Ondas expansivas

Foto: I.N., Nubes de atardecer, 2012
Pasé una prueba que me produjo un terremoto interior y las ondas aún siguen expandiéndose, de forma que mis noches son agitadas, la inflamación intensa, con su estela de dolor en mi caja torácica y sus consecuencias innombrables y todo se hace difícil mientras espero unos resultados que condicionarán mi futuro y que conoceré como muy tarde a mediados de esta semana. Entre los tres escenarios posibles, uno es ideal, aunque sería más prodigioso, el segundo es más duro, pero aceptable para salir de mi condición de ahora y el otro significaría la nada, y espero que no sea ese tercero en ningún caso. A la prueba me acompañaron Giuseppe y Caterina, dos amigos de siempre alegremente recuperados, e intentaron compensar mi nerviosismo ante aquella estentórea atmósfera del gabinete del Dr. Caligari (JN dixit), con un vozarrón grabado que atronaba como una ogresa: "¡Coja aire! ¡Aguante, no respire!" y cuando ya estaba a punto de estallar, volvía, implacable: "¡Puede respirar, pero no se mueva!", mientras yo sentía subirme a la boca un sabor a borrachera de licor malo del brebaje que me inyectaban. Antes de eso, una enfermera había salido al pasillo y nos había dicho, a otro paciente y a mí: "Cinco vasos cada uno", y nos dio sendas jarras y vasos. Caterina quiso saber, si aquel hombre tenía que beber cinco vasos, yo, que debía de pesar una tercera parte que él, ¿acaso no podría con menos? Pero la enfermera repitió la orden como sonámbula, incapaz de razonar por su cuenta. El hombre se lo bebió sin problemas. "No puedo ayudarte", me dijo. Yo sentía fuertes náuseas y cada vez daba arcadas más violentas, además de unos gases que subían acelerados. Al acabar el cuarto me quedaba la opción de intentar el quinto y echarlos todos o dejarlo. En ese momento llegó una señora con un sombrero, cogió mi vaso y se dispuso a beber, creyendo que era agua. "¡Alto!", le dije. Estaba tan sedienta que todo le daba igual, de quién fuera el vaso, lo que pudiera contener. Luego me contaron Giuseppe y Caterina que, cuando le llegó su turno, se lo tomó encantada y dijo que estaba bueno. Después, Giuseppe me acompañó a casa y nos detuvimos para celebrar un pequeño ritual compensatorio. Pero mi malestar estaba a punto de empezar. La noche fue endemoniada.
En estos días he vuelto a leer a mi adorado William Blake, de quien yo he leído y releído su "Milton", pues gracias a Casasses me compré una preciosa edición inglesa de sus Complete Works ilustradas por el propio Blake y con unas notas maravillosas para explicar esa contra-cosmogonía tan afín y tan moderna en la que aclara que el alma y el cuerpo no son entidades separadas, que la energía y el deseo no deben reprimirse y que hay que tomar el partido de los demonios y no el de los ángeles, como le ocurría a Milton sin saberlo. Y es que A.C. y la reina de la traducció me trajeron una versión bilingüe maravillosa traducida por otro demonio blakiano que ha seguido esa tradición iluminada catalana y que es la de Segimon Serrallonga, verdagueriano y complejo, a quienes mis amigos poetas conocían y admiraban (publicada por Jardins de Samarcanda, naturelich!). Y es que cada vez que miraba a ver cómo resolvía él la escritura de Blake (a Blake se le puede leer en inglés más fácilmente incluso que a Shakespeare y a Dickens), siempre encontraba su gracia y su libertad y su afinidad relumbrando como tizones encendidos y con una naturalidad que sólo da el puro genio. Y su prólogo, que empieza con la imposibilidad de traducir, me resultó afín a mi propio espíritu.
También he visto gracias a ellos Die Frau mitt 5 Elefanten, una película a la vez oscura y luminosa, de una traductora ucrania de Dostoievski al alemán, con una historia trágica y a la vez llena de su pasión por las palabras, de su vitalismo y el afecto que la rodea, la obstinación de un orden cotidiano de cocina y pulcritud, y también las sombras y la interrogación sobre su pasado de traductora para una autoridad nazi, ¿acaso no es el traductor el segundo autor del texto?
