Roberto Valencia's Blog
November 5, 2025
María Isabel Rodríguez estudió, educó, batalló, naufragó, rio
Fidel puso su mano izquierda sobre el hombro de María Isabel, y ella se acercó al impecable traje militar cuanto pudo. Él sostenía con sus dedos el pequeño habano que acababa de encender, alejado lo suficiente del vestido. Sonrisa abierta ella, más disimulada la de él; así les tomaron la fotografía.
—Yo tengo la imagen del último cigarro de Fidel — cuenta satisfecha María Isabel.
Está convencida de que a partir de aquella noche Fidel nunca más volvió a fumar, y lo cree porque en aquella conferencia internacional sobre educación médica se comprometió públicamente. Sólo él sabe si cumplió su palabra, pero lo que María Isabel sí pudo comprobar con sus propios ojos es que Fidel ya no fumaba las otras ocasiones que estuvo con él después de aquel julio de1986, cuando les tomaron la fotografía.
—Él entonces nos decía que iba a durar 120 años, pero parece que no le va a salir.
Fidel Castro era el jefe de Estado cubano, y 21 años después, sigue siendo el jefe de Estado cubano. María Isabel Rodríguez era consultora de la Organización Panamericana de la Salud, la OPS; y hoy es rectora saliente de la Universidad de El Salvador, la UES.
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A María Isabel le tocó derribar puertas desde que nació, y ya tiene 84 años.
En 1937, fue la primera en su familia que estudió en un instituto mixto; en1942, la única mujer inscrita ese año en la carrera de Medicina; en 1967, se convirtió en la primera salvadoreña que tomó las riendas de la facultad; en 1980, fue la primera mujer que la OPS nombró como máxima representante en un país latinoamericano; y en 1999, la primera rectora en 158 años de historia que para entonces acumulaba la única universidad pública de El Salvador.
Imagen digital generada por RoboNeoDetrás de esa imagen de abuela que todos los nietos quieren tener hay amontonados decenas de reconocimientos — llegados sobre todo de países extranjeros — , una rigurosa fidelidad al método científico plasmada en 103 publicaciones, respeto y admiración en toda América Latina, y también una amargura mal disimulada por la actual transición de autoridades en la UES.
«Schafik y mucha gente del Frente ya sabían quién era yo — responde María Isabel en uno de los pocos momentos en que parece perder el control de la conversación — , pero hay una cantidad de animales de esos que están llegando ahora a la universidad que todavía me siguen considerando como una reaccionaria o como una imperialista… aunque a mí eso no me importa».
Tras varias horas de conversación, la pregunta había sido: «¿Cuándo se animará a hacer público lo que me ha contado bajo condición de ‘pero eso no lo vaya a poner’?»
En la campaña de desprestigio en su contra, los calificativos de reaccionaria e imperialista fueron tan solo una mínima parte. También la presentaron como la persona designada por el partido derechista ARENA para privatizar — privatizar — la única universidad pública del país. Y esos mensajes calaron en buena parte de una comunidad universitaria que en las elecciones acaba de despreciar a los candidatos que se mostraron como la continuidad a la gestión de María Isabel.
De alguna manera se ha repetido lo que ya le tocó vivir en 1972, cuando aquellos que se consideraban los más progresistas la expulsaron de la universidad — su universidad — , acusándola de cientificista, en tono despectivo. Ayer, cientificista; hoy, privatizadora. Es, María Isabel está convencida, el peaje por tener como norte estimular el desarrollo científico y la investigación en un país como El Salvador.
Sorprende, eso sí, que estos sinsabores los cuente entre risas, una risa particular que ha aprendido a fusionar con las palabras que en ese momento está pronunciando. No se intuye rencor ni odio. Ni por lo que está ocurriendo ahora en su universidad ni por lo anterior.
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Joaquín Vanegas — celular colgado en el cincho, tres veces decano de Ingeniería, barba y pelo canos — está entre los detractores confesos de María Isabel. Personas que opinan como él y lo declaran abiertamente son difíciles de encontrar fuera de la universidad, pero no tanto en su interior.
—Yo creo — dice en un despacho de la facultad donde ha enseñado por tres décadas — que a ella no le ha ido muy bien en la rectoría.
—¿Cree que en las elecciones la comunidad universitaria está rechazando su gestión?
—Obvio. La está rechazando porque el grupo que la rodea y la asesora se equivoca, y el problema de ella es que, aunque pasó tanto tiempo como rectora, quizá no conoció la idiosincrasia de la universidad. Para dirigir hay que conocer en qué mundo está. Uno no puede plantear una cosa que ha visto en otros países, pero que no cuadra con la forma de vida de la universidad, y no me refiero a mantener un statu quo, tampoco.
Además de detractor, Vanegas es la persona que se quedó con las ganas de ser rector en 1999, cuando María Isabel sorprendió a casi todos, y agarró las riendas de la institución con el apoyo de estudiantes y profesionales no docentes. Ante la Asamblea General Universitaria (AGU), el candidato de los docentes fue Vanegas, y llevaba como vicerrector a Rufino Quezada, el ahora sucesor de María Isabel.
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Honoris Causa es una expresión que las universidades han monopolizado para reconocer la trayectoria de personas que, a juicio de sus autoridades, merecen el elogio. La UES, por supuesto, también concede este tipo de reconocimientos. En los últimos años, por citar sólo a los salvadoreños, se lo otorgó a Félix Antonio Ulloa, a Camilo Minero y a Schafik Jorge Hándal.
Doctorados Honoris Causa María Isabel posee dos, que mañana serán tres, y viene un cuarto en camino. Ninguno es de la UES. El primero se lo otorgaron a 1 700 kilómetros de San Salvador. Ocurrió en mayo de 2005, en la Universidad de Guadalajara, en México. El segundo se lo dieron mucho más cerca, a apenas seis kilómetros en línea recta desde el que aún es su despacho. La Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) se lo concedió en noviembre de 2006. El tercer doctorado lo recibirá en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, mañana. Será un homenaje a 5 691 kilómetros de distancia.
Viernes, 7 de septiembre de 2007. 10:45 a.m. Los órganos de gobierno de la UES se reúnen en el segundo nivel del edificio que también alberga — 44 escalones arriba — el despacho de María Isabel. La reunión es en una sala circular, bien iluminada y amplia. Hay mesas alineadas, unas 70 personas, sillas para casi todos, 15 micrófonos inalámbricos y una cafetera metálica con café ralo.
Le toca el turno, como cada viernes, a la AGU, el máximo organismo normativo y elector. Ellos — docentes, estudiantes y profesionales no docentes — discuten hoy si María Isabel es merecedora de un doctorado honoris causa en la UES. El punto se pretende introducir en la agenda, pero no parece generar interés: asambleístas ensimismados que leen cualquier cosa, asambleístas que van y asambleístas que vienen, asientos desocupados por una llamada o por un café — ralo — , y una voz que desde la junta directiva llama a votar.
Tras dos intentos a tarjeta alzada, la AGU sentencia: «No hay votación suficiente en este punto para incluirlo». Son 25 asambleístas a favor, cuando la AGU la componen 72. La universidad en la que se doctoró, en la que fue decana, y de la que durante ocho años fue su rectora, prefiere el no. Alguien ya dijo alguna vez que nadie es profeta en su tierra.
https://medium.com/media/2b76be3937c11a4646c0873be0083e13/hrefTras la negativa, y cuando no hay nada que hacer — al menos este día — , dos de los 25 alzan su voz para cuestionar la democrática falta de interés. Se oye un «Hace ocho años daba penar entrar acá» y un «No desistiremos», pero María Isabel no logra hoy ser causa de honor en su universidad. En la segunda planta de este edificio, y en pleno proceso electoral interno, son más quienes creen que no lo merece, como es el caso de Vanegas, o simplemente callan. Callan y no otorgan.
«Antes que a mí yo propondría que se lo dieran — se sincerará María Isabel 37 días después — al doctor Fabio Castillo. No me gustaría que me lo dieran antes que a él». Mentor, colega y examigo, Castillo fue el rector en dos períodos complicados: 1963–67 y 1991–95.
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El 5 de noviembre de 1922 fue domingo. Ese día se proyectó la película ‘Jilmy’ en el salón Orozco de Santa Tecla. Filomena Peña de Brown puso a la venta su casa en San Martín, situada a una cuadra de la estación del ferrocarril, y la pierna de Modesto Valdés se fracturó tras ser atropellado por uno de los pocos automóviles que recorrían el barrio Santa Lucía. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella nació aquel día en la casa familiar del barrio Concepción, en San Salvador. La Primera Guerra Mundial había finalizado apenas cuatro años antes.
Cuando ella llegó al mundo, Quezaltepeque era el interior del país. Por eso venirse a San Salvador, «a la civilización», fue toda una aventura para Concepción Rodríguez — su madre — , Isabel Rodríguez y Elena Rodríguez. Esas tres mujeres — tres hermanas — marcaron los primeros años de María Isabel. De la persona que embarazó a Concepción sabe que era «un señor abogado muy distinguido» casado con una tía de las tres. De él ni siquiera heredó el apellido. Fue hija de una madre soltera en el San Salvador de 1922.
«Yo fui la única hija de mi madre quien, una vez que yo nací, por esa sensación de vergüenza que uno tiene, se aisló para cuidar de mí, muy sometida por sus hermanas», recuerda.
Le gusta decir que es hija de tres mamás, aunque en ese ambiente familiar, Concepción tenía un papel muy dócil, ante las fuertes personalidades de Isabel y Elena. Si Chabelita — así la llamaban de niña — recibía algún premio en la escuela, no era su madre quien la acompañaba, sino cualquiera de las hermanas: «Mi mamá tuvo que aprender a manejar la situación de ser yo su hija para ella, pero no para el público».
Con una tienda en el barrio La Vega como principal sostén económico de esta atípica y matriarcal familia, a los ocho años María Isabel inició sus estudios en una escuela pública. Terminó la primaria y tuvo que afrontar su primera gran batalla por prevalecer su pensamiento. Fue en 1936, cuando decidió estudiar secundaria en el Instituto Nacional General Francisco Menéndez, el Inframen.
—Solicité la admisión a escondidas de mi familia, y entonces, un día de tantos, el primer telegrama en mi vida que recibo fue para decirme que me habían aceptado.
—¿Ese instituto es el mismo Inframen que ahora?
—El mismo, pero en aquella época — matiza María Isabel — era un instituto de una calidad académica altísima. Era un colegio militarizado, con las muchachas vestidas de militares y todo eso.
El instituto lo dirigía un coronel francés que años atrás había participado en la colonización africana, y que mantenía como obligatoria una asignatura de tiro al blanco. Además de disciplina y de aprender a disparar, dice haber encontrado en los cuatro años que estuvo allí a los mejores profesores del país.
Lograr el ingreso supuso primero superar los prejuicios existentes en la estructura familiar: «Hubo consejo de familia, y mi tía mayor hizo una conclusión muy rápida: ‘Si dejan ir a esta muchacha es por ser la más feíta del grupo y porque quieren perderla; es un lugar donde hay mujeres y hombres juntos’. Fue una discusión terrible, pero triunfé».
Gracias a ese triunfo, además de garantizarse un futuro, supo cuál era su nombre. Hasta 1937 creyó que se llamaba Isabel a secas, como su tía. Pero al llegar al Inframen, donde tuvo que llevar la partida de nacimiento, vio que al pasar lista la nombraban María Isabel Rodríguez.
«En ese tiempo — mueve sus manos con uñas pintadas de un rojo muy vivo — me dolió horrores que me cambiaran el nombre en el instituto, porque yo era Chabelita. En mi casa aún me llaman Chabelita, aunque para toda la chiquitinada soy la Tía Lita.»
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Desde que regresó del exilio en 1994 reside en la ciudad que la vio nacer. Vive cerca de su universidad y más cerca aún, a apenas unos pasos, del cuartel San Carlos. Frente a su casa hay dos mensajes muy necesarios en El Salvador. Uno, pintado en letras grandes junto a una cancha de baloncesto, dice ‘Yo avanzo hacia lo limpio’; el otro, escrito en una señal publicitaria, también apela al civismo: ‘Apague su celular al conducir’. Seguro que son más necesarios en cualquier otro lugar que aquí.
Para entrar en la vivienda — blanca con partes anaranjadas, sin portón, de dos niveles y con mucha vegetación — sólo hay que mover hacia adentro una verja de hierro que llega por debajo de la cintura, subir ocho escalones y tocar un timbre. Detrás de la puerta, ella abre el candado, gira el pomo hacia la derecha y tiende la mano: «Pase, pase».
María Isabel mide 157 centímetros, pero parece más baja. Es delgada, extremadamente delgada, y se peina de tal manera que deja al descubierto una parte de su frente. En su rostro destacan sus marcados pómulos, y los grandes lentes que, aunque cueste imaginarlo, no necesitó durante la primera mitad de su vida. Los ojos que están detrás son marrones, y uno de ellos casi no sirve. Está así por dejadez.
Su casa está a la par de la de Blanca de Suárez — casada con el doctor Suárez, cuatro hijos, ocho nietos — , su hermana del alma. Los dos hogares están comunicados. Se puede ir de uno al otro sin salir a la calle. En realidad, Blanca es su prima, y ambas, como buenas hermanas, comparten la descendencia. Esa es la «chiquitinada» que llama Tía Lita a María Isabel.
En las paredes de su casa no está colgada la fotografía que congeló el supuesto último cigarro de Fidel, ni ninguna de las que tiene con las personalidades que ha conocido a lo largo de su vida. Tampoco hay enmarcado ninguno de sus títulos ni reconocimientos. También huyó de ese tipo de adornos — fotos y diplomas para que otros los vean — para decorar su despacho en la universidad. Prefiere la pintura; prefiere un tipo concreto de pintura. De 11 cuadros en la sala, los 11 hacen referencia a la pobreza, al campesinado, a la ruralidad. Son imágenes de Venezuela, El Salvador, México, Haití, Nicaragua… «Estos están elegidos desde lo más profundo de mí», se sincera. Y entre esos 11 cuadros está su favorito, el que hace más de medio siglo un buen amigo le regaló en México.
