lives to lead and they keep us busy.”
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November 20, 2023
La alegria del padre – Didí Gutierrez
“La alegría del padre”, primera novela de Didí Gutiérrez, es una historia hermosa y evocativa sobre la relación de una hija con su padre —y, también, sobre la pérdida y todo lo que conlleva crecer.
El libro cubre dos grandes momentos: la infancia, marcada por la ausencia de la madre; y la juventud, en la que el padre enferma y se enfrenta a la muerte.
«Alguna vez leí que las verdades se sueltan de manera abrupta en la enfermedad y se dicen cosas que la salud ocultaría. También se me pasó por la cabeza que estaba en una pesadilla, pues yo sólo me había parado al baño y, de pronto, me enteré de que la persona que más amo en este mundo es asediada por una enfermedad que pone en peligro su existencia. El espanto tenía tintes de un sueño absurdo»
Sobrecoge, para aquellos que hemos perdido a nuestros padres, la atención que la narradora ha puesto en sus palabras —en esto, quizás, subyace el corazón mismo de la escritura: salvar lo que está al borde del naufragio, rescatar del olvido las palabras que hemos escuchado.
«Disfruta el camino, si no el ascenso se vuelve un deber que agota a la primera», me aleccionó a partir del primer caso. Cuando subía con calma, también terminaba cayendo, justo a la mitad, cuando el alpinista, lleno de seguridad por haberlo logrado hasta ese momento, se confiaba, tambaleaba unos segundos, y se iba para abajo. En este caso, decía papá, la caída era aún más terrible porque la altura era mayor. «Sé previsora»: la enseñanza en este nivel. Había que detenerse a mirar la montaña, apreciar su majestuosidad y calcular los pasos hacia la cima. la entrada en la vida adulta —¿qué mayor rito de paso que enfrentar la muerte?
Lo que sigue es el conjuro para evitar la muerte, hechizo compuesto a partir de la memoria (y, con ella, la escritura), la cotidianeidad y el amor.
Yo me aferro a los poderes mágicos que le conferí a los libros en mi niñez. No quiero que papá muera, es falso eso que dicen los padres de que a cierta edad ya no los necesitamos, porque somos adultos y podemos valernos por nosotros mismos. Él y yo somos muy unidos. Estoy convencida de que un escrito como éste que decidí empezar hace unos días, cuando le diagnosticaron una enfermedad mortal, será poco útil para la ciencia médica, tal como él cree al respecto de las hojas de evolución, pero podría servir para mantenerlo a mi lado por más tiempo. Evité decir desde el principio lo que nos está pasando, me resulta difícil registrarlo. Al ser consciente del poder de las palabras, temo que se vuelvan realidad. Doy vueltas, abrevo de nuestros recuerdos, deposito el dolor en el pasado, como si con eso ahuyentara la muerte, pero la muerte y sus formas diferentes ha merodeado siempre mi vida, como puede verse, y aquí está otra vez, oscureciendo el presente. Pongo a prueba aquí la bibliomancia en la que siempre he creído. Lanzo el hechizo. Ésta es mi bitácora de los días del tratamiento de papá, con la esperanza de que un sortilegio lo cure. Al parecer el oficio, mi profesión, me tomó por asalto al final. O no, pero aquí vamos.
En un mundo que cambia constantemente, Didí Gutierrez nos regala una novela sobre los afectos, la memoria y las anclas que tenemos a nuestra disposición para entender y lidiar con el mundo.
Sobre la autoraDidí nació en la Ciudad de México en 1983. Estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UNAM y obtuvo la beca Jóvenes Creadores Fonca en cuento y novela. En 2019 ganó el I Premio de Crónica Breve Carlos Monsiváis. Sus textos se han publicado en diversas revistas y en antologías, además de trabajar como editora y reportera para medios como Reforma y la revista Picnic. “La alegría del padre” es su primera novela.
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November 17, 2023
Los días perfectos – Jacobo Bergareche
“Los días perfectos” (2021), de Jacobo Bergareche, es una novela sobre la pasión y su antítesis, el tedio. Un periodista tiene, por azar, que visitar la ciudad de Austin, TX, y decide escribir un texto sobre William Faulkner y la correspondencia que tiene con su amante, Meta Carpenter. Mientras el narrador le habla a su amante, las misivas de Faulkner sirven de espejo a una historia en la que dos mujeres representan el cielo (à la Schopenhauer, el tedio) y la pasión (esto es, el dolor: “pasión y patología tienen la misma raíz griega, pathos, que quiere decir sufrir, de modo que para un antiguo griego lo de reavivar la pasión querría decir reavivar el sufrimiento, que sería a todas luces un comportamiento patológico”, dice el narrador en algún momento).
Este díptico sirve de estructura a la novela, compuesta por dos cartas (una a Camila, la amante; la otra a la esposa, Paula) en la que el narrador retrata su periplo por lo pliegues de la pasión –sabemos, por la literatura, que después del amor solo queda la imposibilidad del olvido. El regreso lo vuelve un poco más miserable, pero acaso también un poco más consciente de que la vida se resume en esos momentos en los que uno se sabe feliz sin merecerlo.