Anoche salí a cenar con mi amigo cineasta y el arquitecto humanista. Estuve dudando hasta el último momento, me preguntaba si podría. El día antes había tenido incluso algo de fiebre, con un ataque de frío que me llevó a envolverme en mantas y poner la calefacción mientras llovía y llovía como en el cuento de Somerset Maugham. Anoche me sentía mejor, pero pese a todo tuve que retirarme pronto y bruscamente porque empezaba a notar mis troubles digestivos y la agitación gaseosa me ahogaba. Pero dos preguntas de los dos comensales me llevaron a escribir un poco más, en esta nueva intensidad recobrada. Y es que tras unos días de dudas, en que me parecía escribir pure facts without music, al fin ha vuelto ese nervio de la escritura mía y puedo escuchar la música que me arrastra a seguir. Aunque escribo homeopáticamente, porque escribir del presente es así, no permite avanzar mucho, un pensamiento diario, dos cuando hay suerte... Pero qué felicidad...
Tengo que decir que, a pesar de mis malestares diarios y de los momentos de pura desesperación y nerviosismo que generan, yo me siento aún llena de energía y esperanza. No he perdido todavía el humor. No veo nada admirable en mi resistencia, aunque mis amigos me feliciten, es la única alternativa que tenía, y quién sabe lo que sería de mí si se cumpliera el peor escenario de los tres posibles. Sólo espero con firmeza que eso no ocurra, no puede ser, ¿si no fuera así, de dónde saldría esta fuerza?
A estas horas, los resultados de mi prueba, gracias a J., ya obran en poder del cirujano. No he querido ver ni saber nada antes de que él lo viera. Mi futuro está en juego en este momento, bajo este sol radiante, la hamaca y los estornudos de un Rufus ovillado en la butaca negra...
Incluyo aquí la última Carta india de JP., que he recibido estos días. Es muy larga, pero vale la pena porque permite viajar a Varanasi con la mirada de un escritor connoisseur, que sabe vivir entre ellos con la humildad y la apertura necesaria, en sus estancias allí. Perdonen que no ponga las cursivas o si falta algún acento:
Te envié el texto del que te había hablado, quizás
demasiado largo, tu verás. Sigo feliz, me aterra la idea de volver, aunque sé
que es necesario. Terminé de leer un libro que creo que te encantará cuando te
lo preste, Legends of Khalak de O.J.
Vijaya, el escritor de Kerala del que te hablé, este año tengo una extraña
conexión con Kerala, hice tres amigos de ese origen, uno en Delhi Santosh, un
hombre de izquierdas, que habla español, pues pasó años en EEUU, y en
Nicaragua, aquejado de la lepra blanca, esa enfermedad en que uno pierde la pigmentación,
otro en Ladhak, un restaurador de obras de arte que asistía a un congreso y que
fotografiaba pájaros y por eso nos hicimos amigos y un soldado a punto de casar
se y volver a casa en Delhi. En el libro de Vijayan, los niños devuelven a su
maestro la fe en los renacimientos. Ahora me puse a leer Crossing the dark waters de Anand, y creo que me está gustando más
que The Private Life of an Indian Prince que
teóricamente es su mejor novela. Aproveché
que puedo disponer durante un rato del ordenador de Rocío para enviarte el texto de modo normal y no como siempre sin
acentos y sin eñes.
Ojalá estés mejor. Espero que mi texto sirva para
compartir contigo un poco de la felicidad que siento al estar aquí y eso que
como paró de llover, y la lluvia es mi musa, quizás lo encuentres árido.
Un beso.
Bengalí Tola
Bengalí Tola es el nombre del barrio donde esta mi
pensión. Antes era la zona donde vivían los bengalíes, que a la manera de
muchos de los rajás y maharajás de India, tenían una casa en Kashi (Varanasi, Banaras,
Benarés) para poder venir de vez en cuando a hacer sus pujas, quemar a sus
muertos o simplemente esperar la muerte cuando ya llegaban a cierta edad.
Todavía hoy muchos de sus descendientes residen en el barrio y hablan hindi con
acento bengalí. En la calle principal un poco alejada del río y los ghats, la
que va desde Godaulia a Sonarpura y luego sigue hasta Assi, ya en el extremo
sur de Varanasi, se pueden ver todavía algunas de las bellas casas coloniales que
construyeron, con columnas en piedra de todos los estilos griegos, graciosas
columnitas de hierro en la veranda o galería superior, bellos jardines ahora
casi abandonados y pórticos con plataformas de piedra a modo de bancos a los
lados. En el interior del barrio las casas son modestas, salvo una muy bien
conservada de un juez de Calcutta, ahora convertida en hotel, y alguna otra que
ahora se haya dividida en pequeños apartamentos. Muchas de las más bonitas
están cayéndose a pedazos y son sustituidas por nuevas construcciones.