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Con 19 años y el mundo desangrándose, María Isabel recibió por primera vez clases de medicina. Cursaba ya tercer año cuando en 1944 se produjo el levantamiento cívico-militar que a la postre terminaría con los 13 años de dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. Vivió en primera persona uno de esos acontecimientos que uno cree que no encontrará fuera de un libro de historia: la huelga de los brazos caídos.
—Era revoltosa, pero de los pellejines, como decimos acá. Íbamos a distribuir ‘Opinión estudiantil’ en la clandestinidad, traíamos la caja de las municiones y se la llevábamos a los compañeros que estaban guardados en la Embajada de Guatemala.
En octubre de aquel año, una revolución había puesto fin a la dictadura de Jorge Ubico, y el vecino país conoció un gobierno de corte progresista, que simpatizaba con la oposición a Maximiliano.
—Hacíamos el tráfico de las cosas, pero no éramos dirigentes. Ahí estaba ya el doctor Castillo (el futuro rector por partida doble), un individuo un poquito delante de mí en años y que me ayudó mucho en el hospital. Él sí era ya dirigente del movimiento de la huelga.
—¿Usted nunca llegó a ser dirigente?
—Cómo no, después. Estuve en AGEUS, estuve en ‘Opinión estudiantil’, y ya después empecé a moverme…
Cuenta que en su juventud le tocó asumir papel de pellejín en ese proceso revolucionario. ¿Y en la guerra civil? ¿Cuál fue el papel de María Isabel? Durante las décadas de los setenta y ochenta, y gracias a la OPS, tenía un pasaporte diplomático que le permitía viajar por toda la región sin preguntas, sin registros. Y cuenta las andanzas de esa conflictiva época con naturalidad, como quien no tiene nada de qué arrepentirse. Cree, sin embargo, que aún no es el momento de que el país conozca esa etapa de su vida.
—Eso no lo vaya a poner (ríe); sobre todo en este momento, pensarían que me quisiera congratular con la izquierda militante.
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El 14 de mayo de 1949 fue sábado. Ese día el célebre violinista estadounidense Yehudi Menuhin aterrizó en El Salvador; en el céntrico cine Principal se pasaron las películas ‘Puños de Oro’ y ‘El látigo del Zorro’; y el mítico Almacén Liverpool anunció la llegada a sus estanterías de quesos de bola holandeses y revólveres ‘Colt 22’. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella obtuvo ese día su doctorado en medicina por la Universidad de El Salvador. La Segunda Guerra Mundial había finalizado apenas cuatro años antes.
Con su doctorado bajo el brazo, voló a México, a la que muchos consideran la capital de Latinoamérica. Sendas becas le permitieron obtener un posgrado de dos años en cardiología, y otro posgrado de tres años en ciencias fisiológicas. En total, cinco años de desarrollo personal y de intensa investigación en la que se puede considerar su segunda patria, con el permiso de otros países queridos, como Venezuela, República Dominicana y la Cuba de Fidel.
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En el salón principal de la casa de María Isabel hay 11 cuadros. Entre ellos, sobre un gran sofá rojo, el que en 1951 Pablo O’Higgins le regaló en México. Es su favorito. En ese lienzo oscuro se aprecia a un campesino salvadoreño con traje blanco y sombrero al final de su jornada de trabajo, o lo que su amigo interpretó que podía ser un campesino salvadoreño. «Ese cuadro lo quiero mucho», dice.
Fallecido en 1983, O’Higgins es el pintor que los entendidos definen como uno de los más aventajados discípulos del muralista Diego Rivera. Ambos y Clemente Orozco — otro gigante de la pintura mexicana — fueron en infinidad de ocasiones los compañeros de tertulia de la joven cardióloga.
—Yo cenaba todas las noches en casa de Rudolf Zuckerman, un inmigrante judío que hizo una amistad muy estrecha con los grandes artistas mexicanos — cuenta María Isabel con sincera naturalidad — . A su casa llegaba Diego Rivera, llegaba Clemente Orozco, y eran unas largas conversaciones. Una de las personas que más me impactó fue Diego, que era un solemne mentiroso, pero pasábamos escuchándolo con la boca abierta desde las 9 de la noche hasta las 2 de la mañana. Era una cosa maravillosa.
Además de estos nombres, hay una infinidad de personajes de indudable reconocimiento internacional que han pasado por su vida, y con quienes mantuvo o mantiene una relación cercana: Salvador Moncada, José Saramago, Monseñor Romero, Hugo Chávez, Halfdan Mahler, Hillary Clinton, Belisario Betancur, Gabriel García Márquez, Gustavo Kourí, Luiz Inácio ‘Lula’ da Silva, Eduardo Galeano… Y también está Fidel Castro.
—¿Alguna vez se ha parado a pensar cuántos conocidos suyos aparecen en enciclopedias?
—Fíjese que no, no me he puesto a hacer la cuenta.
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Consumado su proceso de formación académica en México, en 1954 regresó a El Salvador con una doble intención: seguir investigando y compartir sus conocimientos. Para ello se propuso trabajar como docente en la misma facultad en la que se había doctorado, y el Departamento de Fisiología era el indicado. Primero como profesora asistente, luego como profesora asociada y más tarde como profesora titular, tuvo que escalar todos los peldaños antes de convertirse en 1967 en la primera mujer al frente de la Facultad de Medicina de su universidad.
El grupo de médicos salvadoreños que ahora tienen entre 55 y 70 años es el que mejor conoció a la María Isabel docente y a la María Isabel planificadora de reformas académicas que pusieran al catedrático y al alumno como piezas fundamentales del puzle educativo.
Muchos de esos alumnos atravesaron la línea y se convirtieron en amigos. Entre ellos destaca uno: Salvador Moncada.
Moncada es el científico más ilustre que ha parido Centroamérica, y es un hijo de la Universidad de El Salvador. Nació en Honduras en 1944, pero a los cuatro años se trasladó con su familia a San Salvador. Ahí vivió hasta que, tras ser torturado por la Policía, fue expulsado del país en 1972. Su formación en la UES, concluida para ese año, le ha servido para ser el director de investigación de los laboratorios Glaxo Wellcome Research, de Inglaterra; para estar al frente del Instituto Wolfson para la Investigación Biomédica del University College, también en Inglaterra; para ganar en España el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica; para publicar más de 400 artículos científicos; y para ser dos veces candidato al Premio Nobel de Medicina.
Desde su despacho en Londres, Moncada — 62 años, barba y pelo ya canosos — habla así sobre María Isabel por medio de una cámara web: «No solo somos amigos, sino que yo la considero como mi profesora más importante». Ambos se escriben, se hablan y se ven con relativa frecuencia.
—Yo creo que María Isabel — afirma rotundo — nunca ha sido reconocida en El Salvador por todo lo que ha hecho.
—Casi es lo mismo que ocurre con usted.
—Bueno, yo tengo muchos años de estar afuera, pero ella tiene muchos años de estar haciendo un esfuerzo en la universidad, y no hay otra persona en El Salvador que haya hecho un esfuerzo tan grande, por tan largo plazo y tan honesto.
—Suena curioso que en su universidad no sea doctora Honoris Causa y sí en otras, incluida la UCA.
—Mire, el problema de esa universidad es que ha sido instrumentalizada políticamente. Debería regirse fundamentalmente por criterios académicos, y no digo que la universidad no deba participar en los problemas del país, pero no debe instrumentalizarse.
—¿Y no cree que los resultados de las elecciones significan que a la comunidad universitaria no le gustó lo que hizo la rectora?
—Eso es lo que me preocupa, porque siento que en los últimos ocho años lo que se trató de hacer es desarrollar la base científica y un sistema educativo superior serio para crear los profesionales que el país necesita. Y es una lástima que haya resistencia.
—¿A usted le parece que ha habido cambio en los últimos ocho años?
—Tremendo, tremendo, increíble… Después de la guerra, la universidad quedó muy golpeada y atrasada, y María Isabel ha hecho inversión, ha puesto el énfasis en el desarrollo científico y la educación, y eso habría que preservarlo y desarrollarlo, por el bien de El Salvador.
La admiración es mutua desde que coincidieron — en papeles de estudiante y maestra — en la Facultad de Medicina. Moncada y María Isabel se vieron muchos años después en La Habana. Con ellos, en esa ocasión, estuvo también Fidel. Ya no fumaba.
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Tras varios días de intentar reservar un hueco en su apretada — apretadísima — agenda de fin de gestión, el 1.º de octubre ocurre la plática telefónica en la que la rectora y un periodista al que hasta ese momento no conocía acuerdan la primera de las entrevistas.
—Entonces en mi despacho a las 11, y no nos movemos más.
—Gracias, doctora.
—Gusto de oírlo. A sus órdenes.
«A sus órdenes» suena a frase hecha, pero en el caso de María Isabel adquiere una literalidad sorprendente. En distintos momentos durante las casi seis horas de entrevista distribuidas en tres días, me sirvió café, me cortó pan dulce, subió y bajó las escaleras de su casa para recoger algún material, y hasta me pidió disculpas por estar atendiendo una llamada cuando abrió la puerta para la tercera entrevista, a pesar de que en principio sólo iba a ser una debido a su apretada — apretadísima — agenda de fin de gestión. María Isabel es una de las salvadoreñas más reconocidas en el mundo, pero su forma de ser no le impide llamarse a sí misma, durante la plática, feíta, pellejín y rascuache.
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El 13 de diciembre de 1969 fue sábado. Ese día el gobierno inauguró la segunda unidad termoeléctrica de la central de vapor de Acajutla; Cuatro Visión emitió la telenovela ‘La caldera del diablo’ a las 2 de la tarde; y a esa misma hora el niño José Gustavo Guerrero izó el pabellón nacional en la cancha de la colonia Guatemala, con lo que quedó inaugurado el campeonato de béisbol infantil y juvenil. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella se casó ese día con Víctor Arnoldo Sutter. Neil Armstrong había puesto sus pies sobre la luna apenas cinco meses antes.
María Isabel tenía 47 años, y él era dos décadas mayor que ella. La conocía bien. Tanto que, para la casa que mandaron construir — la situada junto al cuartel San Carlos — , él pidió que no tuviera cuarto de invitados, a pesar de que había espacio de sobra para ello. Temía, con razón, que ese cuarto siempre estuviera ocupado por alguien.
—Él había sido un hombre que prácticamente hizo toda su vida en el exterior, con la Organización Mundial de la Salud, en Europa. Entonces, tenía el sueño de venir a vivir a El Salvador. Nos casamos y él, feliz, pero lastimosamente se vino el 72, con la intervención de la universidad, y yo tenía que salir, y el pobre tuvo que venirse conmigo a México (ríe), un país que no le gustaba.
Víctor Arnoldo Sutter, quien también había sido ministro de Salud entre 1956 y 1958, murió en México. El matrimonio solo duró cinco años, y las edades de ambos impidieron a María Isabel ser madre.
— En qué año murió su marido?
—En 1972. Permítame… No, murió en el 73. Porque en el 72 fue la caída de Salvador Allende, ¿verdad?
— o, fue en 1973.
—Pues estoy equivocada, porque la caída de Allende la lloramos juntos. Entonces él murió en el 74.
—Bueno, quizá no tenga tanta trascendencia para esta semblanza.
—Pero sí tiene mucha trascendencia para mí (ríe condescendiente).
—Perdone.
—Sí, en el 74, y habíamos llegado a México en el 73, y luego me quedé hasta el 78, ya sola.
Unos meses antes de instalarse por segunda vez en México, había volado a Washington, la sede central de la OPS. Allá llegó exiliada, despedida de la Universidad de El Salvador — su universidad — en medio del caos ideológico que antecedió a la toma militar del campus en 1972.
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A Ana Guadalupe Martínez — santaneca, estudiante de Medicina, grandes ojos marrones, guerrillera y ahora democristiana — le tocó conocer a la María Isabel decana. El primer encuentro entre ambas fue en 1971, en el auditórium de Derecho.
Como decana, María Isabel tuvo que dar la charla de ingreso a unos mil alumnos, y no dudó en censurar que la política estuviera restando en el campus espacio a la investigación y al desarrollo académico. «Le chiflaron y le hicieron bulla — cuenta con entusiasmo la exguerrillera en un despacho verde de la Asamblea — , pero ya sabía que se iba a desquitar, porque nos iba a demostrar que estar en la facultad y ser médico obligaba a ser muy buen estudiante».
Los silbidos y la bulla, como supo más tarde, eran por ser una cientificista, y esa condición, sin importar el currículo, levantaba recelos tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha.
«En 1972 — inicia María Isabel el relato de su expulsión — tengo en la universidad uno de los momentos más dolorosos de mi vida».
Por priorizar el desarrollo científico sobre el activismo político la llamaron cientificista, y por crear para la facultad una biblioteca en la que abundaban las revistas en inglés la llamaron proimperialista. Animados por militantes sobre todo del Partido Comunista, a ciertos grupos estudiantiles se les ocurrió que había una persona que era un peligro: ella. Entre los líderes de esos grupos estaba Schafik Hándal.
—Es una buena persona, pero ese fue su gran error. Schafik, y esto nunca se ha dicho públicamente, dice: «Hay este problema: el poder académico en esta universidad es un peligro y hay que destruir el poder académico». Esa fue una tesis, y la otra tesis, de un argentino infiltrado aquí, era que este sistema estaba podrido, y la universidad estaba podrida; entonces, había que destruir la universidad para debilitar al sistema. En medio de esas tesis, se decide que a mí, igual que a otros profesores, se me iba a juzgar. Yo me quedo atónita. Según ellos, yo era imperialista y tenía nexos con organismos internacionales, me llevan a una sesión amañada del Consejo Superior Universitario, y deciden expulsarme de la universidad.
Esto sucedió unos días antes de que la Fuerza Armada — helicópteros y tanquetas incluidas — ocupara la universidad con la excusa de que había que poner orden. «Es en ese momento — reflexiona — cuando se pierde la universidad». Tras la intervención militar, se creó la Comisión Normalizadora que, lejos de normalizar, «crea terror, porque era la guardia metida dentro de la universidad».
