Ya he perdido la cuenta de cuántos días seguidos de nubes, frío y lluvia llevamos. Tengo la sensación de llevar meses encerrada sin ver la luz del sol ni sentir su calor sobre la piel. Sé que no es cierto, pero es difícil luchar contra este invierno que parece haberse metido dentro de mi cuerpo -hasta en los huesos-.
Pero, de todo, lo peor, es este dolor de cabeza que siempre acompaña a los días nublados encadenados, como si mi cerebro se rebelara en contra de la oscuridad y empujara en los bordes del cubículo que lo contiene a ver si así, con suerte, recibe un rayo de sol. A veces creo que lo logrará, que la cabeza me estallará y ya me dará igual si fuera es invierno o verano porque esa plomiza falsa luz, que no es más que oscuridad disfrazada, habrá acabado conmigo.
Dicen que siempre acaba por salir el sol después de la tormenta, pero aquí ni siquiera hemos tenido tormenta -a lo mejor, si la hubiera, ayudaría a atenuar la presión en el interior de mi cabeza-.
Necesito luz. Necesito sol. Necesito calor.
Soy como una planta mediterránea transplantada a un país nórdico.
Quiero volver a casa. Quiero que salga el sol.
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Published on February 28, 2018 04:51