“Quedémonos el recuerdo, me dices, y con esta manía que tengo de identificar las últimas veces, me doy cuenta de que esa frase sea probablemente la última acción que conjugaremos en el plural de la primera persona, nuestra última aparición conjunta en primera persona del plural de un tiempo presente. Probablemente sea preferible no quedarnos el recuerdo, aún no tengo claro qué bien puede hacernos conservarlo, pero si como me pides hemos de quedarnos el recuerdo, habrá que construirlo primero de una manera en la que quede, es decir, habrá que preservarlo de una manera en que podamos quedárnoslo. Solo tengo el lenguaje para embalsamar.”
En este sentido, la novela recuerda a “La uruguaya“, libro de Pedro Mairal publicada por la misma editorial, que toca también el tema de la pérdida y la recuperación del deseo masculino y termina con estas líneas:
“En la pausa antes de escuchar tu voz tuve la certeza de que te quería como te sigo queriendo y te voy a querer siempre, pase lo que pase. Era muy tarde y del otro lado de la puerta te escuché preguntar: ¿Quién es? Y entonces te contesté: Soy yo”.
Esto es, una afirmación del yo que en “La uruguaya” bien podría representar a todos los hombres (“aquí estoy, te engañé, soy yo“) y que en la versión para el cine la directora abandona para brindarnos el retrato desde el punto de vista de la mujer, “que deja un tanto más en evidencia algunos gestos un tanto patéticos de nuestro protagonista y saca a la trama de esa suerte de fantasía masculina de «cómo atravesé la crisis de los 40 y escribí algo al respecto» a la que por momentos se acerca la novela” (Diego Lerer, 2023).
“Los días perfectos” quizás tenga el mismo problema: un hombre aburrido toma una decisión que corre el riesgo de destruir el frágil entorno en el que todavía es posible encontrar alguna dicha (recordemos que la novela arranca con una anécdota del narrador jugando con su hija).
Hay, sin embargo, otra posibilidad de lectura: la vida (sin moral ni moraleja) como una colección de instantes (por definición: efímeros, fugaces) en largo trayecto que es el tiempo. Así, “Los días perfectos” puede ser vista como un relato poético sobre la felicidad perdida (destruida por el tiempo y por el tedio) y el deseo fútil de un hombre por abarcarla por completo.
“Ese fue sin duda nuestro atardecer, allí encontró su máxima expresión el paisaje extraño de nuestro idilio. Ese paisaje está pegado ya a mi recuerdo de ti, pero también está pegado a muchos otros paisajes que nunca veremos juntos, y en los que te he conjurado en cuanto he visto morir una tarde de cielos ardientes, en un rincón sin ruido, desde donde se abre a los ojos un amplio paisaje. En esos lugares donde nunca te veré he hecho desaparecer a todo el mundo tantas veces, he detenido el tiempo, y te he imaginado llegar paseando, desde lejos, tan lejos que al principio eras la silueta distante de una persona que camina, no se sabe si hombre o mujer, y luego vas adquiriendo algo de color mientras te aproximas, se intuye ya que eres una mujer, empieza incluso a parecer que podrías ser tú y no una de las otras siete millones de personas en el mundo, es asombroso, me digo a mí mismo, no puede ser posible, pero cuando ya empiezo a tener la certeza de que eres tú, me lleno de felicidad”
“Los días perfectos” cierra con la carta del narrador a su esposa en la que cuenta, de forma velada, el naufragio por el que ha atravesado. Ofrece, aunque no haya mucho que salva, una posibilidad: “un buen día de vez en cuando”, esto es, lo espontáneo y lo salvaje, días como los que ha vivido no hace mucho tiempo.
Sobre el autor(Londres, 1976) compagina la escritura con diversos trabajos en medios –es guionista, columnista, productor. Es autor del poemario Playas (2004), la obra de teatro Coma (2015), la colección de libros infantiles Aventuras en Bodytown (2017) y el ensayo autobiográfico Estaciones de regreso (2019) sobre la muerte de su hermano. Las despedidas (Libros del Asteroide, 2023) es su última novela.