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Es doctora desde hace 60 años, el gobierno mexicano la galardonó con el Premio al Mérito en Salud Pública, curó a enfermos de escasos recursos en el Hospital Rosales, es la responsable de promover la formación de médicos en toda América Latina, trabajó más de dos décadas para la institución hemisférica que vela por la salud, y recomendó en persona a Fidel Castro que dejara los habanos. Pero todo lo que María Isabel ha hecho por el bienestar de los demás contrasta con la dejadez — dejadez — con la que ha afrontado un serio problema que tiene en un ojo.
—Tengo una cosa — dice sentada en su mecedora de madera — que es algo verdaderamente vergonzoso, vergonzoso. A medida que el tiempo pasó, tuve las lógicas cataratas de la edad, que se me desarrollaron cuando llegué del exilio. Ahí ya fue evidente el diagnóstico.
—¿Y tuvo que operarse?
—Sí, cuando me eligieron me operé la primera catarata. El doctor López Beltrán, el que fue ministro de Salud, me la operó.
El cristalino es la parte del ojo que permite enfocar lo que vemos. Está situado justo detrás del circulito negro que hay dentro del iris, y debe ser transparente. El de María Isabel no lo es, y su visión es muy reducida. Algo así como un vidrio empañado por el vapor.
—¿Y la otra catarata?
—Pues quedamos que me la iba a operar a la semana siguiente, pero de eso han pasado ya ocho años, y todavía tengo una catarata. Total que yo ahora, para verlo bien a usted — y se quita los lentes — debo hacerlo sin anteojos, porque los ocupo sólo para leer. Se me desajustaron los ojos; con una catarata operada y la otra no, pues ando mal de la vista.
—Debería apuntarse al programa ‘Operación Milagro’.
—No, si ya tengo lista mi operación con Chepe López, pero yo nunca me he podido dar el lujo de tener cuatro días para mí, por eso tengo una catarata pendiente.
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Tras una breve estancia en Washington, su querido México fue el primer destino que le asignó la OPS. Allí, si bien le tocaba estar también pendiente de Cuba, República Dominicana y Haití, trabajó cinco años en programas para el desarrollo de médicos y enfermeras. De la capital mexicana se movió a Caracas en 1978, para seguir formando a profesionales, y en 1980 dio un salto en la jerarquía. La nombraron la representante residente de la institución en República Dominicana, cargo que ninguna mujer había desempeñado antes en país latinoamericano alguno. En Santo Domingo permaneció hasta 1982.
En definitiva, desde su salida de El Salvador y hasta mediados de los ochenta, fueron los años de viajes por toda la región con pasaporte de Naciones Unidas, y fueron los años en los que conoció las ventajas y los inconvenientes de trabajar más de dos décadas con cargos de responsabilidad en una institución como la OPS. También fue el tiempo en el que más se agrandó su lista de países visitados, de amistades ilustres y de reconocimientos a su labor.
Héctor Dada Hirezi — diputado, 69 años, padre de cuatro hijos — la conoce desde que él era apenas un muchacho. Se define como su amigo, y desde esa postura da su opinión sobre el nombre que ella se supo labrar: «Yo mismo trabajé en organismos internacionales y pude comprobar la estima que tenían a la capacidad de María Isabel para abordar los problemas de salud: con seriedad, con firmeza y con determinación».
Tras su paso por la República Dominicana, se jubiló, pero lo hizo a su manera: trabajando más. Siguió en la OPS, pero como consultora. De esa etapa destaca la creación del Programa de Formación en Salud Internacional, que desde 1985 ha servido para capacitar a cientos de profesionales desde Alaska hasta la Patagonia.
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Todos los sábados, desde que tiene noción del tiempo, María Isabel tiene una cita ineludible con la peluquería. Allí le arreglan el pelo, las manos y los pies. «Yo cuido mi persona, y creo que la imagen es importante en cualquier posición en la vida», se justifica.
No se trata sólo del pelo y las uñas; importantes también para ella son los accesorios. Salvo el pin rojo con la imagen de la Minerva clavado en la solapa, en los tres días de entrevistas no repitió anillos, pendientes ni collar. Y no se trata sólo de los accesorios; importante también para ella es el vestuario. Todo tiene que estar conjuntado, incluso aunque no sea quien se enfunde la ropa que elige.
—Le voy a contar algo — dice Ana Guadalupe, la estudiante que terminó en la guerrilla — : el vestido que yo tengo en las fotos históricas de los Acuerdos de Paz en Chapultepec, ella me lo hizo llegar desde Washington para la ceremonia oficial.
Era un vestido de tres piezas. Una chaqueta larga negra, una blusa blanca y una falda negra que llegaba por debajo de la rodilla. En el paquete que llegó hasta la capital mexicana en el equipaje de una amiga común también iba — perfectamente conjuntado — un cinturón. Ana Guadalupe aún conserva ese regalo.
Para María Isabel es una de esas anécdotas que, por su particular concepción del respeto hacia los demás, nunca saldrían de su boca ante un periodista.
—Me dijeron que uno de sus vestidos estuvo en la firma de los Acuerdos de Paz.
—No, yo no estuve — trata de evitar el tema — en los Acuerdos…
—He dicho uno de sus vestidos.
—¡Ay! No vaya a decir eso, por favor (ríe).
—¿Y por qué no? Ana Guadalupe lo contó.
—Sí, yo le regalaba ropa, pero si lo dice, dígalo como que ella lo dice.
***
No es el envejecimiento. Lo peor del paso del tiempo para María Isabel es ver que siguen los grandes males de la humanidad: la pobreza y la injusticia. Y todos esos males los atribuye «a esta gran peste creada porque la dimensión económica se tragó la dimensión social».
Pudiendo vivir en Estados Unidos o Europa, sigue aferrada a El Salvador, un país en el que cada semáforo le recuerda lo peor del paso del tiempo, un país que aplaude más al Álex ‘Paleta’ Erazo o a Arquímedes Reyes que a Salvador Moncada.
—¿Por qué sigue en El Salvador? ¿No cree que lo que usted hace sería más valorado en otros países?
—Pero nunca me voy a sentir tan bien como en este país, a pesar de las dificultades. Yo siempre dije que no me iba del todo. A mí me arrancaron, y me sentí muy amargada cuando me tuve que ir, porque sabía que a lo mejor ya no regresaba.
—Salvador Moncada lleva tres décadas en Inglaterra.
—Aunque me va a matar si oye esto, yo pienso que Salvador no tenía las raíces que tengo yo. Salvador se vino de Honduras muy chiquito, pero este país lo trató muy mal.
***
El 22 de octubre de 1999 fue viernes. Ese día, mientras Ecuador se asombraba ante la furia del volcán Tungurahua, en El Salvador se anunciaba el inminente estreno de ‘El proyecto de la bruja de Blair’, y los diputados discutían la conveniencia de teñir de verde la leche en polvo que llegaba al país como donativo. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella fue elegida ese día como la primera rectora en la larga historia de la UES. Ella cumplió 77 años apenas dos semanas después.
José María Tojeira — gallego de nacimiento, actual rector de la UCA — admite que la elección de quien ahora define como una gran amiga fue una sorpresa: «Yo no la conocía de nada, ¡pero de nada! Y alguna gente dijo que era muy buena y tal, pero con 76 años, ¿cómo iban a poner a una persona de 76 años? A mí me pareció una irresponsabilidad de la UES». Transcurridos ocho años, su criterio ha cambiado, y cree que ha sido «una gran rectora».
En contraposición, Vanegas, el que se quedó en 1999 a un paso de ser rector, señala una larga lista de desaciertos en la gestión. En su mundo, en los últimos ocho años ha faltado planificación, se han descuidado las facultades, no se han rendido cuentas a la población, ha habido desorden financiero y administrativo… Por acusarla, a María Isabel la acusa hasta de haber matado al espíritu.
—Antes aquí — dice Vanegas — había algo que llamábamos el espíritu universitario; no sé si lo hay en otras universidades, pero aquí ahora las personas no quieren trabajar ni un segundo más si no les pagan, porque se ha generado esa cultura.
***
Mediocridad significa cualidad de mediocre, y mediocre significa de poco mérito, tirando a malo. De todas las palabras que aparecen en el diccionario, María Isabel eligió esa para calificar a los detractores que tuvo en la universidad, para calificar a quienes la acusan de privatizadora.
«Tiene una tolerancia muy baja para la mediocridad, y se pone muy tajante». Estas palabras corresponden a Paolo Luers — alemán y dueño del restaurante La Ventana — , una de las personas que más defendió públicamente a María Isabel en 2005, con la intensificación de la campaña de desprestigio en contra de la rectora. Su trinchera era la columna que mantenía en el periódico digital ‘El Faro’.
La chispa — la excusa lo llama ella — fue el préstamo por 25 millones de dólares que la rectoría pretendía conseguir del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para poner en marcha el Proyecto de Fortalecimiento, elaborado por la propia rectora.
Tojeira resta, a su manera, trascendencia al uso de la palabra: «Cuando la he oído hablar en esos términos de personas que yo conozco, y ella me ha dicho que el problema de esa persona es que son bastante mediocres, siempre he coincidido en el criterio».
Dada Hirezi, el diputado que la conoce desde que era un muchacho, dice que sólo le ha escuchado la palabra mediocridad «a partir de su batalla por lo del BID». Circunscribe su uso a una manera de expresarse ante actitudes que tienen como resultado que los pobres, por ser quienes sólo pueden acceder a la enseñanza pública, sean condenados a una educación de mala calidad, mediocre.
Sea como fuere, lo cierto es que incluso en el Consejo Superior Universitario se pidió de forma expresa que dejara de utilizar los términos mediocre y mediocridad, como bien recuerda Vanegas. Él recibió en alguna ocasión ese calificativo. «Decirle mediocre a los profesores es arrogancia, porque eso hay que comprobarlo», se defiende.
—Doctora, después de hablar con gente que la conoce, uno llega a la conclusión de que la palabra mediocridad la usa como un arma arrojadiza.
—Fui muy dura, ¿verdad?
—Incluso me dijeron que le pidieron no utilizar esa palabra en las reuniones del consejo.
—Sí (ríe), me pidieron que no volviera a mencionar ahí la palabra mediocridad. Se sintieron lastimados, pero yo no se lo estaba diciendo a ellos. Claro, directamente, pero en el fondo, sí.
—¿Desde cuándo usa usted esa palabra?
—La mencioné una vez cuando estábamos discutiendo el programa de fortalecimiento, y esa gente se sintió ofendida. Pero mire usted, decir que el desarrollo de los centros de excelencia era un error, y que lo que debía de hacerse era dividir el dinero del préstamo por igual entre las 12 facultades, ¿no le parece que es un pensamiento que favorece la mediocridad? No estimula el desarrollo científico, no estimula los cerebros y no estimula lo intelectual. Y esa ha sido la bandera que este grupo ha tenido durante todo el tiempo.
***
Un resumen numérico sobre cómo deja María Isabel la universidad diría lo siguiente: nunca antes hubo tantos estudiantes inscritos — 45 926 — ; nunca antes tuvo un presupuesto tan alto — 58 millones de dólares en 2007 — ; y nunca antes un profesor ganó tanto — hasta 2 400 dólares más sobresueldos — por impartir clases. Pero las cifras casi nunca son la herramienta idónea para retratar…
Martes, 11 de septiembre de 2007. 7:28 p.m. Sentada en una de las sillas del pasillo que hay junto a las aulas 5 y 6 de la Facultad de Jurisprudencia, Crisnabell Juárez — pelo castaño, piel blanca y aspirante a licenciada en idioma inglés — lee y subraya. Subraya y lee. No parece molestarle que afuera haya un concierto que estremece el edificio. Una de las siglas que participa en las elecciones creyó que la música es un argumento para ganar votos.
Ahora sube el grupo Mestizo, pero antes fue un dúo formado por Musa del Sol y Marielos Chacón el que ocupó el escenario instalado en el corazón del campus, entre el edificio de Jurisprudencia y el de la rectoría. Septiembre es el mes más lluvioso de la estación lluviosa, y hoy llueve, pero no lo suficiente. La música continúa gracias a un gran canopi azul sostenido por seis varas de metal. Mestizo canta covers, y entre canción y canción pide el voto para un aspirante a decano de la Facultad de Ciencias y Humanidades.
Aunque no va con ellos, en las aulas 2, 3, 5 y 6 de Jurisprudencia deben tragarse la petición, y las canciones, mientras reciben sus clases. El potente equipo de sonido permite al grupo Mestizo tener más oyentes en sus pupitres que frente al escenario. Y entre esos oyentes involuntarios está Crisnabell.
—¿Seguido hay conciertos en el campus?
—Creo que en este ciclo es la primera vez.
Crisnabell, en tercer año ya pese a sus 19 años, parece más sorprendida por mi pregunta que por su respuesta.
El respeto y la tolerancia son valores que se suponen en toda comunidad universitaria, pero en la UES, hoy por hoy, se pueden boicotear clases con un concierto. No hay quien lo impida, y sí hay quien lo ve con total naturalidad, como si fuera una actividad más.
Además de la música, también hablan en silencio de la universidad los carteles que hay pegados en las paredes. Uno llama al civismo: «Hagamos uso de los recipientes de basura; no tirarla al suelo». Otro llama al respeto: «Diga no al acoso sexual». Son recordatorios que todavía — todavía — se necesita hacer a los estudiantes de un centro de educación superior.
Esta que no está en los resúmenes numéricos también es la UES que deja María Isabel.
***
En los últimos minutos de la última de las entrevistas, María Isabel dice lo que hará ahora que no es rectora. Aprovechará para escribir, aprovechará para reconciliarse con el cine y la cocina, aprovechará para ayudar a quien quiera ser ayudado, aprovechará para intentar que más gente se forme en el extranjero, quizá aproveche para operarse la catarata pendiente, y aprovechará para realizar algunos proyectos de investigación. Seguirá fiel al trabajo permanente, ese elixir al que ella atribuye llegar a su edad con un envidiable estado de salud.
