Una pesadilla mal lograda

La mala suerte, el frío, la inseguridad, la bebida, el peligro y la estupidez, lo levantaron a patadas en la caracas con sesenta.
Media hora antes, el borracho a quien llamaremos “Irresponsabilín”, iba dando tumbos de manera atragantada, creyendo que así como estaba, después de 5 cajas de cerveza tomadas casi solitariamente, iba a llegar sano y salvo a su casa, ubicada en Usme.
Siete horas antes le habían pagado en la empresa y le había prometido, diez horas más temprano a su esposa, a quien llamaremos “Ilusa” que le iba a traer un billetico para poderle comprar los útiles escolares a su hijo, a quien llamaremos “Poco querido”.
El caso fue que “Irresponsabilín” tuvo suerte, porque cuando dio el primer tumbo y estrelló su mandíbula contra el pavimento en pleno carril de Transmilenio, el obsoleto sistema de transporte ya había dejado de pasar. Si hubiera vivido en una urbe desarrollada como Nueva York, donde el metro pasa veinticuatro horas, las cosas hubieran sido diferentes y quizás estuviera protagonizando una tragedia mucho más trascendente para los medios.
Pero ni siquiera el periodista de RCN que cubre los eventos nocturnos, a quien llaman “El Patrullero de la Noche”, cubrió su caso. Tan solo lo vimos el taxista que me llevaba a mi casa a eso de las dos de la mañana y yo quien, desde el semáforo en rojo, pude atisbar la miseria de sus carnes en el frío del cemento lluvioso.
“Irresponsabilín” ni siquiera se estaba dando cuenta de lo que ocurría. A lo mejor pensaba que ya había llegado a su casa, que ya había caminado en puntillas, casi sin quitarse la ropa, para acostarse sin hacer ruido en su cama que, según su delirio, se había vuelto más dura por esa noche. Pero no: era el pavimento.  Estaba acostado en el pavimento.
El caso es que el infeliz no se movía. La oruga humana buscaba una cobija en el escozor del aire y del rocío. Pero nada. Todo era nulidad, oscuridad, luces de la calle, carros que pasaban sin detenerse. “No arranque todavía”, le dije al taxista al ver que el semáforo se ponía en verde, “quiero saber cómo termina esto”.  Moría por saber si “Irresponsabilín” se iba a quedar ahí tirado o si la conciencia lo podía cachetear tan solo un segundo y hacerlo levantar.
Y esto pasó: el mequetrefe indefenso estiraba la mano al aire, como buscando una comida láctea y entonces encontró una mano que le agarró la suya. Otra mano lo volteaba, otra le registraba los bolsillos. Había encontrado compañía: el grupo de travestis que se para en la esquina de la caracas con sesenta, a quien llamaremos “Malnacidos”, lo fueron despojando, como ratas, de todas sus pertenencias. Le iban sacando la billetera, los billetes de borracho en los bolsillos de adelante y las cadenitas de oro (dos) que colgaban de su cuello.
“Irresponsabilín” sintió frío pues las alimañas de tetas y penes le arrancaron también la camisa, los zapatos y los pantalones. Cuando se aproximaron a sus prendas íntimas, el zángano de los arreboles intentó defenderse. Pataleaba débilmente como cuando el venado trata de zafarse de los colmillos del león. O mejor sea el caso, de las hienas travestis que, esa noche, no enarbolaban pancartas por el respeto LGBTI, sino que como bichos de las alcantarillas, penetraban y penetraban los bienes ajenos de aquel pedazo de carne etílica que trataba de completar un sueño a destiempo, una pesadilla mal lograda.
“Lo dejaron pelado”, me dijo el taxista, a quien llamaremos “el chismoso”. Asentí.
Pasó un segundo y me preguntó que si convendría llamar a la policía. Le dije que no. Que había gente que se lo merecía. Le pedí que nos fuéramos.

Cuando nos alejábamos, mire por la ventana de atrás: las ratas travestis huían. Una patrulla de policía (a quienes llamaremos “Los tardíos”) se acercaba. “Irresponsabilín” seguía en el piso casi desnudo. Probablemente en el quinto sueño del quinto mes amniótico del vientre de su madre ya distante. 
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Published on September 10, 2014 09:30
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