La calle que atraviesa Bengalí Tola y
comienza en Sonarpura deslizándose paralela a los ghats y terminando en
Dasashmavedhghat, el ghat más importante de Varanasi (significa ghat donde se
hizo el sacrificio de los diez caballos, un sacrificio que hacían los reyes en tiempos
védicos) es una calle estrecha, a pesar de llevar el pomposo titulo de Main
Road, apenas dos metros de ancho. Al principio hay unas cuantas tienduchas donde se fríen en grandes recipientes de hierro las samosas, masalas dosas y
otras comidas favoritas de los indios, un poco como nuestras tapas y que sirven
sobre todo para cenar. También algunas tiendas de dulces. Luego se llega a un
recodo donde hay una gran confitería, no tan famosa como la del cruce de
Sonarpura (una de las mejores de Varanasi y donde me gusta refrescarme con los
kulfi, los helados de leche y pistachos), pero favorita entre los rickshaw wallas
y llena siempre de perros y de vacas que se aprovechan de las sobras. Un
zapatero tiene allí instalado su "establecimiento" en el suelo,
aprovechando que es un buen sitio de paso y que tanta gente visita la
confitería. Después hay un precioso templo shivaísta que han profanado
estéticamente al adosarle una caseta de hojalata donde venden verduras y
pintarle con pintura plástica roja su bello Nandi (el buey sagrado que siempre
se haya en los templos de Shiva frente el santuario), las apsaras que lo
circundan (bailarinas celestes) cumplen la función de ménsulas portando
instrumentos musicales y algunas pequeñas figuras infantiles. Luego viene el
famoso templo dedicado a Ganesha, el Sri Chintamani Ganesha Mandir, en el que
hace poco se celebraron conciertos de música (bhanjan) debido al festival y en
su santuario alberga una gigantesca figura del dios. Cerca
de él se encuentra una tienda de un artesano que hace los famosos juguetes de madera
pintados de colores vivos, como músicos, diversas divinidades, carromatos,
elefantes...y enseguida mi tienda favorita de dahi (yoghurt) delicioso, aunque
sea de leche de búfala y no de vaca como requieren los más sibaritas o los más
ortodoxos. Una de las casas antiguas de este tramo el cual tiene la ventaja de
que en uno de sus lados hay un gran asiento de piedra y las casas son bellas construcciones
con galerías de piedra labrada, esconde en dos de sus ventanas que dan a la
calle sendos lingams que apenas se divisan a través de los barrotes de hierro
que las protegen. No son tan grandes e impactantes como los otros dos que están
un poco más adelante cerca de mi pensión, pero son mucho mas queridos y como en
todos ellos aun en los más gastados y escondidos nunca faltan ofrendas, flores
y hojas.
En esa casa donde están los grandes lingams
hicimos yoga una vez invitados por una especie de ángel caído, un sadhu naga que
había abandonado el celibato, se había casado con una sueca, habían tenido un
hijo, compraron esa casa y ahora ya separado de ella vivía con una italiana.
Estaba muy mal visto, nunca los he vuelto a ver, pero los grandes lingams
decorados con malas de rudraks siempre tienen una guirnalda de nardos. Frente a
la tienda de dahi, una residencia de jóvenes brahmanes, brahmacharyas, jóvenes
bhahmanes célibes, y un taller de tejedor donde en un telar manual jóvenes
musulmanes tejen los complicados y ricos saris por los que es famosa Kashi..Y
más allá un alfarero que vende lámparas, pequeñas huchas para los niños, vasijas
para las pujas de preciosa decoración hecha con arena que parece de oro y otros
cacharros de barro…
Al llegar al fondo de este tramo, la calle
se junta con el río, por un callejón se llega a uno de los dos ghats de las
cremaciones que hay en Varanasi, en una zona donde hay un gran templo como los
del Sur de la India pues es la zona donde viven los tamiles. En la esquina del callejón
hay una casa donde en 1868 se albergó Ramakrishna durante su estancia en
Benarés, cuando tuvo la gran visión de Shiva sobre la ciudad, y en la que ahora
hay una habitación que conserva algunos objetos usados por él y que me
impresionó bastante cuando la visité, por el tipo de energía que se respiraba
en ella. Siguiendo ya paralelo al río está el Sri Sankaracharya Chikitsalaya,
al lado de un templo con un gran Hanumán en cuyas escaleras recitan sus
lecciones los niños brahmanes o un sannyasi lee las gestas del dios mono,y el
Sri Vidhya Math. Aquí reside a veces, una parte del año, uno de los cuatros grandes
líderes de los monjes de Sankaracharya. La casa de Á., de la editorial Índica
también está aquí. Y ahora ya se llega al corazón de Bengalí Tola, el gran
templo de Kedhar, donde hay uno de los lingams más sagrados de Varanasi, un