—Doctora, ¿usted piensa en la muerte?
—Fíjese que no. Nunca lo he pensado, y me preocupa mucho la gente que vive pensando en morirse, esa gente que gasta su vida pensando en el miedo a la muerte. Yo no tengo miedo a la muerte.
María Isabel cumplirá 85 años el 5 de noviembre de 2007. Es huérfana, enviudó hace 33 años y no tiene hijos, ni nietos, ni bisnietos biológicos. Pero seguirá aprovechando una vida que ella define como demasiado generosa: «Más de lo que me merezco».
Por eso hay una canción — ‘Gracias a la vida’, de la chilena Violeta Parra — que nunca la deja indiferente.
Por eso es la que pide que le canten siempre que tiene oportunidad.
¿Te gusta el periodismo de largo aliento? Esta pieza titulada originalmente ‘Estudió, educó, batalló, naufragó, rio’ forma parte de mi libro Made in El Salvador, que está a la venta en Amazon, tanto en formato impreso como en formato eBook. Recopila 16 de las mejores crónicas y perfiles que he firmado en mi carrera, con piezas indispensables para comprender el El Salvador de la posguerra, como ‘Yo violada’, ‘La ciudad del Mago’ o ‘Pasión y orines en Vietnam’.
En Latinoamérica también puede adquirirse en la web Autoreseditores.com, que imprime ejemplares bajo demanda en Argentina, Perú, Colombia, Ecuador, Chile, México, Venezuela… Puedes consultar en este enlace .
Si vives en El Salvador, puedo hacértelo llegar con dedicatoria y autografiado a través de Correos de El Salvador. Pregunta sin compromiso en mi cuenta de Twitter/X ; mi DM está abierto. O escríbeme a robertogasteiz@yahoo.com
https://medium.com/media/2290fd43d1a1cdd21146ce5b3fa09eab/href[image error]October 17, 2025
Una reseña de mi ‘Carta desde Zacatraz’ desde Seattle: «Esto es un duelo…»
Hace unas pocas semanas, un par de ejemplares de mi Carta desde Zacatraz viajaron hasta Seattle, Washington, Estados Unidos. Hace unos pocos días, la destinataria me envió este mensaje que me sacó las lágrimas. Primero le pedí permiso para publicarlo en este blog, y por eso usted está leyendo esto ahora.
Imagen digital generada por RobeNeoHola, Roberto, ¿cómo estás?
Gracias de nuevo por haber ido, como dicen los gringos, «above and beyond» para hacerme llegar los libros que te encargué.
Distintos contratiempos me impidieron leer Carta desde Zacatraz hasta ahora. Pero tengo que decirte que, si existe la resaca de lectura, esto no le llega ni a los talones; más bien es un duelo. Sufrí con tu libro… ¡cuánta atrocidad! No tenía con quién comentarlo porque me lo leí antes que mi pareja, y no quise contárselo para no arruinarle la lectura.
En primer lugar, tu trabajo de investigación durante todos esos años es impresionante. Es una lectura imprescindible para entender el fenómeno de las maras. En los noventa, de la noche a la mañana, pasamos de la guerra civil a la «paz». Ha sido importante para mí leer sobre lo que pasó en los años de posguerra que viví en mi país.
El hecho de poder «escuchar», como lectora, un mismo relato corroborado o contrastado por tantas voces es un valor agregado. La historia que cuentas en tu libro supera con creces a la ficción.
Te escribo ideas sueltas que hubiera querido compartir mientras leía el libro; por supuesto, corregime si estoy equivocada. Mientras leía, más de una vez tuve escalofríos y una especie de terror tardío al recordar cada encuentro que tuve con las maras; no todos tuvieron la fortuna de que no pasara de un susto.
La forma en que describís la evolución de las maras corresponde a lo que vivimos en comunidades como Prados de Venecia, en Soyapango.
Tu narrativa descriptiva (el capítulo de La Choricera, por ejemplo) es digna de la mejor novela del realismo mágico; casi estuve ahí mientras leía.
Mi mamá dice que el hubiera no existe, pero en tu libro hay momentos en los que uno se pregunta qué habría sido de la vida de los protagonistas, tanto víctimas como victimarios, si esto u lo otro hubiera sido diferente. Como decís en tu libro, las tragedias no siempre son inevitables. ¿En algún universo paralelo habrá una versión del Directo como tutor de muchachos en un centro de rehabilitación, enseñando con el ejemplo que es posible dejar las maras?
Cuando insinuaste la muerte de Rosa, pensé que había sido por la ley de la mara de condenar a muerte a la familia de un traidor, pero el horror estaba lejos de tocar fondo. Me pregunto qué será de Mayra y Andy. Espero que tengan un destino más afable que el de sus padres.
¿Podrías conseguirme una copia de tu libro Hablan de Monseñor Romero? No se vislumbra un viaje mío a El Salvador en un futuro próximo, así que no hay ninguna prisa.
Bueno, perdona lo extenso del mensaje, pero tu libro da para eso y más.
Un abrazo.
No hay nada que perdonar, Xiomara. Al contrario, gracias a usted por este sentido mensaje, que es puro combustible para seguir en esto.. De corazón se lo digo. Ojalá algún día podamos coincidir y tomar un café. Abrazo.
¿Te gusta el periodismo narrativo? Mi libro Made in El Salvador está a la venta en Amazon, tanto en formato impreso como en formato eBook. Recopila 16 de las mejores crónicas y perfiles que he firmado en mi carrera, con piezas indispensables para comprender el El Salvador de la posguerra, como ‘Yo violada’, ‘La ciudad del Mago’ o ‘Pasión y orines en Vietnam’.
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https://medium.com/media/128640f4bb309c1057d67ca3a629988d/href[image error]September 29, 2025
Catalino Miranda en 2010: «El presidente que viole la Constitución para controlar la violencia…
Catalino Miranda es un empresario del transporte urbano; un ‘busero’, en el argot popular salvadoreño. En enero de 2010, en medio de una ola de asesinatos de las pandillas MS-13 y Barrio en contra de motoristas y cobradores, me concedió esta entrevista. Yo estaba reporteando una crónica para el diario español El Mundo sobre el peligro que suponía ser chofer de autobús, y creí oportuno sentarme con Catalino.

El presidente entonces era Mauricio Funes, quien apenas cumplía su octavo mes al frente del Ejecutivo. Y Catalino le hizo esta sugerencia que hoy, más de tres lustros después, suena premonitoria: «Este es el momento en el que Funes debe de tomar decisiones valientes en materia de seguridad, y estoy convencido de que el 99% de los salvadoreños lo apoyaremos. Aunque viole la Constitución y lo enjuicen cuando tenga 80 años, pasaría a la historia como el presidente más popular».
En El Salvador, el transporte urbano es público, pero el sinfín de rutas urbanas e interurbanas están concesionadas a empresarios o cooperativas que trabajan bajo regulación estatal. Miranda opera en 2010 una ruta de 200 microbuses y también está al frente de FECOATRANS, una de las gremiales más influyentes del país.
Según las cifras que maneja FECOATRANS, el 96 % de los empresarios paga renta a las pandillas (Mara Salvatrucha y Barrio 18) o a otras mafias, y el monto anual de lo que cancelan es de unos 18 millones de dólares. Miranda — 51 años, 15 en el rubro — dice que él no se deja extorsionar, pero eso también tiene un precio. Ha sufrido atentados, quema de unidades y en su oficina, situada en el caótico centro de San Salvador, el recibimiento te lo dan hombres armados con fusiles de asalto Ak-47.
137 muertos tan sólo en el año 2009…
Y esa cifra se refiere solo a cobradores, motoristas y empresarios. Ahí no están incluidos los usuarios que mueren en asaltos dentro de las unidades.
Ser conductor de bus es una profesión de riesgo en El Salvador.
El problema de nuestro país es el tema de la renta, que se ha vuelto una industria que reporta millones a los delincuentes. La muerte de nuestros compañeros en buses y microbuses es la imagen más visible, pero la extorsión afecta a las tiendas, a los mercados, a los médicos…
¿Cuándo la extorsión comenzó a ser un problema?
Arreció a finales de 2004 — unos meses después de que el Gobierno impulsara el plan represivo Mano Dura — , pero al principio, además de las maras, también nos extorsionaban oportunistas que hicieron su agosto aprovechando el temor que había.
¿Saben a cuánto ascienden los pagos?
Se hizo un sondeo, se calculó un promedio, y se estimó que el pago que exigen por unidad es 5 dólares diarios. Como en el país hay 10 000 unidades circulando, son 50 000 dólares diarios, 18 millones de dólares al año. Esa cantidad les llega sólo de este gremio.
¿Es suposición o certeza que son las pandillas las que están detrás?
Una certeza. Quizá siga habiendo algún grupo de aprovechados, pero esos son fáciles de reconocer porque no cumplen sus amenazas de muerte. Las estructuras organizadas, como las pandillas MS-13 y 18, sí responden, y 137 cadáveres en un año es un mensaje más que claro. La mayor parte son las pandillas. Ahora bien, tantos millones no están en manos de los jefes de las pandillas presos. Nosotros pensamos que ese dinero se distribuye entre los abogados, fiscales, policías y jueces corruptos que hay en el país, y una buena parte también le queda al mercado negro de venta de armas. Todos ellos se benefician de las extorsiones.
¿Podría ser más explícito?
Miremos el ejemplo de los abogados. Cuando cae un jefe de pandillas no lo defiende un abogado de oficio, sino alguno que les cobra hasta 30 000 dólares con el cuento de que hay que sobornar al fiscal o al juez. Quien paga esos costos somos nosotros, porque suben la cuota cuando tienen que afrontar pagos de ese tipo.
https://medium.com/media/c74dc687f9ee13400a2e1b3e6d52a1b1/href¿Qué tipo de coordinación tienen con la Policía Nacional Civil?
Con la Policía nos estamos reuniendo, y eso es bueno, pero de nada sirve reunirse cuando no hay creatividad; ni acción, ni dirección. Como empresario y como salvadoreño mi opinión es que hay que revisar el Consejo de Seguridad Nacional; que hay que revisar la Dirección de Centros Penales, que es de donde salen las órdenes de extorsión; y que hay que revisar las empresas de telefonía, que por sacar unos dólares más venden los chips en las calles como si fueran mangos.
¿Y qué papel debe tener el Gobierno del presidente Mauricio Funes?
En este tema lo que falta en el Gobierno es liderazgo, y el primero en dar ejemplo debería ser el ciudadano presidente. Este es el momento en el que él debe de tomar decisiones valientes en materia de seguridad, en las que estoy convencido de que el 99 % de los salvadoreños lo apoyaremos. Aunque viole la Constitución y lo enjuicen cuando tenga 80 años, pasaría a la historia como el presidente más popular.
¿Está pidiendo que el presidente viole la Constitución?
Es que no puede estar más violada de lo que está; la Constitución está ahora peor que la avenida Independencia (una zona de prostitución en la capital). Aunque la viole un poquito, si es para controlar la situación en la que está el país, Mauricio Funes sería un líder histórico.
Usted ha dicho que como empresario prefiere morir con las botas puestas que ser extorsionado.
El patrimonio de cada empresario es porque se lo ha ganado y tiene que defenderlo, y el que no lo defiende se vuelve cobarde. En este país, si yo disparara a alguien que viene a quemarme una unidad, el procurador de Derechos Humanos montaría un gran escándalo; parece que uno no tiene derecho a defender sus bienes.
Suena como si quisiera que hubieran grupos de limpieza social…
Al contrario. Estoy llamando a una resistencia nacional, integrada por exmilitares, abogados, políticos buenos, policías y jueces honrados, para unirnos con el Gobierno y crear un grupo de 1500 policías capacitados y respaldados jurídicamente para enfrentar al crimen organizado. Perseguir el delito sin piedad.
Sin piedad, pero ¿dentro de la ley?
Ese es un temor que yo tengo como empresario. El Estado debe tomar control de este descontrol porque, si no, quizá algún empresario que se sienta sofocado quiera tomarse la justicia por su mano.
Ya ha habido episodios en el pasado.
Y estamos trabajando ahora para que no se repitan.
Esta es una versión ligeramente modificada de una entrevista de mi autoría publicada en el diario El Mundo de España el 8 de enero del año 2010 y que republico como homenaje póstumo a Catalino Miranda, notable empresario salvadoreño del transporte público fallecido este 19 de septiembre de 2025. QEPD.
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https://medium.com/media/46ae25973876c51c75c3e7c07e203ef0/href[image error]September 23, 2025
Narrativas bukelistas
«El Salvador se ubica en el octavo lugar de los 10 países más seguros en el mundo». Esta es la nueva ocurrencia del bukelismo para seguir atornillando la narrativa de que nuestro país es desde 2023 «el más seguro del hemisferio occidental» y de que ahora vamos camino de convertirnos «en el país más seguro del mundo», como tuiteó el propio presidente, Nayib Bukele, el 1 marzo de 2025.
Los padres de esta nueva ocurrencia son el Círculo de Reflexión Política Siglo XXI. La frase entrecomillada la extraje del boletín informativo que publicaron el 15 de septiembre.
Imagen digital generada por RoboNeoEl disparate de que sólo hay en la Tierra siete países más seguros que El Salvador no viene de un fanático bajo los efectos del alcohol, ni de un youtuber que monetiza el odio, ni de un tertuliano a sueldo de los que inundan la radio y la televisión. No, algo así lo ha publicado, repito, el círculo de reflexión surgido en julio para respaldar el bukelismo con datos y argumentos, pero cuyos ocho intelectuales lo único que han demostrado hasta la fecha es una genuflexión absoluta a las narrativas que emanan de Casa Presidencial.
Italia, Arabia Saudita, España, Egipto, Suiza, Japón, Polonia, Vietnam, Australia… Más de 70 países tienen tasas de homicidios inferiores a las 1.9 por cada 100 000 habitantes que El Salvador registró oficialmente en 2024.
—¡Ah, pero estamos en 2025! —dirá alguno.