Citas
“Tres o cuatro días al año es la medida perfecta de la evasión, no deben ser muchos más. La parte de nosotros que ocultamos a los demás ha de ser pequeña, pues si no, nos convertirnos en absolutos desconocidos para la gente a la que pertenecemos, y peor aún, nos terminamos convirtiendo en conocidos para la gente con la que precisamente disfrutamos de un trato íntimo entre desconocidos. Llega un punto en la vida en el que solo con los desconocidos se puede hablar, sin temor a asustarles ni a decepcionarles, de nuestros deseos ocultos, de aquello en lo que hemos dejado de creer, de aquello que ya no queremos ser y de aquello en lo que empezamos a convertirnos” pág 21
“No hay un mañana mejor que ese. Indudablemente se gastan pronto esos mañanas, su número está fijado desde el principio, después de un tiempo los mañanas que les siguen van perdiendo la capacidad de absorber promesas, dejan de ser triples, dejan de ser dobles, se vuelven idénticos unos a otros, y al final uno olvida la excitación canina de esas vísperas que precedían a la reaparición de aquella persona que nos tenía repitiendo mañana. Mañana. Mañana. Es ahora, con esta carta en la mano, cuando me doy cuenta de que yo también tuve esas vísperas con Paula, y las gasté todas hace ya tanto tiempo que ni me acordaba de lo que era irse a la cama pensando en cómo ese mañana iba a entregarme lo prometido” pág 35
“Aquí vino el instante de vértigo, el punto en que se abría la rendija de una posibilidad, la posibilidad de pasar a la acción. El otro día leí en un breve ensayo de Handke que instantes como este es lo que los antiguos griegos llamaban kairós: el instante oportuno, el momento propicio para actuar. Kairós era un dios del tiempo, pero del tiempo cualitativo, del momento en que todo puede cambiar para siempre, no un dios del tiempo lineal, de los ratos muertos y las rutinas, el dios que engendra el reloj, los días, las horas, como lo sería Cro-nos, un dios castrado. No me dio tiempo ni a pensarlo, aún hoy no sé por qué me atreví ni de dónde saqué la audacia, yo mismo me quedé sorprendido, casi aterrado, cuando de mi boca salió un: «¿Vamos?».” pág 39
“Me quedaba en todo caso la duda terrible (y aún me queda) de si mi deseo era anterior a ti, si ya estaba allí, oculto en las sombras de mi imaginación, buscando su tiempo, su escenario, su objeto, para salir a la luz. Les pasa a tantos hombres de mi edad, que salen ya poseídos por el deseo, en busca de un objeto que les sirva para alcanzarlo por un momento. Un amigo del periódico dice que la fidelidad es un asunto estrictamente nacional” pág 42
Después de los griegos, dice Handke, vinieron los cristianos, y ampliaron la medida del tiempo en que una persona debe buscar la realización, y esa nueva medida era exactamente lo contrario del instante: el logro al que se aspiraba era nada menos que la eternidad, el cristiano buscaba la realización tras la muerte, fuera de este mundo, en la eternidad. Luego con la Ilustración, la medida del tiempo logrado pasó a ser la medida de lo humano, que es la vida, y debía de ser una buena vida, una vida logra-da, una vida racional, kantiana, bien vivida, con buenos hábitos, buenos propósitos, buenos fines, buenos medios. Nosotros, en este tiempo, según Handke, ya solo aspi-tamos a tener un buen día, un día logrado entre tantos días inútiles y olvidables. Me gustó la teoría de Handke, se la compro. Pág 51
“Los patéticos te miran hasta con lástima, no hablas el lenguaje de la pasión, no eres capaz de entender ni calibrar la importancia de lo que les pasa. Es insoportable. No te creen cuando les señalas los lugares donde acaban todas y cada una de las pasiones que no acaban con la muerte, con el puñal de Julieta o la víbora de Cleopatra. Casi te alegras cuando al cabo de los años les ves llegar a uno de esos finales previsibles, al bebé y la ojera, al curso de bailes de salón con el que se trata de reavivar el fuego primigenio, a la escapada román-tica, a la silenciosa mesa de dos en un restaurante de postín. Hay un poema de Yeats, Ephemera, que lo cuenta de la manera más cursi y tremebunda, haciendo un uso efectista de las imágenes más descaradamente otoñales y patéticas. Se lo envío cruelmente a todo aquel que, convencido de la inmortalidad del sentimiento que le consume, me abrasa la oreja con el relato de su pasión:” pág 83
“Hoy día toda relación tiene su banda sonora, o aspira a tenerla. Hay canciones que se convierten en el tema principal de esa primera etapa en que el amor se vive aún como una película, nos esmeramos en encontrar esa canción que podamos llamar nuestra canción, aquella capaz de atrapar el espíritu de ese tiempo y retenerlo, como una gota de resina sobre la que se posa una mariposa” pág 98
“Qué razonable sería sustituir en las bodas la palabra muerte por la palabra tedio, ¿no crees? El mundo sería un sitio más alegre y sobre todo, más comprensible y comprensivo. Observa cómo cambiaría la cosa, imagínatelo dicho frente a un altar: «prometo serte fiel y res-petarte, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para amarte y cuidarte hasta que el tedio nos separe». Y es que en realidad la muerte no separa, sino que une incluso más, ninguna persona ama más ni se siente más unida a su pareja que cuando esta muere” 116
“Me vuelvo a repetir: la historia ha de ser contada para que haya algo que uno pueda quedarse, lo contrario es vagar hacia el olvido, y olvidar es entregar nuestra vida a la nada. Lo dice en otra carta el propio Faulkner, una carta que he mencionado al principio de la mía, y que es la que más me ha impresionado y la que me ha llevado a escribir esta carta tan larga. La envía años después de estas dos cartas que ya te he copiado antes, y que pertenecen al inicio de su relación” pág 118
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