lingam brotado de la tierra, una roca gastadísima por la cantidad de pujas que
se le han ofrecido durante miles de años, siempre embadurnado de leche, de
ghee, de aceite, cubierto de flores y de hojas y donde la procesión de fieles nunca
se detiene. A ambos lados de sus puertas en pequeñas plataformas se colocan dos
floristas que venden guirnaldas de lotos, de rosas, nardos y gladiolos, hojas
de las que se ofrecen a Shiva porque forman grupos de tres, y sobre todo de
claveles de moro muy usados por su color anaranjado, que es el color sagrado de
India. Uno de ellos siempre me saluda cuando llego con el rikshaw el primer día
desde la estación al grito de ¡Mahadev! y me gusta verlo por la tarde con sus tikkas (marcas rituales pintadas sobre
la frente) y el pelo recién aceitado, una kurta fresca y limpia y ojos de
haberse colocado con bhang. Las esculturas de los dioses del interior del
templo parecen las imágenes de una cueva, cubiertas de aceite, de leche, llenas
de hormigas. La única manera de acceder a Kedhar Ghat cuando el río está alto y
los ghats inundados o cubiertos de barro es atravesar un estrecho pasadizo donde
siempre encuentran refugio algunos mendigos. Frente a la puerta del templo, los
sadhus y las viudas esperan las limosnas de los devotos.
Un poco más abajo se halla un templo, Chandeshvar
Mahadeva, más pequeño pero de bellísima factura que tiene justo enfrente un par
de habitaciones de proporciones admirables y todo el conjunto está separado de
la calle por una verja de hierro, es mi casa soñada. La pequeña deidad que
desde la cúpula del templo da a la calle es la de una forma de Bhairav, Shiva
montado en un perro y portando una maza. Siempre fantaseo que debió de ser
construido por alguien de excelente gusto que se retiró a Banarás a rezar. Frente
al templo, en un local oscuro y polvoriento, con aire de ruina se halla la que
fue en tiempos la mejor confitería de Varanasi y ahora ofrece tan sólo la
imagen desolada de una pequeña bandeja de dulces metida en una vitrina de caoba,
resto del antiguo esplendor, con las patas colocadas en cacharros con agua para
que no suban las hormigas y no le ataquen las termitas. También ahí está la
pensión donde solía permanecer en Varanasi hace años y en el jardín, que tiene
una admirable vista sobre el río, solía ver jugar a las mangostas al amanecer.
Más abajo se encuentra uno otras confiterías y se
pueden ver en habitaciones tan negras como forjas los enormes cacharros donde
hierve la leche entre grandes humaredas. Siempre están llenas de abejas. Aquí hay
un callejón que desciende hacia las barcas y las casas de los pescadores. Y
luego se llega a una clínica, la del doctor Kaudi, a ambos lados de
la calle y donde al atardecer puede verse a sus pacientes. También ocupa los
dos lados de la calle la tienda que vende frutos secos y donde se ve como los
tuestan en un recipiente de hierro con arena negra. Y llegando al final de este tramo recto hay una capilla con varios Ganeshas, y otra
de Hanumán, muy respetada. Una tienda de dahi
y leche llevada por dos hermanos, uno de los cuales es tremendamente religioso
y el otro un amante de la música y antiguo luchador de la lucha libre india la
que practican los lecheros en los gimnasios antes de ir a lavar sus cacharros,
lavar sus ropas, lavarse ellos mismos y rezar. Una tienda donde sirven té a los
peregrinos de una familia muy religiosa y una tienda de paan (betel) que como todas ostenta un espejo y el misterio de por
qué en ellas y no en las otras tiendas, el por qué de su utilidad siempre nos
ha obsesionado a una amiga y a mí desde que lo notamos y nos lo dijimos. Otro
pequeño callejón que va hacia el río donde por la tarde se puede ver a los búfalos bañándose y durante todo el día a los dobhis lavando ropa y a los peregrinos
en grandes grupos repitiendo y haciendo lo que les dicta el pujari (el brahmán que se dedica a esta
actividad). En el callejón hay pequeños establos llenos de vacas y ternerillos
que cuida un chaval que, como todos los lecheros, tiene una apariencia ruda, pero me
parece uno de los jóvenes más sanos y simpáticos del barrio. Lo veo ir
fustigando a sus búfalos casi siempre solo, jamás me saluda, pues es muy tímido
a pesar de que me conoce desde hace años y parece dedicarse solo a sus
vacas. Algún día contaré sobre la vida y costumbres de los lecheros, que me
fascinan, y del que un muy querido escritor de Varanasi escribió sus costumbres
hará unos 50 años, y yo lo pude leer en las clases de hindi con la ayuda de mi
profesor pues está lleno de guiños y términos que solo conoce un nativo de
Varanasi.