Incluso con el ligero repunte de asesinatos que la Policía Nacional Civil (PNC) está registrando este mes de septiembre, se proyecta que 2025 cerrará con unos 80, lo que supone una tasa de 1.3 por cada 100 000. Más de 50 países están por debajo de esa tasa. ¿Cómo se atreve un grupo que aspira al respeto intelectual a publicar en su boletín informativo que «El Salvador se ubica en el octavo lugar de los 10 países más seguros en el mundo»? Lambisconería pura y dura.
En materia de seguridad, la narrativa del bukelismo está empeñada en demostrar que El Salvador ha pasado del infierno al paraíso en unos pocos años. Y, por supuesto, es innegable que hoy es menos inhabitable que hace 10 o 20 años. Como periodista y ciudadano, doy fe de esa mejora, que ha llevado al país del negro al gris clarito, porque visito con frecuencia comunidades otrora sometidas por las maras y que hoy viven un alivio que muy pocos creyeron posible antes del régimen de excepción. El reparto La Campanera de Soyapango o la comunidad Las Palmas de San Salvador son tan solo dos ejemplos.
La mejora en la seguridad es indiscutible, pero no es necesario mentir, exagerar o tergiversar este logro.
El 28 de enero de 2024, el presidente Bukele tuiteó por primera vez esta idea: «Convertimos el país más inseguro del mundo en el país más seguro de todo el hemisferio occidental» y lo apostilló con un «dato mata relato». El problema es que los datos demostraban que Canadá seguía siendo el país con la tasa de homicidios —la seguridad es algo más complejo, que exige tener en cuenta más variables— más baja del continente. En 2023 la tasa de El Salvador —la oficial y maquillada— fue 2.4. La de Canadá, 2.0. Lo detallé hace un año en una columna.
Canadá, que es un país serio y se toma su tiempo para procesar sus homicidios, publicó hace unas pocas semanas, a finales de julio de 2025, sus cifras oficiales de 2024: una tasa de 1.91 homicidios por cada 100 000 habitantes. La tasa de El Salvador en 2024 fue de 1.89… con su registro oficial, el maquillado.
¿A qué me refiero con eso de un registro maquillado? A que el bukelismo no contabiliza como homicidio, por ejemplo, la muerte de Catalino Aparicio, un anciano de 74 años del cantón Natividad de Santa Ana, enclenque, medio ciego y con problemas mentales al que un soldado ametralló con su fusil M-16 el 21 de febrero de 2025. Dicen que, en su enajenación, el anciano había desenvainado primero un corvo, lo que fue suficiente para que su homicidio fuera excluido de la contabilidad oficial. Para el bukelismo, ese 21 de febrero es un día con cero homicidios.
Imagen digital generada por RoboNeoNo sólo la supuesta defensa propia; hay al menos otras dos variables — cuerpos en fosas clandestinas y vapuleados en cárceles — que en prácticamente todos los países del continente se registran como homicidios, pero que El Salvador decidió no contabilizar a partir de 2022. Sin embargo, sí los cuentan para referirse a 2015, 2009 o 2003. El sesgo político ha contaminado un tema que debería ser eminentemente técnico, como sí ocurre en Canadá.
Mencioné a la pasada lo de los mil días con cero homicidios en la Administración Bukele. Es otro constructo publicitario. Lo dije muy claro en televisión y lo vuelvo a repetir: esa contabilidad es un invento que, para desmontarlo, ni siquiera hay que apelar al maquillaje. Las propias cifras oficiales de la Fiscalía y del Instituto de Medicina Legal — ambos controlados por el bukelismo desde mayo de 2021 — desmienten el recuento de la PNC, que fue celebrado con gran fanfarria.
De las tres instituciones que monitorean la violencia homicida en El Salvador, la PNC es la primera en publicar los datos. Sin embargo, semanas después, los técnicos de las tres instituciones se reúnen y establecen el considerado como dato país. Los números policiales son los menos fiables. Siempre ha sido así.
En 2025, los tres homicidios que la PNC había reportado en enero aumentaron a cinco tras la reunión de la Mesa Técnica. Los ocho de marzo se convirtieron en trece. Y los dos del mes de julio, en cuatro. En promedio, la PNC reporta al cierre de cada mes un 20 % menos homicidios que los que finalmente quedan registrados como dato oficial. Pues bien, la campaña publicitaria de los mil días con cero homicidios se basó en la contabilidad policial, no en la consensuada.
¿Quieren otro ejemplo de surrealismo numérico? La capacidad del CECOT para albergar a 40 000 mareros. Es falso. El Centro de Confinamiento del Terrorismo tiene ocho módulos con 32 celdas cada uno, construidas para 80 personas. En total, 20 480, ¡la mitad de la cifra oficial! ¿Van a meter ahí algún día a 80 000 o 120 000 personas? El tiempo lo dirá, pero esa cárcel se construyó para poco más de 20 000 personas, igual que un Toyota Corolla está diseñado para cinco, aunque alguien meta a nueve y al perro.
En definitiva fin, en materia de seguridad, el tema más sensible y valorado por los salvadoreños, el Ministerio de la Verdad de Casa Presidencial (no pude resistirme al guiño orweliano) promueve narrativas con criterios propagandísticos, no técnicos. Hay una mejora real en la seguridad en El Salvador, pero algunas de esas narrativas no superan un debate técnico elemental.
Caso y mención aparte es la jauría de voces que compite por ser más papista que el propio Papa. Esas voces no escatiman insultos, difamaciones ni calumnias contra cualquiera que se atreva a cuestionar las narrativas bukelistas, sobre todo si se hace desde la imparcialidad, con argumentos y datos contundentes. Son el lado más cruel y acosador de la misma moneda que lleva a algunos intelectuales a publicar sin ruborizarse que «El Salvador se ubica en el octavo lugar de los 10 países más seguros en el mundo».
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[image error]September 5, 2025
En misa con el padre Tojeira
Esta iglesia es diferente. Hasta el 13 de enero de 2001, el día del terremoto, las misas se oficiaban en el edificio de al lado, inaugurado hace un siglo, y cuyas dos torres serán hasta que otro terremoto las bote el emblema de la ciudad de Santa Tecla. Situada en el centro, la iglesia de El Carmen es como un garaje largo y estrecho, solo que en vez de carros está lleno de bancas de madera. Las paredes son de lámina y la decoración es escueta, nada que ver con las solemnidades a las que nos tiene acostumbrados la Iglesia católica. Hay un cartel pegado que dice ‘La pobreza toca el corazón de Dios’.

Son las 8 de la mañana del primer domingo de noviembre del año 2009, y en el púlpito está el rector de la UCA, el padre José María Tojeira, que cubre la ausencia por viaje del padre Jon Sobrino. El padre Tojeira es largo como un palo de escoba, y sería difícil calcularle los 62 años que ha vivido si no fuera por sus abundantes canas. Ahora lleva una sotana verde que deja al descubierto los bajos de sus jeans. En la mesa hay un ramo de flores y tres velas encendidas. Justo antes de que comience con su homilía, el coro entona una canción sentida, con pasajes filosos, como aquel que dice que la Biblia es algo que sirve para «chapodar toditas las amarguras que hay en nuestra sociedad». O el estribillo, que presenta las Sagradas Escrituras como «la palabra del pueblo que busca y construye su liberación».
El padre Tojeira se acerca al micrófono, lo eleva acorde a su altura y lee San Mateo 5, 1–12. Luego hace su interpretación, que no tarda en desembocar en la realidad nacional.
—En El Salvador —se envalentona el padre Tojeira— , y a pesar de las medidas oficiales del Gobierno contra la pobreza, se nos dice, y yo creo que hay más pobreza que la que dicen las mediciones oficiales, que hemos pasado de un 30% de pobres a un 40%, de 2007 a 2009. Es decir, 600 000 personas más están hoy en un nivel de vida de pobreza.
Al fondo de la iglesia, pegado contra la pared, un anciano escucha postrado en su silla de ruedas y con la cachucha sobre sus piernas en señal de respeto.
—¿Y cómo se explica eso? —prosigue— . Hay una especie de guerra de los poderosos contra los débiles, ¿verdad? Porque los poderosos no han dejado de vivir bien. A veces a mí me dan risa, y me voy a meter en un tema en el que no me suelo meter en las homilías, estos pleitos en el partido ARENA sobre por qué perdieron las elecciones. Que si fue malo el candidato, que si no sé qué, que si no se cuánto… Pero si es relativamente normal, si hay 600 000 personas que en dos años han pasado a ser pobres, sea ARENA, FMLN o sea quien sea, lo normal es que pierda las elecciones, porque la gente se desespera. La gente siente cuando tiene el bolsillo o hasta el estómago vacíos.
El Salvador es un país en el que la televisión está llena de analistas —serios los menos, con su opinión hipotecada los más— que se pasean altaneros por los canales de televisión y las páginas de los periódicos. Sin embargo, es en esta humilde iglesia de Santa Tecla, desde un púlpito, donde me ha tocado escuchar uno de los análisis más concisos y diáfanos sobre la histórica derrota de la derecha en las elecciones del 15 de marzo de 2009.
Esta es una versión ligeramente modificada de una entrada publicada en mi blog el 5 de noviembre del año 2009 y que republico como homenaje póstumo al padre José María Tojeira, cuyo fallecimiento ha sido notificado este 5 de septiembre de 2025 por la Compañía de Jesús. QEPD.
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[image error]August 31, 2025
Gabriel García publica un tuit
Aquel domingo, Gabriel García amaneció con una cruda que lo mantuvo media mañana atolondrado y desganado, pero la sopa milagrosa que le preparó Mercedes cumplió su cometido. Tras ese almuerzo reconfortante y un café doble, Gabriel logró sentarse frente a la computadora y avanzar en su novela mucho más de lo esperado, teniendo en cuenta cómo el día había comenzado.
Imagen digital generada por RobeNeoLlovió casi toda la tarde, lo habitual a finales de agosto en Ciudad de México, pero no era algo que a Gabriel le molestara; al contrario, el sonido de la lluvia le resultaba balsámico y le ayudaba a concentrarse. En poco más de cinco horas escribió unas 2500 palabras nuevas para el capítulo 11, además de revisar y autoeditar otras tantas que ya tenía escritas y reescritas. Cumplió lo que tantas veces no cumplía: usar internet solo para hacer consultas esporádicas y fugaces sobre lo que estaba escribiendo.
Aún le quedaba una media hora de sol a aquel día cuando Gabriel se convenció de que había sido una jornada más que satisfactoria. Se sentía bien consigo mismo, contento por lo que había escrito sobre las insípidas relaciones sexuales que mantenían Aureliano Segundo y Fernanda del Carpio. Esa sensación de satisfacción fue la que lo llevó a conectarse a internet y abrir Twitter, su red social favorita, como lo era para la inmensa mayoría de los periodistas de su generación. Y es cierto que habían pasado más de dos años desde que fue rebautizada como X, pero él seguía llamándola Twitter: tuitear, tuit, tuitero…
En 2025 Gabriel no era ni una fracción de lo que se convertiría precisamente tras la publicación de la novela que tenía entre manos, pero había destacado como periodista en su Colombia natal, había sido corresponsal en París y editor en La Habana y, aunque con escasa repercusión, tenía un par de novelas publicadas. Podría decirse que, como periodista y escritor en ciernes, era una voz emergente pero ya instalada en Twitter, con poco más de 40 000 seguidores.
Se ajustó los lentes, curioseó tantito lo que le echó en cara el algoritmo de Musk, pero nada en particular le llamó la atención esta vez sobre el eterno pleito entre seguidores y detractores de la Sheinbaum. Movido por ese regusto bueno que aún sentía por el inesperado arranque de productividad de aquella tarde, se animó a escribir un tuit sobre su novela.
«Años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Buendía recordaría aquella tarde lejana en el tiempo en la que lo llevaron a conocer el hielo. Macondo, su pueblo, era entonces una aldea…». Aún tengo que pulirla, pero ¿qué les parece como arranque para una novela?
Gabriel apagó la computadora, se fue a la cocina, abrió la refrigeradora, destapó una Modelo Especial y fue a tomársela a uno de los sillones del patio, amplio y con una zona protegida de la lluvia, como casi todas las casas de la colonia Lomas de Chapultepec. Agradeció estar solo; Mercedes había salido con unas amigas y, por ser él último del mes, la empleada doméstica tenía libre el fin de semana y se habría ido a ver a sus hijos y a su madre en Huixquilucan.
La noche cayó pronto. Tras dos horas, cuatro chelas y seis intercambios de audios con otros tantos amigos vía WhatsApp, a Gabriel se le volvió a pasar por la cabeza Twitter, y la vanidad lo llevó a ir a su despacho y encender la computadora; quería leer en una pantalla digna las respuestas a su tuit. Para separar el grano de la paja, fue a la cajita de búsqueda, escribió su usuario, @GabrielGarcíaM, y luego pulsó la pestaña ‘Más reciente’.
Lo primero que leyó fue: «Porque estas en un pais que no es el tuyo? A lo mejor en tu pais te moris de hambre. Ve a escribir chayote a Colombia. Terrorista de mierda».
Gabriel llevaba más de cuatro años radicado en Ciudad de México. Se había integrado tanto en su país de adopción que empezaba a considerarlo parte de su intimidad y hasta de su alma, sin que ello supusiera renunciar a su colombianidad.
«Terrorista pendejo, anda a joder a tu país», le escribió un fulano. «Si no te gusta México, malparido colombiano 🤷 Bien puedes irte a chingar a tu madre a tu país 🤷», se desahogó una mengana. «MI SUEÑO ES QUE EL GOBIERNO TE SAQUE A PATADAS DEL EL PAIS Y QUE TE ENVIE PARA COLOMBIA RATA», le gritó un zutano. «Claro, tus neuronas colombianas no dieron el ancho en el país de los narcos y te tuviste que rebuscar para sobrevivir en México!», le espetó perengano.
