Ser mujer
He tenido la suerte de crecer sin notar, ver o sentir diferencia alguna entre los varones y yo, creyendo, pensando y sintiendo que realmente somos iguales, en cuanto a capacidades, potencialidades, obligaciones, derechos… Quizás por eso mi adolescencia fue tan difícil. Lo confieso, mis ídolos, los espejos en los que me miraba, nunca o casi nunca tenían nombre de mujer. Eran Arturo Pérez Reverte o Stephen King; Dick Tracy y Batman; Enrique Bunbury y, ahí, sí, por fin una chica, Alaska. El problema, en realidad, era muy simple, a mi me encantaba ser una chica, pero quería encarnar arquetipos tradicionalmente considerados masculinos: Yo era una guerrera, una heroína, hasta una maga. Pero jamás fui una doncella en apuros, una madre, ni una mujer fatal. Lo mío es la acción, no los papeles de secundaria, gracias.
Seguramente por todo eso, entrar en la edad adulta fue un verdadero shock. De pronto, empecé a encontrar limitaciones donde no pensaba que las hubiera y exigencias que a mis iguales de distinto género jamás se les hacían. Lo peor de todo es que la mayor parte de esas limitaciones y exigencias estaban relacionadas con cuestiones personales que, de pronto, cobraban relevancia profesional, como, por ejemplo si tienes pareja o no, si piensas o no tener hijos, si estás casada. Jamás he conseguido comprender qué tipo de importancia puede tener nada de todo eso ya no solo en el terreno profesional, sino también en el personal. ¿De verdad a alguien salvo a mí le importa lo que haya hecho o pretenda hacer con mi útero? ¿En serio es relevante mi estado civil para algo? ¿Y, realmente alguien piensa que, porque soy mujer, sí o sí, tendré hijos algún día, me gustará más que ahora ocuparme de mi casa, o preferiré salir de compras antes que leer una novela? ¿De verdad?
Soy periodista. La información y la comunicación fue mi primer empleo, es mi pasión, y la causa de muchos de mis males, en especial después de la terrible crisis que asoló este país y que, como a tantos otros, me costó el empleo que, dicho sea de paso, a día de hoy todavía no he podido recuperar, o al menos no en cuanto a estabilidad y condiciones. Durante muchos años, los peores de la crisis, pero también los que la siguieron, me he culpado por haber elegido esa profesión, igual que por pretender ser escritora. Tanto me he torturado por ello, que acabé formándome como profesora, pues, imagino, en el fondo de mi ser, pensaba que era más adecuado, que me daría menos problemas, que sería menos complicado, pues, al fin y al cabo, cómo osaba yo pensar que podía aspirar a un trabajo en ese sector.
Pero la realidad es muy cabrona. Ahora, que ya soy oficialmente profesora, pues así consta en todos los títulos oficiales que me he sacado para ello, estoy igual de fastidiada que antes. Con una diferencia. Mi marido, no el vecino del amigo de sultanito, no, no, el hombre con el que comparto mi vida, trabaja de profesor sin tener ni la mitad de títulos de los que tengo yo. Gana el doble por hora que yo. Si en algún momento quiero vivir dignamente de este trabajo, no me queda otra que pasar por la función pública, sea opositando o vía bolsín de interinos.
No me considero feminista. Nunca me he sumado a las reivindicaciones más habituales del movimiento feminista, salvo cuando se trata de casos sangrantes y brutalmente aberrantes. Pero ya va siendo hora de que el mundo que me prometieron de niña, ese en el que no había diferencia alguna entre mujeres y hombres, se vuelva realidad.
Yo mañana paro. Y a partir de aquí, a luchar cada día por una igualdad REAL en TODOS los aspectos de nuestra existencia.
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PS: ¡Ah! Y lo siento por los que puedan pensar que esto es una posición política. No lo es. Se trata, sencillamente, de una posición vital. Quizás, abrir los ojos y volver a mirarse con detalle a uno mismo y alrededor pueda ayudar a notar la diferencia.


