You give me something
Me diste un vaso de agua fría para romper el hielo en aquel primer encuentro. Me diste el fuego de tu abdomen la primera vez que nos vimos, cuando te dije que tenía las manos frías y me hiciste ponerlas debajo de tu remera. Me diste a probar los mejores platos que alguien haya cocinado para mí (y los más picantes y especiados también). Me diste un sinfín de brindis, de chocar las copas y mirarnos a los ojos y beber un sorbo, por nosotros, por las casualidades, por los encuentros, por el amor, por los viajes, por las publicaciones de libros. Me diste tu mano bajo la mesa mientras cenábamos, debajo de los manteles, las velas, las servilletas de género y el doble cubierto, debajo de toda la fachada romántica. Me diste besos inesperados con sabor a Sauvignon Blanc en los labios, a provenzal, a pollo al curry. Me diste la almohada de tu pecho recostados en el sillón los dos mirando reality shows en Netflix. Me diste tus manos traviesas e inocentes que jugaban a las escondidas con las mías como dos niños. Me diste RuPaul y Heidi Klum, no me diste The Voice porque no tenías cable. Me diste Bublé, Sinatra y Ray Charles, me diste Golden Age. Me diste Honey y me diste Ipa, me diste Finca Los Haroldos. Me diste eternas conversaciones en inglés, en español, en Spanglish, donde me regalabas tu lengua y yo te ofrecía la mía. Me diste caminatas de pies descalzos por todo el departamento porque así es la política en tu casa: sin zapatos. Me diste la calidez y suavidad de tu piel, mejor que cualquier otra sábana, manta o frazada. Me diste un cepillo extra la primera vez que me quedé, me diste un mini dentífrico, me diste Listerine; de hecho, me diste todo el baño de invitados sólo para mí. Me diste la mitad de tu cama, y el edredón de plumas que es un tira y afloje de toda la noche. Me diste la fricción de tus pies y los míos, el enrriedo y el desenrriedo del nudo de nuestras piernas. Me diste la intemperie de tu espalda y el tatuaje que te cubre los hombros. Me diste rutinas nocturnas de cremas, lociones y tratamientos faciales porque “eso es lo que hay que hacer cuando llegás a los 30”. Me diste el calor de tus brazos por la noche y al despertar en la mañana. Me diste tus pelos despeinados al despertar y luego tu peinado húmedo y prolijo de raya al costado después de bañarte. Me diste noches de short y remera, y mañanas de traje y corbata. Me diste desayunos express de café con leche y tres cucharadas de azúcar. Me diste tu taza de Starbucks de la India y para vos la de Greenland que te regaló tu ex. Me diste la mejor vista desde la ventana de tu living, espiando a los vecinos, espiando tus revistas, tus bibliotecas, esperando a que salieras de la ducha. Me diste los amaneceres más hermosos que vi en mi vida, caminando junto a vos acompañándote al trabajo, y después sin vos siguiendo camino a casa. Me diste un bolígrafo azul para que firmara el libro que te regalé. Me diste un quitamanchas aquella vez que volqué helado de chocolate en mi camisa celeste nueva, tan cliché todo. Me diste tus remeras grandes de Washington D.C. de los lugares que visitaste, de una tienda de hot dogs, de algún equipo de fútbol americano de allá, tan simples como vos. Me diste french toasts, peanut butter, walks of shame, american blowjob, Black Mirror, Project Runway y otras cosas que no tienen traducción (o que sí la tienen pero es horrible). Me diste primero de Mayo, y cinco de Maio, también diecinueve y veinticinco de Mayo. Me diste cena a las 20, a la cama a las 23 y arriba a las 6:30. Me diste besos de ascensor, de bienvenida, de despedida, de buenos días y buenas noches. Me diste 7º Golf y los ladridos molestos de los perros de tu vecino cada vez que alguien entrabasalía. Me diste seguridad y me diste confianza. Me diste vuelo y me soltaste en Caída Libre. Y después no me diste más nada, me dejaste de dar importancia, me diste lo mismo. Te di celos y me diste una escena. Te di un beso en la frente y te dije “¡Buena suerte! Nos vemos”. Doy un portazo, cerramos puerta, corazón, asunto. Guardamos llave, candado, cerrojo, palabras, ganas, recuerdos. Porque tirar la piedra y esconder la mano es fácil, pero hablar de sentimientos y poner las cartas sobre la mesa es difícil, cuesta. Entonces te veo y me saludás, me decís “Hola” con tu extraño y gracioso acento, como si nada, como si no nos conociéramos. Nos separa un vidrio (o un abismo). Me hacés algunas breves y simples preguntas protocolares de a dónde viajo, por qué viajo, por cuánto tiempo, a qué me dedico, cuánto gano por mes, si tengo familia, dónde están. Te doy las respuestas, me das la visa, me das tu sonrisa y que pase el que sigue, sólo soy uno más. Pero hay algo último que me diste: lástima, de habernos dado tanto y que ya no quede nada. Y quisiera darte algo último porque no tuve oportunidad… esta tarjeta de “¡Feliz cumpleaños!”, de “Perdón”, de “Te quiero”, y el regalo más preciado que se le puede regalar a una persona: Tiempo.