Entre las más de 40 respuestas a su tuit, había alguna que otra felicitación o sugerencia de mejora honesta. Una joven, desde una cuenta verificada y parece que con la mejor de sus intenciones, se atrevió a agregarle dosquetrés párrafos más al incipiente relato, a saber si apoyada en una inteligencia artificial. Pero en ese momento Gabriel sólo tenía ojos para el torrente orquestado de insultos, calumnias y difamaciones.
🤣😅🤡 Esa novela ya la conocemos, García. Se más creativo. Aunque te cueste.🤡😅🤣
No nos interesan tu fábulas derrotistas anda a chayotiar a Colombia aquí no te queremos por metido!!
¿Y vos crees que sos periodista? Eso es más jodido En fin, hombreesss
🤦🏻 porqué #Colombia siempre manda lo peor a MEXICO 🤷🏻♂️ 👀
Tu Madre Hijo de Puta Ve a tu Colombia natal y trata de arreglar las mierdas que tenéis ahí. Y deja de reventar las pelotas con tus escritos pedorros. HDP
Largate para Colombia corrupto periodista mediocre el hambre te esta haciendo delirar ya no tienes el dinero 💰 que te hacian llegar las FARC Colombianito basura 🤮
🥱🥱🥱 aburris no tenes nada bueno ni coherente q hablar la verdad disque periodista….tus maestros de seguro se están retorciendo en sus tumbas
Como escritor eres #mediocre y #desconocido
Gabriel García. Usted es un sólo payaso patético medio-cre Corrupto perverso bufón muñeco de ventrílocuo lameletrinas lametraseros sirvienta doméstica parásito lacayo frustradito fanatizado fracasado incapaz. Poco a poco lacras escorias malvivientes alimañas irán desapareciendo
Aburrime 🥱, injerencista FRUSTRADO 😖 Y FRACASADO 😬
Como si en medio de un sueño extraño sonara de repente un viaje despertador de campana doble, el golpe seco de la puerta de la casa sacó a Gabriel del pozo al que lo había arrojado el odio que supuraban las respuestas a su tuit. Era Mercedes, que regresaba de su café con bríos renovados. Gabriel optó por esconder su tristeza y sonreía mientras asentía a las historias vacías sobre sus amigas que, apoyada contra el marco de la puerta, su mujer le contaba.
Gabriel apenas habló en lo poco que quedaba de aquel domingo. Se acostó temprano y se durmió rápidamente.
Al día siguiente empezaba septiembre, un septiembre que resultó extraño y denso. Sumando todo lo que escribió desganado en la primera quincena, Gabriel apenas agregó 500 palabras nuevas al capítulo 11 de su novela.
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[image error]August 17, 2025
1.º de junio de 2019
Miles de los salvadoreños que se han acercado este 1.º de junio a la plaza General Gerardo Barrios de San Salvador se están teniendo que conformar con ver a su nuevo presidente, Nayib Bukele, en una pantalla de televisión. Casi media plaza, la mitad más cercana a la tarima instalada frente al Palacio Nacional, estaba reservada — y resguardada — para mujeres y hombres vestidos con traje y corbata, tacones y vistosos sombreros. Todos están sentados. En la otra mitad, a no menos de 50 metros de distancia, estamos los demás, de pie, y con visibilidad sólo para los que se amontonan en las primeras filas. La mayoría, pues, nos estamos teniendo que resignar a ver la toma de posesión en las pantallas gigantes instaladas lejos del palacio. Pero algunos se han rebuscado.

En la plaza Barrios hay palos. Unos metros detrás de la estatua del caballo hay unas áreas engramadas; sobre ellas, unos árboles de fuego de distintos tamaños, que aún conservan algunas flores rojas en sus ramas. Se dice que el árbol de fuego es uno de los más coloridos y hermosos del mundo.
Hay quien ha visto en esos árboles la posibilidad de ver al presidente Bukele. Primero se ha subido un joven al palo más cercano a la estatua, uno de unos cinco o seis metros de altura y algo maltratado, con pocas hojas. Luego otro y otro y otro y otro más, hasta siete personas — todos hombres — encaramadas y satisfechas por su logro. Son las ocho y media, aún queda media hora para el inicio previsto de la ceremonia.
«El palo de fuego no resiste mucho», me dice Hugo Armando, un agricultor llegado desde Ilobasco con su camiseta celeste. Él está sentado a la sombra que da otro árbol de fuego; este sí, alto y frondoso y floreado. «Si siguen subiendo más, alguna rama se va a quebrar», remata.
El primer palo se ha copado de seres humanos. Pero el sendero de la rebeldía ya se ha abierto.
José Alberto Martínez, de 65 años, se ha subido a un pequeño palo que apenas le ha permitido ganar un metro de altura. La multitud se está organizando para trepar al árbol de fuego más grande. Alguien presta sus hombros y, en un chasquido, las figuras humanas comienzan a subir y a subir.
Un hombre trajeado de algún equipo de seguridad se acerca malencarado y pide que se bajen. Nadie le hace caso. Se va con cara de pocos amigos.
Dentro de una hora y media, Bukele dará su primer discurso con la banda de presidente de la República cruzada en el pecho. «El Salvador puede cambiar — dirá — , debemos decidir nosotros mismos que vamos a sacar nuestro país adelante».
La gente encaramada sobre el más grande de los árboles hace que caigan semillas, hojas, ramas. Al poco, se acerca directo un grupo de tres soldados con sus tres fusiles M-16, seguramente enviados por el hombre trajeado al que nadie le ha hecho caso. Apelando al peligro en el que se encuentran, pero con buenas formas, los militares logran que desalojen los tres árboles.
https://medium.com/media/e96f2fb458ceca1c3cb07f9dd5f53f1a/hrefCon la misión cumplida, los soldados se retiran con un dejo de satisfacción. Pero apenas se pierden entre la multitud, el primero de los árboles de fuego comienza de nuevo a llenarse de hombres; varios de ellos, los mismos que han sido forzados a bajar.
En varios pasajes de su discurso, el presidente Bukele apelará explícitamente a la colaboración del pueblo para poder llevar a cabo los cambios y mejoras prometidos. Dirá: «La única forma en que de verdad podremos salir adelante es que cada uno de ustedes decida hacer lo que le toca hacer; que los 10 millones de salvadoreños empujemos hacia un solo lado».
Los mismos tres soldados regresan unos quince minutos después. Al sexagenario José Alberto, llegado desde la colonia Valle del Sol, de Apopa, y trabaja como mensajero en el Centro Histórico, uno de los militares lo baja chineado. «Los soldados tienen razón; a veces uno es atrevido, pero tienen la razón», me dice José Alberto.
Los nueve niños y jóvenes que se han encaramado esta vez al primero de los palos comienzan a descender raudos, percatados de que el tono de los militares del Comando Zeus ahora es menos amigable: «¡Bajen, que no quiero llevármelos detenidos!».
«Si por suerte no se quebró alguna rama y cayeron», me susurra al oído Hugo Armando, el agricultor.

Esta vez, los militares aguantan un rato más junto a los árboles de fuego. José Antonio Renderos, de 66 años, aprovecha la tensa calma para recoger una docena de latas de Salva Cola y Kolashanpan que están tiradas por el suelo, regaladas entre los asistentes minutos antes, al costado poniente de la plaza. Con 30 hace una libra, y por esa libra de aluminio le pagan dos coras ($0.50). Pero él sólo recoge las latas; los plásticos y los papeles ahí quedan.
«Debemos de decidir nosotros mismos que debemos dejar de matarnos, debemos de decidir nosotros mismos que dejemos de botar basura en la calle», dirá el presidente Bukele en su discurso, cuando la plaza Barrios ya esté llena de basura, a pesar de los incontables basureros.
Lo de dejar de matarnos seguramente costará un poco más.
Este texto es una versión actualizada de la crónica publicada el 1 de junio de 2019 en el periódico digital El Faro, bajo el título ‘Mirar a Nayib desde un árbol de fuego’.
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[image error]July 30, 2025
Focorgojos
Ahora que está tan de moda, le pregunté a una inteligencia artificial por qué los bukelistas llaman «gorgojos» a los antibukelistas y por qué los antibukelistas llaman «focas» a los bukelistas. Me respondió con una parrafada larga de la que me quedo con esta frase: «En la política salvadoreña reciente, los términos ‘gorgojos’ y ‘focas’ son insultos coloquiales usados por los seguidores y detractores del presidente Nayib Bukele para desacreditar al otro grupo».
Pero, ¿qué pasa con los que, por la razón que sea, no nos sentimos cómodos en ninguno de los dos bandos? Visto lo arraigado que está en El Salvador eso de «conmigo o contra mí», ¿estamos condenados a que los unos nos llamen «gorgojos» y los otros «focas» cada vez que abramos la boca si lo que expresamos no se alinea al milímetro con las narrativas que defienden para endiosar o demonizar a Bukele? Mi vasta experiencia personal en redes sociales así lo indica.
Imagen digital generada por GeminiApelando a algo tan básico como que es imposible ser foca y gorgojo a la vez, me atrevo a sugerir un nuevo insulto: «focorgojo». Y como creador del neologismo —no encontré ni una referencia en X ni en Google— , aquí va un decálogo de elementos que definirían a un focorgojo.
Sos focorgojo si decís que Bukele violó la Constitución para ser reelegido, pero también decís que, hoy por hoy, seguramente siga siendo el presidente con mayor respaldo entre sus gobernados.
Sos un focorgojo si publicás una obviedad como que Bukele también negoció con los líderes de la MS-13 y el Barrio 18, pero ipso facto matizás que fue una negociación distinta, con más garrote que zanahoria, y que desembocó en la práctica desarticulación de esas estructuras criminales.
Sos focorgojo, por supuestísimo, si tuiteás que el Gobierno de Bukele viola los derechos humanos de forma sistemática y ha encarcelado a miles de inocentes durante el régimen de excepción; pero también tuiteás que durante el quinquenio de Salvador Sánchez Cerén, la Policía y la Fuerza Armada asesinaron a sangre fría a cientos de presuntos pandilleros en supuestos enfrentamientos, en lugar de llevarlos ante la justicia.
Un focorgojo reconoce que los homicidios, los feminicidios, las desapariciones y las extorsiones están en mínimos históricos, pero sabe que el oficialismo maquilla a la baja los informes oficiales y que, en 2023 y 2024, Canadá ha sido el país con la tasa de homicidios más baja del hemisferio occidental, diga lo que diga Bukele y su barra brava de opinión sincronizada.
Sos focorgojo de manual si afirmás que hay áreas en las que la Administración Bukele ha tenido un buen desempeño, como el turismo, y hay otras áreas en las que ha habido una involución, como el transporte público en las ciudades.
Focorgojo nacido focorgojo y que morirá focorgojo si creés que los agromercados han servido para controlar los precios de las frutas y verduras y creés que benefician el bolsillo de los salvadoreños más necesitados, pero a la vez creés que el coste la vida sigue siendo ofensivamente alto en El Salvador.
Sos focorgojo si sentís, por ejemplo, que desde 2019 ha mejorado el abastecimiento de agua potable en tu casa, pero ha empeorado la recolección de basura en tu colonia. O viceversa.
Si pensás que el bukelismo gasta mucho más de lo que debería en propaganda y fuegos de artificio, pero a la vez pensás que entre todo lo que se perifonea hay logros concretos y medibles que amplios sectores sociales agradecen… ¡focorgojo incorregible!
Si estás convencido de que Bukele finiquitó el Estado de derecho, la democracia y la separación de poderes, pero luego alzás tu mano para apuntar que esos conceptos nunca —nunca— significaron nada para millones de salvadoreños sometidos por las maras o por la pobreza… ¡Focorgojo al cubo!
Y si estás harto de la nauseabunda polarización que generan el bukelismo y el antibukelismo, sos focorgojo y además basura. ¡Peor que la basura! Mil veces maldito, focorgojo.
Hasta aquí un primer boceto de lo que podríamos llamar el decálogo del focorgojo, al que, por supuesto, le faltan infinidad de variables. No es tan sencillo como redactar una columna, ni hay que cumplirlas todas y cada una, pero espero que se entienda a dónde quiero llegar.
Sé que esta sociedad tiende a la polarización con demasiada facilidad: ¿Barça o Madrid?, ¿católico o evangélico?, ¿bukelista o antibukelista? Yo soy de la Real Sociedad, ateo y quiero creer que entre el bukelismo y el antibukelismo existe algo, aunque a primera vista no lo parezca. Y ojalá hubiera menos calumnias, difamaciones, amenazas e insultos entre los salvadoreños, pero, si van a seguir así, insultando al que no piense como ustedes, a mí, por lo menos, no me llamen foca ni gorgojo. Llámenme focorgojo.
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[image error]July 25, 2025
Yo violada
A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia.
La conocí hace más de un año, cuando ella acababa de cumplir 19. Vivía —aún vive— en una ciudad del área metropolitana de San Salvador llamada Ilopango, en una colonia periférica con fuerte presencia de maras; del Barrio 18-Sureños, en concreto, aunque con el paso del tiempo comprendí que son circunstanciales cuestiones como qué pandilla lo hizo, si los violadores fueron seis, 12 o 24, o en qué municipio sucedió; comprendí que lo que le pasó a Magaly tiene ya muy poco de extraordinario en un país como El Salvador; comprendí que hasta podría considerarse una afortunada.
Imagen digital generada por Gemini«De la escuela me fueron a sacar los pandilleros y me violaron», me abofeteó Magaly una mañana de julio de 2010, cuando chateábamos en el Messenger. «Pero mi familia no sabe nada por que amenazaron con acerles daño si decia algo», escribió. «Se supone que uno de ellos estaba cumpliendo años y me querian de regalo», escribió. «Se imagina mas de 18 hombres con una sola mujer???????», escribió. «Eso solo demuestra que son y seran unos perros muertos de hambre para toda su maldita vida», escribió.
Magaly y yo no éramos amigos entonces, apenas conocidos. Todavía no logro entender por qué decidió contármelo. Sospecho que sólo quería desahogarse. De hecho, transcurrido ya más de un año de la violación, ni su madre ni su padrastro ni sus hermanos conocen lo que le ocurrió. Tampoco la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General de la República ni la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos ni el Ministerio de Salud.