Todo, desde la ropa, las expresiones o las costumbres es
igual que hace 50 años aún en el día de hoy. Toda esta zona está dedicada sobre
todo a los peregrinos que acuden al templo y vienen a Varanasi a realizar los ritos
ancestrales, por ejemplo, en esta época y estos días que son de luna llena, una
iniciación que sólo pueden realizar con los brahmanes del Sur de la India y por
lo tanto les cuesta bastante cara y en la que los esposos se
"separan", dejan de vivir maritalmente, pueden comer juntos o vivir en
la misma casa pero en adelante dormirán separados. La hacen sobre todo los que
ya han alcanzado los sesenta. Por cierto que el mes lunar es diferente en el
Norte que en el Sur de la India. En el Norte el mes acaba con la luna llena,
con la perfección, completeness, como dice mi profesor de sánscrito, mientras que en el Sur
la luna llena esta en el medio del mes y el mes termina con la luna nueva.
La calle se llena ahora de puestos de verdura, de
vendedores de flores, más pastelerías y tiendas de objetos religiosos para los peregrinos.
La mayoría proceden de Andra Pradesh, es decir, son telugus, muy religiosos y
muy devotos. Con los pies descalzos salen de las pensiones, los monasterios y
residencias de peregrinos para hacer sus pujas, la primera al alba
sumergiéndose en el Ganga a la salida del sol por la otra orilla del río. La
residencia más bella, austera como el Escorial, ocupando toda una manzana, en
piedra roja con las ventanas situadas a gran altura, es el Sri Kumaraswami
Math. Hay decenas de templos, residencias, Maths, capillas y miles de lingams,
uno en el interior de cada casa, cientos en la calle en pequeñas hornacinas. Y
se llega a la casa de la que antes hable, la del sadhu naga caído, con
los grandes lingams. Y un poco antes hay un callejón que lleva a Narad Ghat y
allí está la pensión Kishan donde siempre me albergo, en una habitación que
tiene ventanas por dos lados y a las que se asoman los monos para pedirme
comida y a veces, si dejo la puerta abierta un segundo, entran y me la roban,
veo volar grandes mariposas negras con las puntas de las alas azules o amarillas
y vienen también las ardillas y los gorriones, las salamandras, algún
cuervo... puedo leer en paz si no hay algún huésped que toque la tabla, lo que
gracias a Dios hace años que no sucede, los músicos europeos son mi gran
pesadilla en Banaras. Kishán, el propietario, es un hombre religioso y bueno,
alegre y poco interesado. En ese ghat hay una casa con un gran triángulo
tántrico que es la de un sadhu europeo famoso por sus libros sobre el Tantra y
de la que a veces salen sonidos de instrumentos que se pierden en el río.
Entre los peregrinos y los vecinos, los
monos ladrones y fascinantes, las vacas y los enormes toros sagrados, mucho más
grandes que nuestros toros y que al pasar, lentos y tremendamente mimados, ocupan
todo el espacio de la calle y uno se aparta o los acaricia con nostalgia de no
se sabe qué pasan los días en Varanasi, en ciclos de tiempo que sacuden a veces
ráfagas de recuerdos de la vida en España, de obligaciones y familia.
La calle continúa hasta Dashsvamedhghat, pero mi relación
con ella no es ya tan estrecha, tan íntima, se convierte en una zona llena de restaurantes
y tiendas para turistas occidentales y japoneses y solo al final vuelve a tener
encanto cuando de nuevo se puebla de cientos de tiendecillas como las que ya he
descrito, de betel, de pasteles, de dahi, de panipuri
(una especie de buñuelos que rellenan de patata y de una salsa que es como agua
especiada) y casi al final está también el único anticuario que conozco en Varanasi,
al que se le inunda la tienda de vez en cuando, si llueve mucho o crece el río
y donde compré terracotas muy antiguas, y luego se abre y llega al ghat y hay puestos de frutas y verduras, y una vez vi a un vendedor ambulante que tenía los más bellos pájaros que te
puedas imaginar, aquí existe la tradición de comprarlos y dejarlos en
libertad."
Published on October 01, 2012 04:36
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