Cuando me lo soltó en el Messenger habían pasado sólo tres semanas, y las secuelas estaban en plena ebullición. Quizá por eso me impactó tanto la frialdad con la que se expresó en aquel chat: «Ya cerre eso como un capitulo de mi vida que se fue y paso».
Nos vimos en repetidas ocasiones en los meses siguientes, y cada vez la hallé más atrincherada en la idea de que lo mejor era no remover lo pasado. «Mire —me dijo en una ocasión que quedamos para almorzar— , no sé cómo decirle… Tal vez usted me comprende, porque a mí nadie me entiende. Digamos que le pasa algo que a usted no le gusta, pero hay personas que se encierran en eso, personas que… púchica, que me pasó esto y sólo quejándose pasan. Vaya, yo no. A mí me pasó esto y va, amanece, amanece y ahora ya no es ayer. No me entiende, ¿va?»
Cuesta siquiera intentar entenderla.
A Magaly la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas y tuvo que callar, pero en vidas como la suya no es algo tan estridente.
En otra ocasión fuimos con su hermano menor al zoológico, a echar la mañana sin mayores pretensiones. Me dijo que, dos meses atrás, una tía del padrastro había ido como penitente al cerro Las Pavas para agradecer a la virgen de Fátima por sacarla de la cárcel, después de haber pasado unos días encarcelada por consentir las reiteradas violaciones de su marido hacia su nieta, una niña de 14 años con discapacidad intelectual. Magaly me lo contó como quien recita la lista de la compra, sin la más mínima expresión de extrañeza en su rostro; tampoco en el de su hermano, a quien a cada rato le pedía que corroborara su relato. ¿Va, Guille?, le decía, ¿va, Guille?
—¿Hay en el mundo algún lugar que te gustaría visitar? —pregunté a Magaly en otro de nuestros encuentros.
—Donde sí quisiera ir, aunque ya no se puede porque lo cerraron, es al teleférico del cerro San Jacinto. Fui una tan sola vez de pequeña, con mi abuela y mi tía; yo tenía como siete años. ¿Y sabe qué nos pasó? Que se fue la luz y quedamos en la góndola a mitad de camino.
Mientras me contaba que su mundo termina en San Jacinto, a pocos kilómetros de la colonia en la que vive, Magaly sonreía.
—Fíjese que yo desde que tengo como seis años sueño que me estoy quemando en mi casa —dijo inmediatamente después de recordar su viaje en el teleférico.
Siempre sonreía.
***
—Magaly, ¿por qué crees que ocurrió?
—Lo de violar bichas es un regalo que los muchachos le hacen a uno de ellos, pero, como se supone que es una fiesta, todos tienen que disfrutarlo.
—¿Pero por qué a vos?
—Mi pecado supuestamente era que yo, como 15 días antes, cuando estaban violando a otra…
—Pera, pera, repíteme eso…
—Sí, como dos semanas antes habían violado a otra bicha en la colonia. La cuestión es que… yo no sé cómo supieron, pero la Policía hizo un operativo y, aunque nunca dieron con la casa, creyeron que yo les había avisado. Eso porque dos días antes, en la escuela, iba pasando cuando escuché, ¿va? Porque usted sabe que a veces uno sin querer escucha cosas, y yo iba saliendo.
—Dentro de tu escuela…
—Ajá, estaban hablando en una esquinita, y no recuerdo qué estaba haciendo yo, barriendo creo, y lo que oí fue que iban a hacer eso a una bicha, que se lo merecía…
—¿A alguna de tu grado?
—No sé si de mi grado, pero de la escuela. Yo iba pasando… ni atención… lo escuché porque estaba ahí. Y pasó que el día que la violaron la andaba buscando la Policía.
***
La mañana del día de la violación Magaly salió para comprar en la tienda. Era miércoles. Un grupo de pandilleros se le acercó, la rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían. Ese coro de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas, algunas de compañeros de aula, representaba la máxima autoridad en la colonia: el Barrio 18-Sureños. Y ella mejor que nadie sabía que, escuchada la sentencia, poco o nada se podía hacer. En las horas siguientes actuó como una condenada a muerte que asume con resignación su condición.
Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura — apenas supera el metro y medio — , está en las antípodas del estereotipo de una mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de facciones angulosas, con una nariz respingona pero bien conjuntada con el rostro; el pelo lo tiene oscuro, largo y liso, y le cubre una cicatriz en el cuero cabelludo del tamaño de un centavo que le dejó un ácido que la cayó de niña. Está muy delgada, apenas supera las 90 libras de peso, y no es para nada voluptuosa.
La primera vez que la vi fue a mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto en la zona para el seguimiento, y ella fue la elegida. Nunca sospeché que esa joven menuda y dicharachera tuviera 19 años, condicionado quizá por el hecho de que estábamos en una escuela en la que sólo se estudia hasta noveno grado.
La tarde del día de la violación, Magaly llegó a esa escuela, como todos los días. Lo hizo poco antes de la una y acompañada por Vanessa, su hermana pequeña. Se despidieron y cada quien se dirigió a su aula. Hablando estaba con una amiga cuando un compañero de clases — un pandillero — se le acercó para entregarle un celular. Te llaman, le dijo.
—Ajá, ¿con que vos sos la puta que nos puso el dedo? — preguntó una voz sonora y amenazante — . Mirá, pues ahorita los homeboys se quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
—No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir…
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.
No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se atrevió a cortar la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.
—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a pasar si no…
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes — consumió Magaly su último suspiro de valentía — , así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los homeboys dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una hora con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer. Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela.
Y colgó.
Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial. Se llevan 10 años, pero cuando están juntas es evidente la complicidad. En una ocasión, Magaly me contó un incidente que tuvo con su pelo. Se lo quería alisar y, como a falta de dinero lo que toca es improvisar, pidió a Vanessa que usara una plancha para ropa y una toalla, sentada ella de espaldas a una mesa y con la cabellera extendida. No midieron bien los tiempos, y el pelo resintió ligeramente el exceso de calor. No paraba de sonreír mientras me lo contaba.
Pese a esta relación, la de Magaly no es el mejor ejemplo de familia integrada. Cuando la violaron vivía en una casa diminuta con Vanessa, con Guille — el hermano, 12 años — , con su madre y con el compañero de esta, que salen al amanecer y regresan al anochecer. Pero cuando le pregunté por cuántos hermanos tenía, respondió que eran nueve en total, menores que ella la mayoría, de diferentes padres y repartidos en distintas casas, incluido uno que, recién nacido, su madre se lo regaló a un hermano, para que lo asentara como propio, y que ahora vive en Estados Unidos. Es la suerte que hubiese querido tener yo, me dijo un día Magaly. En otra ocasión le pregunté por su padre biológico. Creo que vive en San Martín, pero a él no lo veo, me respondió.
Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores, sobre todo para Vanessa, y no parece incomodarle ese rol. Quizá por eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le ordenó salir de la escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No podía dejarla sola.
Salieron las dos de la escuela, y afuera había un grupito de pandilleros que comenzaron a caminar delante. Al llegar al pasaje donde estaba la destroyer, la casa que usan como punto de reunión, le dijeron que Vanessa no podía llegar y, con toda la naturalidad del mundo, la hermana de uno de los pandilleros se ofreció a cuidarla para mientras. Magaly le entregó su celular, y ahí se separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la destroyer. Eran pocos los pandilleros cuando entró, cuatro o cinco, pero casi todos rostros conocidos, casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela algunos. Le indicaron un cuarto: «Metete ahí y quitate la ropa, que ya vamos a llegar».
En la habitación no había nadie, solo un gran XV3 pintado en la pared y un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella misma se desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras que calzaba, los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón, los jeans y el calzón. Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en el colchón y se acurrucó.
Magaly no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es creyente, lee la Biblia con sus hermanos antes de dormir, y quizá en ese momento pensó en su dios. «Yo seguido hablo con él, porque sé que me oye y me entiende», me dijo en otra ocasión. Al menos esta vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el primero de sus violadores.
***
Mauricio Quirós es el nombre que daré a la persona que desde hace nueve años es el director de la escuela en la que estudiaba Magaly. Me costó semanas que se sentara a platicar sobre lo que sucedía — sobre lo que aún sucede — en el centro educativo que dirige; al final aceptó hacerlo sin grabadora, bajo estricta condición de confidencialidad y en un lugar público y alejado de Ilopango.
Su vida no debe de ser fácil: trabaja en una zona controlada por la 18 y vive en una colonia asediada por la Mara Salvatrucha (MS-13), a dos rutas de buses de distancia. Sin embargo, cuando se convenció de que yo conocía al detalle el caso de Magaly, fue como un libro abierto, como si con esa plática quisiera de alguna manera compensar su silencio cómplice.
«Siempre me ha gustado tener buena relación con los alumnos; sólo así uno se da cuenta de tantas cosas, pero lo único que uno puede hacer aquí es callar», me dijo Mauricio, quien supo de la violación a los pocos días.
Ella dejó de asistir a clases, su profesora de noveno grado lo reportó y, primero por teléfono y después en el despacho, Magaly confirmó a Mauricio lo sucedido. «Es una indignación… saber que le han hecho eso a una joven que he visto crecer… pero… ¿qué puede hacer uno?», me dijo. Las respuestas se me amontonan, quizá porque responder resulta sencillo cuando se desconoce qué implica vivir bajo el yugo de las pandillas.
El Salvador es un país muy violento: somos poco más de seis millones de personas y en 2010 hubo casi 4 000 asesinatos, de los que la Policía Nacional Civil atribuye al menos la mitad a las maras. Naciones Unidas habla de epidemia de violencia si en un año se superan los 10 homicidios por cada 100 000 habitantes, siendo siete el promedio mundial. Marruecos, España y Japón están abajo de uno; Argentina y Estados Unidos rondan los cinco; y el México de cárteles y narcos se dispara hasta los 22. En El Salvador, la tasa en 2010 fue de 64.
Pero la violencia que caracteriza a la sociedad salvadoreña no es sólo una cuestión de números. El Salvador es un país en el que en las tiendas te sirven a través de una reja, un país en el que te cachean al entrar en un banco, un país en el que te disparan por negarte a dar un teléfono celular en un robo, un país en el que te recomiendan sin rubor que si atropellas a alguien lo mejor es huir, un país en el que hay más guardas de seguridad privados que policías, un país en el que se denuncia sólo una fracción de lo que sucede y se judicializa sólo una fracción de lo que se denuncia, un país en el que los profesores saben que sus alumnas son violadas salvajemente y lo más que hacen es ayudarlas a pasar el grado.
—Pero usted conoce a los pandilleros que la violaron — le dije a Mauricio.
—Claro, a casi todos, y créame que me repugna cuando los veo.
Mauricio no sólo confirmó la violación de Magaly, sino que me habló de otras, antes y después.
Todos los maestros saben o intuyen lo que sucede. Todos callan. Todos temen. En escuelas como la que él dirige, los pandilleros violan sistemáticamente. La excusa de turno aparece más temprano que tarde. Tampoco importa si se es gorda, flaca, alta o baja. En el cuadro que me pintó sólo se libran las protegidas de la pandilla: la hermana de, la novia de, la hija de.
Esto ocurre y ni siquiera es algo que se trata de ocultar. Durante la plática, me contó que ha visto a pandilleros que en los pasillos o en el patio señalan a niñas de nueve o 10 años y comentan obscenidades. «Desde el momento en el que van teniendo curvas, ya puede ser que las violen», me dijo.
En las reuniones de directores convocadas por el ministerio, Mauricio no reporta nada. En nueve años no ha sabido de nadie que denuncie lo que él cree que es, con mayor o menor intensidad, algo habitual en todas las escuelas ubicadas en zonas con fuerte presencia de maras. Tiene su propia teoría para explicar ese silencio: «Cada director tendrá su escenario, seguro, pero harán lo mismo que yo: callar».
***
Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó tumbarse boca arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a pelo, y Magaly lloró, con la cabeza volteada hasta casi desencajarla del cuello para intentar evitar los besos y las lengüetadas, y quizá pensó en la hora eterna y maldita que tenía por delante, una hora de dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura vergas resignación, resignación infinita ante lo que se asume como inevitable, cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria forma parte del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a punto de pasarle cuando tenía 10 años, la edad de Vanessa, cuando vivían en un mesón en Mejicanos, y un hombre aprovechaba las ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarle a él, hasta que un día le mordió la mano, se defendió, aunque hacer algo así en la violación no era siquiera opción, moriría ahí mismo, la destazarían, porque el Barrio 18-Sureños viola destaza asesina descuartiza mata, y por eso no gritó, aunque sabía que estaba en una casa en un pasaje en una colonia populosa, a primera hora de la tarde, mientras los vecinos veían HBO o telenovelas o National Geographic, y Magaly llorando, y sólo cuando se le disparaban los decibeles de su llanto, el violador le decía que callara, puta, que callara… hasta que él se fue y se fue, pero al poco vino uno; no, dos, y la violaron a la vez, sin importarles la sangre, y le decían: ponete así, hacele así… y entró un tercero con un teléfono, lo puso cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí, perra, que te oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un catre se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…
—Mirá —se atrevió a encararse al que creyó que era el sexto — , el que habló por teléfono dijo que sólo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita — le respondió — , así que no estés pidiendo gustos. Abrite, pues.
Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más agudo, y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta, y vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación, mirando, riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando, violadores mareros pandilleros de 12 años — 12 — , de 14, de 18… hasta que apareció uno al que le dio asco el sudor ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar rápido, que bebiera un poco de agua, que dejara de llorar, uno que le preguntó si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar de nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto… ¿cómo saberlo? Más de uno repitió, porque tiempo hubo para humillar un cuerpo hasta la saciedad, sodomizarlo vejarlo ultrajarlo malograrlo envejecerlo, marcarlo de por vida, y el hilito de sangre que no cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre acuosos hinchados resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde todos incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de darle nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que reza cada noche con sus hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.
—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando — le dijo un pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse — . Ganas dan de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima. Además, ¿que no mirás que la bicha estaba virga?
Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Serían las cuatro y media de la tarde. La despedida fue una frase: si abrís la boca, iremos a tirar una granada en tu casa.
Cojeaba y los ojos siempre acuosos hinchados resignados. Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña todavía, 10 años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable espera, sin sospechar siquiera, y Magaly prefirió no decirle nada. Ahorita no me hablés que me duele mucho la cabeza, respondió. También le dijo que se había torcido un tobillo. Caminaron hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más consciente a sus 12 años de lo que podía haber pasado, pero respetó las ganas de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se restregó bien por el asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en su cuarto, que no era suyo sino de los tres hermanos.
—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a molestar — fue lo último que dijo el día de la violación.
Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.
***
La sicología forense es la herramienta que permite traducir una evaluación sicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El trabajo de un sicólogo forense consiste pues en tratar tanto con víctimas como con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa y los interpreta. Marcelino Díaz es sicólogo forense en El Salvador. Trabaja desde 1993 en el Instituto de Medicina Legal.
Por su despacho de dos por dos metros han pasado violadas y violadores, incontables ya. La segunda vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó de detrás de la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los pide a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando evalúa a niñas violadas, algo que ocurre con demasiada frecuencia.
—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas — me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son responsables directas de buena parte de la violencia que embadurna el país — es que ellos se creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se consideran con el derecho a hacer lo que les da la gana y por la impunidad que hay, hoy pueden tomar a la mujer que se les antoja.
La historia de Magaly era un drama infinito, pero en singular. No fue hasta que hablé con Marcelino cuando comprendí que es un fenómeno generalizado, que no es exclusivo de la 18 o de la Mara Salvatrucha; comprendí que las violaciones tumultuarias no son algo extraordinario en El Salvador; comprendí que Magaly hasta podría considerarse una afortunada.
—Con los años — me dijo — , las violaciones de los pandilleros han ido cambiando, especialmente en conductas sádicas. Lo último de lo que he tenido conocimiento es que toman a una joven, la desnudan, alguno se pone entre las piernas para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando la están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que ella se mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no tiene nombre.
Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de titulares, cada cual más cruel y desesperanzador: «Los pandilleros tienen un odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen»; «las denuncias son sólo la punta del iceberg de todas las violaciones que hay»; «hay niños de 12 y 13 años que ya son violadores»; «las están prefiriendo de 14 o 15 años, son las que más aparecen muertas»; «el sistema educativo es un fracaso, pero parece que nadie lo quiere señalar»; «no le veo solución al problema de las pandillas».
Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente fortaleza emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un ambiente de amenaza constante, como lo es una colonia controlada por pandilleros, una violación no genera tanto trauma porque se asume que la alternativa es la muerte. Es cuestión de sobrevivencia, me dijo.
—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña ante lo que ocurre en el país? — pregunté.
—La violencia está casi invisibilizada. ¿Cuántos medios de comunicación cuentan aquí la verdad? Casi ninguno, porque responden a grupos normativos que prefieren vender El Salvador como el país de la sonrisa. Y no sólo invisibilizada; también está naturalizada. No es natural que se descuartice a niños o a niñas, que maten a la abuelita, pero aquí todo eso se ha naturalizado. Yo creo que los salvadoreños tenemos adicción a la muerte.
Adicción a la muerte, dijo.
***
Cayó profundamente dormida. A la mañana siguiente, los dolores en todo el cuerpo y una leve hemorragia vaginal le confirmaron que no había sido una pesadilla. En las horas que pasó despierta en la cama, hasta que su madre y su padrastro se fueron, Magaly se reafirmó en lo que desde el día anterior era ya una convicción: trataría de sobrellevarlo sola. Tomada la decisión, y confiada en que los dolores se irían solos, emergieron las tres preocupaciones principales: un posible embarazo, el sida y la pérdida del año escolar. La posibilidad de denunciar ni siquiera la consideró. «Yo creo en un dios que todo lo sabe y todo lo puede, y él tarda pero nunca olvida», me respondió cuando le exigí un porqué.
De los tres problemas, el de las clases es el que primero se solucionó. Dejó pasar unos días y, primero por teléfono y luego en persona, Magaly contó lo sucedido a su maestra y luego al director. Entre los tres improvisaron una manera de pasar el grado haciendo las tareas en casa, sin asistir a la escuela donde el encuentro con sus violadores era inevitable. Y no sólo con los violadores.
—Mirá — le dijo un compañero una vez que llegó a arreglar su situación — , dicen que aquellos tuvieron fiesta. ¿Cuándo me va a tocar a mí?
Disipar la duda del VIH tomó más tiempo, pero lo cierto es que esta posibilidad nunca llegó a atormentarla porque palidecía ante lo que Magaly consideraba la preocupación mayor: el embarazo.
Para poder dimensionar su aflicción, hay que conocer un poco mejor a su madre. «Yo hace dos años no existía», me dijo en una ocasión Magaly. Se refería a que hasta poco antes de cumplir los 18 no estaba asentada en ningún lado, por lo que no tenía ni partida de nacimiento ni ningún otro documento. Su hermana Vanessa aún está en esa situación. Para la madre no son cuestiones relevantes, mucho menos para el padrastro, por quien Magaly siente una profunda animadversión.
Hace más de una década, el Estado quitó a la madre la tutela de sus hijos, y Magaly tuvo que pasar seis oscuros meses en un centro del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor. El último hijo, el noveno, la madre lo regaló a un hermano para que él lo asentara como propio. Sin embargo, Magaly siente hacia ella una rara mezcla de respeto, cariño y temor que, para bien o para mal, ha marcado su manera de ser. «Yo no soy nadie para juzgar a mi nana», me dijo otra vez.
En su casa se vive una férrea dictadura en la que la única opción para los hijos es obedecer. Bajo ninguna condición se puede salir después de anochecer, por lo que la adolescencia de Magaly siempre estuvo carente de fiestas, de bailes, de borracheras, de noviazgos, de vida social. Una vez le pregunté cuál de sus cumpleaños recordaba más. «El de los 15 años», respondió. «¿Y cómo fue la fiesta?», insistí. «¿Cuál fiesta? — me dijo — . Si nadie se acordó, por eso nunca se me olvida. Nadie… ni mi mamá».
En estas circunstancias familiares Magaly hizo frente a las secuelas de su violación. Primero calló. A los dos días la tuvo que ver una médica por primera vez, y le detectó una fuerte inflamación en la matriz, además del sangrado que duraría semanas. Unos antibióticos y para casa.
Magaly comenzó a tomar cualquier cosa que le dijeron que podría tener propiedades abortivas o curativas: agua de canela, agua de chichipince, hierba del toro, orégano… Su hermano Guille, el único de la casa que lo sabe, se convirtió en su aliado. El leve sangrado nunca cesó; los dolores se incrementaron. Su madre comenzó a interesarse y hasta la llevó a un doctor de confianza, al que Magaly le contó todo a cambio de que no dijera nada a su madre. La refirieron al Hospital de Maternidad, en San Salvador. Tenía la convicción absoluta de que uno de sus violadores la había embarazado.
En esas vueltas estaba cuando aquella mañana de inicios de julio me contó por el Messenger que la habían violado. Quizá sólo quería desahogarse, quizá sólo quería ayuda.
Yo le compartí el caso a un amigo, que a su vez buscó a una conocida de un colectivo de mujeres de esos que supuestamente tratan de ayudar a abortar a víctimas como Magaly, a pesar de ser El Salvador un país en el que el aborto está estrictamente prohibido. Ese intento naufragó porque los requisitos eran de imposible cumplimiento para un joven humilde, sola y asustada. La ayuda ofrecida, además, nunca fue más allá de una asesoría telefónica.
«La vida es hermosa», inició Magaly otro chat 18 días después de haberme dicho que una clica entera de la 18-Sureños la había violado. «Me duele un poco pero estoy bien, siento como si estoy pariendo no se que sea eso», escribió. «Solo tengo que comprar unos antivioticos para que no alla infección», escribió. «Unas amoxicilina 500 me dijeron que es bueno», escribió. «Si, me desangraron de ambos lados fui al hospital y me hicieron una radigrafia en la parte de pelvis no podia detener la sangre mi mami cree que fue la ulcera que me queria reventar», escribió. «Estuve tres dias en el hospital», escribió.
Las pruebas de VIH, además, salieron negativas.
A Magaly siempre le ha gustado mirarse en un espejo que hay en el baño de la casa y hablar en voz alta con su reflejo. Quizá esa noche en la que sus tres problemas se solucionaron se miró fijamente a los ojos, se quiso engañar a sí misma y se dijo: gracias a dios, todo ha pasado.
***
—Vanessa tiene ya 10 años y podría sucederle lo mismo. ¿No deberías contárselo?
—El problema es que ella es bien bocona y se lo diría a mi mamá. Lo que hago es aconsejarle.
—¿Y a tu madre? Magaly, han pasado ocho meses y había amenazas de los pandilleros; creo que entendería que en su día no le dijeras nada. ¿Por qué no te sientas con ella y le cuentas?
—No, mejor no. Es que mi mamá no es de razones…
—¿Pero cuál es el temor?
—No sé. Diría que algo habría hecho, o que me pasó por andar con gente que no debo… A saber.
—¿Y a tu padrastro?
—¡Peor! Es que… a ver… mi casa no es así como usted piensa. Si algún día yo salgo embarazada, me echan. Ya me lo han dicho.
***
En los últimos meses he quedado tantas veces con Magaly que me he propuesto que el de hoy sea el último encuentro antes de sentarme a escribir esta crónica. Sé más de ella que de mi propia hermana.
Es sábado en la tarde, y la cita esta vez es en una pastelería del centro comercial Metrocentro. Magaly, que ya ha cumplido los 19 años, se presenta con unos jeans ajustados coronados por un grueso cincho, una blusa blanca de botones y unos zapatos de medio tacón. Luce bonita, demasiado quizá para la ocasión, como si viniera de una discoteca. Sólo los cuadernos que carga bajo el brazo respaldan su discurso de que viene del instituto en el que cursa primer año de bachillerato en la modalidad a distancia. En su colonia no podía estudiar, pero se inscribió en un centro de San Salvador y asiste los sábados. «Si dios me lo permite, quiero llegar a la universidad», me dijo otro día.
Mi idea es hablar lo mínimo sobre la violación, pero ella saca el tema: dos pandilleros violaron hace pocos días a Patty, una joven de la colonia de la que ya me había hablado antes. Como todas y cada una las desgracias que le ocurren, esta también la cuenta sin la más mínima expresión de extrañeza en su rostro. En vidas como la suya cosas así no son algo estridente.
Su vida ha cambiado desde la violación. Cuando está en la colonia, no sale de casa, y el contacto con sus violadores es casi nulo. Hace un par de semanas vio a dos de ellos por televisión, cuando fueron presentados tras ser detenidos en un operativo de la Policía Nacional Civil. Supo también de otro al que lo asesinaron. Magaly lo llama justicia divina, y está convencida de que, más temprano que tarde, le llegará a todos los que participaron en el trencito.
En su casa nadie sabe nada de la violación; sólo Guille, que ya tiene 13 años. La férrea disciplina que impone la madre al menos ha servido para alejarlo de la pandilla. Magaly me dice que hace unas semanas logró que su hermano le jurara que nunca diría nada a su mamá. Lo hizo después de que una noche en la que habían discutido Guille jugara con fuego. «Mami, ¿recuerda aquella vez que la Magaly dijo que estaba enferma y que no la molestáramos?». Magaly se le quedó mirando. Guille se rio e improvisó una respuesta falsa.
Siento que Magaly sigue siendo en muchos aspectos una niña, una niña a la que violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas y tuvo que callar. Nadie lo diría si la viera aquí y ahora, sonriente como casi siempre. Hay confianza, y le comento que esta tarde se ve especialmente bonita. Se ruboriza.
—Es que… ¿le puedo contar algo? — me dice.
—A ver.
—No sé… Es que… me da pena…
—Me has contado toda su vida, Magaly.
—Pues es que estos jeans me costaron solo dos dólares. Es que… es ropa usada. En Navidad vamos con mi mamá y la compramos en un local que se llama Santa Lucía; queda por ahí, por Simán centro.
(Aclaración: Los nombres de la mayoría de las personas que aparecen en este relato se han modificado para proteger su vida; también algunos lugares y otros detalles que podrían resultar comprometedores)
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[image error]July 24, 2025
La plaza Palestina de San Salvador
El 21 de enero de 2004 se inauguró la plaza Palestina en la exclusiva colonia Escalón de San Salvador, financiada con aportaciones en materiales o metálico de la comunidad árabe-palestina radicada en el país. La placa de agradecimientos exhibe la mayoría de los apellidos de origen árabe más renombrados de la sociedad salvadoreña: Hasbún, Saca, Handal, Bukele, Simán, Safie, Kattán, Nasser…
Foto: Roberto ValenciaLa plaza Palestina se encuentra a menos de 200 metros de la plaza Estado de Israel y su principal reclamo visual es un gran mapa plateado de la «Palestina histórica».
Ese mapa avivó la polémica: el embajador de Israel en El Salvador protestó airadamente y la noticia fue recogida por los medios de comunicación israelíes. Pero aquella controversia fue solo un preludio de lo que ocurriría año y medio después, cuando se inauguró la plaza Yasser Arafat, con busto incluido, en un extremo de la avenida Jerusalén de San Salvador, financiada también por prominentes palestinos.
Cuesta hallar elementos que permitan afirmar que los 65 000 descendientes de palestinos que se estima que viven en El Salvador forman una misma comunidad. Uno de esos tenues hilos es el irresoluble conflicto político que se gesta a 12 000 kilómetros de distancia. «Sin duda, el apoyo al Estado de Palestina es un elemento de cohesión», afirma con rotundidad el historiador Pedro Escalante.
Decía Günter Grass que la patria es algo de lo que sólo te das cuenta cuando la pierdes. Oriente Medio también encontró un espacio para sus batallas milenarias en las plazas de San Salvador.
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